6

Habíamos ido a una especie de piano-bar, el Dirty Moon, donde se tocaba música en vivo y permanecía abierto hasta el alba. Pedimos capuchinos, cruasanes calientes de chocolate recién llegados de la pastelería, y nos sentamos a una mesita en el fondo del local.

—¿Era tu noche, eh? —dijo Francesco, con un deje indescifrable en la voz.

—Sin duda. Nunca más me ocurrirá algo así. ¿Te das cuenta? Dos póqueres servidos en teresina. Y el mayor para mí.

—¿Por qué no tendría que volver a ocurrirte?

—Bueno, creo que una potra como la de hoy es irrepetible.

—La vida está llena de sorpresas, ¿sabes? —dijo en tono vago y una expresión extraña. Luego se levantó, fue a la barra del bar y volvió con una baraja de cartas francesas. Sacó las cartas hasta el seis, mezcló y empezó a distribuir como si en la mesa fuéramos cuatro y debiéramos jugar. Al póquer. Cuando tuve ante mí las cinco cartas cubiertas me dijo que las mirase.

—¿Para qué?

—Mira tus cartas. Hagamos como si tuviéramos que jugar otra mano.

Las miré. Eran cuatro damas y el as de corazones. Me quedé paralizado mientras él daba la vuelta a las cartas que había distribuido a los otros jugadores imaginarios. Uno de los dos fantasmas tenía póquer de diez.

—¿Qué... qué coño significa? —casi balbuceé en voz baja, después de mirar a mi alrededor.

—La suerte es una entidad mudable. Es elástica. También acepta hacer favores, si sabes cómo pedir.

—¿Estás diciendo que esta noche hiciste trampa?

—Hacer trampa es una expresión que no me gusta. Digamos...

—¿Qué coño digamos? ¿Qué coño dices? Hiciste trampa y me hiciste ganar todo ese dinero.

—Te ayudé. Tuviste un par de cojones para seguir jugando aunque era peligroso. Era como una especie de experimento.

—¿Me estás diciendo que hiciste un experimento y ahora tengo en el bolsillo cuatro millones por una estafa? ¿Me estás diciendo eso? Debes de estar loco. Me metiste en medio de una estafa. Maldito seas, me metiste en medio de una jodida estafa. Y sin decirme nada. Joder, yo tendría que haber decidido si quería convertirme en un fullero de un día para otro.

Hablaba con rabia, aunque siempre en voz baja. Él no reaccionó y no se inmutó. Sólo borró la sonrisa irónica que asomaba en sus labios y asumió una expresión muy seria. Y honesta. Ya sé que parece absurdo, pero es lo que pensé entonces.

—Lo siento. Creo que debías saber de dónde venía ese dinero. Quiero decir: cómo lo conseguiste. Si piensas que es inmoral puedes devolver el cheque o simplemente no cobrarlo. Ese cheque proviene de una trampa, es verdad, así que si no quieres tener nada que ver con eso, sácalo de la billetera y rómpelo. La decisión debe ser sólo tuya.

Me quedé aturdido. En mi arranque ético no había considerado la eventualidad de poder devolver aquel dinero. O simplemente poder destruir el cheque y con él lo que provenía del mal cometido. En efecto, podía hacer como decía él. Pero joder, aquel dinero ahora era mío. Se habían vuelto las tornas. Buscaba con desesperación algo que decir, sin encontrarlo, cuando él volvió a hablar.

—Para que tengas todos los elementos de evaluación, debes saber otra cosa. Esos dos, Roberto y Massaro, son unos fulleros.

—Fulleros... ¿cómo?

—Fulleros de tres al cuarto. El rubio sabe hacer un solo truco con el que, cuando se juega a la teresina y él da cartas, sabe cuáles son las cubiertas. Para hacer ese truco es necesario no cortar la baraja. Massaro estaba a su derecha y a veces no cortaba, otras veces alzaba una parte y después Roberto ponía las cartas exactamente como estaban antes.

Yo estaba estupefacto. No me había dado cuenta de nada. Francesco prosiguió con su explicación.

—Además tienen un sistema de señas para comunicarse entre ellos durante la partida. No sé si me sigues.

Lo seguía. Lo seguía y cómo.

—Son dos perdularios, y con ese sistema han arruinado a unos cuantos jóvenes. Ahora lo sabes todo y puedes decidir con total libertad.

