8
Transcurrieron por lo menos dos semanas. Francesco no había vuelto a llamarme. Después de algunos días me convencí de que lo había pensado mejor, que se daba cuenta de su imprudencia y había decidido dejarme a un lado.
Sentía el impulso de llamarlo pero me contuve. No quería que se diera cuenta de cuán fascinado estaba yo por su propuesta. No quería admitirlo ni siquiera conmigo mismo; me dije que era mejor así. Mi vida volvió a correr cenagosa.
Un viernes por la tarde, mientras trataba de concentrarme en el manual del Código de Procedimiento Civil, llegó la llamada telefónica. Cuando oí su voz tuve una descarga de adrenalina. No me dijo por qué no había aparecido antes y no se lo pregunté. ¿Me iba bien salir esa noche? Dije que sí y pensé en qué tendría que inventar con Giulia. Porque estaba claro que tendría que inventar algo.
—Está bien —dijo él—, paso a buscarte a las diez. Vamos fuera de Bari.
—¿Adónde?
—A una fiesta.
Esa noche no tuve problemas con Giulia. Había pillado una gripe y cuando la llamé ella misma me dijo que no fuera para evitar contagiarme. Está bien, dije con tono de cierto disgusto. Entonces tal vez saliera con algún amigo —de los míos— y fuéramos a tomar algo para pasar la noche.
Lo dije para evitar que me llamara a casa cuando ya hubiera salido con Francesco. Al día siguiente pensaría qué contarle.
Francesco fue puntual. Cuando bajé él ya estaba ante el portal, estacionado en doble fila con su DS. Tenía una especie de sonrisa que pronto aprendería a reconocer pero que nunca logré descifrar.
Nos deslizamos a gran velocidad por las calles semidesiertas y en pocos minutos salimos de la ciudad. Era una noche fría y límpida; había luna llena y la campiña que corría alrededor de nosotros estaba impregnada de una claridad azulina y mágica. Se podía viajar sin luces; se podía ir a cualquier parte en una noche así.
Casi no hablamos. En general, el silencio me daba ansiedad y hablaba para llenarlo, pero aquella noche no. Aquella noche sentía una especie de excitación tranquila, como un hormigueo interior. Una ligera ebriedad mezclada con una sensación de control completa. No necesitaba hablar.
Enfilamos un camino arbolado. Pinos altos y, alrededor, un parque que parecía un bosque. Al fondo la casa y a la derecha un claro donde estaban aparcados varios automóviles, la mayoría lujosos y relucientes. Allí aparcamos también nosotros y subimos una ancha escalinata para entrar en la casa.
—¿De quién es la fiesta? —pregunté al darme cuenta en ese momento de que no lo sabía.
—Se llama Patricia. Su padre es multimillonario. Tienen centenares y centenares de hectáreas de cereales y otras cosas. Creo que hace unos días fue su cumpleaños.
Estuve a punto de decir algo acerca de presentarnos con las manos vacías, luego pensé que en el fondo era su problema. Si es que había un problema.
Detrás de la puerta vidriera había un gran vestíbulo; de allí pasamos a un salón enorme.
El ambiente estaba en penumbra. La araña central estaba apagada y la iluminación, escasa, provenía de luces bajas. Ocultas.
Hacía calor. Había mucha gente; personas de nuestra edad y otras mayores. Algunas seguramente de más de cuarenta años. Se sentía olor de cigarrillos, de perfumes sobre cuerpos humanos ligeramente sudados, de muebles lustrados a la cera. Había algo concreto en el aire; algo físico y carnal.
Mientras saludaba a alguien, Francesco miraba alrededor en busca de la dueña de la casa. En cierto momento una joven lo tomó por los hombros, lo hizo girar y lo abrazó con efusividad.
—¡Has venido! Qué bien, me alegro.
—¡Cómo! ¿No debía venir?
Me pareció notar un tono burlón en su voz. O tal vez lo imaginé y, en cualquier caso, en aquel momento me importaba poco.
—Éste es Giorgio. Mi amigo Giorgio. Patricia, una de las mujeres más peligrosas de la región. Es campeona de judo.
