34.
El 6 de enero de 1797 se renovaron las hostilidades por la batalla de Rívoli. Dos combates contra Wurmser en San Jorge y la Favorita, costaron al enemigo la pérdida de cinco mil muertos y veinte mil prisioneros: el resto se atrincheró en Mantua. Bloqueada la ciudad capituló, y Wurmser con los doce mil hombres que le quedaban, se rindió.
La Marca de Ancona fue bien pronto invadida: más tarde, el tratado de Tolentino nos entregó perlas, diamantes, manuscritos preciosos, la Transfiguración, el Laocoonte y el Apolo del Belvedere, y terminó aquella serie de operaciones, por las que en menos de un año quedaron destruidos cuatro ejércitos austríacos, la alta Italia sometida, y el Tirol desmembrado en parte: no hubo tiempo para prevenirse: al relámpago acompañó el rayo.
El archiduque Carlos, que acudió con un nuevo ejército para defender el Austria anterior, fue rechazado en el paso del Tagliamento: Gradisca sucumbió: Trieste fue tomado, y los preliminares de la paz entre el Austria y la Francia, se firmaron en Leoben.
Venecia, formada en medio de la caída del imperio romano, vendida y agitada, nos había abierto sus lagunas y palacios: el 31 de mayo de 1797 se efectuó una revolución en Génova, su rival, y se formó la república liguriense. Bonaparte se hubiera asombrado si en medio de sus conquistas le hubiese sido dable prever que se apoderaba de Venecia para el Austria, de las Legaciones para Roma, de Nápoles para los Borbones, de Génova para el Piamonte, de la España para la Inglaterra, de la Westfalia para la Prusia, y de la Polonia para la Rusia; semejante a los soldados que en el saco de una ciudad se apoderan de un gran botín que después tienen que arrojar por no poderlo llevar, mientras que al mismo tiempo pierden su patria.
El 9 de julio se proclamó la existencia de la república cisalpina. En la correspondencia de Bonaparte se ve correr la lanzadera a través del tejido de revoluciones adheridas y procedentes de la nuestra: como Mahoma con la espada y el Corán, íbamos nosotros con la espada en una mano y los derechos del hombre en la otra.
En el conjunto de sus movimientos generales, Bonaparte no dejó escapar ningún pormenor: unas veces temía que los cuadros de los grandes pintores de Venecia, Bolonia y Milán, se mojasen al pasar el Monte Cenis, y otras, que se perdiese un manuscrito en papiro de la biblioteca Ambrosiana: rogó, pues, al ministro de lo Interior le manifestase si había llegado o no a la biblioteca nacional. Envió además al Directorio ejecutivo la opinión que tenía formada de sus generales:
«Berthier: talento, actividad, valor y carácter, «Augereau: mucho carácter, valor, firmeza y actividad: es amado del soldado, y afortunado en sus operaciones.
«Massena: activo, infatigable, tiene audacia, buen golpe de vista, y se decide con prontitud.
«Serrurier: se bate como un soldado, es firme, no tiene buena opinión de sus tropas, está enfermo.
«Despinois: blando, sin actividad, sin audacia, no es apto para la guerra: los soldados no le quieren; no se bate a su cabeza; por otra parte, tiene altivez, talento, y sanos principios políticos: es bueno para mandar en lo interior.
«Sauret: bueno, excelente soldado, pero no bastante ilustrado para general: es poco feliz.
«Abatucci: no es bueno para mandar cincuenta hombres; etc.» Bonaparte escribió al jefe de los mainotas. «Los franceses aprecian al pequeño, pero intrépido pueblo, único de la antigua Grecia que ha conservado sus virtudes: a los dignos descendientes de Esparta, a quienes no ha faltado para ser tan famosos como sus antepasados más que encontrarse en un teatro más vasto.»
Comunicó a la autoridad la toma de posesión de Corfú: «la isla de Corcyra, observa, era según Homero, la patria de la princesa Nausica.» Envió el tratado de paz con Venecia: «Nuestra marina ganará con él cuatro o cinco buques de guerra, tres o cuatro fragatas, y además tres o cuatro millones de jarcias. —Que se me envíen marineros franceses o corsos: yo tomaré los de Mantua y de Guarda. —Mañana sale para Tolón el millón que os he anunciado: dos millones, etc., compondrán la suma de cinco millones que el ejército de Italia ha suministrado desde la nueva campaña. —He encargado... que se traslade a Sión, y procurare abrir una negociación en el Valais. —He enviado un excelente ingeniero para saber lo que costaría establecer ese camino; (el Simplón)... He encargado al mismo ingeniero que vea lo que sería necesario para hacer saltar el peñasco por donde se desliza el Ródano, y facilitar por este medio la exploración de las maderas del Valais y de la Saboya.» Dio aviso de qué hacía salir de Trieste un cargamento de trigo y acero para Génova. Regaló al bajá de Escutari cuatro cajones de fusiles, como una muestra de su amistad. Mandó que se hiciese salir de Milán a algunos hombres sospechosos, y prender otros. Escribió al ciudadano Groguiard, ordenador de marina en Tolón: «Yo no soy vuestro juez; pero si estuvieseis bajo mis órdenes, os reduciría a prisión por haber obedecido un requerimiento tan ridículo.» Una nota remitida al ministro del papa, decía: «El papa pensará tal vez que es digno de su sabiduría y de la más santa de las religiones, el expedir una bula o mandamiento, para que los sacerdotes obedezcan al gobierno.»
Todo esto se halla mezclado de negociaciones con las nuevas repúblicas, con pormenores de fiestas por Virgilio y Ariosto, con facturas explicativas de los veinte cuadros y de los quinientos manuscritos de Venecia: todo esto, se efectuó en medio de la Italia atronada con el estruendo de los combates; en medio de la Italia que había llegado a ser un grande horno, en donde nuestros granaderos vivían en el fuego como las salamandras.
Durante este cúmulo de negocios y de triunfos, llegó el 18 fructidor, favorecido por las proclamas de Bonaparte y las deliberaciones de su ejército, por indisposiciones y celos con el del Mosa. Entonces desapareció el que tal vez malamente, había pasado por autor de los planes de las victorias republicanas. Se asegura que Danissy, Lafitte y d‘Arcon, tras genios militares superiores, dirigían aquellos planes. Carnot se vio proscripto por la influencia de Bonaparte.
El 17 de octubre, éste firmó el tratado de paz de Campo Formio: la primera guerra continental de la revolución, concluyó a treinta leguas de Viena.
Congreso de Rastadt.— Regreso de Napoleón a Francia.— Napoleón es nombrado jefe del ejército llamado de Inglaterra.— Parte para la expedición de Egipto.
Reunido un congreso en Rastadt, y nombrado Napoleón representante del Directorio en aquella asamblea, se despidió del ejército de Italia. «Solo me consuela, dijo, la esperanza de volver bien pronto entre vosotros, a luchar con nuevos peligros.» El 16 de noviembre de 1797, su orden del día anunció que había dejado a Milán para presidir la legación francesa en el congreso, y que había enviado al Directorio la bandera del ejército de Italia. En uno de los lados de aquella bandera, Bonaparte había hecho bordar el resumen de sus conquistas: «Ciento cincuenta mil prisioneros, diez y siete mil caballos, quinientas cincuenta piezas de sitio, seiscientas piezas de campaña, cinco trenes de puentes: nueve navíos de cincuenta y cuatro cañones, doce fragatas de treinta y dos, doce corbetas, diez y ocho galeras: armisticio con el rey de Cerdeña. Convenio con Génova; armisticio con el duque de Parma, con el duque de Módena, con el rey de Nápoles, con el papa: preliminares de Leoben; convenio de Montebello con la república de Génova; tratado de paz con el emperador en Campo Formio: restitución de su libertad a los pueblos de Bolonia, Ferrara, Módena, Massa-Carrara, de la Romanía, de la Lombardía, de Brescia, de Bérgamo, de Mantua, de Crema, de una parte del Veronés, de Chiavenna, Bormio, y de la Valtelina: al pueblo de Génova, a los feudos imperiales, al pueblo de los departamentos de Corcyra, del mar Egeo y de Ítaca.
«Enviado a París todas las obras maestras de Miguel Ángel, Guerchino, Ticiano, Pablo Veronés, Correggio, Albano, los Carraccios, Rafael, Leonardo de Vinci, etc.»
«Este monumento del ejército de Italia, dice la orden del día, será colocado en las bóvedas del salón de sesiones públicas del Directorio, y atestiguará las proezas de nuestros guerreros, cuando la presente generación haya desaparecido.»
Después de un convenio puramente militar, en que se estipuló la entrega de Maguncia a las tropas de la república, y la de Venecia a las tropas austríacas, Bonaparte salió de Rastadt, y dejó confiados los negocios del congreso en manos de Treilhard y de Bonnier.
En los últimos tiempos de la campaña de Italia, Bonaparte tuvo que sufrir mucho por la envidia de los diferentes generales y del Directorio: dos veces hizo dimisión: los individuos que componían el gobierno la deseaban, y no se atrevían á aceptarla. Los sentamientos de Bonaparte no eran los de la tendencia del siglo: cedía contra su gusto a los intereses creados por la revolución: de aquí, las contradicciones de sus actos y de sus ideas.
De regreso a París fue a apearse en su casa calle Chantereine, que tomó y todavía conserva la denominación de calle de la Victoria. El consejo de los Ancianos quiso regalar a Napoleón a Chambord, obra de Francisco I, que no recuerda ya más que el destierro del último hijo de San Luis Bonaparte fue presentado al Directorio el 10 de diciembre de 1795 en el patio del palacio de Luxemburgo. En el centro de aquel patio se elevaba un altar de la patria, en cuya parle superior se veían las estatuas de la Libertad, la Igualdad y la Paz. Las banderas tomadas al enemigo formaban un dosel sobre los cinco directores vestidos a la antigua: la sombra de la Victoria descendía de aquellas banderas bajo las cuales la Francia hacia alto por un momento. Bonaparte vestía el uniforme que llevaba en Arcola y Lodi. Mr. de Talleyrand recibía al vencedor cerca del altar, recordando que poco antes había dicho misa sobre otro altar. Fugitivo que había vuelto de los listados Unidos, encargado por la protección de Chenier del ministerio de Relaciones exteriores, el obispo de Autun, con el sable ceñido, tenía puesto un sombrero a lo Enrique IV: los acontecimientos obligaban a tomar con seriedad aquellos disfraces.
El prelado hizo el elogio del conquistador de Italia: «Ama, dijo melancólicamente, ama los cantos de Ossian, porque se desprenden de la tierra. Lejos de temer lo que se llama su ambición, tendremos quizá que excitarla algún día para arrancarte de las dulzuras de su estudioso retiro. La Francia entera será libre, y él no lo será tal vez jamás: tal es su destino.»
¡Maravillosamente adivinado!
El hermano de San Luis en Grandella, Carlos VIII en Fornone, Luis XII en Agnadel, Francisco I en Marignan, Lautrec en Rávena, y Catinat en Turín, distan mucho del nuevo general. Los triunfos de Napoleón no tuvieron igual.
Los directores, temiendo un despotismo superior que amenazaba con todos los despotismos, habían visto con inquietud los homenajes que se tributaban a Napoleón, y pensaban en desembarazarse de su presencia. Favorecieron, pues, la pasión que manifestaba por una expedición al Oriente. «La Europa, decía es una madriguera de topos: jamás ha habido en ella los grandes imperios y revoluciones que en Oriente: yo ya no tengo gloria: esta pequeña Europa no me proporciona bastante.» Napoleón, como un niño estaba encantado por haber sido admitido miembro del Instituto. Solo pedía seis años para ir a las Indias y volver. «No tengo más que veinte y nueve años, decía pensando en sí, esta no es edad; ya tendré treinta y cinco cuando vuelva.»
Nombrado general dé un ejército llamado de Inglaterra, cuyos cuerpos se hallaban diseminados desde Brest a Amberes, Bonaparte pasó el tiempo en inspecciones, y en visitar a las autoridades civiles y científicas, mientras que se reunían las tropas que debían componer el ejército de Egipto. Sobrevino la reyerta de la bandera tricolor y del gorro encardado, que nuestro embajador en Viena, el general Bernardotte, había colocado sobre la puerta de su palacio. El Directorio se disponía a detener a Napoleón para oponerle a la nueva guerra posible, cuando Mr. de Cobentzel, evitó el rompimiento, y Bonaparte recibió la orden de partir. La Italia hecha republicana, la Holanda transformada en república, y la paz que dejaba a la Francia extendida hasta el Rin, unos soldados inútiles, movieron al Directorio, en su perezosa imprevisión, a alejar al vencedor. Esta aventura de Egipto, cambió la fortuna y el genio de Napoleón sobredorándole con un rayo del sol que iluminó la columna, la de nube y de fuego.
Expedición a Egipto.— Malta.— Batalla de las Pirámides.— El Cairo.— Napoleón en la gran Pirámide.— Suez.
Tolón, 19 de mayo de 4798.
PROCLAMA.
«Soldados.
«Vosotros sois una de las alas del ejército de Inglaterra.
«Vosotros habéis hecho la guerra de montañas, de llanuras y de sitios; os queda que hacer la guerra marítima.
«Las legiones romanas, a quienes habéis imitado algunas veces, pero a las que aun no habéis igualado, peleaban con Cartago alternativamente en estos mismos mares y en las llanuras de Zama. Jamás los abandonó la victoria, porque constantemente fueron valientes, sufridos en las fatigas, disciplinados y unidos entre sí.
«¡Soldados; la Europa tiene los ojos fijos en vosotros! tenéis grandes esperanzas a que corresponder, batallas que dar, peligros y fatigas que vencer; haréis más de lo que habéis hecho por la prosperidad de la patria, la felicidad de los hombres y vuestra propia gloria.»
Después de esta proclama de recuerdos. Se embarca Napoleón: se diría de Homero o del héroe que encerraba los cantos del Meouide en una cajita de oro. Este hombre no camina despacio: apenas ha puesto a la Italia debajo de sus plantas, cuando se presenta en Egipto: episodio romanesco con que engrandece su vida real. Une a su historia una epopeya como Carlomagno. Entre los libros que llevó consigo se hallaban Ossian, Werther, la Nueva Eloísa, y el Viejo Testamento: indicación del caos de la cabeza de Napoleón. El mezclaba las ideas positivas y los sentimientos romanescos, los sistemas y las quimeras, los estudios serios y los arrebatos de la imaginación, la sabiduría y la locura. De estas producciones incoherentes del siglo, sacó el imperio; sueño inmenso, pero rápido como la noche desordenada que lo había producido.
Habiendo entrado en Tolón el 9 de mayo de 1798, se apeó Napoleón en la pasada de la Marina; diez días después se embarca a bordo del Oriente, navío almirante; el 19 de mayo se hizo a la vela; parte del punto en donde por primera vez había hecho correr a sangre, sangre francesa. Los horrores de Tolón le habían preparado para los de Jaffa. Llevó consigo a los generales primogénitos de su gloria: Berthier, Caffareli, Kleber, Dessaix, Lannes, Murat, Menou.
Trece navíos de línea, catorce fragatas y cuatrocientos buques de transpone le acompañaron.
Nelson dejó que se le escapase del puerto, y no le alcanzó en la mar; a pesar de que en una ocasión no estaban nuestros buques más que a seis leguas de distancia de los ingleses. Desde el mar de Sicilia descubrió Napoleón la cima de los Apeninos, y dijo: «No puedo ver sin emoción la tierra de Italia, he allí el Oriente: voy a él.» Al aspecto del Ida, explosión de admiración sobre Minos y la antigua prudencia. Durante la travesía se complacía Napoleón en reunir a los sabios, y promovía sus controversias; por lo común se ponía de parte del dictamen más absurdo o más atrevido; preguntaba si los planetas estaban habitados, cuando se destruirían por el fuego o por el agua, como si estuviese encargado de la inspección del ejército celeste.
Llega a Malta, desaloja a los antiguos caballeros que estaban retirados en el agujero de una roca del mar; desciende después a las ruinas de la ciudad de Alejandro. Ve al amanecer aquella columna de Pompeyo, que yo descubría desde mi buque, alejándome de la Libia. Desde el pie del monumento, inmortalizado por un grande y triste nombre, se arroja, escala las murallas tras de las cuales se hallaba antiguamente el depósito de los remedios del alma, y las agujas de Cleopatra, ahora por tierra rodeadas de perros flacos. Fuérzase la puerta de Roseta; nuestras tropas se fortifican en las dos abras y en el faro. ¡Degüello espantoso! El ayudante Boyer escribía a sus padres: «Los turcos, rechazados en todas partes, se refugian en casa de su dios y su profeta; se llenan las mezquitas; hombres, mujeres, viejos, jóvenes y niños, todos son degollados.»
Bonaparte había dicho al obispo de Malta: «Podéis asegurar a vuestros diocesanos que la religión católica, apostólica romana, no solamente será respetada, sino que sus ministros serán especialmente protegidos.» Al llegar a Egipto dijo: «Pueblos de Egipto, yo respeto más que los mamelucos a Dios, a su profeta y el Corán. Los franceses son amigos de los musulmanes. Poco ha que se dirigieron a Roma, y derrocaron, el trono del papa, que excitaba a los cristianos contra los que profesan el islamismo, poco después se han encaminado a Malta y han lanzado de allí a los incrédulos que se creían llamados por Dios para hacer la guerra a los musulmanes. Si el Egipto es la propiedad de los mamelucos, presenten la escritura que Dios les ha otorgado.»
Dirígese Napoleón a las Pirámides, y grita a sus soldados: «Pensad que de lo alto de estos monumentos, cuarenta siglos os contemplan.» Entra en el Cairo; su escuadra se vuela en Abukir; el ejército de Oriente está separado de la Europa. Julián (del departamento del Droma), hijo de Julián el convencional, testigo del desastre, lo anota minuto por minuto.
«Son las siete, se hace noche y el fuego se redobla todavía. A las nueve y algunos minutos se vuela el navío. Son las diez, se disminuye el fuego y sale la luna a la derecha del punto en que acaba de verificarse la explosión del navío.»
Bonaparte en el Cairo, declara al jefe de la ley, que él será el restaurador de las mezquitas; él envía su nombre a la Arabia, a la Etiopia, a las Indias. El Cairo se revoluciona, y él lo bombardea en medio de una tempestad; el inspirado dice a los creyentes: «Yo podría pedir cuenta a cada uno de vosotros de los sentimientos más secretos de su corazón, porque yo lo sé todo, aun lo que no habéis dicho a nadie.» El gran scherif de la Meca le nombra en una carta el protector de la Kaaba; el papa en una misiva, le llama mi muy querido hijo.
Por efecto de una enfermedad de naturaleza, prefería con frecuencia Bonaparte su lado débil a su lado fuerte. No le divertía la partida que podía ganar con una sola jugada. La mano que quebrantaba al mundo se complacía en el juego de cubiletes; seguro, cuando estaba de sus facultades, de reponerse de sus pérdidas, era su genio el reparador de su carácter. ¿Por qué no se presentó desde luego como el heredero de los caballeros? Por una doble posición, él no era a los ojos de la multitud musulmana más que un falso cristiano y un falso mahometano. Admiran las impiedades de sistema, no reconocen cuan miserables eran, es engañarse miserablemente: es preciso llorar cuando el gigante se reduce a hacer el oficio del payaso. Los infieles propusieron a San Luis estando cautivo, la corona de Egipto, porque él había permanecido, dicen los historiadores árabes, el más terrible cristiano que se vio jamás.
