REPÚBLICA DEL VALAIS.
SION, 20 de febrero de 1804.
El consejo municipal de Sión,
«A Mr. de Chateaubriand, secretario de legación de la república francesa en Roma».
Señor.
«Por una carta oficial de nuestro gran bailío hemos sabido vuestro nombramiento para ocupar el puesto de ministro de Francia cerca de esta república, y nos apresuramos a manifestaros el especial placer que semejante elección nos causa. En vuestro nombramiento vemos una preciosa prenda de la benevolencia del primer cónsul para con nuestra república, y felicitándonos por el honor de poseeros en nuestro recinto, consideramos esta circunstancia como uno de los más felices agüeros para el bienestar de nuestra patria y de nuestra capital. Como una muestra de estos sentimientos, hemos, acordado que se os prepare un alojamiento provisional digno de recibiros, y provisto de muebles y efectos adecuados a vuestro uso hasta el punto que las circunstancias y la calidad lo permitan, ínterin podéis vos mismo dictar las disposiciones convenientes.»
«Tened a bien aceptar esta oferta como una prueba de nuestras sinceras intenciones de honrar al gobierno francés en la persona de su enviado, cuya elección debe ser particularmente grata a un pueblo religioso. Desearíamos que os sirvieseis avisarnos con anticipación de vuestra llegada a esta ciudad.
(El presidente del consejo municipal de Sión.)
DE RIEDMALTEN.
(Por el consejo municipal.)
El secretario.
DE SORRENTR.»
Dos días antes del 20 de marzo me vestí para ir a despedirme de Bonaparte en las Tullerías; no le había vuelto a ver desde nuestra entrevista en casa de Luciano. La galería en que daba audiencia se hallaba llena de gente; estaba acompañado de Murat y del primer ayudante de campo; pasaba casi sin detenerse. A medida que se acercaba a mí me sorprendía la alteración de su semblante; sus mejillas estaban hundidas y lívidas, su mirada torva, su tez pálida; su aspecto sombrío y terrible. Cesó desde aquel momento la simpatía que al principio tuve hacia él; en vez de permanecer en el sitio por donde debía pasar, di unos pasos atrás para evitar su encuentro. Me dirigió una mirada como procurando reconocerme, dio algunos pasos hacia mí, y después se volvió y se alejó. ¿Era yo por ventura a sus ojos una reconvención? Su ayudante de campo reparó en mí; perdido entre la muchedumbre que me rodeaba, me seguía con la vista y arrastraba al cónsul hacia el sitio en que me hallaba. Esta maniobra continuó por espacio de un cuarto de hora; yo retirándome siempre. Napoleón siguiéndome sin saberlo. Nunca me he podido explicar la causa de la conducta del ayudante de campo. ¿Me creía tal vez un hombre sospechoso sin conocerme? ¿Quería conociéndome, obligar a Bonaparte a que me hablase? Sea de esto lo que fuere, Napoleón pasó a otra habitación. Satisfecho yo con haber cumplido presentándome en las Tullerías, me retiré. Al ver la alegría que siempre he experimentado al salir de un palacio, es evidente que no he nacido para entrar en ellos.
De vuelta a la fonda de France dije a varios de mis amigos: «Preciso es que suceda alguna cosa muy extraña, porque Napoleón no puede haber cambiado tanto, a menos de hallarse enfermo.»
Mr. Beuvienne tuvo noticias de mi singular profecía, solamente que ha equivocado las fechas: he aquí lo que dice: «Mr. de Chateaubriand dijo a sus amigos que había notado en el primer cónsul una gran alteración y algo de siniestro en sus miradas.»
Si, lo noté efectivamente; una inteligencia superior no comprende nada malo sin dolor, porque el mal no es hijo natural de ella, y nunca debería producirlo.
A los tres días, el 20 de marzo, me levanté muy temprano, a causa de un recuerdo tan triste como querido. Mr. de Montmorin había hecho edificar un palacio a lo último de la calle de Plumet, en el baluarte nuevo de los Inválidos. En el jardín de este palacio, vendido durante la revolución. Mme. de Beaumont, siendo casi una niña, había plantado un ciprés, y muchas veces al pasar por allí se complacía en enseñármelo. Fui a despedirme de este ciprés, cuyo origen y cuya historia era solamente conocido por mí. Aún existe; pero sus ramas enfermizas se elevan apenas a la altura de la ventana, bajo la cual una mano que no volverá a hacerlo, cuidaba de su cultivo. Siempre he tenido por este pobre árbol una particular predilección, distinguiéndole entre tres o cuatro de su especie; parece como que me conoce y que se alegra cuando me aproximo a él; las brisas melancólicas hacen inclinar ante mí su amarillenta pirámide, produciendo un triste murmullo ante la ventana de la abandonada estancia: misteriosa inteligencia que existe entre nosotros, y que cesará con la muerte de uno de los dos.
Habiendo pagado mi piadoso tributo, volví a cruzar el baluarte y la explanada de los Inválidos; atravesé el puente de Luis XVI y el jardín de las Tullerías, de donde salí por la verja que da hoy a la calle de Rivoli. Allí, como entre once y doce de la mañana, oí a un hombre y a una mujer que gritaban vendiendo una noticia oficial; los transeúntes se detenían petrificados al escuchar estas palabras:
«Sentencia de la comisión militar especial convocada en Vincennes, que condena a la pena de muerte al llamado Luis Antonio Enrique de Borbón, nacido en Chantilly el 2 de agosto de 1772.»
Este grito me hirió como un rayo; cambió mi vida del mismo modo que cambió la de Napoleón. Entré en mi casa, y dije a Mme. de Chateaubriand.
«El duque de Enghien acaba de ser fusilado,» me senté delante de una mesa; y me puse a escribir mi dimisión. Mme. de Chateaubriand no se opuso, y me vio redactarla con un gran valor. No desconocía ella el peligro que corría: trabajábase en el proceso del general Morcan y de Jorge Cadoudal: el león había probado la sangre, y no era aquel el momento de irritarle.
Mr. Clauses de Coussergues llegó en aquel momento; había oído también pregonar la sentencia. Me encontró con la pluma en la mano: mi carta, de la que me hizo suprimir algunas frases algo duras, en atención a Mad. de Chateaubriand, partió para su destino; estaba dirigida al ministro de Negocios extranjeros. Poco importaba su redacción, mi opinión y mi crimen consistían en el acto de dimitir: Bonaparte no se engañó. Mme. Bicciochi puso el grito en el cielo al saber lo que llamaba mi defección; me mandó a buscar, y me hizo las más vivas reconvenciones. Mr. de Fontanes casi enloqueció de miedo en el primer momento: me creyó fusilado cuando menos, así como todas las personas que me eran adictas. Por espacio de muchos días mis amigos estuvieron temiendo verme prender por la policía; presentábanse en mi casa de hora en hora, temblando siempre que se acercaban al cuarto del portero. Mr. Pasquier vino a abrazarme al día siguiente de mi dimisión, diciéndome que se consideraba dichoso en tener un amigo como yo. Este permaneció bastante tiempo en una honrosa medianía, alejado de los negocios públicos.