Se volvió hacia mí y parecía en verdad contenta de conocerme: el amigo de Francesco. Yo no sabía cómo comportarme, darle la mano me parecía torpe y burocrático. Sonreí acercándome un poco y diciéndole ¡hola!, ¿cómo estás? Ella resolvió mi dilema. Me abrazó y me besó como si nos conociésemos de toda la vida. Era morena, no muy alta, robusta, con ojos oscuros ligeramente agitados, una nariz larga y masculina. Transmitía una sensación de vigor físico, una sensualidad alegre y elemental. Mis pensamientos se habían apartado de sus senderos habituales. Pensé en cómo sería desnuda y cómo sería tirármela. Me imaginé su cuerpo blanco y musculoso apoyado en la pared y que yo la tomaba brutalmente, por detrás. Con muchos saludos para el judo.
—¿Y eres un bandido como él? ¿Hay que estar en guardia también contigo? —dijo alegremente y yo pensé que no sabía si era un bandido o qué. Sonreí mirándola a los ojos y no dije nada.
—Allá hay comida y bebidas. —Hizo un gesto hacia otra habitación, más iluminada, en la que se entreveía una gran mesa cubierta de bandejas y botellas. Luego alguien la llamó desde un sofá y ella contestó que ya iba—. Nos vemos después —dijo dirigiéndose a Francesco, con una mirada llena de sobreentendidos—. No intentes desaparecer como de costumbre. —Francesco le sonrió, entrecerrando los ojos y con una inclinación de asentimiento con la cabeza. Una expresión hermosa y simpática. Espontánea.
Apenas ella se volvió, la expresión de Francesco se apagó como unas luces de neón a la hora de cerrar.
—Comamos algo —me dijo con el tono de quien ha agotado los cumplidos y tiene que trabajar después de comer. Lo seguí.
Era un estilo de bufé al que yo no estaba habituado. En nuestras fiestas había bollitos, cazuelitas y sándwiches de jamón y de embutido, cerveza y coca-cola. Allí había fuentes de salmón, ensaladas de gambas, canapés de caviar, carpaccio de pez espada y vinos caros.
Llenamos los platos, Francesco cogió también una botella de vino blanco recién descorchada y fuimos a sentarnos en un sofá del salón en penumbra.
—Aquí encontraremos algunos buenos candidatos para la próxima partida —dijo Francesco, después de limpiar el plato. Habíamos comido en silencio y vaciado un par de vasos. Yo asentí porque no sabía qué decir y porque estaba aprendiendo que a menudo estar callado era mejor que decir algo. Él volvió a hablar después de haber encendido un cigarrillo.
—Ahora voy a dar una vuelta. Espérame aquí, o mézclate con la gente o come el postre. Lo que te parezca. Volveré cuando termine.
Tampoco esta vez hablé y él desapareció en la penumbra.
Había por lo menos un centenar de personas. Muchos hombres vestían traje y corbata, otros llevaban ropas más informales. Un tipo me llamó la atención: era alto, tal vez de un metro noventa, la cabeza completamente afeitada —y en aquellos años no era algo común—, llevaba una camiseta negra ajustada que marcaban gruesos músculos de culturista.
Debía de andar por los treinta y cinco o cuarenta años y le acompañaba una chica delgada, con el aspecto vagamente anoréxico de las modelos. No era mayor que yo. Era guapa, pero tenía un aire nervioso, conmovedor, que resultaba molesto. Los dos juntos me daban una sensación de incomodidad, de estar fuera de lugar. De una enfermedad que consumía justo por debajo de la superficie.
Había muchas mujeres guapas. Pero aparte de la novia del pelado no conseguí localizar a ninguna. Era como estar en un gran negocio lujoso y brillante, lleno de cosas atrayentes o apetitosas. Tantas, tantas, que no puedes elegir porque al elegir algo tienes la impresión de tener que renunciar a otra cosa. Había terminado la botella de vino blanco y estaba por encender un cigarrillo.
—¿Me ofreces uno? —Me volví hacia la izquierda, arriba, hacia donde venía la voz.