Cuando yo pasé por el Cairo, conservaba aquella ciudad vestigios de los franceses: un jardín público, que era obra nuestra, estaba plantado de palmeras: algunas fondas estuvieron próximas a él en otro tiempo. Desgraciadamente habían paseado nuestros soldados, lo mismo que los antiguos egipcios, un féretro alrededor de sus festines.
¡Qué escena memorable, si pudiera creerse en ella! Bonaparte sentado en el interior de la pirámide de Keops, sobre el sarcófago de uno de los Faraones, cuya momia había desaparecido; y hablando con los muftis y los imames! Con todo, tomemos la narración del Monitor como el trabajo de la musa. Sino es esta la historia material de Napoleón, es la historia de su inteligencia, lo cual aun merece la pena. Oigamos en las entrañas de un sepulcro esta voz que todos los siglos oirán.
Suleiman (inclinándose): ¡Gloria a Dios a quien se debe toda gloria!
Comparte. ¡Gloria a Allah! No hay más Dios que Dios; Mahoma es su profeta, y yo soy de sus amigos.
Ibrahim. ¡Que los ángeles de la victoria barran el polvo de tu camino y te cubran con sus alas! El mameluco ha merecido la muerte.
Bonaparte. Ha sido entregado a los ángeles negros Mukiz y Guarkiz.
Suleiman. El extendió las manos de la rapiña sobre las tierras, las cosechas y los caballos del Egipto.
Bonaparte. Los tesoros, la industria y la amistad de los francos serán vuestro patrimonio, entretanto que subáis al séptimo cielo, y que sentados al lado de las huríes de ojos negros y siempre vírgenes, descanséis a la sombra del laba, cuyas ramas ofrecerán por sí mismas a los verdaderos musulmanes todo cuanto puedan desear.»
Nada cambian semejantes farsas la gravedad de las pirámides.
Vingt siécles, descendus dans l' eternable nuit,
Y sont sans mouvement, sans lumiere et sans bruit.
Reemplazando Bonaparte a Keops en la cripta secular, había aumentado la inmensidad, pero jamás se arrastró él por este vestíbulo de la muerte.
«Durante el resto de nuestra navegación por el Nilo, digo en el Itinerario, permanecí sobre la cubierta contemplando aquellos sepulcros... Los grandes monumentos constituyen, una parte esencial de la gloria de toda sociedad humana: trasmiten la memoria de un pueblo aun más allá de su existencia, y le hacen vivir contemporáneo de las generaciones que acuden a establecerse en aquellos campos abandonados.»
Demos gracias a Bonaparte y a las pirámides que nos han proporcionado la ocasión de justificarnos a nosotros, pobres hombres de estado inficionados de poesía, que merodeamos miserables mentiras sobre las ruinas.
Es evidente, en vista de las proclamas, de las órdenes del día y de los discursos de Bonaparte, que trataba de pasar por el enviado del cielo a la manera de Alejandro. Calístenes, a quien el macedonio trató en adelante con tanta dureza en castigo sin duda de la lisonja del filósofo, tuvo el encargo de probar que el hijo de Filipo era hijo de Júpiter, según se ve en un fragmento de Calístenes conservado por Estrabón. El Colegio de Alejandro, de Pasquier, es un diálogo de los muertos entre Alejandro, el gran conquistador, y Rabelais; el gran burlón. «Recorredme con la vista, dice Alejandro a Rabelais, todas esas regiones que ves en esos parajes inferiores, y no hallarás persona alguna de valía que, con el fin de dar mayor peso a sus pensamientos, no haya querido dar a entender que tenía trato familiar con los dioses.» Rabelais responde: «Alejandro, a decir verdad, debo manifestar que jamás me divertí en recoger particularidades relativas a ti, ni aun en lo tocante al vino. Pero ¿qué provecho sacas ahora de tu grandeza? ¿Eres más que lo que yo soy? El sentimiento que tú tienes debe ocasionarte tal disgusto que sería mucho más útil haber perdido la memoria a la par que la vida.»
Y sin embargo, al ocuparse de Alejandro, Bonaparte se equivocaba sobre sí mismo y sobre la época el mundo y sobre la religión: en el día no es fácil el que le tengan a uno por un dios. En cuanto a las hazañas de Napoleón en el Levante, no se habían mezclado aún con la conquista de Europa; no habían conseguido aún tan altos resultados que pudiesen imponer a la multitud islamista, aunque le llamaban el sultán de fuego. «Alejandro a la edad de treinta y tres años, dice Montagne, había atravesado victorioso toda la tierra habitada, y en una media vida había alcanzado todo el esfuerzo de la naturaleza humana más reyes y príncipes han escrito sus hazañas que otros historiadores han escrito los hechos de los demás reyes.»
Del Cairo pasó Bonaparte a Suez: vio el mar que abrió Moisés y que se cerró sobre Faraón. Reconoció los vestigios de un canal que empezó Sesostris, que ensancharon los persas, que continuó el segundo de los Tolomeos, que volvieron a emprender los soldanes con el fin de llevar al Mediterráneo el comercio del mar Rojo. Proyectó dirigir un brazo del Nilo al golfo Arábigo: su imaginación trazó en el fondo de este golfo la colocación de un nuevo Ofir, donde se celebraría todos los años una feria para los traficantes en perfumes, aromas, telas de seda, para los efectos preciosos de Mascate, de la China, de Ceylán, de Sumatra, de las Filipinas y de las Indias. Los cenobitas descienden del Sinat y le suplican que inscriba su nombre al lado del de Saladino, en el libro de sus garantías.
Cuando regresó al Cairo, celebró Bonaparte el aniversario de la fundación de la república, dirigiendo a sus soldados las siguientes palabras: «Hace cinco años que la independencia del pueblo francés se hallaba amenazada; pero tomasteis a Tolón: este fue el presagio de la ruina de vuestros enemigos. Un año después batisteis a los austríacos en Dego: el año siguiente estabais en las cimas de los Alpes; hace dos años que luchasteis contra Mantua y alcanzasteis la célebre victoria de San Jorge; el año pasado estabais en los nacimientos de los ríos Drave e Isonzo de vuelta de Alemania. ¿Quién os hubiera dicho entonces que os hallaríais hoy en las márgenes del Nilo, en el centro del antiguo continente?»
Opinión del ejército.
Pero Bonaparte, en medio de los cuidados que le ocupaban y de los proyectos que había concedido ¿estaba en realidad conforme en aquellas ideas? Entretanto que parecía que quería permanecer en Egipto, no le cegaba la ficción sobre la realidad, y escribiendo a su hermano José le decía: «Pienso hallarme en Francia dentro de dos meses; haz de manera que yo tenga una campaña cuando llegue; estate cerca de parís o en Borgoña, donde trato de pasar el invierno.» Bonaparte no calculaba lo que podía oponerse a su regreso: su voluntad era su destino y su fortuna. Habiendo caído esta correspondencia en poder de los ingleses, se aventuraron a decir que Napoleón no había tenido más misión que la de hacer perecer su ejército. Otra carta de Bonaparte contiene quejas con motivo de la coquetería de su mujer.
Los franceses eran tanto más heroicos en Egipto, cuanto más vivamente sentían sus males. Un sargento de caballería escribía a un amigo suyo: «Dile a Londoux que no cometa jamás el desatino de embarcarse para venir a este maldito país.»
Avrieury: «Todos los que vienen de lo interior dicen que Alejandría es la más hermosa población: ¡qué serán las otras, Dios mío! Figuraos un conjunto inmenso de malas casas de un solo piso; las que son mejores tienen una azotea, una pequeña puerta de madera y de igual material la cerradura; nada de ventanas, y si solo un enrejado de madera tan espeso que es imposible ver a través. Calles angostas, menos en el barrio de los Francos y el pasaje de los Grandes. Los habitantes pobres, que componen el mayor número, in puribus, si se exceptúa una camisa azul que les llega a la mitad del muslo, la mitad de la cual se remanga en sus movimientos por lo común, una faja y un turbante de harapos. Estoy harto de este encantador país hasta por encima de la coronilla. Me lleva diablo de estar en él. ¡Maldito Egipto donde no se ve más que arena! ¡Cuántos engañados, amigo mío! Todos estos emprendedores de riquezas están moquicaídos; bien quisieran volverse al punto de donde salieron: ¡los creo sobre su palabra!»
El capitán Rozis: «Nos hallamos sumamente escasos, lo cual tiene muy descontento al ejército; jamás ha llegado el despotismo al grado que en el día; algunos soldados se han suicidado a la vista del general en jefe, diciéndole: ¡he aquí tu obra!»
El nombre de Tallien pondrá fin a esta lista de nombres casi desconocidos en el día.
Tallien a Mme. Tallien
«Por mi parte, mi querida amiga, estoy aquí, como le consta, muy contra mi voluntad; cada día se me hace más desagradable mi posición, porque, separado de mi país, y de todo cuanto amo, no preveo el momento en que podré acercadme a ellos.
«Te lo confieso francamente, preferiría mil veces estar contigo y tu hija retirado en un rincón del mundo, lejos de todas las pasiones, de todas las intrigas, y te aseguro que si tengo la dicha de volver a pisar el suelo de mi patria, será para no salir jamás de él.
Entre los cuarenta mil franceses que están aquí, acaso no habrá cuatro que piensen de otro modo.
«¡No hay vida más triste que la que estamos pasando aquí! De todo carecemos. ¡Hace cinco días que no he cerrado los ojos! estoy acostado en los ladrillos: las moscas, las chinches, los mosquitos, y los insectos todas clases nos devoran, y veinte veces al día me acuerdo de nuestra graciosa cabaña. Te ruego, querida amiga mía, que no te deshagas de ella.
«A Dios, querida Teresa mía, las lágrimas bañan mi papel. Los más gratos recuerdos de tu bondad, de nuestro amor, la esperanza de volver a verte siempre amable, siempre fiel, y de abrazar a mi querida hija sostendrán solos al desgraciado.»
La fidelidad no se contaba por nada en todo esto.
Esta unanimidad de quejas es la exageración natural de hombres precipitados de la altura a que los habían elevado sus ilusiones: en todos tiempos han soñado los franceses con el Oriente; el espíritu caballeresco les había marcado el camino; si no tenían ya la fe que los conducía a libertar el Santo sepulcro, tenían la intrepidez de los cruzados, la creencia de los reinos y de las bellezas que los habían creado al derredor de Godofredo, los cronistas y los trovadores. Los soldados vencedores de la Italia habían visto un rico país de que apoderarse, caravanas que robar, caballos, armas y serrallos que conquistar; los romanceros habían apercibido a la princesa de Antioquía, y los sabios agregaban sus sueños al entusiasmo de los poetas. Hasta el viaje de Antenor pasó en un principio por una docta realidad: íbase a penetrar en el misterioso Egipto, a bajar a las catacumbas, a registrar las pirámides, a encontrar manuscritos desconocidos, a descifrar jeroglíficos y a despertar a Termosiris. Cuando en lugar de todo esto, echándose el Instituto sobre las pirámides, no hallando los soldados más que campesinos desnudos, chozas de barro seco, se encontraron cara a cara con la peste, con los beduinos y los mamelucos, fue terrible el desengaño. Pero la injusticia del sufrimiento puso una venda en los ojos sobre el resultado definitivo. Los franceses sembraron en Egipto las semillas de civilización que Mehemet ha cultivado; la gloria de Bonaparte se aumentó; un rayo de luz se introdujo entre las tinieblas del islamismo, y se le abrió una brecha a la barbarie.
Campaña de Siria.
Para prevenir las hostilidades de los bajaes de la Siria y perseguir algunos mamelucos, entró Bonaparte el 22 de febrero en aquella parte del mundo a que el combate de Abukir le había echado. Napoleón engañaba; era uno de sus sueños de poderío el que seguía. Más afortunado que Cambises, logró pasar las arenas sin encontrarse con el viento de Mediodía; se acampa en medio de sepulcros; toma El-Arich por asalto, y triunfa en Gaza: «Estábamos, dice él, el 6 en las columnas situadas en los límites de África y de Asia; a la noche dormimos en Asia.» Este hombre inmenso caminaba a la conquista del mundo; era un conquistador para climas que no eran conquistables.
Jaffa fue tomada por asalto, después del cual una parte de la guarnición, calculada por Bonaparte en mil y doscientos hombres, pero que otros hacen subir a dos o tres mil, se rindió y se le perdonó la vida: dos días después mandó Bonaparte que fuese pasada por las armas.
Walter Scott y sir Roberto Wilson han referido estos asesinatos; Bonaparte, en Santa Elena, no puso dificultad en confesarlos a Lord Ebrington y al doctor O’Meara. Pero disculpaba lo odioso de semejante medida con la posición en que se hallaba; no podía mantener a los prisioneros, no podía enviarlos a Egipto con escolta. ¿Dejarlos en libertad baja palabra? ellos no comprenderían siquiera este punto de honor y procederes europeos, «Wellington en el mismo caso que yo, decía él, habría obrado del mismo modo.»
«Napoleón se decidió, dice Mr. Thiers a una pérdida terrible, y que es el único actor cruel de su vida, hizo pasar a cuchillo a los prisioneros que le quedaban; el ejército consumó con obediencia, pero con una especie de horror, la ejecución que se le mandó.»
Es mucho afirmar que es el solo hecho cruel de su vida, en vista de las carnicerías de Tolón, y de tantas campañas en que Napoleón miró como nada la vida de los hombres. Glorioso es para la Francia de nuestros soldados protestasen por una especie de horror contra la crueldad de su general.
Pero ¿los asesinatos de Jaffa salvaban a nuestro ejército? ¿No vio Bonaparte con qué facilidad un puñado de franceses destruyó las fuerzas del bajá de Damasco? Él mismo, ¿no destruyó en Abukir con algunos caballos a trece mil osmanlis? ¿No hizo desaparecer Kleber algún tiempo después al gran visir con sus innumerables fuerzas? Si él obraba con derecho ¿cuál era el que tenían los franceses para invadir el Egipto? ¡Por qué degollaban a unos hombres que no hacían más que usar del derecho de la propia defensa? En fin, Bonaparte no podía invocar las leyes de la guerra mediante a que los prisioneros de la guarnición de Jaffa habían rendido las armas y se había admitido sumisión. El hecho que el conquistador trataba de justificar le era molesto: este hecho se ha pasado en silencio o se ha indicado vagamente en los partes de oficio y en las referencias de los hombres adictos a Bonaparte. "Yo me eximiré, dice el doctor Larrey, de hablar de las horribles consecuencias que lleva consigo ordinariamente el asalto de una plaza: yo he sido triste testigo del de Jaffa.» Bourienne exclama: «Esta escena atroz me hace estremecer cuando pienso en ella, como el día mismo en que la vi, y preferiría que me fuese posible olvidarla a verme obligado a describirla. Todo cuanto pudiera uno figurarse de horroroso en un día de carnicería, sería muy inferior a la realidad.» Bonaparte escribió al Directorio, que: «Jaffa había sido entregada al pillaje y a todos los horrores de la guerra, que jamás le había parecido tan horrorosa.» ¿Quién había mandado cometer aquellas atrocidades?
Hallándose Berthier, compañero de Napoleón en Egipto, en el cuartel general de Ens, en Alemania, dirigió, el 5 de mayo de 1809, al mayor general del ejercito austríaco, un despacho terrible contra un supuesto fusilamiento ejecutado en el Tirol, donde mandaba Chasteller «El (Chasteller) ha dejado degollar 700 prisioneros franceses y 1800 ó 1900 bávaros; crimen inaudito en la historia de las naciones, que habría podido excitar una terrible represalia, si S. M. no mirase a los prisioneros como colocados bajo su fe y su honor.»
Bonaparte dice aquí cuanto le es dable para disculpar los asesinatos de toe prisioneros de Jaffa. ¿Qué le importaban semejantes contradicciones? El sabía la verdad y se burlaba de ella, haciendo el mismo uso que de la mentira; él apreciaba solamente el resultado, siéndole indiferentes los medios; el número de prisioneros le estorbaba y los mató.
Ha habido siempre dos Bonaparte: uno grande, otro pequeño. Cuando se cree tener seguridad en la vida de Napoleón, hace esta vida espantosa.
Miot, en la primera edición de sus Memorias (1804) guarda silencio en orden a estos asesinatos; pero en la de 1814 hace mención de ellos. Esta edición ha desaparecido, casi enteramente, y me ha costado mucho trabajo hallar un ejemplar. Para afirmar una verdad tan dolorosa necesitaba nada menos que la narración de un testigo ocular. Una cosa es saber por mayor un hecho, y otra muy diferente saber sus particularidades: la verdad moral de una acción no se descubre más que en sus pormenores; estos son según Miot.
«El 20 ventoso (10 de marzo), después de medio día, fueron puestos en movimiento los prisioneros de Jaffa en medio de un numeroso batallón en cuadro formado por las tropas del general Bon. Un rumor sordo acerca de la suerte que les esperaba, me decidió, así como a otras muchas personas, a montar a caballo y a seguir a aquella columna silenciosa de víctimas, para asegurarme si era cierto lo que me Habían dicho. Los turcos iban andando sin orden, previendo ya la suerte que les estaba reservada; no vertían lágrimas ni daban voces; mostrábanse resignados. Algunos heridos no podían andar al paso que los demás, y murieron en el camino a bayonetazos. Otros circulaban entre la multitud, y parecía que daban consejos saludables en tan inminente peligro. Acaso creían los más decididos que no les era imposible romper el batallón que los cercaba; acaso esperaban que diseminándose por los campos que iban atravesando, se escaparía cierto número de ellos de la muerte. Habíanse tomado todas las medidas sobre este punto, y los turcos no hicieron la menor tentativa de evasión.
«Habiendo llegado finalmente a los arenales que hay al Sudoeste de Jaffa, se les hizo parar cerca de una balsa de agua amarillenta. Entonces mandó el oficial jefe de las tropas, que se dividiesen en pequeños grupos, los cuales conducidos a diferentes puntos fueron fusilados. Esta horrible operación exigió mucho tiempo, a pesar del número de tropas reservadas para este funesto sacrificio, y que debo manifestarlo, no se prestaba sino con la mayor repugnancia al abominable ministerio que se exigía de sus brazos victoriosos. Había cerca de la balsa de agua un grupo de prisioneros, entre los cuales había algunos jefes viejos, de mirada noble y tranquila, y un joven cuya parte moral estaba muy conmovida. En tan tierna edad debía creerse inocente, y este sentimiento le indujo a una acción que pareció chocar a los que le rodeaban. El se arrojó a los brazos del caballo que montaba el jefe de las tropas francesas; abrazó las rodillas de este oficial pidiendo se le perdonase la vida, y diciendo: «¿Qué culpa he cometido? ¿Qué mal he hecho?» Inútiles fueron las lágrimas que vertía y sus dolorosos gritos; no pudieron cambiar la fatal sentencia pronunciada sobre su suerte. Todos los demás turcos, excepto este joven, hicieron tranquilamente sus abluciones en el agua estancada de la balsa ya citada, en seguida dándose las manos, después de habérsela llevado al corazón y a la boca, como acostumbran saludarse los musulmanes, daban y recibían el último adiós. Parecía que sus almas valientes desafiaban a la muerte; echábase de ver en su tranquilidad la confianza que les inspiraba, en aquellos últimos momentos, su religión y la esperanza de un feliz porvenir. Parecía que se decían: «Dejo este mundo para ir a gozar de una dicha duradera». Así el bienestar después de la vida que le promete el Corán, sostenía al musulmán vencido, pero orgulloso con su suerte.
