11
A la mañana siguiente —era domingo— me desperté tarde, obviamente. Por la puerta entrecerrada de mi habitación se colaba un olor a comida y a casa.
Pensé que tenía hambre y que me levantaría e iría directamente a la mesa. Algo que siempre me había gustado: almorzar enseguida después de despertarme, como ocurría en Año Nuevo o en otras pocas ocasiones especiales.
Una liberación total de tener que decidir qué hacer por la mañana apenas levantado. Sobre todo el domingo por la mañana.
Estupendo.
Luego, mientras todavía estaba en la cama, percibí que se me insinuaba un extraño malestar. Como un sentimiento de culpa mezclado con la percepción de una catástrofe inminente.
Estaban a punto de descubrirme. Me levantaría, iría a la mesa, y mis padres, al mirarme a la cara, lo comprenderían por fin y toda mi mala conducta saldría a la luz.
Entonces me invadieron la tristeza y la nostalgia. Habría querido experimentar aquel acostumbrado y sereno placer familiar, y me estaba dando cuenta de que lo había perdido para siempre.
De modo que, de pronto, deseé con intensidad que mis padres no estuvieran en casa, porque si me veían aquella mañana iban a descubrirme. No sabía por qué motivo; no sabía por qué justamente aquella mañana, pero estaba seguro de que ocurriría.
Me levanté, me lavé, me vestí con rapidez y fui hasta el comedor con aquella sensación que me cosquilleaba bajo la piel como un hormiguero, como una fiebre ligera y molesta.
La mesa ya estaba puesta y del televisor llegaban imágenes irreales y angustiosas.
Era el 4 de junio de 1989. El día anterior, el ejército de Li Peng había masacrado a los estudiantes de la plaza Tiananmen. Más o menos en el mismo momento en que yo ganaba millones haciendo trampas al póquer y flirteaba con una cuarentona rapaz. Eso pensé.
Tengo el recuerdo de aquel largo telediario, casi todo sobre los hechos de Pequín y después, en una especie de fundido, veo a mi padre que atormenta con el tenedor el último bocado de rosbif.
Lo movía de una parte a otra sin llevárselo a la boca. Bebía un sorbo de vino tinto y volvía a mover aquel pedacito de carne entre pequeños restos de puré de patatas. El famoso puré de patatas de mi madre, pensé con incoherencia.
Yo esperaba. Mi madre esperaba. Lo sabía aunque no era capaz de mirarla a la cara. Sentía su angustia como una entidad física.
Por fin mi padre habló.
—¿Tienes alguna dificultad con los estudios?
—¿Por qué? —Traté de manifestar estupor, exageré el tono de la pregunta. Una actuación mediocre.
—No das exámenes desde el año pasado.
Mi padre hablaba bajo, separando las palabras. Y cuando lo miré a la cara descubrí señales, arrugas, un sufrimiento que no quería ver. Aparté los ojos mientras él proseguía.
—¿Quieres decirnos qué pasa?
Aquellas palabras le costaban. Nunca se había imaginado que iba a tener que hablarme así. Yo jamás había creado problemas de ningún tipo; y todavía menos por los estudios. Era mi hermana la que ya les había ocasionado esa clase de problemas, y ellos ya habían tenido suficiente. ¿Qué estaba ocurriendo?
En aquel momento comprendí que muchas veces debían haber conversado largamente acerca de lo que me estaba pasando. Es posible que se hubieran preguntado si hablarme era una buena idea o si, en cambio, no haría más que empeorar las cosas.
Reaccioné como todos los mediocres cuando les pillan en falso. Reaccioné como quien ha cometido un error y no tiene el valor de admitirlo. Agrediendo. Con cobardía, porque ellos eran más débiles y estaban más indefensos, como sólo pueden estarlo los padres.
¿Qué querían de mí? Todavía no tenía veintitrés años y casi había terminado la universidad. Me hostigaban sólo porque había disminuido un poco el ritmo. Joder. ¿Estaba prohibido tener un pequeño período de crisis? ¿Estaba prohibido?
Grité muchas cosas desagradables y, al fin, me levanté de la mesa mientras ellos permanecían sentados, sin palabras.
—Salgo —dije, y me marché.
Furioso con ellos porque tenían razón. Furioso conmigo mismo.
Furioso y solo.
A la mañana siguiente, lunes, a las nueve y media, telefoneé a Maria.