—Por supuesto —dije, comenzando a levantarme. Por buena educación y porque no conseguía verle bien el rostro. Ella me tocó el hombro diciéndome que no me molestara; me rodeó con sus pasos y sentí su perfume dulzón. Se sentó en el sofá en el lugar dejado por Francesco.
—Clara —dijo estirando la mano de modo femenino, ligeramente doblada en la muñeca.
—Giorgio —contesté sin lograr evitar que mis ojos se detuvieran un segundo más de lo debido en sus grandes pechos. Me dominé, le tendí la cajetilla, le encendí el cigarrillo y luego prendí el mío.
—Eres un joven bien educado —comentó, después de lanzar la primera bocanada de humo hacia arriba.
—¿Por qué?
—Siempre me fijo en cómo un hombre ofrece los cigarrillos. La diferencia fundamental está entre aquellos que primero sacan uno y luego alargan la cajetilla y los que alargan la cajetilla y basta. Tú lo has hecho así. No me obligaste a fumar el que habías tocado. Lo que habría sido como meterme los dedos en la boca. —Dijo esta última frase después de una breve pausa, mirándome directamente a los ojos. Di una calada como si estuviese meditando sobre el sentido de sus palabras. En realidad, buscaba algo que decir, algo adecuado, y mientras tanto sentía olor a alcohol. Decididamente, Clara ya había bebido aquella noche.
—¿Y a qué te dedicas en la vida, Giorgio?
—Este año tendría que licenciarme en Derecho. —Mientras lo decía, me sentía como un colegial tímido que explicara que había sido boy scout durante diez años. Clara no debía de tener menos de treinta y dos o treinta y tres años, no era ni guapa ni fea pero tenía una mirada rapaz. No muy inteligente, pero rapaz. Y aquellos pechos que llenaban de modo tan arrogante su blusa blanca y que yo me esforzaba en no mirar.
—Yo también me había matriculado en Derecho. Después lo dejé. Y de todos modos, nunca habría podido trabajar como abogada. No sé si entiendes lo que quiero decir.
No entendía nada pero asentí con aire de entendimiento.
—¿Y qué haces ahora?
—Ahora le pongo un pleito a mi ex marido, que es un desgraciado miserable y no paga lo que debería. Pero pagará, seguro que pagará. ¿Estás solo?
—Vine con un amigo.
—¿Por qué no vas a buscar algo de beber, Giorgio?
Me levanté y conseguí una botella de espumoso blanco. Quiso brindar por nosotros dos y, mientras nuestros vasos se entrechocaban, me sentía en una dimensión del todo irreal, insólita. Y tenía ganas de reír. No porque fuera algo divertido sino mecánicamente, como me ocurría a veces de niño cuando la maestra me sorprendía distraído en clase. Sucedía a menudo y ella se enfadaba. Y a mí me entraba la risa. Era una conducta idiota porque ella, por supuesto, se enfadaba más. Pero yo no lograba contenerme o a veces conseguía no reír pero hacía la típica mueca de quien contiene la risa. Lo mismo ocurrió aquella noche.
—No hablas demasiado. Eso me gusta. Los hombres sienten la obligación de sepultarte bajo su charla antes de expresar sus intenciones. O sea, que quieren echarte un polvo.
Me tendió el vaso vacío y se lo llené. Tomó la mitad de un trago y volvió a hablar:
—¿Y tú, quieres echarme un polvo?
Era demasiado absurdo. Las ganas de reír fueron más fuertes y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para contenerme. Adopté una cara enigmática o de perfecto deficiente mental. De todos modos, no era un problema: ella había bebido demasiado para notar la diferencia.
—Sí —contesté cuando estuve seguro de haberme controlado. Yo también tenía bastante alcohol en el cuerpo.
Se quedó mirándome en silencio, como si estuviese evaluando mi respuesta para captar el significado oculto.
En ese momento volvió Francesco.
—Hecho —dijo tocándome un hombro. Sonrió a Clara y se volvió otra vez hacia mí—. ¿Puedo hablarte a solas dos segundos? —Y volviéndose a Clara—: Me lo llevo un momento, ¿nos disculpas? —Ella lo miró sin verlo. Sus ojos se habían vuelto vacíos de pronto. Vítreos.