Sin embargo, se contuvo este movimiento simpático que nos hace objeto de alabanzas por una acción generosa. En nombre de la religión había yo aceptado un empleo fuera de Francia, empleo que me había conferido un genio poderoso, vencedor de la anarquía, un jefe emanado del principio popular, el cónsul de una república, y no un rey continuador de una monarquía usurpada; al principio me hallaba aislado en mi sentimiento, porque era consecuente con mi conducta; me retiré cuando se modificaron las condiciones a que podía yo suscribir. Seis meses después del 20 dé marzo, hubiérase creído que no había más que una opinión en la alta clase de la sociedad, con alguna que otra excepción, que solo se manifestaba a escondidas. Los personajes caídos pretendían haber sido forzados, y no se forzaba, según ellos decían, sino a los que tenían un gran nombre o una grande importancia, y cada uno, con el objeto de probar esta o sus cuarteles, obtenía el ser forzado a fuerza de solicitudes.
Los que más me habían elogiado se alejaron de mí; mi presencia era para ellos una acusación: las personas prudentes hallan una imprudencia en ceder al honor.
Hay momentos en que la elevación de alma es una verdadera enfermedad, nadie la comprende, pasa por una limitación de talento, por una preocupación, por una mala inteligencia de educación, por una locura en fin, y por una obcecación que impide ver las cosas tal como son; obcecación honrosa tal vez, dicen, pero que no por eso deja de ser un estúpido idiotismo. Esa inteligencia, ¿puede dársele a la persona que nada ve, que permanece extraña a la marcha del siglo, al movimiento de las ideas, a la transformación de las costumbres, a los progresos de la sociedad? ¿No es una lastimosa equivocación el dar a los acontecimientos una marcha que no tienen? Encerrados en vuestros estrechos principios, con el espíritu tan escaso como el juicio, os halláis como una persona que vive en un cuarto interior, no teniendo más vista que la de un estrecho patio, ignorando cuanto pasa en la calle, y sin oír el ruido que reina en derredor. He aquí a lo que os conduce un poco de independencia, siendo objeto de lástima para las medianías; porque en cuanto a los espíritus fuertes, para el afectuoso orgullo, y para los ojos sublimes, óculos sublimes, su desdén misterioso os perdona sabiendo que no podéis comprender. Así fue, que me volví a dedicar con más ahínco a la carrera literaria. Pobre Píndaro destinado a cantar en mi primer olimpiada la excelencia del agua, dejando el vino a los dichosos.
La amistad rindió el corazón de Mr. de Fontanes; Mme. Bacciochi interpuso su benevolencia entre la cólera de su hermano y mi resolución; Mr. de Talleyrand, sea por cálculo o por indiferencia, retuvo por mucho tiempo mi dimisión antes de dar cuenta de ella; cuando la anunció a Bonaparte, había ya tenido éste tiempo bastante para reflexionar. Al recibir de mi parte la única y directa muestra de acusación de un nombre probo que no temía su cólera, pronunció únicamente estas dos palabras: «Está bien.» Algún tiempo después dijo a su hermana: «Confesad que habéis tenido miedo por vuestro amigo.» Mucho tiempo después, hablando con Mr. de Fontanes, le confesó que mi dimisión era una de las cosas que más le habían sorprendido. Mr. de Talleyrand me hizo mandar una comunicación en que me reprendía con mucha amabilidad, por haber privado a su departamento de mis talentos y de mis servicios. Devolví los adelantos que se me habían hecho para mi embajada, y todo concluyó en apariencia. Pero al aventurarme a separar de Bonaparte, me había colocado a nivel suyo, y éste se hallaba animado contra mí de esa mala fe, del mismo modo que yo me había armado contra él de toda mi lealtad. Hasta su caída tuvo la espada levantada sobre mi cabeza; pensaba algunas veces en mí por un natural instinto, y procuraba buscar un medio para mezclarme en sus fatales prosperidades; a veces me inclinaba ante él llevado de la admiración que me inspiraba, por la idea de que presenciaba una transformación social, y no un mero cambio de dinastía; pero en constante oposición sobre muchos puntos, nuestras dos naturalezas se chocaban a su vez; y si es cierto que él me hubiera hecho fusilar de muy buena gana, también lo es que al matarlo no hubiera tenido yo mucho sentimiento.
La que hace o destruye una gran posición, es la muerte: ella detiene al hombre en el abismo en que se va a hundir, o en la altura a que se halla pronto a encumbrarse: todo es una misión cumplida o no cumplida; en el primer caso se sujeta a examen le que ha sido; en el segundo se hacen conjeturas sobre lo que hubiera podido ser.
Si hubiese únicamente consultado mi ambición, seguramente me habría equivocado. Carlos X no supo hasta Praga lo que yo hice en 1805; volvía entonces de la monarquía: «Chateaubriand, me dijo en el palacio de Hradschin, ¿habéis servido a Bonaparte? —Si señor. —¿Hicisteis vuestra dimisión a la muerte del duque de Enghien? —Si señor.» La desgracia devuelve la memoria. Ya os he referido que cierto día en Londres, habiéndome refugiado con Mr. de Fontanes bajo una calle de árboles, durante un aguacero el duque de Borbón se acogió bajo la misma: en Francia, su valiente padre y él que tantas acciones de gracias prodigaban a cualquiera que escribía la oración fúnebre del duque de Enghien, no me han consagrado un solo recuerdo. Sin duda ignoraban mi conducta. Verdad que nunca les hablé de ella.
CHANTILLY, noviembre de 1838.
Muerte del duque de Enghien.
