10
Desde aquella tarde el estudio de los trucos con las cartas se convirtió en mi principal ocupación.
Por la mañana me despertaba cuando mis padres ya habían salido. Me lavaba, me vestía, controlaba que en mi escritorio estuvieran bien a la vista los libros de derecho que habría debido estudiar —y que mis padres pensaban que estaba estudiando—, sacaba las cartas y me ejercitaba durante horas. Por la tarde lo mismo, apenas prestando un poco de atención porque de costumbre mi madre estaba en casa y yo no tenía ninguna intención de tratar con ella el tema de mis próximas fechas académicas.
Un par de veces por semana iba a casa de Francesco para la lección. Decía que tenía mucho talento, manos ágiles y ganas de aprender. Pronto fui capaz de hacer cosas que ni siquiera había imaginado.
El juego de las tres cartas, ante todo. Me volví tan experto que a veces me pasaba por la cabeza pararme en un banco de la plaza Umberto y desafiar a cualquier imbécil a que apostara dónde estaba la reina de corazones.
Sabía hacer una falsa mezcla de la baraja para dejarla al final exactamente igual que al principio, por lo menos de tres maneras diferentes. Después del corte de un hipotético adversario estaba en condiciones de hacer que la baraja volviera a estar igual que antes. Con una mano sola y bastante bien para engañar a un espectador o a un jugador poco atento.
Conseguía coger la última carta de la baraja y servirla con naturalidad como si hubiera estado encima, y había aprendido a colocar a la cabeza seis cartas de mi elección con sólo manipular la mezcla. Francesco llegaba a veinte cartas pero, en resumen, por ser un principiante, yo iba muy y muy bien.
Por supuesto, todavía no estaba en condiciones de hacer trampas en una mesa de juego. Me faltaba el dominio absoluto de Francesco. Me faltaba aquella capacidad hipnótica de caminar sobre el filo sin miedo de caer.
Por la noche, ahora, salía casi sólo con él y con las compañías ocasionales que él elegía de cuando en cuando. Veía a mis viejos amigos cada vez menos. Me aburría con ellos. No podía hablar de las pocas cosas que me interesaban: las partidas de póquer, el dinero que me sacaba y que gastaba con una ciega determinación y mis progresos en el arte de manipular las cartas.
Mientras tanto ya empezaba a hacer calor. La primavera pasaba y el verano estaba a las puertas. Estaban a punto de ocurrir muchas otras cosas en mi vida y en el resto del mundo. Una de éstas fue el encuentro con María.
Fue una noche que habíamos jugado en un chalé con vistas al mar, cerca de Trani.
Francesco había sido invitado por el dueño de aquella casa, un ingeniero que tenía una gran empresa de construcciones y una serie de controversias con la justicia. En aquel caso, como en casi todos los demás, no logré entender a través de qué conductos lo había conocido Francesco ni cómo había conseguido que lo invitara. Se trataba de un hombre en la cincuentena que habría podido ser mi padre. Aunque supongo que a mi padre no le habría gustado la comparación.
Cuando llegamos nos dimos cuenta de que había una fiesta, con un montón de mesas puestas en un césped grande como una pista de tenis.
Dentro, en una especie de salón, habían preparado varias mesitas redondas, con paño verde, para el póquer. Había bastante gente dispuesta a jugar. Pero también era mucha la que estaba allí sólo para beber, comer y escuchar música. O para otra cosa, como comprobaría al final de la velada. Los invitados masculinos eran decididamente mayores que nosotros. En cambio vi a varias chicas de aspecto ligeramente obsceno con acompañantes entrados en años.
Como de costumbre, Francesco parecía perfectamente a gusto. Mientras esperaba que el juego comenzara, se movía entre los grupitos de personas que charlaban, se introducía en las conversaciones y parecía que aquélla era la gente que frecuentaba todas las noches.
Cerca de las once se formaron las mesas. La puesta de partida era de cinco millones cada uno, regla de la casa. Nunca habíamos empezado con una suma tan cuantiosa.
Aquella noche todo parecía desmesurado, y pensé que con aquella suma de entrada podía ocurrir cualquier cosa.
Ya estaba sentado cuando, de improviso, me dominó el pánico. De repente tuve la sensación de haberme metido en un juego demasiado fuerte, loco e incontrolable. Tuve el impulso de escapar de aquella mesa, de aquella casa y de todo el resto mientras todavía estuviera a tiempo.