«Yo vi a un anciano respetable, cuyo aspecto y modales anunciaban un grado superior; yo le vi... hacer cavar tranquilamente a su vista, en la arena movediza, un agujero suficiente para que le enterrasen vivo: sin duda de quería morir sino por mano de los suyos. Tendiose boca arriba en aquella tumba tutelar y dolorosa, y sus compañeros dirigiendo a Dios sus plegarias, le cubrieron pronto con la arena y pisaron la tierra que le servía de mortaja, probablemente con la mira de abreviar sus padecimientos. «Este espectáculo que hace palpitar mi corazón, y que solo pinto débilmente, se efectuó durante la ejecución de los pelotones esparcidos por aquellos arenales. En fin, no quedaban más de aquellos prisioneros que los que estaban cerca de la balsa; y como nuestras tropas habían apurado sus cartuchos, fue necesario exterminarlos con las bayonetas y armas blancas. Yo no pude presenciar este horrible espectáculo; me retiré pálido y casi mortal. Algunos oficiales me contaron a la noche que aquellos desgraciados, cediendo al movimiento irresistible de la naturaleza que nos hace evitar la muerte, aun cuando no tenemos ya esperanza de libertarnos de ella, se arrojaban los unos por encima de los otros, y recibían en los miembros los golpes dirigidos al corazón, y que debían pronto terminar su triste vida. Se formó puesto que es menester decirlo todo, una espantosa pirámide de muertos y de moribundos chorreando sangre, y fue necesario sacar los que eran ya cadáveres para acabar con aquellos desgraciados que al abrigo de aquella horrorosa muralla no habían aun sido heridos. Este cuadro es exacto y fiel; y su recuerdo hace temblar mi mano, que aun no expresa todo lo espantoso de aquella escena.»
La vida de Napoleón opuesta a semejantes páginas explica la aversión que se le tiene.
Conducido por los religiosos del convento de Jaffa a los arenales que están al Sudoeste de la ciudad, he dado la vuelta a la tumba, en otro tiempo montón de cadáveres, y actualmente pirámide de huesos; me he paseado por jardines de granados cargados de granadas encarnadas; mientras que alrededor de mí volaba por encima de la tierra fúnebre la primera golondrina recién llegada de Europa.
El cielo castiga la violación de los derechos de la humanidad: él envió la peste que al principio no hizo muchos estragos Bourienne corrige el error de los historiadores que suponen la escena de los Apestados de Jaffa cuando pasaron la primera vez los franceses por aquella ciudad; siendo así que no fue sino a su vuelta de San Juan de Acre. Muchas personas de nuestro ejército me habían asegurado ya que esta escena era una pura fábula, y Bourienne confirma estos datos:
«Las camas de los apestados, cuenta el secretario de Napoleón, estaban a la derecha entrando en la primera sala. Yo iba al lado del general, y aseguro no haberle visto tocar a ningún apestado. Atravesó rápidamente las salas, sacudiendo ligeramente las campanas amarillas de sus botas con el látigo que llevaba en la mano. Al tiempo que iba andando de prisa repetía estas palabras: Es necesario que yo vuelva a Egipto para libertarle de los enemigos que van a llegar.
En el parte de oficio del mayor general, 29 de mayo, no se dice ni la menor palabra acerca de los apestados, ni de la visita en el hospital ni de haber tocado a los enfermos.
¿En qué viene a parar el bello cuadro de Gros? Tan solamente figura como una obra maestra del arte.
San Luis menos favorecido por la pintura, fue más heroico en la acción: «El buen rey apacible y benigno, cuando vio esto, tuvo gran compasión, y mandó que se dejase todo y que se abriesen zanjas en medio de los campos y dedicar allí un cementerio por el legado... El rey Luis ayudó con sus propias manos a enterrar a los muertos. Apenas se hallaba quien quisiese hacerlo. El rey, después de oír misa venía, todas las mañanas de los cinco días que se emplearon en enterrar a los muertos, y decía a su gente: «Vamos a dar sepultura a los mártires que han padecido por nuestro Señor, y no os canséis de hacerlo porque ellos han padecido más que nosotros.» Hallábanse así presentes, en traje de ceremonia, el arzobispo de Tiro y el obispo de Damieta y su clero, qué rezaba el oficio de difuntos. Pero se tapaban las narices por la fetidez; pero jamás se vio que el buen rey Luis se tapase las suyas, tal era la firmeza y devoción con que se ocupaba.»
Bonaparte sitió a San Juan de Acre. Corrió la sangre en Canaan, que fue testigo de la curación del hijo el centurión por Cristo; en Nazaret que ocultó la pacífica infancia del Salvador; en el Tabor; que vio a transfiguración y donde dijo Pedro: «Maestro estamos bien en esta montaña; hagamos en ella tres tabernáculos.» En este monte Tabor dictó la orden del día a todas las tropas que ocupaban a Sur, la antigua Tiro, Cesarea, las cataratas del Nilo, las bocas Pelusiacas, Alejandría y las orillas del mar Rojo, en que están las ruinas del Kolsum y de Arsinoe. Bonaparte estaba encantado con estos nombres que reunía con placer.
En este paraje de milagros renovaron Kleber y Murat los hechos de armas de Tancredo y de Reinaldo; dispersaron las poblaciones de la Siria, se apoderaron del campamento del bajá de Damasco, dieron una ojeada al Jordán, al mar de Galilea, y tomaron posesión de Escafet, o antigua Betulia. Bonaparte observa que los habitantes muestran el paraje en que Judit mató a Holofernes.
Los muchachos árabes de las montañas de la Judea me han indicado tradiciones más ciertas cuando me gritaban en francés: ¡En avant, marche! Estos mismos desiertos, he dicho yo en los Mártires, han visto marchar a los ejércitos de Sesostris, de Cambises, de Alejandro, de César; ¡siglos venideros, vosotros traeréis a ellos ejércitos no menos numerosos y guerreros no menos célebres!»
Después de haberme guiado por las huellas aun recientes de Bonaparte en Oriente, me dejo conducir cuando ya no existe para volver a pasar por su camino.
San Juan de Acre estaba defendido por Djezzar el Carnicero. Bonaparte le escribió desde Jaffa con fecha 9 de marzo de 1799: «Desde mi entrada en Egipto os he dado a conocer muchas veces que no tenía intención de haceros la guerra, que mi único fin era el de arrojar a los mamelucos... Dentro de pocos días marcharé a San Juan de Acre. Pero ¿qué razón tengo para quitar algunos años de vida a un anciano a quien no conozco? ¿Qué importan algunas leguas más al lado de los países que he conquistado?»
Djezzar no se dejó embaucar con sus halagos: aquel tigre viejo desconfiaba de las uñas de su joven camarada. Él estaba rodeado de criados mutilados por su propia mano. «Dícese que Djezzar es un bosniaco cruel, decía él de sí mismo (referencia del general Sebastiani,) un hombre de poca importancia, pero entre tanto yo no necesito de nadie y a mí me buscan. Yo he nacido pobre; mi padre no me dejó más herencia que su valor. Me he elevado a fuerza de trabajos; pero esto no me ensoberbece; porque todo acaba, y hoy acaso o mañana, acabará Djezzar, no porque sea viejo, como dicen sus enemigos, sino porque Dios lo ha dispuesto así. El rey de Francia, que era poderoso, pereció, a Nabucodonosor le mató un mosquito, etc.»
Al cabo de sesenta y un días de trinchera abierta, se vio obligado Napoleón a levantar el sitio de San Juan de Acre. Nuestros soldados saliendo de sus madrigueras de tierra seca, corrían en busca de las balar del enemigo, que le devolvían nuestros cañones. Teniendo que defenderse nuestras tropas contra la ciudad y contra los navíos ingleses acoderados, dieron nueve asaltos y subieron cinco veces a las murallas. En tiempo de las cruzadas, había en San Juana de Acre, según refiere Ricord, una torre llamada Maldita. Esta torre había sido acaso reemplazada por la torre grande que inutilizó el ataque de Bonaparte. Nuestros soldados penetraron en las calles, donde se batían cuerpo a cuerpo durante la noche. El general Lannes fue herido en la cabeza, Colbert en un muslo; y entre los muertos se contó a Boyer, Venoux y el general Bon, ejecutor de los asesinatos de los prisioneros de Jaffa. Kleber decía hablando de este sitio: «Los turcos se defienden como cristianos, y los franceses atacan como turcos.» Crítica de un soldado que no amaba a Napoleón. Bonaparte se retiró manifestando que había arrasado el palacio de Djezzar y bombardeado la ciudad en términos de no quedar piedra sobre piedra; que Djezzar se había retirado con su gente a uno de los fuertes de la costa, que estaba gravemente herido, y que las fragatas a las órdenes de Napoleón se habían apoderado de treinta barcos sirios cargados de tropas.
Sir Sidney Smith y Phelippeaux, oficial de artillería emigrado, ayudaban a Djezzar; el uno había estado prisionero en el Temple, el otro había sida compañero de estudios de Napoleón.
En otro tiempo pereció delante de San Juan de Acre la flor de la nobleza a las órdenes de Felipe Augusto. Mi paisano, Guillermo el Bretón, canta así en versos latinos del duodécimo siglo: «Apenas se hallaba en todo el reino paraje alguno en que faltase quien tuviese que llorar alguna desgracia, tan grande fue el desastre que precipitó a nuestros héroes en la tumba, cuando los asaltó la muerte en la ciudad de Ascarón (Ascalón cerca de San Juan de Acre.)»
Bonaparte era un gran mágico, pero no alcanzaba, su poder a transformar al general Bon, muerto en Ptolemais, en Raoul, señor de Coucy, que, expirando al pie de las murallas de esta cuidad, escribía a la dama de Fayel; Muerto por amar lealmente a su amiga.
Napoleón no habría hecho bien en desechar la canción de los canteois, alimentándose en San Juan de Acre, como se alimentaba de otras muchas fábulas. En los últimos días de su vida, bajo un cielo que no vemos, se ha divertido en divulgar lo que meditaba en Siria, si no es que ha inventado proyectos en vista de hechos consumados, y no, se ha recreado en construir con un pasado real el porvenir fabuloso que él pretendía que se creyese. «Dueño de Ptolemais, nos cuentan las revelaciones de Santa Elena, Napoleón fundaba un imperio en Oriente, y la Francia quedaba abandonada a otros destinos. Volaba a Damasco, a Alepo y al Éufrates. Los cristianos de la Siria y aun los de la Armenia le habrían reforzado. Las poblaciones iban a conmoverse. Los restos de los mamelucos, los árabes del desierto del África, los drusos del Líbano, los mutualis, o mahometanos oprimidos de la secta de Alí, podían reunirse al ejército dueño de la Siria, y la conmoción se comunicaba a toda la Arabia. Las provincias del imperio otomano que hablan árabe, llamaban una gran mudanza y esperaban un hombre con felices probabilidades; podía hallarse sobre el Éufrates en medio del verano, con cien mil auxiliares y una reserva de veinte y cinco mil franceses que habría ido sacando de Egipto. Habría alcanzado a Constantinopla y a las Indias, y cambiado la faz del mundo.»
Antes de retirarse de San Juan de Acre el ejército francés había tocado en Tiro: desierta de las flotas de Salomón y de la falange del Macedonio, no conservaba Tiro más que la soledad imperturbable de Isaías; soledad en que los perros mudos se niegan a ladrar.
El sitio de San Juan de Acre se levantó. Habiendo llegado a Jaffa el 27, se vio obligado Bonaparte a continuar su retirada. Había de treinta a cuarenta apestados, cuyo número reduce Napoleón a siete, que no se podían transportar; no queriendo dejarlos atrás, por miedo, decía él, de exponerlos a la crueldad de los turcos, propuso a Desgenettes que se les administrase una gran dosis de opio. Desgenettes le dio la tan conocida contestación. «Mi oficio es el de curar a los hombres, y no el de matarlos.» «No sé les dio el opio, dice Mr. Thiers, y este hecho sirvió para propagar una calumnia indigna y que hoy está desmentida.»
¿Es una calumnia? ¿Está destruida? Esta es una cosa que yo no me atrevería a afirmar tan perentoriamente como el brillante historiador; su raciocinio equivale a este: Bonaparte no envenenó a los apestados, por la razón de haber propuesto envenenarlos.
Desgenettes, hijo de una pobre familia noble normanda, es aun venerado entre los árabes de la Siria, y Wilson dice que su nombre no debería escribirse sino con letras de oro.
Bourienne escribe diez páginas enteras para sostener el envenenamiento en contra de los que lo niegan. «Yo no puedo decir que he visto dar la poción, dice él, porque sería mentir; pero sé muy de positivo que se adoptó la decisión, y que lo fue después de haberse deliberado; que se dio la orden al efecto, y que los apestados murieron. Cómo ¿el asunto de las conversaciones desde el día siguiente de la salida de Jaffa, de todo el cuartel general como de una cosa positiva, de la que hablábamos como de una espantosa desgracia, sería una invención atroz para perjudicar a la reputación de un héroe?»
Napoleón no abandonó jamás una de sus fallas; semejante a un padre tierno, prefiere al hijo más desgraciado. El ejército francés fue menos indulgente que los historiadores; no tan solamente creía en la medida del envenenamiento contra un puñado de enfermos, sino contra muchos, centenares de hombres. Roberto Wilson, en su Historia de la expedición de los ingleses a Egipto, es el primero que hace la gran acusación: afirma que fue apoyada por la opinión de los oficiales franceses prisioneros de los ingleses en Siria. Bonaparte desmintió a Wilson, quien contestó que no había dicho más que la verdad. Wilson es el mismo mayor general que fue comisario de la Gran Bretaña cerca del ejército ruso durante la retirada de Moscú; tuvo la dicha de contribuir después a la evasión de Mr. de Lavaletle. Levantó una legión contra la legitimidad en tiempo de la guerra de España, en 1823, defendió a Bilbao, y envió a Mr. de Villele a su cuñado Mr. Desbassyns, obligado a arribar al puerto. La narración de Roberto Wilson tiene el mayor peso bajo este concepto. La mayor parte de las relaciones están conformes sobre el particular del envenenamiento. Mr. de las Casas conviene en que el rumor del envenenamiento era cosa creída por todo el ejército. Bonaparte, que se volvió más sincero en su cautiverio, dijo a Mr. Warnen y al doctor O'Meara, que en el caso en que se hallaban los apestados, él mismo habría buscado en el opio el olvido de sus males, y que él habría hecho administrar el veneno a su propio hijo. Walter Scott refiere cuanto se ha dicho sobre el particular; pero desecha la versión del gran número de enfermos condenados, sosteniendo que un envenenamiento no podría ejecutarse con éxito sobre una multitud; añade que sir Sidney encontró en el hospital de Jaffa los siete franceses mencionados por Bonaparte: Walter Scott es de la mayor imparcialidad, defiende a Napoleón como habría defendido a Alejandro contra las reconvenciones que pueden hacerse a su memoria.
Esta es, por decirlo así, la primera vez que hablo de Walter Scott como historiador de Napoleón y aun todavía le citaré: aquí es donde debo decir que sido grande la equivocación acusando al ilustre escocés de prevención contra un gran hombre. La de Napoleón (Life of Napoleón) ocupa nada menos de once volúmenes. No ha tenido todo el éxito que debiera haberse esperado; porque, exceptuando en dos o tres pasajes, la imaginación del autor de tantas obras tan brillantes, le ha faltado: está deslumbrado por los sucesos fabulosos que describe, y como agobiado por lo maravilloso de la gloria. La vida entera carece también de las grandes miras que los ingleses abren raramente en la historia, porque no conciben ellos la historia como nosotros. Por lo demás la vida exacta, salvo algunos errores de cronología: toda la parte relativa a la detención de Bonaparte en Santa Elena es excelente: los ingleses estaban en mejor posición que nosotros para conocerla. Al encontrar una vida tan prodigiosa, el autor ha sido vencido por la verdad. La razón domina en el trabajo de Walter Scott; está prevenido contra sí mismo. Es tan grande la moderación de sus juicios que degenera en apología. El narrador lleva la bondad hasta el extremo de recibir escusas sofísticas de Napoleón, y que no son admisibles. Es evidente que los que hablan de la obra de Walter Scott, como de un libro escrito bajo la influencia de las preocupaciones nacionales inglesas, y con un fin particular, no la han leído jamás: en Francia no se lee ya. Lejos de exagerar nada contra Bonaparte, está el autor espantado por la opinión: son innumerables sus concesiones; en todas partes capitula; si en un principio aventura no juicio firme, vuelve a él por consideraciones subsecuentes que cree debidas a la imparcialidad; no se atreve a mantenerse firme con su héroe, ni mirarle de frente. A pesar de esta especie de pusilanimidad ante la infatuación popular, Walter Scott ha perdido el mérito de sus contemplaciones, porque en su advertencia sienta esta sencilla verdad. «Si el sistema general de Napoleón, dice él, se ha apoyado en la violencia y el fraude, no es ni la grandeza de sus talentos, ni el éxito de sus empresas el que debe sofocar la voz o deslumbrar la vista del que se aventura a hacerse su historiador.» «If the general system of Napoleon has rested upon force or fraud; it is neither the greatsiess of his talens, nor the success of his undertakings, that ought to stifle the voice or dazzie the eyes of him who adventures to be his historian.»
La humilde osadía que enjuga, como Magdalena, el polvo de los pies del dios con sus cabellos, pasa en el día por un sacrilegio.
La retirada bajo el ardiente sol de Siria, fue marcada por desgracias que traen a la memoria las miserias que pasaron nuestros soldados en la retirada de Moscú por en medio de los hielos: «Había aun en las cabañas, dice Miot, y a orillas del mar, algunos desgraciados que esperaban ser transportados. Entre ellos había un soldado atacado de la peste, y en el delirio que acompaña algunas veces a la agonía, supuso sin duda, al ver marchar al ejército batiente, que iba a ser abandonado; su imaginación le hizo entrever la extensión de su desgracia si caía en poder de los árabes. Puede imaginarse que este gran miedo fue el que le puso en una agitación tal, que le sugirió la idea de seguir a las tropas: tomó su mochila, que le servía de cabecera, y echándosela a la espalda, hizo esfuerzos para levantarse. El veneno de la terrible epidemia que corría por sus vanas, lo privaba lo privaba de las fuerzas, y a los tres pasos cayó de cabeza sobre la arena. Esta caída aumentó su espanto, y después de haber pasado algunos momentos mirando con la vista trastornada las columnas que marchaban, se levantó por segunda vez sin ser más afortunado; a la tercera tentativa sucumbió, y cayendo más cerca de la mar, se quedó en el sitio que los destinos le habían escogido para sepulcro. La vista de este soldado era espantosa, el desorden que reinaba en sus discursos insignificantes, su semblante en que se pintaba el dolor, sus ojos abiertos e inmóviles, su ropa hecha girones, presentaban todo lo que la muerte tiene de más horrible. La vista clavada en las tropas que marchaban, no había tenido la idea muy sencilla para cualquiera que estuviese de sangre fría, de volver los ojos a otra parte: él había visto la división de Kleber y la de caballería que salieron de Tentoura después de los otros, y la esperanza de salvarse habría acaso conservado su existencia.»