En el mes de octubre apoderose de mí, como de las aves de paso, una desazón que me habría obligado a mudar de clima, si hubiese podido disponer del poder de las alas y de la ligereza de las horas; las nubes que cruzaban el cielo me causaban envidia. Con el fin de engañar mi instinto, me dirigí a Chantilly. Allí, anduve errante sobre el césped en que ancianos guardas arrastran sus pesados pies custodiando los bosques: algunas cornejas revoloteando por encima de los vallados, los árboles y las explanadas, me llevaron hasta los estanques de Commelli. La muerte me había privado de los amigos que en otro tiempo me acompañaron al palacio de la reina Blanca. Aquellos sitios y aquellas soledades no eran para mi otra cosa más que un triste horizonte entreabierto un momento por la parle de mis pasados años. En los tiempos de René habría hallado yo los misterios de la vida en el arroyo de la Théve: este oculta su corriente entre las espigas y el musgo; se halla rodeado de cañaverales, y muere en los estanques que alimenta su juventud siempre espirante y siempre rejuvenecida: estas aguas me encantaban cuando llevaba en mí el desierto con los fantasmas que me sonreían a pesar de su melancolía, y que yo me complacía en engalanar con flores.
Retirándome por fuera de los setos apenas crecidos, me sorprendió la lluvia; me refugié bajo una haya; sus últimas hojas desaparecían como mis años; su copa se despoblaba como mí cabeza, y su tronco estaba marcado con un círculo rojo como para que el hacha del leñador lo derribara, como me habrá de derribar a mi la guadaña de la muerte. De regreso en la posada, habiendo recogido una porción de plantas de otoño, y en una disposición poco favorable a la alegría, os haré la narración de la muerte del duque de Enghien, teniendo a la vista las ruinas de Chantilly.
En el primer momento esta muerte heló de terror todos los corazones: se temía ver la vuelta al reinado de Robespierre. París creyó volverá presenciar uno de esos días que solo se ven una vez: el día de la ejecución de Luis XVI. Servidores, amigos, parientes de Bonaparte, todos estaban consternados. Si en el extranjero, el lenguaje diplomático ahogó repentinamente la sensación popular, no por eso conmovió menos a la multitud. En la familia desterrada de los Borbones, el golpe fue terrible: Luis XVlll devolvió al rey de España la condecoración del Toisón de oro que Bonaparte acababa de recibir: esta devolución fue acompañada de la siguiente carta, que honra mucho seguramente a la mano que la trazó.
«Señor y caro primo: nada puede haber de común entre mí y el gran criminal a quien la audacia y la fortuna han colocado sobre un trono que ha tenido la barbarie de salpicar con la sangre de un Borbón, el duque de Enghien. La religión puede llevarme hasta perdonar al asesino; pero debe ser por siempre enemigo mío el tirano de mi pueblo. La Providencia, en sus inescrutables designios, puede condenarme a pasar el resto de mis días en el destierro; pero jamás, ni los contemporáneos, ni la posteridad podrán echarme en cara que en los tiempos adversos me he mostrado indigno de ocupar hasta mi último suspiro el trono de mis ascendientes.»
Tampoco se debe olvidar otro nombre que se unió al del duque de Enghien; Gustavo Adolfo, el destronado, el proscripto, fue el único de las reyes reinantes entonces que osó alzar la voz para salvar al joven príncipe francés. Desde Carlsruhe expidió un ayudante de campo, portador de una carta dirigida a Bonaparte: ésta llegó demasiado tarde; el último de los Condé había dejado de existir. Gustavo Adolfo devolvió al rey de Prusia el cordón del Águila negra, como Luis XVlll había devuelto el Toisón al rey de España. Decía Gustavo al heredero de Felipe el Grande: «Que con arreglo a las leyes de la caballería, no podía él consentir en ser hermano de armas del asesino del duque de Enghien.» (Bonaparte tenía el cordón del Águila negra). ¡Indecible y amargo sarcasmo se encierra en estos inusitados recuerdos de caballería, que se extinguieron ya en todas parles, excepto en el corazón de un rey desgraciado hacia un amigo asesinado; nobles simpatías del infortunio que viven retiradas, sin ser comprendidas, en un mundo extraño a los hombres.
¡Ay! habían pasado a través de una porción de despotismos diferentes; muchos caracteres, bajo la impresión de una serie de desgracias y de opresiones, carecían ya de la suficiente energía para llevar luto por mucho tiempo a causa de la muerte del joven Condé: poco a poco se agotaran las lágrimas; el miedo prorrumpió en felicitaciones al primer cónsul por los peligras de que recientemente se había salvado: lloraba de reconocimiento por haber sido libertado con un tan santo sacrificio. Xeron escribió al senado una carta, redactada por Séneca, que hacia la apología del asesinato de Agripina: los senadores entusiasmados, colmaron de bendiciones al hijo magnánimo que no había temido arrancarse el corazón con un parricidio tan saludable. La sociedad volvió muy pronto a entregarse a los placeres; asustábase ella misma de su luto, después del terror, las victimas que habían escapado bailaban y se esforzaban en aparentar que eran felices, y temiendo ser tenidas por culpables de memoria, tenían la misma alegría que al subir al patíbulo.
La prisión del duque de Enghien no se hizo sin objeto y sin precaución. Bonaparte había tomado una nota exacta del número de Borbones que había en Europa. En un consejo, a que fueron llamados Mr. de Talleyrand y Mr. de Fouché, se dio cuenta de que el duque de Angulema se hallaba con Luis XVIII en Varsovia; el conde de Artois y el duque de Berry, en Londres, con los príncipes de Condé y de Borbón. El menor de los Condé se hallaba en Ettenheim, en el ducado de Baden. Se reconoció que los señores Taylor y Drake, agentes ingleses, habían renovado las intrigas por este lado. El duque de Borbón, con fecha 16 de junio de 1803, avisó a su nieto de una prisión probable por medio de una carta que le mandó desde Londres y que se conserva aun. Bonaparte convocó a los dos cónsules, sus colegas, y ante todo dirigió amargas quejas contra Mr. Real por haberle dejado ignorar o que contra él se proyectaba: escuchó con paciencia las escusas, siendo Cambaceres el que se expresó con más energía. Diole Bonaparte las gracias, y fue más allá que él. Esto lo he visto en las memorias de Cambaceres, que uno de sus sobrinos, Mr. de Cambaceres, par de Francia, tuvo la bondad de permitirme consultar, por lo que le he quedado sumamente reconocido. La bomba una vez lanzada, no retrocede al punto de donde partió; va hacia el sitio adonde se la dirige, y cae. Para llevar a cabo las órdenes de Bonaparte era preciso violar el territorio de Alemania, y fue inmediatamente violado. El duque de Enghien fue preso en Ettenheim. A su lado se encontró, en lugar del general Dumouriez, al marqués de Tumery, y a algunos otros emigrados de poca nombradía, lo que hubiera debido advertir de la equivocación. El duque de Enghien fue conducido a Estrasburgo. El principio de la catástrofe de Vincennes, nos fue referido por el mismo príncipe en un diario de camino desde Ettenheim a Estrasburgo. El héroe de la tragedia se presenta en la escena y pronuncia el siguiente prologo:
Diario del duque de Enghien.