Las voces de las personas que me rodeaban se fundieron en un zumbido sordo y me pareció que el mundo se movía a cámara lenta.
Francesco se dio cuenta de que me estaba ocurriendo algo. No sé cómo pero se dio cuenta. Estaba sentado a mi izquierda y me apoyó una mano en la pierna por debajo de la mesa, casi a la altura de la rodilla. No tuve tiempo de dar un respingo ante aquel contacto cuando ya me apretaba con fuerza, clavando a fondo los dedos en la zona blanda y sensible del interior del muslo.
Me hizo daño y tuve que esforzarme para no dejar ver reacción alguna. Cuando estaba por estirar la mano debajo de la mesa, me soltó y me miró sonriendo. Permanecí atontado unos instantes y después me di cuenta de que el pánico había pasado.
Jugamos y en verdad gané mucho dinero. La ganancia más grande que habíamos hecho hasta entonces.
A veces ocurre que sin razón —sin razón evidente— uno no consigue recordar detalles. Un psicoanalista nos explicaría que existen motivaciones inconscientes para esta capacidad selectiva de la memoria. No lo sé. Lo cierto es que no consigo recordar cuánto gané aquella noche. Con seguridad eran más de treinta millones, pero aquí se detienen mis recuerdos. No sé si eran treinta y dos o treinta y cinco o cuarenta o cuánto. Simplemente no lo sé.
En todo caso fue la ganancia mayor de toda la noche, y ya antes del final de la partida se había corrido la voz entre los que permanecían en la fiesta de que en nuestra mesa el juego se había vuelto serio de verdad. Fue entonces cuando se reunió un grupito de espectadores, lejos de la mesa para no estar a espaldas de los jugadores, pero lo suficientemente cerca para seguir el juego. Por lo que a nosotros concernía —Francesco y yo— la partida estaba cerrada. Ya habíamos jugado los pozos importantes y el dinero ya estaba en mis bolsillos.
Pero teníamos un público y Francesco era un prestidigitador. Entonces decidió que podíamos ofrecerle buenas emociones gratis a aquel público. No era cuestión de que yo ganara de nuevo. Semejante exceso de suerte habría despertado sospechas después de que, sobre pozos millonarios, había tenido dos full, una escalera de color y un póquer. Francesco perdía muchísimo, para la platea. Entonces, una vez cada tanto, podía permitirse el lujo de servirse directamente a sí mismo las mejores cartas. Así, en la última vuelta, nuestro público tuvo el privilegio de asistir a una mano en la que se enfrentaban un full de ases (yo) y un póquer de siete (Francesco).
Espectáculo puro, suspenso, respiración contenida. Al final, a Francesco le brillaban los ojos. No por la ganancia, que era fingida, sino por el espectáculo. Por una vez estaba actuando de prestidigitador. Se estaba divirtiendo como un niño.
Fue en verdad un gran final y yo me preguntaba cómo había sido posible aquel ataque de pánico, y me parecía que había ocurrido mucho tiempo antes, no aquella misma noche. O que no había ocurrido nunca.
Hicimos las cuentas y nos levantamos de la mesa. El que había perdido más era el anfitrión, pero eso no parecía preocuparlo. El dinero no era un problema para él.
Aunque era muy tarde, todavía había gente dando vueltas por la casa y el jardín. Francesco había desaparecido, como ocurría a veces en aquellas situaciones.
Me había entrado hambre y me estaba preguntando si habría quedado un poco de comida.
—¿Eres afortunado sólo en el juego? —Era una voz baja, casi masculina, con una nota de afectación, como de quien se esfuerza por ocultar su propio acento de origen. Me volví.
Cabello castaño, corto. Bronceada. No hermosa pero con grandes ojos verde grisáceos inquietantes. Bastante mayor que yo. Más o menos treinta y cinco, pensé mientras la miraba buscando una respuesta. Después sabría que tenía exactamente cuarenta.
—No soy afortunado, soy bueno jugando. Y no sólo en el juego.
—¿Quieres decir que ganaste todo ese dinero porque eres bueno? Sólo hay un modo de ser bueno jugando para ganar de esa manera.
Pausa.
—Hiciste trampa.
Tuve una sensación física de parálisis. No conseguí mover ni un solo músculo; no conseguí decir ni una palabra, y tampoco conseguí enfocar su cara.