Pensé que, puesta en esos términos, la cuestión cambiaba totalmente. No se trataba de una simple trampa en perjuicio de dos inadvertidos, honestos y ocasionales compañeros de juego. Era una especie de acto de justicia sustancial, y yo no era cómplice de un tramposo sino el compañero de Robin Hood.

Por lo tanto, podía quedarme con el dinero.

Después, en mi mente, se abrió camino la idea de que, tal vez, debería dividirlo con Francesco.

—Si decido quedármelo —dije cautamente—, ¿lo dividimos?

Se echó a reír, encantado.

—Diría que sí. Estás haciendo lo justo, amigo. Hemos sacado dinero a dos verdaderos cerdos. Es como si le hubiéramos robado a un camello.

En aquel momento pensé que, por lo que sabía, Francesco podía también haber robado a algún camello.

—¿Cómo lo hiciste?

—Sé hacer algunos trucos con las cartas.

—Eso lo vi. Quiero decir cómo.

—¿Alguna vez oíste que un prestidigitador explicara sus juegos de mano? Eso no se hace, va contra la ética profesional. —Sonrió divertido y después de un momento volvió a hablar—: Me enseñó un prestidigitador. Era amigo de mi padre, y cuando yo era niño, en las fiestas, después de hacerse rogar, hacía juegos increíbles. Yo estaba obsesionado con la idea de aprender y, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba: prestidigitador. A los diez años me compré un manual con mis ahorros. Y empecé a pasar mucho tiempo practicando. Hacia los quince años —lo recuerdo como si fuese ahora, mi padre había muerto hacía poco—, fui a la casa del prestidigitador y le pedí que me enseñara. Le mostré lo que había aprendido solo y eso lo impresionó. Dijo que tenía talento y así, durante más de un año, fui a su casa a tomar lecciones dos o tres veces por semana. Decía que me convertiría en un gran prestidigitador. Un prestidigitador clásico, de escenario.

Se interrumpió para encender un cigarrillo. Parecía mirar a lo lejos, con una especie de nostalgia.

—Después tuvo un ataque de hemiplejia.

Se quedó en silencio. Como si hubiera sido otro el que había hablado para darle la noticia. Que su maestro había tenido un ataque. Yo también prendí un cigarrillo y tampoco dije nada, esperando que él volviese a hablar.

—No murió, pero no pudo volver a trabajar como prestidigitador. Y entonces terminó mi escuela de magia. Algunos meses después comencé a hacer trampas en el juego.

—¿Por qué?

—¿Por qué hago trampas o por qué lo hice por primera vez?

—Las dos cosas.

—Me lo he preguntado a menudo y no estoy seguro de tener la respuesta justa. Tal vez estaba enfadado porque ya no podría ser prestidigitador. Tal vez estaba enfadado con él porque había tenido un ataque antes de terminar su trabajo conmigo. Tal vez estaba enfadado conmigo mismo porque no tenía el valor de abandonarlo todo e irme a cualquier otra parte y con otro maestro. Pero todavía no tenía diecisiete años. —Hizo otra pausa y aplastó el cigarrillo en el cenicero.— O tal vez, simplemente, estaba destinado a hacerlo. Quiero decir: hacer trampas en el juego es divertido. Y es una forma de arte del mismo modo que hacer trampas en el escenario.

—Descuidas un pequeño detalle: si yo voy a ver el espectáculo de un prestidigitador, pago para que me engañen. El engaño es justamente parte del contrato entre el mago y yo. Yo compro la entrada y él me vende un engaño y eso me parece bien. Si me siento a la mesa con un fullero y pienso que estoy jugando una partida corriente...

—Perfecto. Pero la vida real es siempre más compleja que nuestras simplificaciones. Para ser claro: toma el caso de esta noche. En esa casa están como dos arañas en la tela y hacen pedazos a personas indefensas. Por lo tanto se merecen lo que les ocurrió. Y hacérselo no es inmoral.

—Pero es un delito —dije, aunque en realidad no quería polemizar. No hablaba en tono enfurecido o agresivo.

—Es un delito, es verdad. Pero yo personalmente me siento inclinado a no violar sólo las normas jurídicas que coinciden con mis principios éticos. La otra noche, en casa de Alessandra, le rompiste la cara a aquel energúmeno. Cometiste un delito...

—No. Eso era legítima defensa.

—Sí, en sentido amplio era legítima defensa, aunque desde un punto de vista estrictamente jurídico el agresor eras tú. Él no había movido un dedo. Pero era un acto moralmente legítimo, así como es moralmente legítimo robar a los ladrones. Y es moralmente legítimo, incluso obligatorio hacia uno mismo, no dejarse atrapar.