«El jueves 15 de marzo, dice el príncipe, fue rodeada la casa donde vivía en Ettenheim por un destacamento de dragones y piquetes de gendarmes, en todo como unos doscientos hombres, dos generales, el coronel de dragones y el coronel Charlot, de la gendarmería de Estrasburgo: serian las cinco de la mañana. Habiendo derribado las puertas a las cinco y media, fui conducido al molino cerca del Tejar. Mis papeles fueron ocupados y sellados. Conducido en un carro entre dos hileras de soldados, fui así llevado hasta el Rin. Después me embarcaron para Rhisnau. Habiendo desembarcado, fui a pie hasta Pfortsheim. Almorcé en la posada. Subiéronme después en un carruaje con el coronel Charlot, con el comandante de la gendarmería del distrito, un gendarme en el pescante y Grumtheim. Llegué a Estrasburgo a casa del coronel Charlot a las cinco y media de la tarde. Media hora después fui conducido en un fiacre a la ciudadela.
«Domingo 18. Acaban de hacerme levantar a la una y media de la mañana, sin dejarme más tiempo que el preciso para vestirme. Después de abrazar a mis compañeros y servidores, parto, acompañado únicamente de dos oficiales de gendarmería y dos gendarmes. El coronel Charlot me dijo que íbamos a casa del general de división que había recibido órdenes de París. En lugar de esto hallo un carruaje de camino con seis caballos, en la plaza de la iglesia. El subteniente Petermann, subió a mi lado, el comandante del distrito, Blitezsdorff, se colocó en el pescante, dos gendarmes dentro y otro fuera.»
Aquí el náufrago próximo a sumergirse interrumpe su diario de a bordo.
Llegado que hubo a cosa de las cuatro de la tarde, a una de las barreras de la capital, término del camino real de Estrasburgo, el coche en vez de entrar en París, siguió el baluarte exterior y paró en el castillo de Vincennes... Mandose apear al príncipe en el patio interior, y se le llevó a uno de los aposentos de a fortaleza, donde se le encerró y se quedó dormido. A medida que el príncipe se iba acercando a París, afectaba Bonaparte una tranquilidad que no era natural. El día |18 de marzo partió para Malmaison era domingo de Ramos. Mme. Bonaparte, que como todos los de la familia sabía la prisión del duque de Enghien, le habló de ella y Bonaparte le contestó: «Tu no entiendes nada en política.» El coronel Savary había llegado a tener macha influencia con Bonaparte; ¿por qué? Porque había visto llorar al primer cónsul en Marenge. Los hombres excepcionales deben desconfiar de sus lágrimas, porque los someten al yugo de los hombres vulgares. Las lágrimas son una de esas debilidades, por los que un testigo puede hacerse dueño de las resoluciones de un gran hombre.
Tiénese por seguro que el primer cónsul hizo redactar todas las órdenes para Vincennes. Decía una da estas órdenes, que si la sentencia que resultase era una sentencia de muerte debía ser ejecutada al momento. Creo esto, aunque no lo puedo afirmar, porque aquellas órdenes han desaparecido: Mme. de Remusat, que en la noche del 20 de marzo jugaba al ajedrez en Malmaison con el primer cónsul, le oyó recitar por lo bajo algunos versos sobre la clemencia de Augusto; creyó aquella por un momento que se había salvado el príncipe. Pero no, el destino había pronunciado su oráculo. Cuando Savary volvió a aparecer en Malmaison, Mme. Bonaparte adivinó toda la desgracia. El primer cónsul se encerró solo por espacio de muchas horas. Después sopló el viento y lodo se concluyó.
Nombramiento de la comisión militar.
Una orden de Bonaparte del 29 ventoso, año 12, había mandado que se reuniese en Vincennes una comisión militar compuesta de siete individuos nombrados por el general gobernador de París (Murat), para juzgar al duque de Enghien, acusado de haber hecho armas contra la república, etc.
Cumpliendo con esta orden, nombró Joaquín Murat el mismo día 29 ventoso, para componer dicha comisión, a los siete militares siguientes:
El general Hulin, que mandaba a los granaderos de infantería de la guardia consular, presidente.
El coronel Guillon, comandante del primer regimiento de coraceros.
El coronel Bazancourt, comandante del cuarto regimiento de infantería ligera.
El coronel Raier, comandante del 18.º regimiento de infantería de línea.
El coronel Barrois, comandante del 96.° regimiento de infantería de línea.
El coronel Rabbe, comandante del regimiento de la guardia municipal de París.
El ciudadano Autancourt, mayor de la gendarmería de preferencia que desempeñará las funciones de capitán-relator.
Interrogatorio del capitán-relator.
El capitán Autancourt, el jefe de escuadrón Jacquin, de la legión de preferencia, dos gendarmes de infantería del mismo cuerpo, Lerva, Tharsis y el ciudadano Noirot, teniente del propio cuerpo, se presentaron en el aposento del duque de Enghien; despertáronle; ¡no tenía que esperar sino cuatro horas para volver a su sueño! El capitán-relator en compañía de Molin, capitán del 18.° de línea, escribano escogido por el citado relator, interrogó al príncipe.
Preguntado que le hubieron por sus nombres, apellidos, edad y punto de su nacimiento,
Respondió: llamarse Luis Antonio Enrique de Borbón, duque de Enghien, nacido el 2 de agosto de 1772 en Chantilly.
Preguntado por el punto en que había residido después de su salida de Francia,
Respondió: que después de haber seguido a su familia y habiéndose formado el ejército de Condé, había hecho toda la guerra; y que antes de esto había hecho la campaña del Brabante, en 1792 con el ejército de Borbón.
Preguntado si había emigrado a Inglaterra, y si esta potencia le continuaba suministrando alguna pensión,
Respondió: que jamás estuvo allí, que la Inglaterra le seguía pasando una pensión, sin que tuviera otra cosa más para vivir.
Preguntado por el grado que ocupaba en el ejército de Condé,
Respondió: comandante de la vanguardia desde 1796; antes de esta campaña, voluntario en el cuartel general de mi abuelo; pero desde el citado año de 1796, estuve siempre al frente de la vanguardia.
Preguntado si conocía al general Pichegrú, y si había tenido relaciones con él,
Respondió: no me acuerdo de haberle visto jamás: no he tenido con él relaciones de alguna especie. Sé que ha deseado verme, y me doy la enhorabuena de no haberte conocido, si es verdad que se ha querido valer de medios tan bajos como se asegura.
Preguntado si conocía al ex-general Dumouriez y si había estado en relaciones con él,
Respondió que no.