Cuando nuestros soldados, habiendo perdido la sensibilidad, veían a alguno de sus desgraciados compañeros que les seguía como un hombre embriagado, tropezando, cayendo y levantándose, y volviendo a caerse para no levantarse jamás, decían: «Ese ha tomado ya su boleta de alojamiento.»
Una página de Bourienne completará este cuadro: «Una sed devoradora, decían las Memorias, la falta total de agua, un excesivo calor, una marcha penosa por en medio de arenales abrasadores, desmoralizaron a los hombres, e hicieron reemplazar todos los sentimientos generosos con el más cruel egoísmo, la más aflictiva indiferencia. Yo vi arrojar de las parihuelas a oficiales amputados cuyo transporte se había mandado, y que aun habían dado dinero en del trabajo. Yo vi abandonar en los sembrados a los amputados, a los heridos, a los apestados, o sospechosos de estarlo. Abríase la marcha con antorchas encendidas para poner fuego a las poblaciones pequeñas, aldeas y lugares, y a las ricas mieses que cubrían los campos. Todo el país estaba ardiendo. Los que tenían orden de llevar a cabo estos desastres, parecía que esparciendo por doquiera la destrucción, querían vengarse de los reveses y hallar alivio en sus padecimientos. No nos acompañaban más que moribundos, ladrones e incendiarios. Los moribundos arrojados a orillas del camino, decían con desfallecida voz: Yo no estoy apestado, estoy solamente herido; y para convencer a los que pasaban, se les veía abrir su herida o hacerse una nueva. Nadie los creía; se decía: «Este ya está despachado; se pasaba adelante, y todo se olvidaba» El sol en todo su brillo en aquel hermoso cielo, estaba oscurecido con el humo de nuestros continuados incendios. Teníamos el mar a nuestra derecha; a la izquierda y por detrás el desierto que íbamos haciendo; delante las privaciones y padecimientos que nos esperaban.»
Vuelta a Egipto.— Conquista del Alto Egipto.
¿Partió, llegó, y disipó todas las tempestades; su regreso las ha obligado a volver al desierto.» Así cantaba y se alababa el triunfador rechazado, al entrar en el Cairo: él arrebataba al mundo en himnos.
Durante su ausencia había acabado Dessaix de someter el Alto Egipto. Al remontar el Nilo se encuentran unas ruinas a las cuales el lenguaje de Bossuet deja toda su grandeza y la aumenta. «Se ha descubierto, dice el autor de la Historia universal, en el Saide, templos y palacios casi enteros, en que estas columnas y estas estatuas son innumerables. Se admira sobre todo un palacio cuyos restos parece que no han subsistido más que para borrar la gloria de todas las obras grandes. Cuatro calles que se pierden de vista, terminadas en sus extremos por esfinges de una materia tan rara, que su tamaño es notable, sirven de avenida a cuatro pórticos cuya altura pasma a la vista. ¡Qué magnificencia y qué extensión! Aun los que nos han hecho la descripción de este prodigioso edificio no tuvieron tiempo de darle la vuelta, y aun no están seguros de haber visto la mitad; pero todo lo que ellos vieron era sorprendente. Una sala, que al parecer formaba el medio de este soberbio palacio, estaba sostenida por ciento veinte columnas de seis brazas de grueso, grandes a proporción, y entremezcladas de obeliscos que el trascurso de tantos siglos no ha podido abatir. Los colores mismos, esto es lo que experimenta más pronto el poder del tiempo, se sostienen aun entre las ruinas de este admirable edificio y conservan su viveza: ¡tal era el carácter de inmortalidad que sabía imprimir el Egipto a todas sus obras! Ahora que el nombre del rey Luis XIV penetra en las partes más desconocidas del mundo ¿no sería un objeto digno de esta noble curiosidad el descubrir las bellezas que contiene la Tebaida en sus desiertos? ¡Qué de bellezas no se hallarían si se pudiese llegar a la ciudad real, pues que a tanta distancia de ella se descubren cosas tan maravillosas! El poder romano, desconfiado de igualar a los egipcios, creyó hacer bastante para su grandeza con copiar los monumentos de sus reyes.»
Napoleón se encargó de ejecutar los consejos que Bossuet daba a Luis XIV. «Tebas, dice Mr. Denon, que seguía la expedición de Dessaix, esta ciudad relegada: que la imaginación no entrevé sino a través de la oscuridad de los tiempos, era aun una fantasma tan gigantesca, que al verla, se detuvo el ejército por sí mismo y aplaudió con palmadas. En el complaciente entusiasmo de los soldados, yo hallé rodillas que me sirviesen de mesa y cuerpos para darme sombra... Habiendo llegado a las cataratas del Nilo, nuestros soldados, combatiendo siempre contra los beyes y sufriendo fatigas increíbles, se divertían en establecer en el lugar de Syene tiendas de sastre, plateros, barberos y fondistas a precio fijo. En una calle de árboles alineados, pusieron una columna militar con la inscripción: Camino de París... Al bajar el Nilo tuvo frecuentes encuentros el ejército con los mecuanos. Se incendiaban los atrincheramientos de los árabes, y como carecían de agua, le apagaban con las manos y los pies, y lo sofocaban con sus cuerpos. Negros y desnudos, dice Mr. Denon, se les veía correr entre las llamas; de modo que era un verdadero remedo de los diablos en el infierno. Yo no podía mirarlos sin experimentar un sentimiento de horror y de admiración. Había momentos de silencio en que se dejaba oír una voz, a que se contestaba con himnos sagrados y gritos de combate.»
Estos árabes cantaban y bailaban como los soldados y los frailes españoles en Zaragoza ardiendo; los rusos quemaron a Moscú: la suerte de sublime demencia que agitaba a Bonaparte, la comunicaba a sus víctimas.
Batalla de Abukir— Billetes y cartas de Napoleón.— Pasa a Francia.— Diez y ocho brumario.
Habiendo entrado Napoleón en el Cairo, escribió al general Dugna: «Ciudadano general, haréis cortar a cabeza a Abdalá Agá, antiguo gobernador de Jaffa. Según me han dicho los habitantes de Siria, es un monstruo de que es necesario purgar la tierra... Mandaréis fusilar a los nombrados Hassan, Jossuet, Ibrabim-Saleh, Mahamet, Bekir, Hadj-Solch, Mustafá, todos los mamelucos.» Frecuentemente renueva estas órdenes contra egipcios que han hablado mal de los franceses: tal era el caso que Bonaparte hacía de las leyes; ¿permitía el derecho de la guerra sacrificar tantas vidas en virtud de la simple orden de un jefe, mandaréis fusilar? Al sultán de Darfur le escribió: «Deseo que me enviéis dos mil esclavos varones que tengan más de diez y seis años.» El gustaba de esclavos.
Una flota otomana compuesta de cien velas ancla en Abukir y desembarca un ejército: Murat, apoyado por el general Lannes, la precipita en el mar; Bonaparte instruye de este triunfo al Directorio. «La playa que el año anterior cubrieron las corrientes de cadáveres ingleses y franceses, está hoy cubierta de los de nuestros enemigos.» Se cansa uno de caminar por estos montones de victorias como por los arenales centelleantes de aquellos desiertos.
El billete siguiente conmueve tristemente el espíritu: «He quedado poco satisfecho, ciudadano general, de todas vuestras operaciones durante el movimiento que acaba de efectuarse: Habéis recibido orden de trasladaros al Cairo, y no lo habéis hecho. Todos los acontecimientos que pueden sobrevenir, no deben impedir a un militar el obedecer, y el talento en la guerra consiste en remover las dificultades que pueden hacer difícil una operación, y no en hacerla ilusoria. Os digo esto para lo sucesivo.»
Ingrato anticipadamente, dirige Bonaparte esta áspera instrucción a Dessaix que ofrecía a la cabeza de los valientes en el Alto Egipto, tantos ejemplos de humanidad como de valor, marchando al paso de su caballo, hablando de ruinas, echando de menos su patria, salvando a mujeres y a niños, amado de las poblaciones que le llamaban el sultán Justo, en fin, a aquel Dessaix muerto después en Marengo, en la carga que hizo al primer cónsul dueño de la Europa. El carácter del hombre se manifiesta en el billete de Napoleón: carácter dominante y celoso; se presiente a aquel a quien toda reputación aflige; el predestinador a quien es dada la palabra que queda y que obliga; pero sin este espíritu de mando ¿habría podido Bonaparte subyugarlo todo a su presencia?
Dispuesto a dejar el suelo antiguo donde el hombre de otras veces exclamó al expirar: «¡Poderes que dispensáis la vida a los hombres, recibidme y concededme una mansión entre los dioses inmortales!» Bonaparte no piensa más que en su porvenir en la tierra: por la vía del mar Rojo hace advertir a los gobernadores de la isla de Francia y de la isla de Borbón; cumplimenta al sultán de Marruecos y el bey de Trípoli; les da parte de su afectuosa solicitud en favor de las caravanas y de los peregrinos de la Meca; Napoleón se esfuerza al mismo tiempo en disuadir el gran visir de la invasión que medita la Puerta, asegurando que está dispuesto tanto a vencerlo todo como a entrar en negociaciones.
Una cosa haría poco honor a nuestro carácter, si nuestra imaginación y nuestro amor a la novedad no fueran más culpables que nuestra equidad nacional; los franceses se extasiaban sobre la expedición a Egipto, y no observan que hería tanto la probidad como el derecho político: en plena paz con la más antigua aliada de la Francia, la atacamos, le quitamos su fecunda provincia del Nilo, sin declaración de guerra, como argelinos que en una de sus algaradas, se hubiesen apoderado de Marsella y de la Provenza. Cuando la Puerta hace armamentos para su legítima defensa, orgullosos con nuestra insidia ilustre, le preguntamos lo que tiene y porqué se enoja; le declaramos que no hemos tomado las armas más que para hacer la policía en su casa, que para aliviarla de aquellos bandoleros mamelucos que tenían prisionero a su bajá. Bonaparte escribe al gran visir y le dice: «¿Cómo es posible que vuestra excelencia no conozca que no hay un francés muerto que no sea un apoyo menos para la Puerta? En cuanto a mí, yo tendré por el día más feliz de mi vida aquel en que pueda contribuir a la conclusión de una guerra impolítica y sin objeto a un tiempo mismo.» Bonaparte quería marcharse: ¡la guerra entonces era impolítica y no tenía objeto! La antigua monarquía fue al fin tan culpable como la república: los archivos del ministerio de Estado conservan muchos planes de colonias francesas que debían establecerse en Egipto; el mismo Leibniz había aconsejado la colonia egipcia a Luis XIV. Los ingleses no estiman más que la política positiva, la de los intereses; la fidelidad a los tratados y los escrúpulos morales son en su sentir cosas pueriles.
En fin, Había sonado la hora: detenido en las fronteras orientales del Asia, Bonaparte va desde luego a apoderarse del cetro de la Europa, para buscar en seguida en el Norte, por otro camino, las puertas del Himalaya y los esplendores de Cachemira. Su última carta a Kleber, fecha en Alejandría a 22 de agosto de 1799, es excelente y reúne la razón, la experiencia y la autoridad. El final de esta carta se eleva a un alto grado por lo patética, seria y penetrante.
«Ciudadano general:» adjunta hallaréis una orden para que toméis el mando en jefe del ejército. El recelo de que el crucero inglés no reaparezca de un momento a otro me obliga a anticipar dos o tres días mi viaje.
«Llevo conmigo a los generales Berthier, Andreossi, Murat, Lannes y Marmont, y a los ciudadanos Monge y Berthollet.
«Adjuntos van los periódicos ingleses y de Fráncfort hasta el 10 de junio. Por ellos veréis que hemos perdido la Italia, que Mantua, Turín y Tortona están bloqueadas. Tengo razones para esperar que la primera se resista hasta fines de noviembre. Espero, si la fortuna me es propicia, llegar a Europa antes que entre octubre.»
Siguen algunas instrucciones particulares.
«Sabéis apreciar tan bien como yo cuanto importa a la Francia la posesión del Egipto: este imperio turco, que amenaza ruina por todas partes, se ve en la actualidad desmoronando, y la evacuación del Egipto seria una desgracia tanto mayor, cuanto que veríamos pasar en nuestros días esta bella provincia a otras manos europeas.
«Las noticias de los triunfos o reveses que tenga la república deben también influir eficazmente en vuestros cálculos.
«Conocéis, ciudadano general, cual es mi modo de ver acerca de la política interior del Egipto: cualquiera que sea la conducta que observéis, siempre serán amigos nuestros los cristianos. Es necesario evitar que se hagan demasiado insolentes, a fin de que los turcos no tengan contra nosotros el mismo fanatismo que contra los cristianos, lo que los pondría irreconciliables con nosotros.
«Yo había pedido ya muchas veces que me enviasen una compañía cómica; yo me encargo muy particularmente de enviárosla. Este artículo es muy importante para el ejército y para empezar a cambiar las costumbres del país.
«El importante puesto de jefe que vais a ocupar, os pone en el caso de desplegar los talentos con que la naturaleza os ha dotado. El interés de cuanto pase por aquí es vivo, y los resultados serán inmensos para el comercio, y para la civilización; esta será la época de donde empiecen a contarse las grandes revoluciones.
«Acostumbrado a ver la recompensa de las penas y de los trabajos de la vida en la opinión de la posterioridad, abandono Egipto con el mayor sentimiento. El interés de la patria, su gloria, la obediencia, los acontecimientos extraordinarios que acaban de pasar, me deciden únicamente a pasar por en medio de las escuadras enemigas, para trasladarme a Europa. Mi espíritu y mi corazón se quedan con vos. Vuestros triunfos me lisonjean tanto como si yo estuviese en persona, y miraré como mal empleados todos los días de mi vida en que no haga alguna cosa por el ejército, de cuyo mando os dejo encargado, y para consolidar el magnífico establecimiento cuyas bases acaban de asentarse.
«El ejército que os confío se compone todo de hijos míos; he tenido en todo tiempo, aun en mis mayores penas, testimonios de apego. Mantenedle en estos mismos sentimiento, vos lo debéis a la estimación y a la singular amistad que os profeso, y a la inclinación verdadera que les tengo.— Bonaparte.»
¡Jamás el guerrero ha hallado acentos semejantes! Napoleón es el que acaba; el emperador, que seguirá, será sin duda más sorprendente todavía; pero ¡cuanto más aborrecible también! Su voz no ofrecerá ya más el sonido de los años verdes: el tiempo, el despotismo, la embriaguez de la prosperidad la habrán alterado.
Bonaparte habría sido muy digno de lástima si se hubiera visto obligado, según disponía la antigua ley egipcia, a tener tres días abrazados los hijos que ha hecho morir. El había pensado, para los soldados que dejaba expuestos al ardor del sol, en aquellas distracciones que el capitán Parry empleó treinta y dos años después para sus marineros en las noches heladas del polo. Él envía el testamento del Egipto a su valiente sucesor, que será muy en breve asesinado, y él se sustrae furtivamente, como César se escapó a nado en el puerto de Alejandría, de esta reina que el poeta llamaba un fatal prodigio, Cleopatra no lo esperaba, él iba a la cita secreta que la había dado el destino, otra potencia infiel. Después de haberse zambullido en el Oriente, manantial de las reputaciones maravillosas, se nos vuelve, sin haber subido a Jerusalén, del mismo modo que jamás entró en Roma. El judío que gritaba: «¡Desgracia! ¡Desgracia!» correteó alrededor de la ciudad santa, sin penetrar en sus mansiones eternas. Un poeta, escapándose de Alejandría, es el último que sube a la fragata expuesta a la ventura. Totalmente impregnado de los milagros de la Judea, y de los recuerdos de la tumba en las pirámides, Bonaparte pasa los mares, sin cuidarse de sus navíos ni de sus abismos; todo era vadeable para este gigante, acontecimientos y escuadras.
Napoleón tomó el camino que yo he seguido: siguió la costa de África por razón de vientos contrarios; al cabo de veinte y un días dobla el cabo Bon, gana las costas de Cerdeña, se ve obligado a arribar a Ajaccio, pasea sus miradas por los lugares de su nacimiento, recibe algún dinero del cardenal Fesch, y se reembarca; descubre una escuadra inglesa que no le persigue. Entra el 8 de octubre en la rada de Frejus, no lejos de aquel golfo Juan, donde debía manifestarse una terrible y última voz. Salta en tierra, parte, llega a Lyon, toma el camino del Borbonés y entra en París el 16 de octubre. Todo parece dispuesto contra él, Barras, Sieyes, Bernadotte, Moreau; y todos estos opositores le sirven como por milagro. Se urdió la conspiración, el gobierno se trasladó a Saint-Cloud. Bonaparte quiere arengar al consejo de los Ancianos: se turba, tartamudea las palabras de hermanos de armas, de volcán, de victoria, de César; le tratan de Cromwell, de tirano, de hipócrita: él quiere acusar y se ve acusado; él se dice acompañado del dios de la guerra y del dios de la fortuna: él se retira exclamando: «¡Quién me quiera que me siga!» Pídese que se le ponga en acusación; Luciano, presidente del consejo de los Quinientos, deja su sillón para no poner a Napoleón fuera de la ley. Saca su espada y jura atravesar el pecho de su hermano, si en algún tiempo trata de atacar la libertad. Hablábase de mandar fusilar al soldado desertor, al infractor de las leyes sanitarias, al introductor de la peste, y le coronan. Murat hace salir por las ventanas a los representantes; el 18 brumario se cumple, nace el gobierno consular, y muere la libertad.
Entonces se obra en el mundo un cambio absoluto: el hombre del último siglo desciende de la escena, el hombre, del nuevo siglo sube a ella: Washington, al cabo de sus prodigios, cede el puesto a Bonaparte, que empieza los suyos. El 9 de noviembre, el presidente de los Estados Unidos cierra el año de 1799; el primer cónsul de la república francesa abre el año de 1800.
Un eran destino empieza, un gran destino se acaba.
(Corneille).
Sobre estos acontecimientos inmensos está escrita la parte de mis Memorias que habéis visto, del mismo modo que un texto moderno profanando antiguos manuscritos. Yo contaba mis abatimientos y mis oscuridades en Londres, sobre las elevaciones y el brillo de Napoleón, el ruido de sus pasos se mezclaba con el silencio de los míos en mis paseos solitarios; su nombre me perseguía hasta en los escondrijos en que se encontraban las tristes indigencias de mis compañeros de infortunio, y las alegres escaseces, o como habría dicho nuestra antigua lengua, las miserias divertidas de Pelletier. Napoleón era de mi edad: procedentes ambos del seno del ejército; él había ganado cien batallas, mientras yo me consumía aun en la sombra de aquellas emigraciones, que fueron el pedestal de su fortuna. Habiéndome quedado tan lejos detrás de él, ¿podía yo esperar jamás el alcanzarle? Y sin embargo, cuando él dictaba leyes a los monarcas, cuando los agobiaba con sus armas, y hacia saltar su sangre debajo de sus pies, cuando con la bandera en la mano, atravesaba los puentes de Arcole y de Lodi, cuando él triunfaba en las Pirámides, ¿habría dado yo por todas sus victorias una sola de aquellas horas olvidadas que se pasaban en Inglaterra, en una pequeña ciudad desconocida? ¡Oh magia de la juventud!
Segunda coalición.— Situación de la Francia al regresar Bonaparte de la campaña de Egipto.