—Entonces, si te entiendo bien, todas las veces que hiciste trampa fue con otros fulleros.

—No he dicho eso. La trampa debe estar justificada por un vicio moral del otro. Perdona el énfasis pero, de todos modos, yo no hago trampas a los pobres, no hago trampas a los que se sientan a jugar para pasar un par de horas, no hago trampas a los amigos.

—Y entonces, ¿a quién haces trampas?

—A la gente mala. Para mí, sacar dinero preparando las cartas a personas moralmente reprobables es una especie de metáfora práctica de la justicia.

Hizo una pausa, me miró con aire muy serio y a continuación se echó a reír.

—Está bien, exageré un poco. Uno de los atractivos de este trabajo es justamente el hecho de robar. Que, como has visto, es muy divertido.

En el transcurso de pocos minutos todo había cambiado, y los temas sobre los cuales una hora antes habría expresado juicios drásticos se habían vuelto cuando menos opinables. Con una especie de inquietud divertida me di cuenta de que verdaderamente encontraba divertido el modo en que aquel dinero había llegado a mi poder.

Me dirigía preguntas silenciosas a mí mismo, y era como arrojar con una antorcha haces de luz en la zona más oculta y desconocida de mi mente.

Si pudiera retroceder hasta cuatro o cinco horas antes de aquella partida, ¿habría ido igualmente a jugar, sabiendo lo que iba a suceder? E incluso, teniendo el poder de decidir ahora, a posteriori, que el origen de aquel dinero fuese lícito en vez de tramposo, ¿qué habría hecho? Ya no pensaba en devolver el dinero o no quedármelo. Había ido más allá, mucho más allá. Y me contesté que así estaba bien; que volvería a jugar, aun si hubiera sabido lo que sucedería. Y que era mucho más divertido que aquel dinero proviniese de un juego de prestidigitación, o sea de una habilidad superior y de una intención humana, que de un movimiento obtuso de la suerte.

Y después me di cuenta de algo más turbador que todo lo demás.

Quería hacerlo de nuevo.

Francesco me leyó el pensamiento.

—¿Te interesa otra partida dentro de unos días? Al cincuenta por ciento.

—Perdona, pero ¿por qué? ¿Para qué me necesitas?

Me lo explicó. No se puede hacer trampas solo, y menos en el póquer. En una mesa seria, si ganas siempre —y ganas mucho— cuando eres el que da cartas, los demás no tardan en darse cuenta y sospechar. El compinche es tan importante como el prestidigitador. Uno prepara las cartas, el otro cobra y todos contentos. Es decir, en realidad no todos están contentos, pero piensan que es sólo una maldita y absurda mala suerte. Como Roberto y Massaro.

Brevemente, Francesco me explicó cómo funcionaba. En la mesa el compinche debe actuar de tonto o de fanfarrón, que en el póquer es lo mismo. Es posible ganar una buena mano o ganar muchos pozos pequeños, según como sea la noche. Es importante que el prestidigitador pierda algo y que la ganancia del compinche parezca la clásica y descarada fortuna del aficionado. Etcétera, etcétera.

Cuando terminó, hice la pregunta que me quemaba:

—¿Por qué justamente yo?

Me miró en silencio. Luego desvió la mirada, tomó un cigarrillo, lo golpeteó en la mesa sin encenderlo. Luego volvió a mirarme, todavía en silencio. Al fin habló y parecía ligeramente incómodo.

—Por regla general no me fío de las intuiciones y trato de reprimirlas. En este caso tuve la intuición de que tú eras la persona adecuada, que podrías entender. ¿Leíste Demian?

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza. Lo había leído y, si quería convencerme, había tocado la tecla justa. Continuó sin que yo dijera nada.

—En resumen, hice algo que por costumbre no hago. O sea una apuesta basada en una intuición. ¿Entiendes?

Estaba diciendo que confiaba en mí. Por algo especial que yo tenía.

Bastaba.

Sin duda era obvio que antes de mí algún otro había interpretado el papel de compinche. Estaba sustituyendo a alguien. Pero Francesco no habló de eso y yo, aquella noche, no pregunté nada.

Salimos del Dirty Moon cuando el barman y el único camarero estaban comenzando a colocar las sillas sobre las mesas.

Fuera ya había un alba violácea de enero.