De este interrogatorio se tomó acta firmada por el duque de Enghien, por el jefe de escuadrón Jacquin, por el subteniente Noirot, por los dos gendarmes y el capitán-relator.
Antes de firmar el anterior proceso verbal, el duque do. Enghien dijo: «Pido con empeño se me conceda una audiencia particular con el primer cónsul. Mi nombre, mi rango, mi modo de pensar y la horrible situación en que me encuentro, me hacen esperar que no se desechará mi petición.»
Sesión y fallo de la comisión militar.
A las dos de la mañana del 21 de marzo, fue conducido el duque de Enghien a la sala en que estaba reunida la comisión; allí, repitió cuanto había dicho en el interrogatorio del relator. Ratificó su primera declaración, y añadió que estaba decidido a hacer la guerra, y que deseaba tomar parte en la nueva campaña de la Inglaterra contra la Francia. «Habiéndosele preguntado si tenía algo que alegar en su defensa, contestó que nada más tenía que decir.
«El presidente mandó retirar al acusado: el consejo deliberó en sesión secreta; el presidente recogió los votos, empezando por el vocal de menor graduación; cuando todos hubieron votado, emitió el presidente su opinión, y el duque de Enghien fue declarado culpable por unanimidad de votos, y en su vista se le aplicó el articulo... de la ley de... concebido en estos términos... condenándole por tanto a la pena de muerte. Se ordenó que la presente sentencia fuese inmediatamente cumplida después de las diligencias del capitán-relator, y después de haberse hecho lectura de ella ante el condenado, a presencia de los diferentes destacamentos de los cuerpos de la guarnición.
«Dado, juzgado y sellado sin desamparar a Vincennes en el día, mes y año de la fecha arriba citada.»
En pos de aquella hoya, abierta, ocupada y cerrada, vinieron diez años de olvido, de alegría general y de gloría: la yerba creció al estruendo de las salvas que anunciaban las victorias, a la luz de las iluminaciones, que alumbraban la consagración pontifical, el casamiento de la hija de los Césares, o el nacimiento del rey de Roma. Solamente algunas afligidas personas, pocas en verdad, erraban por los bosques, arriesgándose para lanzar furtivas miradas al pie del foso en dirección del sitio lamentable, en tanto que algunos presos las veían desde lo alto de la torre que los encerraba. Llegó la restauración; removiose la tierra del sepulcro y con ella las conciencias: cada uno de por sí creyó entonces que debía explicar su conducta. Mr. Dupin, mayor, publicó su discusión; Mr. Hulin, presidente de la comisión militar, habló a su vez; el duque de Rovigo entró en la controversia, acusando a Mr. de Talleyrand: un tercero respondió en nombre de Mr. de Talleyrand, y Napoleón elevó su estentórea voz desde la roca de Santa Elena.
Es necesario reproducir y estudiar estos documentos para dar a cada uno la parte que le corresponda y el lugar que debe ocupar en este drama. Es de noche y estamos en Chantilly; así como era de noche cuando el duque de Enghien se encontraba en Vincennes.
CHANTILLY, noviembre de 1838.
Año de mi vida, 1804
Cuando Mr. Dupin publicó su folleto, me lo remitió acompañado de la carta siguiente:
«La muerte del desgraciado duque de Enghien, es uno de los acontecimientos que más han afectado a la nación francesa, y que deshonró al gobierno consular.
«Un príncipe en lo mejor de su edad, sorprendido traidoramente en un país extranjero, donde descansaba tranquilo bajo la salvaguardia del derecho de gentes; arrastrado violentamente a Francia; llevado ante unos que se apellidaban jueces; pero que de modo alguno podían serlo suyos; acusado de crímenes imaginarios; privado del auxilio de un defensor; interrogado y condenado en secreto; ejecutado de noche en los fosos del castillo que servía de prisión de estado; tantas virtudes menospreciadas, tantas esperanzas destruidas, harán para siempre de esta catástrofe, uno de los actos más crueles a que haya podido entregarse un gobierno absoluto.
«Si no se han respetado formas ningunas; si les jueces eran incompetentes; si no se han tomado él trabajo de citar en sus disposiciones la fecha y al testo de las leyes sobre que fundaban esta condena; si el desgraciado duque de Enghien fue fusilado en virtud de una sentencia firmada en blanco... y que no se regularizó hasta después de haberse ejecutado! no es, pues, tan solo la víctima inocente de un error judicial; el hecho conserva su verdadera designación: es un vil asesinato.»
Este elocuente exordio conduce a Mr. Dupin al examen de las piezas de la causa; demuestra desde luego la ilegalidad de la prisión; el duque de Enghien no fue preso en Francia; no era prisionero de guerra porque no fue cogido con las armas en la mano; no era tampoco un preso civil, pues no se había pedido la extradición; aquello fue un atropello violento de su persona, comparable solo a las capturas de los piratas tunecinos y de Argel, una incursión de ladrones incursio latronum.
Pasa el jurisconsulto a la incompetencia de la comisión militar; jamás ha sido de la atribución de las comisiones militares el conocer en supuestos complots tramados contra el Estado.
Sigue después el examen del juicio.
«El interrogatorio (continúa Mr. Dupin), fue el 29 de ventoso a las doce de la noche. El 30 de ventoso a las dos de la mañana, compareció el duque de Enghien ante la comisión militar.
«Léese en la minuta del juicio: Hoy 30 de ventoso del año XII de la república, a las dos de la mamama: las palabras dos de la mañana, que se escribieron, porque en efecto era aquella la hora, están borradas en la minuta sin haberlas reemplazado con indicación alguna.
«No se presentó ni fue oído un solo testigo contra el acusado.
«¡Se declara culpable al acusado! ¿Culpable de qué? En el fallo no se dice una palabra.
«En todo fallo se debe citar la ley en virtud de la que se aplica la sentencia.
«Pues bien, ninguna de esas formas se ha observado en este proceso; nada atestigua que los comisarios hayan tenido a la vista un ejemplar de la ley; nada asegura que el presidente leyó el texto de ella antes de aplicarla. Muy lejos de eso, el proceso en su forma material, ofrece la prueba de que los comisarios condenaron sin saber la fecha ni el espíritu de la ley, toda vez que han dejado en blanco en la minuta de la sentencia, la fecha de la ley, el número del artículo y el lugar destinado para el texto. ¡Y a pesar de todo, por la minuta de una sentencia constituida en tal estado de imperfección, hicieron correr los verdugos aquella noble sangre!