Nos había descubierto y quería denunciarnos o chantajearnos. Ese pensamiento me atravesó el cerebro como un flecha incendiaria. Sentí que la sangre se me agolpaba furiosa en las mejillas.
—¡Eh, era una broma!
Tenía un tono divertido pero que no dejaba claro si había bromeado un momento antes.
—Maria —dijo enseguida tendiendo la mano. La estreché, sintiendo su apretón agresivo, mirando la muñeca bronceada en la que destacaba una pulsera de oro blanco con una piedra azul. Nunca entendí nada de joyas y en aquel momento no entendía nada en general. Pero igualmente pensé que para comprar aquella pulsera no habría bastado nuestra ganancia de aquella noche.
—Giorgio —respondí mientras mi cerebro volvía a funcionar y recomponía las facciones de Maria.
—¿Entonces eres bueno jugando, Giorgio? ¿Te gusta el peligro?
—Me gusta —contesté con un ligero titubeo. ¿Qué debía decir? ¿Esa pregunta admitía otra respuesta?
—A mí también me gusta.
—¿Qué tipo de peligro te gusta...?
—No el de las cartas. Es artificial.
Menuda estupidez. Intenta perder veinte o treinta millones, o ganarlos, y después hablamos de cosas artificiales.
No se lo dije. Sólo lo pensé, mientras decía que probablemente tuviese razón pero que me gustaría entender mejor lo que quería decir. Entretanto la miraba con más atención. Tenía muchas arrugas pequeñas alrededor de los ojos y algunas menos en las comisuras de los labios. La cara era cambiante, pómulos altos, una sonrisa blanca y feroz.
Tenía algo de Francesco. En el modo de moverse o de hablar o en el ritmo. No sé exactamente qué era. Mientras hablábamos, ese algo aparecía y desaparecía. Tal vez cierta manera de dirigir la mirada directa a los ojos y desviarla enseguida. Algo que atraía y provocaba rechazo al mismo tiempo.
No me explicó cuál era su idea del peligro no artificial. Decía cosas vagas, como Francesco cuando le pedían que explicara algo que había dicho o hecho, y después miraba con una expresión del tipo: «Naturalmente nos hemos entendido, ¿verdad?».
Naturalmente.
Conversando, fuimos hacia el jardín y buscamos algo de beber.
Maria tenía el aspecto de alguien que pasa mucho tiempo en el gimnasio. Me dijo que estaba casada y tenía una hija de quince años. Yo dije que no le creía y ella sonrió porque había dicho exactamente lo que esperaba.
El marido tenía un concesionario de coches de lujo y varios salones por toda la región. Y a menudo estaba de viaje por trabajo. Dijo eso mirándome directamente a los ojos. Tan directamente que me vi obligado a desviar la mirada y tomar un sorbo de vino.
Estábamos sentados en el jardín cuando Francesco nos encontró y se detuvo frente a nosotros. Entre él y Maria relampagueó por un instante una extraña mirada. A tal punto era extraña que no se me ocurrió presentarlos. Luego él me habló:
—Estabas aquí; hace un cuarto de hora que te busco. ¿Vamos? Son casi las cuatro.
—Dos minutos y voy —contesté.
Él dijo que me esperaría junto al automóvil y se alejó después de saludar a Maria con un gesto.
Me volví de nuevo hacia ella, con incomodidad. Quería preguntarle si podíamos vernos otra vez, pero tenía poco tiempo y no sabía cómo hacerlo. Quiero decir: no sabía cómo hacerlo con una mujer casada. Ella en cambio no estaba incómoda y sabía muy bien cómo hacerlo.
De una de las mesas de juego cogió un bloc de papel, de los que se usan para registrar las ganancias y las pérdidas. Escribió un número de teléfono, arrancó la hoja, me la dio y me dijo que la llamara sin problemas, entre las nueve de la mañana y la una.
Salí de la casa sin saludar a nadie, me reuní con Francesco en el aparcamiento y nos fuimos. Pisé el acelerador hasta los ciento noventa por hora mientras él, con el asiento reclinado, tenía los ojos entrecerrados y una sonrisa, aquella sonrisa burlona que a veces le asomaba en los labios. No dijimos ni una palabra en todo el camino.
Cuando me desvestí para ir a dormir —era ya casi de mañana— me di cuenta del moretón que se me estaba formando en la pierna izquierda, en el punto en que Francesco me había apretado para curarme del miedo.