Dejé la Inglaterra algunos meses después de la salida de Napoleón de Egipto: llegamos a Francia casi a un mismo tiempo, él, de Menfis, y yo, de Londres: habíase apoderado de ciudades y reinos y sus manos estaban llenas de realidades poderosas: yo no había conseguido aun más que quimeras.
¿Qué había pasado en Europa durante la ausencia de Napoleón?
La guerra había vuelto a comenzar en Italia, en el reino de Nápoles y en los estados de Cerdeña: Roma y Nápoles habían sido momentáneamente ocupadas: Pio VI había sido llevado prisionero a Francia para morir en ella; y se concluyó un tratado de alianza entre los gabinetes de San Petersburgo y Londres.
Segunda coalición continental contra la Francia. El 8 de abril de 1799, se rompió el congreso de Rastadt, y los plenipotenciarios franceses fueron asesinados. Souwaroff que había llegado a Italia batió a los franceses en Cassano, y la ciudadela de Milán se rindió al general ruso. Uno de nuestros ejércitos, mandado por el general Macdonald, se vio obligado a evacuar a Nápoles, y a duras penas pudo sostenerse. Massena defendía la Suiza.
Mantua sucumbió después de un bloqueo de setenta y dos días, y un sitio de veinte. El 15 de octubre de 1799 el general Joubert fue muerto en Novi, y dejó el campo libre a Bonaparte; estaba destinado a representar el papel de éste. ¡Desgraciado de aquel a quien persigue adversa suerte!... Buenos testigos son de esta fatal verdad Hoche, Moreau y Joubert. Veinte mil ingleses que desembarcaron en Helder quedaron allí inutilizados, porque parte de la escuadra quedó cogida entre los hielos: nuestra caballería cargó a los buques y los tomó. Diez y ocho mil rusos, a cuyo número había quedado reducido el ejército de Souwaroff por los combates y fatigas, pasaron el San Gotardo el 24 de setiembre y entraron en el valle del Reuss. Massena salvó a la Francia en la batalla de Zúrich. Souwaroff volvió a entrar en Alemania, acusó a los austríacos, y se retiró a Polonia. Tal era la posición de la Francia cuando volvía a aparecer Bonaparte, derribó al Directorio y estableció el Consulado.
Antes de pasar más adelante recordaré una cosa de que todos deben hallarse ya convencidos; no me ocupo de la vida particular de Bonaparte, sino del compendio y resumen de sus acciones; pinto sus batallas, no las describo; encuéntranse por todas partes, desde Pomereul que ha publicado las Campañas de Italia, y desde nuestros generales, críticos y censores de los combates a que asistieron, hasta los tácticos extranjeros, ingleses, rusos, alemanes, italianos, y españoles. Los boletines públicos de Napoleón y sus comunicaciones secretas forman el hilo poco seguro de esta narración. Los trabajos del teniente general Jomini son los que suministran mayor instrucción. El autor es tanto más digno de crédito, cuanto que ha dado pruebas de estudios en su Tratado de la gran táctica, y en su Tratado de las grandes operaciones militares. Admirador de Napoleón hasta la injusticia, y adicto al estado mayor del mariscal Ney, se le debe la historia crítica y militar de las campañas de la revolución; vio con sus propios ojos la guerra en Alemania, en Prusia, en Polonia y en Rusia hasta la toma de Smolensko; se halló en Sajonia en los combates de 1813, y de allí pasó a los aliados. Fue condenado a muerte por un consejo de guerra de Bonaparte, y nombrado en el mismo momento ayudante de campo del emperador Alejandro. Atacado por el general Sarrazin en su Historia de la guerra de Rusia y Alemania, le dio una contestación. Jomini tuvo a su disposición los materiales depositados en el ministerio de la Guerra y en los demás archivos del reino: contempló la marcha retrógrada de nuestros ejércitos después de haberlos guiado para que avanzasen. Su narración es lucida y mezclada de juiciosas reflexiones. Se han tomado de él páginas enteras sin decirlo; pero ni tengo vocación de copista, ni ambiciono el sospechoso renombre de un César desconocido a quien solo ha faltado un casco para someter de nuevo la tierra. Si hubiese querido ayudar la memoria de los veteranos manejando cartas, corriendo en derredor de los campos de batalla cubiertos de mieses, extrayendo tantos y tantos documentos, y acumulando descripciones sobre descripciones, siempre las mismas, hubiera añadido volúmenes a volúmenes, me habría formado una reputación de capacidad, con riesgo de sepultar bajo el peso de mis trabajos, a mí mismo, a mi lector, y a mi héroe. No siendo más que un simple soldado, me humillo ante la ciencia de los Vegecios; no he lomado para mi público los oficiales a medio sueldo; el menor cabo sabe más que yo.
Consulado.— Segunda campaña de Italia.— Victoria de Marengo.— Victoria de Hohenlinden.— Paz de Luneville.
Para asegurarse en el puesto en que se había colocado, Napoleón necesitaba hacer prodigios.
El 25 y 30 de abril de 1800, los franceses pasaron el Rin, con Moreau a su cabeza. El ejército austríaco batido cuatro veces en ocho días, retrocedió por un lado hasta Voralberg, y por otro hasta Ulm. Bonaparte pasó el gran San Bernardo el 16 de mayo; y el 20 el pequeño, el Simplón, el San Gotardo, el Mont Cenis, y el Mont Genicori, fueron escalados y tomados; penetrarnos en Italia por tres boquetes reputados como inexpugnables, cavernas de osos, y peñascos de águilas. El ejército se apoderó de Milán el 2 de junio y se reorganizó la república cisalpina; pero Génova se vio obligada a rendirse después de sitio memorable sostenido por Massena.
La ocupación de Pavía, y el afortunado encuentro de Montebello, precedieron a la victoria de Marengo.
Una derrota comenzó aquella victoria; los cuerpos de Lannes y de Víctor ya extenuados dejan de combatir y pierden terreno; la batalla se renueva con cuatro mil infantes que mandaba Dessaix, y que apoyaba la brigada de caballería de Kellermann: Dessaix quedó muerto. Una carga de Kellermann decidió el éxito de la jornada, que acabó de completar la estupidez del general Melas.
Dessaix, noble de Auvernia, subteniente en el regimiento de Bretaña, ayudante de campo del general Victor de Broglie, mandó en 1796 una división del ejército de Moreau, y pasó a Oriente con Bonaparte. Su carácter era desinteresado, sencillo y franco. Cuando el tratado de El-Arich le dejó en libertad, fue retenido por lord Keith en el lazareto de Liorna. «Cuando se apagaban las luces, dice Miot su compañero de viaje, nuestro general nos hacia contar historias de ladrones y aparecidos, participaba de nuestras placeres y apaciguaba nuestras disensiones; amaba mucho a las mujeres, y no hubiera querido que le amasen sino por su amor a la gloria.» Al desembarcar en Europa, recibió una carta del primer cónsul que le llamaba a su lado: le enterneció y Dessaix decía. «Este pobre Bonaparte está cubierto de gloria y no es dichoso,» al leer en los periódicos la marcha del ejército de reserva, exclamaba: «No nos dejará nada que hacer.» A él le restaba dar la victoria y morir.
Dessaix fue enterrado en lo alto de los Alpes, en el hospicio del monte de San Bernardo, como Napoleón en los sombríos sitios de Santa Elena.
Kleber asesinado, encontró la muerte en Egipto como Dessaix la encontró en Italia. Después de la partida del general en jefe, Kleber con once mil hombres derrotó cien mil turcos a las órdenes del gran visir en Heliópolis, hecho de armas con que Napoleón no tiene nada que comparar. El 16 de junio se celebró un convenio en Alejandría: los austríacos se retiraron a la orilla izquierda del bajo Po: la suerte de la Italia se decidió en aquella campaña llamada de los treinta días.
El triunfo de Hochstedt obtenido por Moreau, consoló a la sombra de Luis XIV. Sin embargo, el armisticio entre la Alemania y la Italia se había publicado el 20 de octubre de 1800, pues se había concluido después de la batalla de Marengo.
El 3 de diciembre trajo la batalla de Hohenlinden en medio de una gran nevada: victoria que también consiguió Moreau, gran general, al que dominaba otro gran genio. El compatriota de Du Guesclin marchó sobre Viena. A veinte y cinco leguas de aquella capital, concluyó la suspensión de armas de Steyer con el archiduque Carlos. Después de la batalla de Pozzolo, ocurrió el paso del Adige, del Mincio y del Brenta: el 9 de febrero de 1801, se celebró el tratado de paz de Luneville.
¡Y aun no hacia nueve meses que Napoleón estaba en las orillas del Nilo! Nueve meses le fueron suficientes para derrocar la revolución popular en Francia, y para hundir las monarquías absolutas en Europa.
No sé si es en esta época en donde debe colocarse una anécdota que se encuentra en algunas memorias familiares, y si merece la pena de ser referida: pero no le faltan historietas a César: la vida no es toda llana; encuéntranse algunas pendientes, y se sube o baja con frecuencia. Napoleón había admitido en su lecho en Milán, una italiana de diez y seis años, bella como el día: en medio de la noche la despidió, como pudiera haber arrojado por la ventana un ramillete de flores.
Otra vez, una de aquellas flores de primavera, se deslizó por el palacio en que habitaba, penetró en él a las tres de la mañana, y jugueteaba con la cabeza del león, este día más sufrido.
Estos placeres, lejos de ser amor, no tenían un verdadero poder sobre el hombre de la muerte. Hubiera incendiado a Persépolis por su propia cuenta, mas no por complacer a una cortesana. «Francisco I, dice Tavannes, ve los negocios cuando no tiene mujeres: Alejandro veía las mujeres cuando no tenía negocios.»
Las mujeres en general aborrecían a Bonaparte como madres; le amaban poco como mujeres, porque él no las quería: las trataba sin delicadeza, o no las buscaba más que por un momento: después de su caída, inspiró algunas pasiones de imaginación: en aquel tiempo, para el corazón de una mujer, la poesía de la fortuna es menos seductora que la desgracia: hay flores entre ruinas.
A imitación de los caballeros de San Luis, fue creada la legión de honor: con esta institución penetró un rayo de la antigua monarquía, y se puso un obstáculo a la nueva igualdad. La traslación de las cenizas de Turena a los Inválidos, hizo que se apreciase a Napoleón: la expedición del capitán Baudin llevó su fama alrededor del mundo: todo cuanto podía perjudicar al primer cónsul desapareció. Se deshizo de los conspiradores del 18 vendimiario, y se libró el 3 nivoso de la máquina infernal: Pitt se retira, Pablo muere y le sucede Alejandro: todavía no se descubría a Wellington. Pero la India se conmueve para quitarnos nuestra conquista del Nilo: el Egipto es atacado por el arrojo, mientras que el capitán bajá le invade por el Mediterráneo. Napoleón agitaba los imperios; y toda la tierra desconfiaba de el.
Paz de Amiens.— Rompimiento del tratado.— Bonaparte elevado al imperio.
Los preliminares de la paz, entre la Francia y la Inglaterra, acordados en Londres el 1° de octubre de 1801, se convirtieron en tratado de Amiens. El mundo napoleónico no tenía límites fijos, cambiaban con la subida o bajada de las mareas de nuestras victorias.
Por entonces fue cuando el primer cónsul nombró a Toussaint Louverture, gobernador vitalicio de Santo Domingo, e incorporó la isla de Elba a la Francia: pero Toussaint alevosamente arrebatado, debía morir en un castillo del Jura, y Bonaparte se apoderaba de una prisión en Porto Ferrajo para subvenir al imperio del mundo, cuando ya no le quedase más espacio.
El 6 de mayo de 1802, Napoleón fue elegido cónsul por diez años, y no tardó en serlo vitalicio. Se encontraba aun bastante descontento con la vasta dominación que la paz con la Inglaterra le había dejado. Sin hacer caso del tratado de Amiens, y sin pensar en las nuevas guerras en que su resolución iba a sumirle bajo pretexto de la no evacuación de Malta, reunió las provincias del Piamonte a los estados franceses, y las turbulencias ocurridas en Suiza la ocupó. La Inglaterra rompió con nosotros, del 13 al 30 de mayo de 1803, y el 22 del mismo mes apareció el incalificable decreto en que se mandaba prender a todos los ingleses que comerciaban o viajaban por Francia.
Bonaparte invadió el 3 de junio el electorado de Hannover: entonces cerraba yo en Roma los ojos de una mujer ignorada.
El 21 de marzo de 1804 se ejecutó la sentencia de muerte del duque de Enghien: ya la he referido: el mismo día se decretó el código civil o el Código Napoleón, para enseñarnos a respetar las leyes.
Cuarenta días después de la muerte del duque de Enghien, un miembro del Tribunado llamado Curée, presentó una moción el 30 de abril de 1804, para elevar a Napoleón al supremo poder, porque en la apariencia se había jurado la libertad, jamás ha salido un señor más brillante, de la proposición de un esclavo más oscuro.
El Senado conservador convirtió en decreto la proposición del Tribunado. Bonaparte no imitó ni a César ni a Cromwell, aceptó la corona. El 18 de mayo fue proclamado emperador en Saint-Cloud, en los salones de donde él mismo arrojo al pueblo, en el mismo sitio en que Enrique III fue asesinado, Enriqueta de Inglaterra envenenada, María Antonieta, recibida con demostraciones pasajeras de júbilo que la condujeron al cadalso, y de donde Carlos X partió para su último destierro.
Las felicitaciones hacen excederse. Mirabeau en 1790 había dicho: «Damos un nuevo ejemplo de esa ciega y movible inconsideración que nos ha conducido de edad en edad a todas las crisis que sucesivamente nos han afligido. Parece que no pueden abrirse nuestros ojos, y que hemos resuelto ser hasta la consumación de los siglos, niños insubordinados algunas veces y siempre esclavos.»
El plebiscito de 1º de diciembre de 1804, fue presentado a Napoleón, quien contestó: «Mis descendientes conservarán largo tiempo este trono.» Cuando se ven las ilusiones con que la Providencia rodea al poder no puede uno menos de consolarse por su corta duración.
Imperio.— Consagración.— Reino de Italia.
El 2 de diciembre de 1804 se efectuó la consagración y coronación del emperador, en Nuestra Señora de París. El papa pronunció esta oración: «Dios todopoderoso y eterno, que establecisteis a Hazael para gobernar la Siria, y a Jehu rey de Israel, manifestándoles vuestra voluntad por medio del profeta Elías; que habéis igualmente derramado la unción santa de los reyes sobre la cabeza de Saúl y de David, por ministerio del profeta Samuel, esparcid por mis manos los tesoros de vuestra gracia y de vuestras bendiciones sobre vuestro servidor Napoleón que a pesar de nuestra indignidad personal, consagramos esto día, emperador, en vuestro nombre.» Pío VII no siendo todavía más que obispo de Ímola, dijo en 1797: «Sí, amados hermanos míos, siati buoni cristiani e sarete ottimi democratici. Las virtudes morales hacen buenos demócratas. Los primeros cristianos se hallaban animados del espíritu de democracia: Dios favoreció los trabajos de Catón de Utica, y de los ilustres republicanos de Roma.» Quo turbine fortur vita hominum?
El 18 de marzo de 1805 el emperador declaró al senado que aceptaba la corona de hierro que habían venido a ofrecerle los colegios electorales de la república cisalpina. Era simultáneamente el instigador del voto y el objeto público de él. Poco a poco la Italia entera fue sujetándose a sus leyes: la agregó a su diadema, como en el siglo XVI los guerreros colocaban un diamante en su sombrero a manera de botón.
Invasión de la Alemania.— Austerlitz.— Tratado de Presburgo.— El Sanedrín.
La Europa herida quería poner un vendaje en la llaga: Austria se adhirió al tratado de Presburgo, concluido entre La Gran Bretaña y la Rusia. Alejandro y el rey de Prusia, tuvieron una entrevista en Postdam, lo cual dio motivo a las innobles burlas de Napoleón. Tramose la tercera coalición continental: las coaliciones renacían sin cesar en medio de la defección y del terror: Napoleón que se complacía en las tempestades, se aprovechó de esta.
Se lanzó desde la playa de Boloña en donde mandó formar una columna, y amenazaba a Albión con sus chalupas. Un ejército organizado por Davoust se trasladó como una nube a las orillas del Rin. El 1° de octubre de 1805 el emperador arengó a Sus ciento sesenta mil soldados. La rapidez de sus movimientos desconcertó a Austria. Combatió en Lech, en Werthingen y en Guntzbourg: el 17 de octubre se presentó Napoleón delante de Ulm: hace a Mack la intimación de que rinda las armas, y la obedece con sus treinta mil hombres: ríndese Múnich: se efectúa el paso del Inn, toma a Salzburgo y atraviesa el Traun, El 13 de noviembre Napoleón penetró en una de aquellas capitales que iba a visitar alternativamente: atravesó a Viena, y se dirigió al centro de la Moravia al encuentro de los rusos.
Por la izquierda, se insurrecciona la Bohemia, por la izquierda se sublevan los húngaros: el archiduque Carlos acude desde Italia. La Prusia, que había entrado clandestinamente en la coalición, y que aun no se había declarado, envió al ministro Haugwitz, portador de un ultimátum.
El 2 de diciembre de 1805 tuvo lugar la famosa jornada de Austerlitz. Los aliados aguardaban un tercer cuerpo ruso que solo se hallaba a ocho marchas de distancia. Kutozoff sostenía que no debía aventurarse una batalla, pero Napoleón con sus maniobras obligó a los rusos a aceptar el combate, y fueran derrotados. En menos de dos meses, los franceses que habían partido del mar del Norte, habían pulverizado al otro lado de Viena a las legiones de Catalina. El ministro de Prusia fue a felicitar a Napoleón a su cuartel general: «He aquí, le dijo el vencedor, un cumplimiento cuya dirección ha cambiado la fortuna.» Francisco II se presentó a su turno en el vivac del afortunado soldado. «Os recibo, le dijo Napoleón, en el único palacio que habito hace dos meses.— Sabéis sacar tan buen partido de esta habitación, respondió Francisco, que os debe ser agradable.» ¿Semejantes soberanos, pregunto, merecían el trabajo de ser destronados? Se concedió un armisticio. Los rusos se retiraron en tres columnas en el orden y marchas que, los prefijó Napoleón. Desde la batalla de Austerlitz Bonaparte no hizo más que cometer faltas.
El tratado de Presburgo se firmó el 26 de diciembre de 1805. Napoleón fabricó dos reyes: el elector de Baviera y el de Wurtemberg. Las repúblicas que había creado las devoraba para transformarlas en monarquías y en contradicción a este sistema: el 27 de diciembre de 1805, declaró en el palacio de Schömbrunn, que la dinastía de Nápoles había cesado de reinar, pero era para reemplazarla con la suya. A su voz los reyes entraban o saltaban por las ventanas: los designios de la Providencia parecía que manchaban a la par con los de Napoleón. Este, después de su victoria, mandó construir el puente de Austerlitz en París, y el cielo ordenó que Alejandro pasase por él
La guerra principiada en el Tirol, proseguía al mismo tiempo que en Moravia. En medio de las prosternaciones, cuando se encuentra un hombre denodado, se respira. Hofer el tirolés no capituló como su amo, pero su magnanimidad no movía a Napoleón: parecíale estupidez o locura. El emperador de Austria abandonó a Hofer. Cuando atravesé el lago de Garda, que inmortalizaron Catulo y Virgilio, se enseñó el sitio en donde fue fusilado el cazador: allí supe el valor que había desplegado el súbdito, y la cobardía del príncipe.