«La deliberación debe ser secreta, pero la pronunciación del fallo debe ser pública; la ley lo dice así. Es verdad que en el juicio de 30 de ventoso dice: El consejo deliberando a puertas cerradas, pero no hace mención en parte alguna de que se volvieran a abrir; no se halla expresado que se pronunciase en sesión pública el resultado de la deliberación. Y aun cuando así fuera, ¿podría crearse? ¡Una sesión pública a las dos de la mañana en la torre de Vincennes, y hallándose guardadas todas las avenidas del castillo por gendarmes de confianza! Pero al fin no tuvieron ni la precaución de recurrir a la mentira; nada dice el juicio acerca de este punto.
«Está firmado este rallo por el presidente y los otros seis comisarios, incluso el relator, pero debe observarse que falta en la minuta la firma del escribano, cuyo concurso, sin embargo, era necesario para darle autenticidad.
«Termina la sentencia con esta terrible fórmula: Será ejecutado en seguida de la diligencia del capitán relator.
«¡En seguida! palabras desgarradoras que son obra de los jueces. ¡En seguida! Cuando una ley expresa del 15 brumario del año VI, concedía el recurso de revisión contra todo fallo militar!»
Pasando a la ejecución Mr. Dupin, se expresa así.
«Interrogado de noche, juzgado de noche, el duque de Enghien fue muerto también de noche. Éste horrible sacrificio debía consumarse en medio de las tinieblas, para que se dijera que habían sido violadas todas las leyes, todas, hasta las que prescriben la publicidad de la ejecución.»
Tal es en resumen el luminoso folleto de Mr. Dupin. Ignoro, no obstante, si en un acto de la índole del que examina el autor, es de alguna importancia la mayor o menor regularidad: que el duque de Enghien fuese ahogado en una silla de posta en el camino de Estrasburgo a París, o muerto en el bosque de Vincennes, viene a ser lo mismo. ¿No es, pues, providencial el ver a los hombres después muchos años, demostrar unos la irregularidad de un asesinato en que no habían lomado la menor parte, y presentarse otros sin ser mandados, ante la acusación pública? ¿Qué han escuchado? ¿Qué voz sobrenatural les ha intimado a que compareciesen?
CHANTILLY, noviembre de 1838.
El general Hulin.
Después del gran jurisconsulto se ve llegar a un veterano ciego; mandó los granaderos de la antigua guardia, y con esto está dicho todo. Recibió de Mallet su última herida, cuyo impotente plomo fue a perderse en un rostro que jamás se volvió ante las balas. Herido de ceguera, retirado del mundo, no teniendo otro consuelo que los cuidados de su familia (son sus propias palabras), el juez del duque de Enghien parecía salir de su tumba llamado por el soberano juez: defendía su causa sin hacerse ilusiones y sin excusarse.
«Que nadie se engañe, dice, acerca de mis intenciones. No escribo por miedo, porque mi persona se halla bajo la protección de leyes emanadas del mismo trono, y porque bajo el gobierno de un rey justo, nada tengo que temer de la violencia ni de la arbitrariedad. He escrito para decir la verdad, aun en aquello que me pueda ser desfavorable. Así pues, no pretendo justificar ni la forma ni el fondo de la sentencia, pero si voy a demostrar bajo qué influjo y en medio de qué circunstancias se ha pronunciado: quiero alejar de mí y de mis colegas la idea de que hemos obrado como hombres de partido. Si a pesar de todo debe vituperársenos aun, quiero que se diga al mismo tiempo de nosotros: ¡Fueron bien desgraciados!»
El general Hulin asegura, que fue nombrado presidente de una comisión militar cuyo objeto ignoraba; que cuando llegó a Vincennes lo Ignoraba aun; que los demás individuos de la comisión lo ignoraban también, y que el comandante del castillo dijo no saber él tampoco una palabra, añadiendo: «¿Qué queréis? Yo no soy nadie aquí. Todo se hace sin mi anuencia; es otro el que da aquí las órdenes.»
Eran las diez de la noche cuando el general Hulin salió de su incertidumbre por haber recibido los autos. —Abriose la audiencia a media noche, luego que el capitán relator terminó el examen del prisionero. «La lectura de las piezas de la causa, dice el presidente de la comisión, promovió un incidente. Advertimos que al fin del interrogatorio sufrido ante el capitán-relator, el príncipe antes de firmar escribió, con su propia mano, algunas líneas manifestando deseos de tener una entrevista con el primer cónsul. Un individuo propuso trasmitir al gobierno aquella petición. La comisión lo difirió; pero en aquel momento el general que había venido a colocarse detrás de mi sillón nos hizo presente que aquella petición era inoportuna. Por otra parte, no hallando en la ley disposición alguna que nos autorizase a sobreseer, la comisión en su vista pasó adelante, reservándose satisfacer los deseos del acusado después determinados los debates.»
He aquí lo que refiere el general Hulin. Ahora bien, léese este otro pasaje en la memoria del duque de Rovigo: «Había demasiada gente para que me hubiera sido fácil, habiendo llegado de los últimos, penetrar hasta detrás de la silla del presidente, en cuyo sitio llegué al fin a colocarme.»
¿Era, pues, el duque de Rovigo quien se situó detrás del sillón del presidente? Pero bien fuese él u otro cualquiera, ¿no formando parte de la comisión tenia derecho de intervenir en los debates de aquella comisión, y de hacer presente la inoportunidad de una petición?
Escuchemos lo que dice el comandante de los granaderos de la antigua guardia, acerca del valor del joven hijo de Condé.
«Procedí al interrogatorio del acusado; presentose ante nosotros, fuerza es decirlo, con noble tranquilidad, rechazó la acusación de haber tomado parte directa ni indirectamente en un complot de asesinato contra el primer cónsul; pero confesó al propio tiempo haber tomado las armas contra la Francia, diciendo con un valor y una arrogancia, que no nos permitió, por su propio interés, nacerle variar sobre este asunto: «Que había sostenido los derechos de su familia, y que un Condé no podía jamás entrar en Francia sino con las armas en la mano. Mi nacimiento, mi opinión, añadió, me hace para siempre enemigo de vuestro gobierno.»
«La firmeza de sus confesiones hacia desesperar a los jueces. Diez veces le pusimos en disposición de rectificar sus declaraciones, y siempre insistió en ellas de un modo inalterable: «Veo, decía de cuando en cuando, las honrosas, intenciones de los individuos de la comisión, pero no puedo servirme de los medios que me ofrecen.» Y al advertirle que las comisiones militares juzgaban sin apelación: «Ya lo sé, me contestó, y no desconozco el peligro a que me expongo: deseo tan solo tener una entrevista con el primer cónsul.»
