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Hay una canción de Eugenio Finardi que habla de un tipo llamado Sansón. Jugaba a la pelota como un dios, tenía los ojos verdes y la piel oscura. El rostro de alguien que nunca tuvo miedo.
La descripción de Francesco Carducci.
Era famoso como futbolista —siempre el as de los goleadores en el campeonato universitario— y era el ídolo de las chicas. Y también, según se decía, de alguna mamá aburrida. Tenía dos años más que yo y seguía Filosofía sin estar matriculado. Nunca supe cuántos exámenes le faltaban ni si había elegido una tesis y cosas por el estilo.
Hay muchas cosas de él que nunca he sabido.
Nuestra relación había sido superficial hasta una noche de las vacaciones de la Navidad de 1988. Algún grupo de amigos comunes, algún partido de fútbol, un saludo al pasar en los encuentros casuales por la calle.
Hasta aquella noche, en las vacaciones de Navidad de 1988, apenas nos habíamos cruzado.
Se había organizado una especie de fiesta en casa de una chica, hija de un notario. Alessandra. Los padres se encontraban en la montaña y la casa, grande y lujosa, estaba disponible. Bebíamos, conversábamos, en un rincón alguno se liaba un porro. Sobre todo jugábamos a las cartas. Para muchos, las fiestas de Navidad significan una serie interminable de partidas de cartas.
En el salón grande había una mesa de bacará, mientras que en el cuarto de estar se jugaba al chemin de fer. En las otras habitaciones la gente bebía y fumaba. Todo muy similar a tantas otras situaciones por el estilo. Tranquilo.
Luego el mundo, al menos el mío, sufrió una aceleración imprevista. Como las naves espaciales de los dibujos animados o de las películas de ciencia ficción, que parten con una especie de salto y aceleran hasta desaparecer entre las estrellas.
Había perdido algún dinero al bacará y luego fui a la habitación donde jugaban al chemin de fer. Francesco estaba jugando en aquella mesa. Hubiera querido sentarme pero no tenía dinero suficiente. Había chavales menores que yo que acudían a aquellas veladas con fajos de billetes enrollados y talonarios de cheques. Yo recibía trescientas mil liras por mes de mis padres y ganaba un poco más dando clases particulares de latín. Me atraía la idea de jugar fuerte —y ganar, por supuesto—, pero no podía permitírmelo. O no tenía agallas para hacerlo. O probablemente las dos cosas. Por eso, a menudo, me conformaba con mirar.
En la casa había por lo menos unas sesenta personas, cada tanto sonaba el timbre y llegaban otras, solas o merodeando en grupos. A veces eran desconocidos hasta para la dueña de la casa. Aquella clase de fiestas funcionaba así, de boca en boca. Incluso, una de las diversiones nocturnas durante las vacaciones de Navidad era justamente pasar de una fiesta a otra, infiltrarse en casa de desconocidos, comer, beber y marcharse sin saludar. Ésta era la costumbre y por lo general no había problemas. Yo mismo lo había hecho muchas veces.
De modo que, aquella noche, nadie prestó atención a los tres tipos que recorrían la casa con sus abrigos puestos. Uno de ellos entró donde se jugaba al chemin de fer. Era más bien bajo, corpulento, con el cabello muy corto, la expresión tonta. Y malvada.
Nos dio una ojeada rápida a mí y a los otros que estaban de pie y no jugaban. Ninguno de nosotros le interesaba y se acercó a la mesa para mirar la cara de los jugadores. Vio enseguida al que buscaba, salió velozmente de la habitación y antes de un minuto regresó con los otros dos.
Uno de ellos parecía una especie de copia del primero, pero en grande. Era más bien alto, corpulento, también con el cabello cortísimo. No era tranquilizador. El tercero era alto, delgado, rubio, más bien guapo pero con algo enfermizo en los rasgos o en la expresión. Fue él quien habló, por así decirlo.
—¡Pedazo de mierda!
Todos nos volvimos. También Francesco, que estaba de espaldas a la puerta y se dio cuenta de la presencia de los tres sólo en aquel momento. Los miramos unos segundos intentando adivinar qué querían. Luego Francesco se levantó y, en tono tranquilo, se dirigió al rubio.
—No hagáis ninguna estupidez aquí dentro. Hay un montón de gente.
—¡Pedazo de mierda! Sal con nosotros o lo rompemos todo.
—Está bien. Déjame buscar el abrigo y voy.
Todos estaban inmóviles, paralizados por el estupor y el miedo. Los de la habitación y otros que se asomaban desde el pasillo, detrás de los tres hombres. Yo también estaba inmóvil y pensaba que en ese momento saldrían de la casa y masacrarían a Francesco. Incluso antes, en las escaleras. Me sentía humillado. Recuerdo que, en una fracción de segundo, pensé que uno debía de sentirse así cuando estaban a punto de violarlo.
Francesco se había acercado a un sofá donde estaban los abrigos y me escuché decir, como si fuera otro:
—¡Eh!, ¿se puede saber qué coño queréis?
No sé por qué dije eso. Francesco no era amigo mío y, por lo que sabía de él, era muy posible que hubiera hecho algo que justificara lo que iba a ocurrirle. Tal vez aquella sensación de humillación era en verdad insoportable. O quizás había algún otro motivo. Con los años lo fui nombrando de diversas maneras. Destino fue una de ellas.