El príncipe Eugenio, el 14 de enero de 1806, casó con la hija del nuevo rey de Baviera. Los tronos iban a parar de todas partes en la familia de un soldado de la Córcega. El 20 de febrero, el emperador decretó la modificación de la iglesia de San Dionisio. Destinó las bóvedas recién construidas para panteón de los príncipes de su raza; y sin embargo, Napoleón no debía ser sepultado en él: el hombre abre la huesa y Dios dispone de ella.
Berg y Cleves fueron devueltos a Murat, y las Dos Sicilias a José. Un recuerdo de Carlomagno cruzó por la mente de Napoleón, y fue erigida la universidad.
La república bátava, obligada a tener príncipes, envió el 5 de julio de 1806 a suplicar a Napoleón se dignase concederla por rey a su hermano Luis.
La idea de la asociación de la Batavía a la Francia, por una unión más o menos disfrazada, no provenía más que de una codicia sin regla ni razón: era preferir una pequeña provincia que no producía más que queso, a las ventajas que resultarían de la alianza de un gran reino unido, aumentando sin provecho los temores y las rivalidades de la Europa: era confirmar a los ingleses la posesión de la India, obligándoles por su seguridad a guardar el cabo de Buena Esperanza y Ceylan, de que se habían apoderado cuando nuestra primera invasión de la Holanda. La escena de la concesión de las Provincias Unidas, al príncipe Luis, estaba ya preparada: en el palacio de las Tullerías se dio una segunda representación de Luis XIV, cuando hizo presentarse en el palacio de Versalles a su nieto Felipe V. Al día siguiente hubo un gran banquete en el salón de Diana. Uno de los hijos de la reina Hortensia entró, y Bonaparte le dijo: «Chacho, chacho, repítenos la fábula que has aprendido.» El niño comenzó al punto: Las ranas pidiendo rey, y continuó. Sentado detrás de la reciente reina de Holanda, Napoleón se entretenía, según una de sus familiaridades, en pincharla las orejas, lo cual no era en verdad de muy buena sociedad.
El 17 de julio de 1806, tuvo lugar el tratado de la confederación de los estados del Rin: catorce príncipes alemanes se separaron del imperio, y se unieron entre sí y con la Francia. Napoleón tomó el título de protector de aquella confederación.
El 20 de julio, firmada ya la paz de la Francia con la Rusia, Francisco II, a consecuencia de la confederación del Rin, renunció en 6 de agosto a la dignidad de emperador electivo de Alemania, y llegó a ser emperador hereditario de Austria. El Sacro Romano Imperio se desplomó. Este inmenso acontecimiento apenas fue notado; después de la revolución francesa todo era pequeño: después de la caída del trono de Clodoveo, apenas se oía el ruido que hacía al caer el trono germánico.
Al principio de nuestra revolución, la Alemania contaba una multitud de soberanos: las dos monarquías principales tendían a atraerse los diferentes poderes: el Austria, creada por el tiempo, y la Prusia por un hombre. Dos religiones dividían el país, y estaban basadas, bien o mal, en el tratado de Westfalia. La Alemania soñaba en la unidad política, pero la faltaba para llegar a conseguir la libertad, la educación política, como faltaba a la Italia para llegar al mismo objeto, la educación militar. La Alemania, con sus antiguas tradiciones, se asemejaba a esas basílicas con campanarios multiplicados, los cuales pecan contra las reglas del arte, pero que no por eso representan menos la majestad de la religión, y el poder de los siglos.
La confederación del Rin es una gran obra incompleta, que requería mucho tiempo, y un conocimiento especial de los derechos y de los intereses de los pueblos: degeneró súbitamente en el espíritu del que la había concebido, y de una combinación profunda, no quedó más que una máquina fiscal y militar. Bonaparte, en su primera mirada no veía ya más que soldados y dinero, el recaudador y el reclutador reemplazaban al gran hombre. Miguel Ángel de la política y de la guerra, ha dejado muchas obras llenas de imperfecciones.
Removedor de todo, Napoleón imaginó hacía aquella época, el gran Sanedrín: aquella asamblea no le adjudicó a Jerusalén, pero de consecuencia en consecuencia, ha hecho caer las riquezas del mundo, en las navetas de los judíos, y producido por eso una subversión fatal en la economía social.
El marqués de Laudercale reemplazó a Mr. Fox en París, en las negociaciones pendientes entre la Francia y la Inglaterra, conferencias diplomáticas que se redujeron a esta palabra del embajador inglés acerca de Mr. de Talleyrand: «Es un poco de cieno en una media de seda.»
Cuarta coalición.— Campaña de Prusia.— Decreto de Berlín. — Guerra en Polonia contra la Rusia.— Tilsit.— Proyecto de repartirse el dominio del mundo entre Napoleón y Alejandro.— Paz.
En el trascurso de 1806 se verifica la cuarta coalición; sale Napoleón de Saint-Cloud, llega a Maguncia y se apodera en Salzburgo de los almacenes del enemigo. El príncipe Fernando de Prusia, es mortalmente herido en Saalfeld. El 14 de octubre desaparece la Prusia en la doble batalla de Averstaedt y Jena: a mi regreso de Jerusalén ya no existía.
El boletín prusiano explica todo lo acaecido en estas pocas palabras: El ejército real ha sido batido. El rey y sus hermanos se han salvado. El duque de Brunswick, cuya proclama, en 1792, había conmovido la Francia, sobrevivió poco a sus heridas: complacíame en recordar que cuando pobre soldado marchaba yo a reunirme con los hermanos de Luis XVI, tuvo la deferencia de saludarme en el camino.
El príncipe de Orange, Moellendorf y muchos oficiales generales encerrados en Halle, obtienen el permiso de retirarse en virtud de capitulación de la plaza.
Moellendorf, anciano de más de ochenta años, que asistió a nuestros desastres de Rosback, y fue testigo de nuestros triunfos de Jena, había sido compañero de Federico, quien hace el elogio de él en su Historia contemporánea, del mismo modo que Mirabeau en sus Memorias secretas. El duque de Brunswick vio inmolar a D'Ajssas en Clostercamp y caer en Averstaedt a Fernando de Prusia, culpable tan solo de un generoso odio contra el matador del duque de Enghien. Las balas de nuestros dos imperios han alcanzado a esos campeones de las antiguas guerras de Hannover y de Silesia: las sombras impotentes del pasado no podían detener la marcha del porvenir; así que, asomaron entre las humaredas de nuestras antiguas tiendas, y desaparecieron entre las de nuestros modernos vivaques.
Erfurt capitula; Davoust se apodera de Leipsick; los pasajes del Elba son forzados; Spandau cede y Bonaparte aprisiona en Potsdam la espada de Federico. El 27 de octubre de 1806, el gran rey de Prusia oye al pie de sus abandonados palacios de Berlín un ruido de armas que le revela la presencia de los granaderos extranjeros: era que Napoleón había llegado. En tanto que él monumento de la filosofía se desplomaba en las orillas del Spree, visitaba yo en Jerusalén el imperecedero monumento de la religión.
Stettin y Custrim se rinden; alcánzase en Lubeck, una nueva victoria; la capital de la Wagria es tomada por asalto; Blucher, destinado por dos veces a penetrar en París, queda prisionero en nuestro poder. He aquí la historia de Holanda y de sus cuarenta y seis ciudades tomadas sucesivamente por Luis XIV en 1672.
El 27 de noviembre aparece el decreto de Berlín, relativo al sistema continental; decreto gigantesco que proscribía del mundo a la Inglaterra, y que estuvo próximo a llevarse a efecto: este decreto parecía una locura, siendo por el contrario una concepción inmensa. No obstante, si el bloqueo continental creó por una parte las manufacturas de la Francia, Alemania, Suiza e Italia, por otra extendió el comercio inglés sobre el resto del globo, disgustó a los gobiernos que nos eran aliados, operó una revolución en los intereses industriales, fomentó los odios, y contribuyó al rompimiento entre los gabinetes de las Tullerías y San Petersburgo. El bloqueo fue, pues, un acto dudoso que seguramente no hubiera emprendido Richelieu. Muy pronto fue recorrida la Silesia, del mismo modo que lo habían sido los estados de Federico. El 9 de octubre principió la guerra entre la Francia y la Prusia, y en diez y siete días nuestros soldados, semejantes a una bandada de aves de rapiña, habían salvado los desfiladeros de la Franconia, las aguas del Saale y del Elba, y el 6 de diciembre se encontraban al otro lado del Vístula. Desde el 29 de noviembre se hallaba Murat de guarnición en Varsovia, que habían evacuado los rusos llegados demasiado tardíos en acudir al socorro de los prusianos. El elector de Sajonia, transformado en rey napoleónico, accede a la confederación del Rin y se compromete a presentar en caso de guerra un contingente de veinte mil hombres.
En el invierno de 1807 se suspenden las hostilidades entre la Francia y la Rusia; pero estos dos imperios se habían puesto en contacto y se observaba ya una alteración en los destinos de uno y otro. Sin embargo, el astro esplendente de Bonaparte seguía elevándose a pesar de sus aberraciones. El 7 dé febrero de 1807 guardaba él en persona el campo de batalla de Eylau: de este lugar de desolación nos queda tan solo uno de los más bellos cuadros de Gros que representa aquella espantosa carnicería, adornado con una cabeza idealizada de Napoleón. Después de cincuenta y un días de bloqueo, Dantzick abre sus puertas al mariscal Lefebre, quien durante el sitio no había cesado de decir a los artilleros: «Yo de nada entiendo, pero abridme una brecha, por pequeña que sea, y veréis como paso:» en compensación el antiguo sargento de la Guardia francesa obtuvo el título de duque de Dantzick.
El 14 de junio de 1807 costó Friendland a los rusos diez y siete mil hombres entre muertos y heridos, igual número de prisioneros, y setenta cañones; no obstante, pagamos bien cara esta victoria; habíamos cambiado de enemigo, y no conseguimos nuevos triunfos sin que la sangre francesa se derramase en abundancia. Koenigsberg cayó en nuestro poder, y se firmó en Tilsit un armisticio.
En un pabellón colocado sobre una almadía, tuvo lugar la entrevista de Alejandro con Napoleón, llevando el primero tras de sí al rey de Prusia, a quien casi no se percibía. Los destinos del mundo flotaban en aquel momento sobre el Niemen, donde debían fijarse más adelante. En Tilsit se ocupaban de un tratado secreto compuesto de diez artículos, con arreglo a los cuales la Turquía europea seria devuelta a la Rusia, conservando esta todas las conquistas que los ejércitos moscovitas hiciesen en el Asia. En cuanto a Bonaparte, se hacía dueño de España y Portugal, reunía Roma y sus estados al reino de Italia, pasaba al África, se apoderaba de Túnez y de Argel, ocupaba a Malta e invadía al Egipto, cerrando el Mediterráneo a todas las embarcaciones que no fuesen francesas, rusas, españolas o italianas. He aquí los pensamientos sin fin que bullían en la mente de Napoleón, sin contar con un proyecto de invasión por tierra en la India, que había ya sido concertado entre éste y Pablo I en el año de 1800.
El tratado de paz quedó definitivamente concluido el 7 de julio. La reina de Prusia, que habitaba en una casita edificada sobre la margen derecha del Niemen, fue invitada dos veces para asistir a los festines de los emperadores, pero lo rehusó tenazmente, y por otra parte Napoleón, que se había atraído desde un principio el odio de aquella señora, nada quiso conceder por su intercesión. Respetáronse en este tratado los derechos de la antigua injusticia; todo lo que procedía de la violencia era sagrado. La Silesia, injustamente invadida en otro tiempo por Federico, fue devuelta a la Prusia; una parte del territorio polaco pasó a constituir parte de Sajonia; Dantzick quedó restablecida en su independencia, contando por nada las víctimas inmoladas en sus calles y fortificaciones. ¡Ridículos e inútiles son a veces los sacrificios que se ofrecen en las aras de Marte! Alejandro reconoció la confederación del Rin y a los tres hermanos de Napoleón, José, Luis, y Gerónimo; por reyes de Nápoles, de Holanda y de Westfalia.
Guerra de España.— Erfurt.— Aparición de Wellington.
La fatalidad con que Bonaparte amenazaba a los reyes, se reveló también contra el colono del siglo; casi simultáneamente ataca a la Rusia, España y Roma, y esta triple empresa labró su ruina. En el Congreso de Verona, cuya publicación ha precedido a la de estas Memorias, se ha visto ya la historia de la invasión de España. El 29 de octubre de 1807, sé firmó el tratado de Fontainebleau. Junot, a su llegada a Portugal, declaró que según el protocolo adoptado y con arreglo a un decreto de Bonaparte, la casa de Braganza había cesado de reinar; pero el destino no acató esta decisión, pues aun en la actualidad la misma dinastía se halla en el trono. Aun se ignoraba en Lisboa lo que pasaba, y Juan II no tenía más noticia de este decreto, que la que le suministró un número del Monitor, llegado casualmente a sus manos, cuando ya el ejército francés se hallaba a tres jornadas de la capital de Lusitania, no quedando, por consiguiente a la corte otro recurso que buscar un asilo en esos mares que mecieron las naves de Gama, y escucharon los cánticos de Camoens.
Al mismo tiempo que por su desgracia llegaba Napoleón al Norte de la Rusia, se levantaba el velo por la parte del Mediodía, dejando ver nuevas regiones y nuevas escenas. Descubríase el sol de Andalucía, las palmeras del Guadalquivir, que nuestros granaderos saludaron con el estruendo de sus armas, los combates de toros sobre la arena; guerrilleros medio desnudos esparcidos por las montañas, y monjes orando en sus claustros.
El espíritu de la guerra cambió con la invasión de España. Napoleón se halló en contacto con la Inglaterra, y la enseñó el arte de guerrear. Esta, que como el genio funesto de Napoleón le perseguía en todas partes, destruyó su flota en Abukir, le detuvo en San Juan de Acre, apreso sus últimos bajeles en Trafalgar, le obligó a evacuar la Iberia, apoderándose al mismo tiempo del Mediodía de la Francia hasta el Garona, le esperó en Waterloo, y conserva aun su féretro en Santa Elena, del mismo modo que su cuna, de que se apoderó en Córcega.
Por el tratado de Bayona, que se celebró el 5 de mayo de 1808, cede Carlos IV todos sus derechos en favor de Napoleón. El rapto de la España hizo de Napoleón un príncipe de Italia semejante a Maquiavelo, salvo la enormidad del robo. La ocupación de la Península disminuyó sus fuerzas contra la Rusia, de la que ostensiblemente era aun amigo y aliado, aunque la odiaba en el fondo de su corazón. En una proclama dirigida a los españoles, se expresaba Napoleón en estos términos: «Vuestra nación perecía; he visto vuestros males y voy a curarlos. Quiero que vuestra posteridad conserve de mí un grato recuerdo y que diga: fue el regenerador de nuestra patria. Con efecto, ha sido el regenerador de España; pero al pronunciar estas palabras, no comprendía bien su sentido. Un catecismo compuesto por los españoles, en aquella época, explica el verdadero sentido de la profecía:
Di, niño, ¿qué eres?— Español por la gracia de Dios.— ¿Quién es el enemigo de nuestra felicidad?— El emperador de los franceses.— ¿Quién es ese?— Un perverso.— ¿Cuántas naturalezas tiene?— Dos, una humana y otra diabólica.— ¿De quién se deriva Napoleón?— Del pecado.— ¿Qué suplicio merece el español que falta a sus deberes?— La muerte y la infamia de los traidores.— ¿Qué son los franceses?— Antiguos cristianos convertidos en herejes.
Bonaparte, después de su caída, ha condenado en términos inequívocos su empresa de España. «Yo conduje muy mal, dice, todo este negocio: la inmoralidad debió sin duda de hacerse demasiado patente, y la injusticia demasiado cínica, quedando mis hechos envilecidos a causa de la derrota que sufrí, porque el atentado solo se presenta en su vergonzosa desnudez, privado de todo lo grandioso y de los inmensos beneficios que me proponía hacer. Con todo, si yo hubiese llevado a cabo mi plan, la posteridad lo hubiese ensalzado, y tal vez con razón, atendidos sus grandes y felices resultados. Esta combinación me ha perdido; a perdido mi moralidad en Europa y abierto un campo de instrucción a los soldados ingleses. Esa aciaga guerra de España ha sido una verdadera plaga, y la causa primordial de las desgracias de la Francia.»
Esta confesión (sirviéndonos de la frase misma de Napoleón), es demasiado cínica; pero no nos hagamos ilusiones; al acusarse de este modo Bonaparte, se ha llevado el objeto de entregar al olvido cargado de maldiciones, un atentado emisario, a fin de atraer la admiración sin obstáculo alguno sobre todas sus demás acciones.
Perdida la batalla de Bailen, los gabinetes de Europa, asombrados del triunfo de los españoles, se avergonzaron de su pusilanimidad. En el momento que el sol desciende a su ocaso, aparece Wellington por primera vez en el horizonte: un ejército inglés desembarca el 31 de julio de 1808 cerca de Lisboa, y el 30 de agosto las tropas francesas evacúan la Lusitania. Soult tenía en su cartera proclamas en que se daba el título de Nicolás I, rey de Portugal. Napoleón hizo regresar de Madrid al gran duque de Berg, y pareciéndose conveniente operar una trasmutación entre José, su hermano, y su cuñado Joaquín, tomó la corona de Nápoles de la cabeza del primero, la coloca sobre la del segundo, y con un solo golpe de su mano, ciñó la regia insignia en la frente de estos dos nuevos reyes, que se marcharon cada uno por su lado con igual satisfacción que dos reclutas que acaban de cambiar sus respectivos morriones.
El 22 de setiembre dio Bonaparte en Erfurt una de las últimas representaciones de su gloria. Creía haberse burlado de Alejandro y engreídle con sus elogios. Cierto general escribía: «Acabamos de hacer tragar un vaso de opio al zar, y en tanto que duerme, iremos a ocuparnos de otro asunto.»
Un cobertizo había sido convertido en teatro; delante de la orquesta se hallaban colocadas dos ricas butacas destinadas a los dos potentados; a derecha e izquierda se veían sillas lapizadas, guarnecidas para los monarcas, tras de las cuales estaban colocadas las banquetas para los príncipes. Talma, rey de la escena, representaba ante un auditorio de testas coronadas. Al pronunciar el verso
«L'amitie d‘un grand homme est un bien faif des dieux.»
Alejandro apretó la mano a su gran amigo, y se inclinó diciéndole: «Jamás como ahora lo he conocido.» Alejandro era entonces un necio a los ojos de Bonaparte, quien se reía de él; más cuando le llegó a creer un malvado, le admiró. «Es mi griego del bajo imperio, decía, y se debe desconfiar de él.» Napoleón en Erfurt afectaba la descarada falsedad de un soldado vencedor, y Alejandro disimulaba como un príncipe vencido; la astucia luchaba contra la mentira; la política de Oriente y la de Occidente conservaban sus respectivos caracteres.