¿Hay por ventura en nuestra historia una página más patética? La nueva Francia juzgando a la antigua le rendía homenaje, le presentaba las armas, y saludaba su bandera al tiempo de condenarla; el tribunal establecido en la fortaleza en que el gran Condé, prisionero cultivaba flores; el general de los granaderos de la guardia de Bonaparte, sentado en frente del último descendiente del vencedor de Rocroy se hallaba conmovido de admiración ante el acusado sin defensor, abandonado del mundo, y a quien se le estaba interrogando al compás de los golpes del sepulturero que abría su tumba. Algunos días después de la ejecución exclamaba el general Hulin: «¡Qué valiente joven! qué ánimo! Quisiera morir como él!»
El general Hulin después de haber hablado de la primera y segunda redacción de la sentencia dijo: «En cuanto a la segunda redacción, la única verdadera como no contenía la orden de ejecutar en seguida, sino solo de leer en seguida la sentencia al reo, la ejecución inmediata, no seria obra de la comisión sino únicamente de aquellos que cargaron con la responsabilidad de acelerar aquella fatal ejecución.
«¡Ah! ¡bien diferentes eran nuestras ideas! Apenas se firmó la sentencia, me puse a escribir una carta en la que haciéndome intérprete del voto unánime de la comisión, me dirigía al primer cónsul participándole el deseo que había manifestado el príncipe de tener una entrevista con él, y suplicándole al mismo tiempo le librase de una pena que el rigor de nuestra posición no nos había permitido eludir.
«En aquel momento fue cuando un hombre que había permanecido constantemente en la sala del consejo, y que nombraría ahora si no reflexionase que aun defendiéndome, no me conviene acusar... «¿Qué hacéis ahí? me dijo acercándoseme. —Escribo al primer cónsul, le respondí, para manifestarle los deseos del consejo y del reo.— Vuestra misión ha terminado, me dijo tomando la pluma, lo demás es de mi incumbencia.»
«Confieso que creí, y muchos de mis colegas lo mismo, que quería decir: a mí me toca avisar al primer cónsul. Tomando en este sentido su respuesta, nos quedó la esperanza de que nuestros votos llegarían a oídos del que apetecíamos. ¿Y cómo se nos había de haber ocurrido que el que así nos hablaba tuviese orden de salvar todas las formalidades que las leyes exigen?»
En esta deposición se halla todo el secreto de aquella funesta catástrofe. El veterano que expuesto siempre a morir en el campo de batalla, había aprendido de la muerte el lenguaje de la verdad concluyó con estas palabras:
«Hablábamos de lo que acababa de ocurrir, en la pieza inmediata a la sala de las deliberaciones. Se habían suscitado conversaciones parciales; esperaba yo mi carruaje, que no habiendo podido entrar en el patio interior, como tampoco ninguno de los demás individuos, retardó mi marcha y la de ellos; nos hallábamos encerrados sin poder comunicarnos con nadie de afuera, cuando se oyó una explosión; ruido horrible que resonó en el fondo de nuestras almas helándolas de terror y espanto.
«Si, lo juro en nombre de todos mis colegas; nosotros no autorizamos aquella ejecución, nuestro fallo decía que se remitiese una copia de él al ministro de la Guerra, otra al decano del tribunal supremo de justicia y otra al general en jefe gobernador de París.
«La orden de ejecución no podía ser expedida legalmente sino por este último; no se habían aun mandado las copias, y no podían hallarse concluidas quizá en todo aquel día. Una vez en París hubiera ido a ver al gobernador, al primer cónsul, ¿quién sabe lo que yo hubiera hecho? ¡pero de repente un ruido espantoso nos reveló que el príncipe había dejado de existir!
«Ignorábamos si el que tan cruelmente había precipitado aquella triste ejecución tenía ordenes para ello: si no las tenía, él es el solo responsable, si las tenía la comisión, extraña a ellas, la comisión cuyo último deseo era la salvación del príncipe, no pudo prevenir ni evitar su cumplimiento, y no se le puede acusar de él.
«Veinte años han trascurrido desde este suceso; y aun no se ha podido templar la amargura de mi dolor. Que se me acuse de ignorancia, de error, consiento en ello; que se me eche en cara una obediencia a la que hoy día sabría sustraerme en igualdad de circunstancias; mi adhesión a un hombre a quien creía destinado a labrar la felicidad de mi país, mi fidelidad a un gobierno que tenía entonces por legitimo y que había recibido mis juramentos; pero que se me tenga en cuenta, lo mismo que a mis compañeros, las fatales circunstancias en que nos vimos llamados a ejercer el triste ministerio que entonces desempeñamos.»
La defensa es débil, pero una vez que os arrepentís, general, ¡la paz sea con vos! Si vuestro fallo fue el pasaporte del último Condé, iréis a reuniros con la vanguardia de los muertos, con el último conscripto de nuestra antigua patria. El joven soldado tendrá un placer en partir su lecho con el granadero de la antigua guardia, y dormirán juntas la Francia de Friburgo y la Francia de Marengo.
CHANTILLY, noviembre de 1838.
El duque de Rovigo.
El duque de Rovigo, dándose golpes de pecho, toma puesto en la procesión que va a confesarse a la tumba. Había yo estado largo tiempo bajo el poder del ministro de Policía que sucumbió al influjo que él supuso haberme devuelto el regreso de la legitimidad: comunicome una parte de sus Memorias. Los hombres en su posición, hablan de lo que han hecho con un candor maravilloso, no se aperciben de lo que dicen contra sí mismos; se acusan sin conocerlo, no sospechan que hay más opinión que la suya con respecto a los cargos que han desempeñado, y a la conducta que han seguido. Aunque hayan faltado a la fidelidad no creen por eso haber violado sus juramentos; si han desempeñado papeles repugnantes a otros genios, piensan haber hecho de ese modo eminentes servicios. Su sencillez no los justifica pero los escusa.
El duque de Rovigo me consultó sobre los capítulos en que trata de la muerte del duque de Enghien; deseaba conocer mi modo de pensar, precisamente porque sabia lo que yo había hecho; agradecile aquella prueba de estimación y devolviéndole franqueza por franqueza, le aconsejé que no publicase nada. Díjele: «Dejad morir esos recuerdos; en Francia llega pronto el olvido. Creéis lavar a Napoleón de una mancha, y hacer recaer la falta en Mr. De Talleyrand; con eso no justificáis al primero lo bastante, ni acusáis suficientemente al segundo. Presentáis el flanco a vuestros enemigos, los cuales no dejarán de contestaros. ¿Que necesidad tenéis de hacer recordar al público que mandabais la gendarmería elegida en Vincennes? El ignora la parte directa que tuvisteis en aquella desgraciada catástrofe y vos se la reveláis. General, arrojad al fuego vuestro manuscrito; os lo digo así por interés vuestro.»