Me levanté y lo seguí hacia la entrada.
—Felicidades, colega. Veo que no pierdes el tiempo.
—Lo hizo todo ella.
—Lo sé. Por supuesto, haz lo que te parezca, pero quiero avisarte. Es una desequilibrada.
—¿En qué sentido? —me sentí responder en tono picado. Como si hubiese dicho que una mujer que me abordaba en una fiesta forzosamente debía tener algo que no andaba bien.
—Tiene problemas. —Y se tocó la frente con dos dedos—. Es una especie de ninfómana, bebe mucho y, en resumen, si quieres mi opinión: para un polvo tranquilo iría a buscar en cualquier otra parte. Además, con el tráfico de hombres que tiene, no me sentiría muy seguro si tuviera un contacto íntimo con ella. No sé si me sigues.
Lo seguía, y me quedé mal.
—¿Cómo sabes estas cosas?
—Que bebe lo ves también tú. Ya está borracha, basta con mirarle los ojos. Por lo demás, aparte de los rumores, un amigo mío cometió el error de irse con ella. Hasta hubo una especie de historia.
—¿Qué pasó?
—La primera noche, después de follar, ella le hizo una escena. Quiero decir que tuvo un arrebato de cólera, se puso a gritar y le dijo que era un cerdo como todos los demás, que había ido con ella sólo para echar un polvo y cosas por el estilo.
Me volví instintivamente hacia el sofá donde estaba sentada Clara. No se había movido y seguía bebiendo.
—¿Y tu amigo qué hizo? —pregunté.
—Se quedó estupefacto y trató de calmarla. Ella se tranquilizó, se volvió cariñosa y follaron de nuevo. Luego él se fue, habían estado en casa de ella, y a partir del día siguiente empezó a destrozarlo metódicamente. A veces lo telefoneaba y le decía que estaba locamente enamorada, que él era el único hombre de su vida, que era diferente de los otros, etcétera. Luego desaparecía y no se dejaba ver durante una semana. Eso no habría sido un problema si aquel tonto no se hubiera enamorado. De modo que ella le anduvo detrás con ese juego. Le dijo que tenía otros hombres y que él era sólo un pasatiempo. Luego le pidió perdón llorando y le dijo, lo recuerdo bien, que él debía enseñarle a amar. Y él cayó en su trampa.
—¿Cómo terminó?
—Terminó. Con el tiempo ella se hartó también de ese juego... admitiendo que fuese un juego, porque creo que está realmente mal de la cabeza y que tiene una especie de compulsión que la lleva a comportarse de ese modo. En resumen, terminó. Hace más de un año, pero él todavía está tratando de reconstruir los pedazos rotos.
Antes de continuar me miró como para ver si tenía preguntas.
—Anda en fiestas y locales y liga sobre todo con tipos más jóvenes que ella. Se los lleva a su casa, probablemente ya te habrá dicho que es separada, y la noria continúa girando.
Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego me volví de nuevo hacia el sofá. Esta vez Clara había desaparecido. Me encogí de hombros como para decir de acuerdo, asunto terminado.
—Entonces, ¿organizaste la próxima partida?
La había organizado. Jugaríamos el sábado por la noche en casa de uno que estaba forrado, allí, en Altamura. Por eso era mejor que no nos quedáramos hasta tarde aquella noche. Pensé que, por suerte, Giulia estaría enferma todavía y no tendría problemas. Francesco me dio una palmada en el hombro. Dijo que otra vez me presentaría a alguna que valiera la pena. Luego se alejó de nuevo.
—Voy a quedarme un poco con Patricia. Por buena educación, sabes —me dijo con una sonrisa cómplice y me dejó solo.
De pronto me sentí vacío y fuera de lugar. La excitación que poco antes me había ganado se había transformado en otra cosa. Desagradable. Vagué por la fiesta, tomé alguna otra copa, fumé otros cigarrillos para tener algo que hacer.
Por fin, tal vez una hora después, Francesco volvió y dijo que podíamos irnos.