Londres eludía las propuestas de paz que se le hicieron, y el gabinete de Viena se preparaba embozadamente para la guerra. Entregado nuevamente Bonaparte a sus planes, hizo el 26 de octubre, la siguiente manifestación al cuerpo legislativo. «El emperador de Rusia y yo hemos tenido una entrevista en Erfurt: nos hallamos de acuerdo e invariablemente unidos tanto para la paz como para la guerra.» Y añadió: «Cuando yo aparezca al otro lado de los Pirineos, el Leopardo espantado buscará un refugio en el Océano para evitar la vergüenza, la derrota o la muerte» y a pesar de esto, el Leopardo se presentó al lado de acá de los Pirineos.
Napoleón, que siempre creía lo que deseaba, pensó someter a la España en cuatro meses, del mismo modo que después aconteció a la legitimidad, y revolved luego sobre la Rusia: consecuente a este proyecto, retiró ochenta mil veteranos que tenía en Sajonia, Polonia y Prusia, y marchó con ellos a España. A su llegada a Madrid habló a la diputación de esta villa, del siguiente modo: «No hay obstáculo alguno capar de retardar por más tiempo la ejecución de mi voluntad; los Borbones no pueden ya reinar en Europa, ni es posible que exista en el continente potencia alguna que reciba socorros de la Inglaterra.»
Hace treinta y dos años que se pronunció este oráculo, más la toma de Zaragoza el 21 de febrero de 1809, anunció desde luego la libertad del universo.
Inútil fue todo el valor de los franceses; armáronse las selvas, y hasta los matorrales se convirtieron en enemigos. De nada servían las represalias en un país en que estas son naturales. La derrota de Bailen, la defensa de Gerona y de Ciudad-Rodrigo, anunciaron la resurrección de un pueblo. La Romana, desde el fondo del Báltico, conduce a España sus regimientos, como en otro tiempo los francos escapados del Mar Negro, desembarcaron triunfantes en las bocas del Rin. Vencedores de los mejores soldados del mundo, vertíamos la sangre de los frailes con esa rabia impía que habían legado a la Francia la sarcástica pluma de Voltaire y la atea demencia del Terror. Las milicias del claustro fueron, sin embargo, las que pusieron un término a los progresos de nuestras tropas. No creyeron estas encontrar aquellos hombres envueltos en sus hábitos, que encaramados como dragones de fuego sobre los abrasados maderos de Zaragoza, cargaban entre las llamas del incendio sus escopetas al son de las bandurrias, al canto de las boleras y al réquiem del oficio de difuntos. Las ruinas de Santo debieron aplaudir tanta heroicidad.
No obstante, el secreto de los palacios moriscos, convertidos en basílicas cristianas, fue penetrado; las iglesias saqueadas perdieron las obras maestras de los Velázquez y Murillos, y hasta una parte de los huesos de Rodrigo de Vivar desaparecieron. Estaban tan ebrios de gloria, que no temieron escarnecer los restos del Cid, del mismo modo que no habían temido irritar la sombra de Condé.
Cuando al abandonar las ruinas de Cartago atravesé la España antes de la invasión de los franceses, la encontré protegida aun por sus antiguas costumbres. El monasterio del Escorial, asilo de cenobitas, edificado por Felipe II en memoria de uno de nuestros desastres, me demostró en su conjunto la severidad de Castilla. Este monumento, cuya forma es la de una parrilla, instrumento de martirio cuando la persecución de los cristianos, se eleva sobre un terreno concreto entre dos montañas negras. En él se encierra el panteón de los reyes, con sus tumbas vacías unas, y llenas otras; una biblioteca en que las arañas hablan tejido sus telas, y las obras maestras de Rafael enmoheciéndose en una desierta sacristía. Sus mil ciento cuarenta ventanas con los cristales rotos en su mayor parte, habíanse practicado entre los espacios mudos que median desde el cielo a la tierra, la corte y los cenobitas reunidos allí en otro tiempo, representaban el siglo y el cansancio del siglo.
Inmediato a este imponente edificio de aspecto inquisitorial, se encuentra un parque sembrado de retamas, y una población cuyos hogares ennegrecidos con el humo, revelan el paso de las generaciones. Aquel Versalles del desierto no está poblado sino durante la estancia intermitente de los reyes. Allí he visto posarse continuamente en sus tejados los tordos y las alondras. Nada más imponente que esas arquitecturas santas y sombrías, de invencibles creencias, de elevado aspecto y de taciturna experiencia. Una fuerza irresistible detenía mis miradas sobre las sagradas pilastras, verdaderos ermitaños de piedra, que parecen servir de base a la religión.
¡Adiós monasterios, sobre los que dirigí una mirada en los valles de Sierra Nevada, y en las playas de Murcia! Allí, al toque de una campana, que pronto dejará de sonar bajo sus arcos ruinosos; entre las ermitas sin anacoretas, entre los sepulcros sin voz, y los muertos sin manes; allí en aquellos vacíos refectorios, en aquellos claustros abandonados en que Bruno dejó su soledad, Francisco sus sandalias, Domingo su antorcha, Carlos su corona, Ignacio su espada y Rancé su cilicio; en el altar de una fe que se va extinguiendo, acostumbrábase a despreciar el tiempo y la vida; y si algún resto de las pasiones agitaba aun el corazón, vuestra soledad les prestaba cierta cosa que armonizaba perfectamente con la vanidad de los sueños.
A través de esas fúnebres construcciones veíase cruzar la enlutad asombra de un hombre: era la sombra de Felipe II, su inventor.
Pío VII.— Reunión los estados romanos a la Francia.
Napoleón había entrado en la órbita de lo que los astrólogos llaman el planeta travesero: la misma política que le obligaba a arrojarse sobre la España que le rendía vasallaje, hacíale tener en agitación a la Italia que le estaba sometida. ¿Qué ventajas le reportaban los abusos cometidos con el clero? El soberano pontífice, los obispos, los sacerdotes, el mismo catecismo ¿no tributaban cumplidas elogios a su poder? ¿No predicaban la obediencia suficientemente? Los débiles estados romanos, desmembrados en gran parte ¿podían servirle de obstáculo? ¿No disponía de ellos a su antojo? Roma misma ¿no había sido despojada de sus obras maestras y de sus tesoros? Únicamente le quedaban sus ruinas.
¿Y era ente el poder moral y religioso que le hacia sombra a Nápoles? ¿Y persiguiendo al pontificado, no aumentaba su poder? Sumiso como le estaba el sucesor de San Pedro ¿no le era más útil caminando de común acuerdo que si se viese obligado a defenderse contra el opresor? ¿Qué impelía, pues, a Bonaparte? La malignidad de su carácter, su imposibilidad de permanecer en reposo; jugador sempiterno, cuando no ponía la suerte de los imperios a una carta, ponía a uno de sus caprichos.
Es probable que en el fondo de estos malos procederes hubiese cierta ambición de mandar, ciertos recuerdos históricos concebidos como por ensalmo e incapaces de acomodarse a las exigencias del siglo. Toda autoridad (aun la del tiempo y de la fe) que no estuviese reunida en su persona parecía al emperador una usurpación. La Rusia y la Inglaterra imitaban su sed de preponderancia; la una por su autocracia, la otra por su supremacía espiritual. Recordaba el tiempo en que la silla pontificia estaba en Aviñón, cuando a Francia encerraba dentro de sus límites al corifeo de la dominación religiosa: un papa que percibiese su haber de los fondos públicos hubiera llenado completamente sus deseos. Desconocía que persiguiendo a Pío VII, que haciéndose culpable de una ingratitud infructuosa perdía la ventaja de pasar por el restaurador de la religión ante los pueblos católicos: ganaba en su sórdida avaricia el último vestido del caduco sacerdote que lo había coronado, y el alto honor de constituirse en carcelero de un viejo moribundo. Finalmente, le era necesario a Napoleón un departamento del Tíber; imaginaba que éste no se conquistaba completamente sino apoderándose de la ciudad eterna: Roma es siempre el gran botín del universo.
Pío VIl había consagrado a Napoleón. Cuando estuvo dispuesto para volver a Roma se le indicó que podría ser retenido en París: «Todo lo había previsto, respondió el pontífice; antes de salir de Italia firmé una abdicación en forma, que obra en manos del cardenal Pignatelli, en Palermo, fuera de los alcances del poder francés. En lugar de un papa solo quedará en vuestro poder un monje llamado Bernabé Chiaramonte.»
El primer pretexto de queja por parte del pendenciero emperador, fue el permiso de venir a Roma concedido por el papa a los ingleses, como lo había efectuado respecto a otros extranjeros con quienes estaba en paz. Habiendo Gerónimo Bonaparte contraído esponsales con Mme. Paterson en los Estados Unidos, Napoleón desaprobó este enlace: Mme. Paterson Bonaparte en días de parir, no pudo desembarcar en Francia y se vio obligada a verificarlo en Inglaterra. Este fue un nuevo pretexto de disgusto por parte del emperador. Este exige que se anule en Roma el matrimonio, y Pió VII lo rehúsa por no encontrar en él ningún motivo de nulidad, a pesar de haberse efectuado entre un católico y una protestante. ¿Quién hubiera defendido los derechos de la justicia, de la libertad y de la religión entre el papa y el emperador? Este último exclamó: «Veo que en el siglo en que vivimos es un sacerdote más poderoso que yo; él reina sobre lo espiritual, mientras yo solo reino sobre la materia; los sacerdotes son pastores de las almas y solo dejan a mi cuidado los cadáveres.» Si se prescinde de la mala fe de Napoleón en tal correspondencia habida entre estos dos hombres, el uno de pie sobre ruinas recientes, el otro sentado sobre viejas ruinas, se echará de ver un fondo extraordinario de grandeza.
Una carta fechada en Benavente de España, teatro de la destrucción, viene a mezclar lo cómico con lo trágico, trasladándonos al parecerá la representación de un drama de Shakespeare: el señor del mundo, ordena a su ministro de Negocios extranjeros que escriba a Roma declarando al papa, que no aceptará los cirios de la Candelaria; que el rey de España, José, tampoco los quiere, y que los de Nápoles y Holanda; Joaquín y Luis, también rehusarán admitirlos.
El cónsul de Francia recibió orden de decir a Pío VIl: «Que ni la púrpura, ni el poder dan más prestigio a las ceremonias religiosas (¡la púrpura y el poder de un anciano prisionero!) que los papas están sujetos a condenarse lo mismo que los simples sacerdotes, y que un cirio bendito por uno de estos puede ser una cosa tan santa, como el que lo estuviese por un papa.» Ultrajes miserables y dignos de una filosofía de club.
Posteriormente, habiendo Bonaparte hecho una correría de Madrid a Viena, tomó de nuevo su papel de exterminador, y por un decreto datado en 17 de mayo de 1809, reunió los estados de la Iglesia al imperio francés, declaró a Roma ciudad imperial libre, y nombró una consulta para tomar posesión de ella.
El papa, aunque desposeído, se resistía aun en el Quirinal; era obedecido todavía por algunas autoridades adictas y por los suizos de su guardia; pero esto era demasiado: se necesitaba un pretexto para cometer la última violencia, y se mostró en un incidente ridículo, si bien ofrecía una prueba inequívoca de afecto. Los pescadores del Tíber habían cogido un esturión y lo quisieron ofrecer a su actual San Pedro aprisionado. De repente los agentes franceses gritan ¡al arma! y desaparecieron los restos del gobierno pontificio.
El estampido del cañón del castillo de San Angelo anuncia la extinción de la soberanía temporal del pontífice, y su bandera humillada es reemplazada por la tricolor, que en todo el mundo anuncia gloria y ruinas. Roma había visto pasar otras muchas tormentas que no han hecho sino llevarse el polvo ensuciaba su cabeza venerable.
Protesta del soberano pontífice. — Este es deportado de Roma.
El cardonal Pacca, uno de los sucesores de Consalvi, que se había retirado, corrió al lado de su santidad. Al verse, exclamaron a la par: ¡Consumatum est! Tiberio Pacca, sobrino del cardenal, trae un ejemplar impreso del decreto de Napoleón: tómalo el cardenal, acércase a una ventana, cuyos postigos cerrados solo dan paso a una claridad incierta, y quiere leer su contenido, lo que a duras penas puede conseguir, al ver a corta distancia a su infortunado soberano y al oír los cañonazos que anuncian el triunfo imperial. En la oscuridad del palacio romano, dos viejos aislados sacando fuerzas de su propia senectud, luchaban contra un poder que destruía, al mundo entero. Cuando estamos próximos a morir somos invencibles.
El papa, entonces, firmó una protesta solemne; pero antes de sellar la bula de excomunión, preparada con mucha anterioridad, interrogó al cardenal Pacca: «¿Qué haríais vos? le dijo.— Levantad los ojos al cielo, replicó el consejero, y después dad vuestras ordenes; lo que vuestros labios pronuncien será la voluntad del cielo.» El papa alzó los ojos, firmó y exclamó: «Dese curso a la bula.»
Megacci fijó los primeros carteles de la bula a las puertas de las tres basílicas de San Pedro, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Los carteles fueron arrancados, y remitido uno de ellos al emperador por el general Miollis.
Si alguna cosa podía dar a la excomunión parte de su antiguo prestigio era ciertamente la virtud de Pío VII. Entre nuestros mayores el rayo que estallaba de una atmósfera tranquila era tenido por más terrible; pero la bula conservaba todavía un rasgo de debilidad; aun cuando Napoleón se hallaba comprendido entre los expoliadores de la iglesia, no estaba nombrado expresamente. El tiempo infundía temores; los pusilánimes tranquilizaron su conciencia con la desaparición de este entredicho nominal. Debía combatirse estrepitosamente; devolver rayo por rayo, y, una vez que no se había tomado la defensiva, impedir el culto, cerrar las puertas de los templos, poner las iglesias en entredicho, ordenar a los sacerdotes que no administrasen los sacramentos. Fuese o no el siglo a propósito para esta atrevida empresa, hubiera sido útil intentarla: Gregorio VII no hubiera dejado de hacer la prueba. Si por un lado no había la fe necesaria para sostener, una excomunión, no la había por el otro tan suficiente para que Bonaparte, aceptando el papel de Enrique VIII, se hiciese jefe de una iglesia aparte. El emperador, por la excomunión completa, se hubiera encontrado en circunstancias difíciles e intrincadas, pues que la violencia puede cerrar las iglesias, pero no abrirlas; no hay medios para forzar a un pueblo a rezar, ni para obligar a un sacerdote a celebrar. Jamás en la partida se ha jugado el resto contra Napoleón, cual pudiera haberse verificado.
Un sacerdote de setenta y un años y sin un soldado siquiera, tenía en alarma al imperio. Murat despachó setecientos napolitanos a Miollis, el inaugurador de la fiesta de Virgilio en Mantua. Radet, general de gendarmes, que a la sazón estaba en Roma, fue el encargado de deportar al papa y al cardenal Pacca. Tomáronse precauciones militares, comunicáronse las órdenes con el mayor sigilo y precisión, como en la noche de San Bartolomé: luego que hubiese trascurrido hora y media del reloj del palacio Quirinal, Celebrando Gregorio VII la noche de Navidad el oficio de la misa en Santa María la Mayor, fue arrastrado del altar, herido en la cabeza, despojado de sus ornamentos y conducido a una torre de orden del prefecto Cencio. El pueblo se alarmó. Cencio aterrado, cayó a los pies de su cautivo; el pontífice apaciguó el tumulto, fue de nuevo conducido a Santa María la Mayor y concluyó el oficio.
Nogaret y Colonne penetraron en la noche del 8 de setiembre de 1303, en Agnani; violaron la morada de Bonifacio VIII, que los esperaba vestido de pontifical, ceñida la tiara y con las manos armadas de las llaves y la cruz. Colonne le hirió en el rostro, y Bonifacio murió de rabia y de dolor.
Pío VII, humilde con dignidad, no manifestó la misma audacia humana, ni el mismo orgullo mundanal: tenía ejemplares más cercanos; sus padecimientos se parecían a los de Pío VI. Dos pontífices de un mismo nombre, sucesor el uno del otro, han sido víctimas de nuestras revoluciones; ambos fueron arrastrados a Francia por la vía dolorosa; el uno de edad de ochenta y dos años, vino a expirar en Valenza; el otro, septuagenario, sufrió la cautividad en Fontainebleau. Parecía que Pío VII era la sombra de Pío VI que volvía a pasar por el mismo camino.
Cuando llegó Pacca vestido de cardenal, encontró ya a su augusto señor en poder de los esbirros y gendarmes, que le obligaban a bajar las escaleras por encima de los escombros de las puertas que habían sido derribadas. Pío VI, forzado a salir del Vaticano el 20 de febrero de 1800, tres horas antes de salir el sol, abandonó aquel receptáculo de obras maestras, que parecía lamentar su partida, y salió de Roma por la puerta Angélica al murmullo de las fuentes de la plaza de San Pedro. Pío VII, sacado del Quirinal el 16 de julio al rayar el alba, salió por la Puerta Pía, y dio vuelta a la muralla hasta la del Popolo. Esta misma Puerta Pía, en la que tantas veces me he paseado solo, fue por la que Alarico entró en Roma. Siguiendo la ronda por donde Pío VII había pasado, únicamente divisaba por el lado de la villa Borghese el retiro de Rafael, y por el del Monte Pincio los asilos de Claudio de Lorena y del Pousino; maravillosos recuerdos de la belleza de las mujeres y del brillo de Roma; recuerdos del genio de las artes protegido por el poder pontificio, y que podían acompañar y consolar a un príncipe cautivo y despojado de su dignidad soberana
Cuando Pío VII salió de Roma, llevaba en su faltriquera un papetto de veinte y dos sueldos, como si fuese un simple soldado con cinco sueldos de etapa: pero ¿qué mucho si había restaurado el Vaticano? Mientras se ejecutaban estas hazañas de Radet, si es lícita la expresión, tenía Bonaparte los reinos a patadas! ¿Qué le ha quedado de todo esto? Radet imprimió la relación de sus hazañas, e hizo pintarlas en un cuadro que ha legado a su familia; ¡hasta tal punto se han confundido entre los hombres las nociones de la justicia y del honor!
El papa había encontrado en el patio del Quirinal a los napolitanos, sus opresores; y los bendijo, así como a su ciudad. Esta bendición apostólica, mezclada en todos los actos, tanta en la prosperidad como en la adversidad, da un carácter particular a las vicisitudes de estos reyes-pontífices, que en nada se asemejan a los demás reyes.
Fuera de la puerta del Popolo le aguardaba una silla de posta. Las persianas del coche a que subió Pío VII estaban clavadas por el lado en que se sentó. Apenas entró el papa cuando Radet cerró las portezuelas con dos vueltas de llave, la que guardó en su bolsillo. Este jefe de los gendarmes debía acompañar al Santo Padre hasta Chartreusa de Florencia.
