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El viaje de regreso fue una carrera ininterrumpida y extenuante, como el de ida.
Avanzábamos pisando el acelerador como locos, relevándonos sin tomarnos un respiro, rehaciendo el camino de algunos días antes como si fuese el rebobinar rápido e indescifrable de un vídeo sin sentido.
De todo el viaje, treinta horas tal vez, recuerdo sólo las curvas y los viaductos aterradores de la autopista en la zona fronteriza entre Italia y Francia, de noche, inmediatamente antes del alba. Me tocaba conducir a mí mientras Francesco dormía tendido, con el asiento por completo reclinado. Yo estaba exhausto y pensaba que con seguridad tendría un golpe de sueño, que nos iríamos contra el quitamiedos y después caeríamos por el vacío espantoso que se entreveía más allá del asfalto, de las vallas y de los pilares. Francesco ni siquiera se daría cuenta de lo que sucedía. Yo, en cambio, lo habría visto y oído todo hasta el último momento.
Ese pensamiento no me asustó y continué avanzando a una velocidad loca por aquella carretera; casi sin tocar el freno; a veces pasando las señales con el motor que rugía, alegre y rabioso; bordeando muchas veces el abismo. Los ojos me ardían; los entrecerraba y los abría de nuevo, apenas a tiempo para girar con suavidad a una fracción de segundo de lo irreparable.
Llegamos a Bari una suave noche de agosto, insólitamente fresca y angustiante. Una de esas noches en las que se percibe que dentro de poco terminará el verano, aunque todavía dura. Cuando se es joven y en agosto aparecen estas advertencias del otoño, asalta una melancolía ligera y especial, hecha de recuerdos y nostalgia mezclados con la certeza, o la ilusión, de tener todavía todo el tiempo por delante.
La ciudad estaba igual y pensé que todo volvía a su lugar.
Aunque no sabía cuál era.
De todas maneras, estaba a punto de conseguir un montón de dinero y esa idea me ocupaba la cabeza casi por completo, me daba una sensación de ebriedad y de vértigo. Naturalmente, no sabía qué haría con aquel dinero, pero en eso no pensaba.
Mientras tanto el viaje, España, Angelica, mis paseos semiconscientes en aquella ciudad irreal, aquel amanecer único en el mar, luego el envío de la droga, los olores, las luces, los ruidos, mi temor, todo quedaba muy lejos. Parecía que hubiera ocurrido mucho tiempo atrás o en un sueño. Y en efecto, debía hacer un esfuerzo de voluntad para convencerme de que todo eso había ocurrido en realidad.
Luego, caminando hacia casa, pensé por primera vez en mis padres y en que dentro de poco los encontraría, si es que habían regresado a Bari. No había vuelto a llamar desde la mañana de la partida, en la carretera. Pensé en lo que me dirían, con razón, por haber desaparecido, que habían estado preocupados, que estaba desconocido, y otras cosas más. Aquella sensación de ligereza que me había inundado instantes antes se deshizo rápidamente. Sentí el impulso de cambiar de rumbo, de huir a otra parte.
Pero después me dije que estaba cansado, demasiado cansado, y que sólo quería ir a dormir. En mi cama. Me dije que todo se arreglaría, de uno u otro modo.
De un modo.
O de otro.