Todos se volvieron hacia mí y el bajo con cara de necio se me acercó. Se me acercó mucho, estirando el cuello y tendiendo el rostro hacia el mío. Se acercó demasiado. Percibí el olor a chicle de menta de su aliento.
—Ocúpate de tus asuntos, cara de mierda, o te rompemos el culo también a ti.
Impecable, sin duda.
Así como había hablado, me moví. En cierto sentido no era yo. Bajé la cabeza con fuerza, como para aplastar una pelota en la red, y le rompí la nariz.
Acto seguido comenzó a sangrar y parecía tan aturdido que ni siquiera alcanzó a esbozar un gesto de reacción cuando ya le daba un rodillazo en las pelotas.
De lo que ocurrió luego recuerdo sólo fotogramas y algunos fragmentos en cámara lenta. Francesco que golpea al más grande con una silla. Cartas que vuelan por la habitación. Alguno que llega del pasillo y se lanza a la pelea.
Lo raro es que lo recuerdo todo sin sonido, como una película muda y surrealista. Entre otras cosas, hay una lámpara que cae de una mesita y se rompe. Sin ruido.
Echamos fuera a los tres, y entonces reinó en la casa una extraña sensación de incomodidad. Algunos sabían o imaginaban el porqué de aquella expedición punitiva con un final tan poco feliz. Es decir, sabían o imaginaban qué podía haber hecho Francesco.
Lo que en cambio no sabían y no entendían era qué tenía que ver yo. Y sobre todo cómo había sido capaz de hacer semejante cosa. Hablaban en grupos y, cuando me acercaba, bajaban la voz o dejaban de hablar. Yo andaba molesto por las habitaciones. Sólo quería dejar pasar un poco de tiempo para adoptar un aire de indiferencia y luego marcharme.
Ni siquiera yo conseguía comprender lo que había hecho y por qué. Le rompí la nariz, pensaba. Coño, le rompí la nariz. En parte estaba sorprendido por la violencia de que había sido capaz, y en parte sentía una satisfacción vergonzosa y extraña.
La gente comenzó a dispersarse en silencio. El juego, obviamente, no recomenzó. Pensé que yo también podía irme, dado que, además, había llegado solo.
Me puse el abrigo y busqué a la anfitriona para saludarla.
¿Qué le digo?, pensaba. Gracias por la espléndida velada; sobre todo disfruté del fuera de programa con el que pude desahogar con verdadera satisfacción mi instinto bestial. Pero tal vez no iba a resultarle gracioso.
—¿Nos vamos juntos? —Francesco estaba a mis espaldas, también él con el abrigo puesto. En sus labios se dibujaba una ligera sonrisa irónica, y algo parecido a la admiración en los ojos.
Asentí con la cabeza. Sencillamente. A esas alturas parecía natural, aunque apenas nos conocíamos.
A lo mejor me explica en qué me he metido, pensé.
Fuimos juntos a despedirnos de Alessandra, que nos miró con aire extraño. Creo que su mirada decía muchas cosas. No sabía que fuerais amigos. Sí sabía que tú, Francesco, traerías problemas —lo saben todos—, pero no imaginaba que tú, Giorgio, fueses de la misma calaña y, encima, así de bruto. Por Dios, está todo sucio de sangre. La sangre de aquel al que rompiste la nariz con ese cabezazo de delincuente.
Sus ojos decían, sobre todo: fuera de aquí y no aparezcáis por esta casa hasta el próximo milenio.
Nos fuimos juntos. Al llegar a la calle miramos alrededor con precaución. Por si acaso los tres eran especialmente tenaces y vengativos y todavía estaban en condiciones de molestarnos después de los golpes que habían recibido.
—Gracias. Hay que tener un par de cojones para hacer lo que hiciste.
No dije nada. No porque quisiera darme aires de duro. En realidad no sabía qué decir. Entonces él continuó mientras empezábamos a caminar.
—¿Ibas a pie?
—Sí, vivo cerca.
—Yo tengo coche. Podemos dar una vuelta, tomamos algo y te explico. Creo que te lo debo.
—Está bien.
Tenía un viejo Citroën DS de color crema con el techo burdeos.
—A ver, ¿qué te ha parecido? ¿Qué crees que querían esos capullos?
—No lo sé. Está claro que el que estaba interesado en ti era el rubio. Los otros dos eran gorilas. ¿Mujeres?
—Mmm. Sí. El rubio no sabe perder. Pero nunca habría esperado que hiciera semejante gilipollez. —Hizo una pausa, como si hubiera tenido un pensamiento inquietante. Luego volvió a hablar.
—¿Te molesta si vamos a un lugar, por media hora?
—No. ¿Dónde?
—Estoy pensando que es mejor prevenir alguna otra payasada. Quiero hablar con un amigo. Allí donde vamos también podemos tomar algo si no tienes problemas de horario.
Asentí con la cabeza. Como quien tiene bien clara la situación y está cómodo.
En realidad no entendía bien de qué estaba hablando. Pero tenía una vaga intuición; de una manera difusa percibía que aquella noche estaba a punto de cruzar un umbral. O tal vez ya lo había cruzado.
Respiré hondo, me acomodé en el asiento del DS que se deslizaba silencioso por las calles desiertas, entrecerré los ojos y pensé que, joder, no me importaba. Quería ir.
Adondequiera que estuviésemos yendo. Estaba listo.