En Monterosi lloraban algunas mujeres en los umbrales de las puertas, y el general suplicó al Santo Padre que corriese las cortinas del coche para que no le viesen. Hacía un calor sofocante. Por la tarde pidió su santidad de beber: el oficial aposentador Cardigny, llenó una botella de agua, no muy cristalina, que corría por el camino, y Pío VII la bebió con gran placer. En la montaña de Radicofani bajó el papa a un pobre mesón: sus hábitos estaban empapados en sudor y no tenía con que remudarlos. Pacca ayudó a la criada a hacer la cama de su santidad. Por la mañana se encontró algunos paisanos, y les dijo: «Orad y esperad.» Atravesaron a Sena, y al entrar en Florencia se rompió una de las ruedas del carruaje: conmovido el pueblo exclamó: ¡Oh, Santo Padre! ¡Santo Padre! Sacaron al papa por una portezuela del coche derribado: unos se prosternaban delante de él y otros tocaban sus vestidos con la veneración que el pueblo de Jerusalén la túnica de Jesucristo,
Al fin pudo ponerse de nuevo en camino para la Chartreusa, en cuya soledad heredó la cama que diez años antes había ocupado Pío VI, cuando oprimido en el coche por dos palafreneros, exhalaba dolorosos gemidos. La Chartreusa está situada en la Vallombrosa; por una cadena de pinares se llega a las Camaldulas, y desde allí de roca en roca a aquella cima del Apenino que domina los dos mares. Una orden repentina obligó a Pío VII a emprender de nuevo la marcha con dirección a Alejandría, sin darle más tiempo que para pedir un breviario al prior y obligando a Pacca a separarse de él.
De la Chartreusa a Alejandría corrían de todas partes las gentes en tropel arrojando flores al cautivo, presentándole agua, ofreciéndole frutos; las gentes de la campiña querían ponerlo en libertad, y le interrogaban ¿Vuole? Dioa.» Un ladrón piadoso le robó un alfiler, reliquia que debía abrir las puertas del cielo al fanático escamoteador.
A tres millas de Génova encontró el papa una litera que lo condujo a la orilla del mar; un falucho lo llevó al otro lado de la ciudad a San Pedro de Arena.
Por el camino de Alejandría y Mondovi ganó Pío VII el territorio francés, en cuyo primer pueblo fue acogido con una efusión de ternura religiosa, que le hizo exclamar: «¿Podrá el Señor ordenarnos que nos manifestemos insensibles a estas muestras de afecto?»
Los españoles que habían caído prisioneros en Zaragoza estaban detenidos en Grenoble, los que, como aquellas colonias de europeos olvidadas sobre algunas montañas de las Indias, cantaban de parte de noche, haciendo resonar en estos climas extranjeros los aires favoritos de su patria. De repente bájase el papa: parecía haber oído estas voces cristianas. Los cánticos vuelan delante de la nueva víctima de la opresión, caen de rodillas; Pío VII echa casi todo su cuerpo fuera de la portezuela, y extiende sus macilentas y temblorosas manos sobre estos guerreros que habían defendido la libertad de España con la espada, como él la de Italia escudado con la fe: las dos espadas se cruzan sobre cabezas heroicas.
De Grenoble llegó a Valenza. Allí había expirado Pío VI; allí exclamó cuando lo enseñaron al pueblo: «¡Ecce homo!» allí se separó de Pío VII; el difunto, a quien la muerte salió al encuentro, bajó allí a la tumba haciendo cesar la doble aparición, porque hasta allí parecía ver dos papas caminando reunidos, como la sombra acompaña et cuerpo. Pío VII llevaba el anillo que Pío VI tenía cuando expiró, señal de que con él había aceptado las miserias y destino de su predecesor.
A dos leguas de Comana se hospedó San Crisóstomo en los establecimientos de San Basilisco; este mártir se le apareció durante la noche, y le dijo: «Valor, hermano Juan, mañana nos reuniremos.» Juan replicó: «Dios sé loado por todo.» Se tendió en el suelo y murió.
En Valenza emprendió Bonaparte el camino desde el que se lanzó sobre Roma. No se dio tiempo a Pío VII para visitar las cenizas de su antecesor, obligándole a marchar precipitadamente a Aviñón: esto era introducirlo en la pequeña Roma; en los subterráneos del palacio pudo observar las gélidas sombras de otra línea de pontífices, y oír la voz del antiguo poeta coronado que llamaba al Capitolio a los sucesores de San Pedro.
Conducido al acaso entró en los Alpes Marítimos; quiso atravesar pie a tierra el puente del Var, y encontró la población dividida por orden de profesiones; los sacerdotes con sus ropas talares y diez mil personas de rodillas en un profundo silencio. La reina de Etruria, de rodillas también con sus hijos, aguardaba al Santo Padre a la extremidad del puente. En Niza estaban las calles sembradas de flores. El comandante que conducía al papa a Savona, tomó por la noche un camino poco frecuentado por los bosques; con la mayor admiración se encontró en medio de una iluminación solitaria; de cada árbol pendía una luz. Toda la cumbre a lo largo del mar estaba igualmente iluminada; las embarcaciones desde lejos alcanzaron a ver estos faros que el respeto, la ternura y la piedad encendieran por el naufragio del monje cautivo. ¿Volvió así de Moscú Napoleón? ¿Era precedido del catálogo de sus beneficios y de la bendición de los pueblos?
Durante este largo viaje, se había ganado la batalla de Wagram y se había diferido el casamiento de Napoleón con María Luisa.
Trece de los cardenales remitidos a París fueron desterrados, la consulta romana formada por la Francia había pronunciado de nuevo la incorporación de la Santa Sede al imperio.
El papa arrestado en Savona, fatigado y rodeado por los secuaces de Napoleón, expidió un breve, del que fue principal autor el cardenal Roverella, y por el que se permitía enviar bulas de confirmación a varios obispos presentados. El emperador no esperaba tanta complacencia por parte del pontífice, y sin embargo, no aceptó el breve, por no contraer la obligación de ponerlo en libertad. En un rapto de cólera había dado orden de que los cardenales de la oposición se despojasen de la púrpura y algunos fueron encerrados en Vincennes.
El prefecto de Niza escribió a Pío VII, en estos términos: «Que le estaba prohibido seguir en comunicación con ninguna iglesia del imperio, so pena de desobediencia; que había dejado de ser el órgano de la iglesia, porque predicaba la rebelión, y su alma era toda hiel; y que en el supuesto de que nada bastaba para hacerlo cuerdo, llegaría a conocer que S. M. tenía todo el poder necesario para deponer a un papa.»
¿Era efectivamente el vencedor de Marengo el que había dictado la minuta de semejante carta?
Finalmente, después de tres años de cautividad en Savona, en 9 de junio de 1812, fue el papa remitido a Francia. Se le ordenó mudar de traje; habiendo tomado la ruta de Turín, llegó al hospicio del monte Cenis en medio de la noche. Allí, próximo a expirar, recibió la extremaunción. No se le permitió detenerse más tiempo que el preciso para que le administrasen el postrer sacramento, sin dejarle pernoctar en aquella morada próxima al cielo. Ni una sola queja pronunciaron sus labios, renovando el ejemplo de mansedumbre de la mártir de Vercelles, que en el momento en que iba a ser degollada al pie de la montaña, viendo caer el broche de la clámide del verdugo, le dijo así: «Ve ahí un broche de oro que acaba de caer de tu espalda; recógelo, no vayas a perder lo que has ganado con mucho trabajo.»
Mientras duró esta travesía por Francia, no se permitió al pontífice echar pie a tierra de su coche. Si tomaba algún medicamento era dentro del mismo carruaje, pues se lo introducían en las paradas de posta.
El 20 de junio por la mañana llegó a Fontainebleau; tres días antes franqueaba el Niemen Bonaparte para dar principio a su expiación. El conserje rehusó admitir al cautivo por no tener orden para ello: luego que esta llegó de París, entró en el castillo, y por decirlo así, se cerró con él la justicia celeste. En la misma mesa en que Pío VII apoyó su mano desfallecida, selló Bonaparte su abdicación.
Si la inicua invasión de España concitó contra Napoleón al mundo político, la ingrata ocupación de Roma le hizo enemigo del mundo moral; sin conseguir la más leve ventaja, se enajenó como por placer, los pueblos y los altares, el nombre y Dios. Entre los dos precipicios que había excavado a los dos extremos de su carrera, fue por una estrecha calzada a buscar su ruina al fondo de la Europa, como aquel puente que la Muerte, ayudada del Mal, había echado a través del Caos.
Pío VII no es de ninguna manera extraño a estas Memorias: y es el primer soberano respecto a quien he llenado una misión en mi carrera política, principiada y súbitamente interrumpida bajo el Consulado. Aun me parece verlo recibirme en el Vaticano, y tengo presente El Genio del Cristianismo que se abrió sobre su mesa en el mismo gabinete, en que posteriormente he sido admitido a los pies de León XII y Pío VIII. Tengo una dolorosa complacencia en recordar lo que ha sufrido: los dolores que bendijo en Roma en 1803, pagarán a los suyos una deuda de gratitud por mi recuerdo.
Quinta coalición.— Toma de Viena.— Batalla de Essling.— Batalla de Wagram.— Paz sellada en el palacio del emperador de Austria.— Divorcio.— Desposorios de Napoleón con María Luisa.— Nacimiento del rey de Roma.
El 9 de abrir de 1809, entre Inglaterra, Austria y España, se declara la quinta coalición, sordamente apoyada por el descontento de los demás soberanos. Los austríacos, quejándose de la infracción de los tratados, pasan de repente el Inn por Baunao: se les había echado en cara su lentitud y quisieron hacer de Napoleones; pero este paso les salió mal. Bonaparte dichoso en dejar la España, vuela a Baviera; pónese a la cabeza de los bávaros, sin aguardar a los franceses, pues para él todos los soldados son buenos, destroza en Abensperg al archiduque Luis, en Eckmuhl al archiduque Carlos, ábrese paso por en medio del ejército austríaco y atraviesa el Salza.
Entra en Viena. El 21 y 22 de mayo tiene, lugar la terrible catástrofe de Essling. La relación del archiduque Carlos dice, que el primer día se tiraron cincuenta, y un mil cañonazos por 288 piezas austríacas, y al siguiente por la mañana jugaron más de cuatrocientas por ambas partes. El mariscal Lannes fue herido mortalmente en este combate: Bonaparte le dirigió algunas palabras de consuelo y después lo olvidó: la amistad de los hombres se enfría tan pronto como la bala que los hiere.
La batalla de Wagram (6 de julio de 1809) reasume los diferentes combates ocurridos en Alemania, y Bonaparte en ella desplegó todo su genio militar. El coronel César de Laville, encargado de ir a anunciar una derrota que experimenta el ala izquierda, le encontró en la derecha dirigiendo el ataque del mariscal Davoust. Napoleón viene inmediatamente a la izquierda y observa el desastre que Massena experimenta. Entonces fue cuando en el momento en que se creía la batalla perdida, juzgando de la oposición que el enemigo podía hacerle por sus propias maniobras, exclamó, «Se ha ganadlo la batalla.» Opone su voluntad a la victoria indecisa y la hace mezclarse en el fuego, como César llevaba al combate por la barba a sus veteranos aterrados. Novecientas bocas de bronce rugen a la vez; arden los campos y las mieses; desaparecen villas populosas; la acción dura doce horas. Lauriston a la cabeza de 400 piezas de artillería abrasa al enemigo en una sola carga. Cuatro días después se amontonaban, en medio de los heridos, los cadáveres de los soldados que acababan de morir expuestos a los rayos del sol sobre espigas pisoteadas, derribadas y pegadas con la sangre, viéndose ya los gusanos agarrarse a las heridas de los cadáveres que empezaban a podrirse.
En mi juventud se leían los comentarios de Folard y de Guischarot, de Tempelhof y de Lloyd: se estudiaba el orden profundo y el sencillo: siendo yo subteniente, me he servido para maniobrar en mi mesa, de cuadritos de madera; pero la ciencia militar como todo lo demás ha cambiado con la revolución. Bonaparte ha inventado la gran guerra, de que las conquistas de la república le habían suministrado la idea por las masas requisicionarias. Despreciando las plazas fuertes sin ponerse al alcance de sus baterías; se aventuró en medio del país invadido y ganó batallas repentinas. Jamás se ocupó de la retirada: caminaba siempre al frente, como aquellas vías romanas que atraviesan rectamente los precipicios y las montañas. Dejaba caer todas sus fuerzas sobre un punto y después cogía en semicírculo los cuerpos aislados cuya línea había roto. Esta maniobra que le era peculiar, estaba en perfecta armonía con la furia francesa: pero no hubiera tenido tan buen éxito con soldados menos ágiles e impetuosos. En sus últimos tiempos hizo también cargar a la artillería y tomar los reductos a la caballería. ¿Qué ha resultado de todo esto? Conduciendo a la Francia entera a la guerra se ha enseñado a la Europa a marchar: no se ha tratado sino de multiplicar los medios; unas masas han equivalido a otras. En lugar de cien mil hombres se ha echado mano de seiscientos mil, en vez de cien cañones se han arrastrado quinientos. La ciencia no ha recibido aumento, la escala de fuerzas es lo único que ha recibido ampliación. Turena tenía en la materia tantos conocimientos como Bonaparte, pero ni era dueño absoluto, ni podía disponer de cuarenta millones de habitantes.
Tarde o temprano será preciso entrar de nuevo en la guerra que tan bien conocía Moreau, guerra que deja a los pueblos en reposo, mientras que un corto número de soldados hacen su deber; forzoso será volver al arte de las retiradas, a la defensa de un país en medio de plazas fuertes, a las maniobras pesadas en que solo sé pierde tiempo economizando las vidas. Esas enormes batallas de Napoleón han excedido los límites de lo glorioso, los ojos no pueden mirar esas carnicerías que, en último resultado, no producen ventaja alguna proporcionada a sus calamidades. La Europa a no ser por circunstancias imprevistas, está disgustada de los combates para mucho tiempo. Napoleón, sacando a la guerra de su órbita, la ha herido de muerte.
Nuestra guerra de África es únicamente una escuela experimental abierta a los soldados.
En el campo de batallada Wagram, entre los muertos, dio Napoleón muestras de la impasibilidad, que le era, o afectaba serle natural, con el fin de aparecer superior a los demás hombres. Fríamente dijo, o más bien repitió su frase habitual en tales circunstancias. «He aquí un gran estrago!»
Cuando se le recomendaban oficiales heridos, contestaba: «Están ausentes.» Si el valor enseña algunas virtudes, destruye otras muchas: el soldado que fuese bastante humano no podría llenar sus deberes; detenido a cada paso por la vista de la sangre, las lágrimas, los sufrimientos, y los gritos de dolor se destruiría en él lo que constituye los Césares, raza sin la cual, a pesar de todo esto, podríamos pasar de buena gana.
Después de la batalla de Wagram se ajustó un armisticio en Znaim. Los austríacos, a lo que dicen nuestros boletines, se habían retirado en buen orden y no habían dejado a su espalda pieza alguna montada. Bonaparte posesionado de Schömbrunn, trataba desde allí de la paz. El 13 de octubre, dice el duque de Cadora, había venido desde Viena para trabajar con el emperador. Después de algunos momentos de conversación, me dijo: «Quedad en mi gabinete y redactad esa nota que yo examinaré después de haber pasado la revista.» Quedé en efecto con Mr. de Monneval, su secretario privado; a pocos minutos entró. «¿No os ha dicho el príncipe de Liechtenstein, me preguntó Napoleón, que se le había hecho varias veces la proposición de asesinarme? —Sí señor, y me ha manifestado el horror con que ha desechado semejantes proposiciones.— ¡Pues bien! se acaba de hacer una tentativa. Seguidme» Entré con él en el salón. Allí había algunas personas muy agitadas al parecer, que rodeaban a un joven de unos diez y ocho o veinte años, de fisonomía agradable y muy apacible, anunciando una especie de candor, siendo el único que al parecer conservaba una perfecta calma. Este era el asesino. Napoleón personalmente le interrogó con la mayor dulzura, sirviendo de intérprete el general Rapp. De su interrogatorio solo haré mención de algunas respuestas que más me llamaron la atención.
«¿Por qué querías asesinarme? —Porque no habrá paz en Alemania mientras que existáis vos en el mundo.— ¿Quién te ha inspirado ese proyecto? —El amor de mi país.— ¿No lo has concertado con nadie? —Lo encontré en mi propia conciencia.— ¿Ignorabas los riesgos a que té exponías? —No por cierto: pero me tendré por dichoso en morir por mi país.— Si tienes principios religiosos; ¿crees que Dios autorice el asesinato?— Espero a lo menos que me perdone por los motivos que tengo para obrar así.— ¿Y en qué escuelas pudiste aprender tan perniciosa doctrina? —Muchos de los que las han cursado a la par que yo están animados de estos mismos sentimientos y dispuestos sacrificar su vida por la salud de su patria.— ¿Y qué harías si te pusiese en libertad? —Mataros.»
«La terrible ingenuidad de estas respuestas, la fría e inalterable resolución que estas anunciaban, este fanatismo tan superior a todo temor humano, hicieron en Bonaparte una impresión que yo juzgué tanto más fuerte, cuanto mayor sangre fría aparentaba. Mandó retirar a sus gentes y quedé solo con él. Después de hacer algunas reflexiones acerca de un fanatismo tan ciego e irreflexivo, me dijo: «Es preciso hacer la paz.»
Es tan interesante esta narración del duque de Cadora que quise consignarla en su integridad.
Las naciones principiaban su alzamiento, anunciando a Bonaparte enemigos más poderosos aun que los reyes; pues que la resolución de un solo hombre del pueblo salvaba en aquella ocasión al Austria entera. Entre tanto la fortuna no pensaba aun en volverle las espaldas a Napoleón. El 14 de agosto de 1809 se efectuó la paz en el mismo palacio del emperador de Austria, sirviendo de premio en esta ocasión la hija de los Césares: pero Josefina había sido consagrada y María Luisa no lo fue; la virtud de la unión divina al parecer, se separó del triunfador con su primera mujer. Hubiera podido ver en Nuestra Señora de París la misma ceremonia que vi en la catedral de Reims; excepto Napoleón, todos los hombres que allí figuraban eran los mismos.
Uno de los agentes secretos que tomaron más parte en la dirección de este negocio fue mi amigo Alejandro Laborde, herido en las filas de los emigrados y condecorado con la cruz de María Teresa por sus heridas.
En 11 de marzo, el príncipe de Neuchatel se desposó en Viena, por poder, con la archiduquesa María Luisa, la que partió para Francia en compañía de la princesa Murat, yendo adornada por el camino de os emblemas de soberana. El 22 de marzo llego a Estrasburgo, y el 28 al castillo de Compieña, en donde la esperaba Bonaparte. El matrimonio civil tuvo lugar en Saint-Cloud el 1º de abril, y al siguiente el cardenal Fesch echó la bendición nupcial a los dos esposos en el Louvre. Bonaparte dio margen a esta segunda mujer a serle infiel, como lo fue la primera, haciendo traición a su propio lecho por su intimidad con María Luisa, antes de celebrarse el matrimonio religioso; despreciando la majestad de las reales costumbres y leyes santas, lo que no era de muy buen agüero.
Todo al parecer, toca a su fin: Bonaparte ha obtenido lo único que le faltaba: como Felipe Augusto al contraer su enlace con Isabel de Henao, eslabona la última raza con la raza de los grandes reyes; lo pasado se une al porvenir. Tanto por lo anterior como por lo venidero podrá ser el gran hombre de las edades, si quiere por último fijarse en su cumbre; pero si tiene poder para suspender el movimiento del mundo, no así el suyo; caminará en pos de la última corona hasta conquistarla; la última corona que sirva de premio a todas las demás, la corona de la desgracia.
En 20 de marzo de 1811, la archiduquesa María Luisa dio a luz un niño, sanción supuesta de felicidades precedentes. De este hijo, nacido a la media noche como las aves del Polo, no quedará más que una tocata patética, compuesta por él en Schömbrunn y reproducida después por los organillos en las calles de París, al lado del palacio imperial.
FIN DEL TOMO SEGUNDO.