Imbuido en las máximas gubernamentales; del imperio, creía el duque de Rovigo que estas máximas convenían asimismo al trono legítimo; tenía la convicción de que su folleto le abriría la puerta de las Tullerías.
A la luz de este escrito podrá la posteridad ver dibujarse aquellos enlutados fantasmas. Quise ocultar al culpable que vino durante la noche a pedirme un asilo, pero no acepté la hospitalidad de mi hogar.
Mr. de Rovigo describe la marcha de Mr. Causaincourt, a quien no nombra; habla del rapto de Ettenheim, del viaje del prisionero a Estrasburgo y de su llegada a Vincennes. Después de una expedición sobre las costas de Normandía, el general Savary volvió a Malmaison. A las cinco de la tarde del 19 de marzo, 1804, fue llamado por el primer cónsul, quien le entregó una carta cerrada para que se la entregase al general Murat, gobernador de París. Corre a casa del general, halla al ministro de Negocios extranjeros, recibe la orden de incorporarse a la gendarmería de preferencia, y de marchar con ella a Vincennes. Llega a aquel punto a las ocho de la noche, y ve llegar a los individuos de la comisión. Penetra de seguida en la sala en que se juzgaba al príncipe, el día 21 a la una de la madrugada, y toma asiento detrás del presidente.
Da cuenta de las respuestas del duque de Enghien, poco más o menos como las refiere el proceso verbal en su única sesión. Me contó que el príncipe, después de haber dado sus últimas explicaciones, se quitó repentinamente la gorra que llevaba, la colocó sobre la mesa, y como un hombre que entrega resignadamente su vida, dijo al presidente: —«Señor nada más tengo que decir.»
Mr. de Rovigo insiste en que la sesión no tuvo nada de misteriosa: «Las puertas de la sala, dice, hallábanse abiertas para todos los que podían entrar en ella a aquella hora.» Mr. Dupin había notado ya este descabellado raciocinio. Con este motivo, Mr. Aquiles Roche que parece escribir por inspiración de Mr. De Talleyrand, exclama: «¡Con que la sesión no fue misteriosa! ¡A media noche! ¡Se celebró en la parte habitada del castillo, en la parte habitada de una prisión! ¿Quién, pues, se halló presente a aquella sesión? Los carceleros, los soldados y los verdugos.»
Nadie podía dar pormenores más exactos sobre la hora y el sitio de la ejecución que Mr. De Rovigo: escuchémosle:
«Después de pronunciada la sentencia, me retiré con los oficiales de mi cuerpo, que como yo, habían asistido a los debates, y fui a reunirme a las tropas que se hallaban sobre la explanada del castillo. El oficial que mandaba la infantería de mi legión vino a decirme con una emociona profunda que le pedían un piquete para ejecutar la sentencia de la comisión militar: «Dadle, respondí. —¿Pero adónde debo enviarle?— Adonde no haya peligro de herir a nadie, porque ya a aquella hora los habitantes de París cruzaban el camino para dirigirse a los diferentes mercados.»
«Después de haber examinado detenidamente el terreno, el oficial escogió el foso como sitio el más seguro para no poder nacer daño a nadie. El duque de Enghien fue conducido a él por la escalera de la torre de entrada del lado del parque, y allí se le leyó la sentencia, que fue ejecutada.»
Al pie de este párrafo se halla la siguiente nota del autor de la memoria; «En el intervalo que media entre la sentencia y su ejecución se había abierto una huesa: lo que ha dado lugar a que se diga que la huesa se había abierto antes de la sentencia.»
Desgraciadamente las inadvertencias en este punto son lastimosas: «¡Mr. De Rovigo pretende, dice Mr. Aquiles Roche, apologista de Talleyrand, que él no hizo más que obedecer; ¿quién le transmitió, pues, la orden de ejecución? Parece que fue un tal Mr. Delga, muerto en Wagran. Pero, fuese o no Mr. Delga, si Mr. Savary se equivoca al citarnos a Mr. Delga, nadie reclamará seguramente hoy día la gloria que se le atribuye a este oficial. Acusan a Mr. De Rovigo de haber precipitado esta ejecución, y responde que él no fue, sino un hombre que ha muerto, el cual dijo que había recibido ordenes para la inmediata ejecución de la sentencia.»
El duque de Rovigo no está muy feliz hablando de la ejecución, que dice tuvo lugar de día; además de que esto, no modificando el hecho, no hacia más que quitarle un hachón al suplicio.
«A la hora en que el sol sale al aire libre ¿había necesidad, dice el general, de un farol, por ventura, para ver a un hombre a seis pasos? No es decir, añade, que el sol estuviese claro y sereno: como durante toda la noche había estado cayendo una lluvia menuda, quedaba aun una niebla húmeda que retardaba su aparición. La ejecución se verificó a las seis de la mañana, y el hecho está atestiguado por documentos irrecusables.»
Y el general no indica ni menciona estos documentos. La marcha del proceso demuestra que el duque de Enghien fue juzgado a las dos de la mañana y fusilado en seguida. Estas palabras dos de la mañana, escritas al margen de la primera minuta de la sentencia, se hallan después borradas en la misma. El proceso verbal de la exhumación prueba por la deposición de los tres testigos Mme. Bon, el Sr. Godard y el Sr. Bounelet (este había ayudado a abrir la huesa), que la ejecución se efectuó de noche. Mr. Dupin, mayor, cita la circunstancia de un farol colgado delante del pecho del duque de Enghien para servir de blanco, o bien sostenido para el mismo objeto por una mano segura; por la del príncipe. Se ha hablado mucho de una gran piedra sacada de su sepulcro, con la que probablemente aplastaron la cabeza del paciente. En fin, el duque de Rovigo, según decían, habíase vanagloriado de poseer algunos despojos del holocausto; aun yo mismo he dado crédito a esos rumores; pero los documentos legales prueban que no eran fundados.
Según el proceso verbal, fecha del miércoles 20 de marzo de 1816, los médicos y cirujanos encargados de la exhumación del cuerpo, reconocieron que la cabeza se hallaba magullada, que la mandíbula superior, enteramente separada de los huesos de la cara, estaba guarnecida de doce dientes; que la mandíbula inferior, fracturada en la parte media, estaba dividida en dos, y no presentaba sino tres dientes. El cuerpo se hallaba tendido boca abajo, con la cabeza más baja que los pies, y tenía una cadena de oro rodeada a las vértebras del cuello.
En el segundo proceso verbal de exhumación (en la misma fecha, 20 de marzo de 1816) el proceso verbal general, asegura que se halló con los restos del esqueleto una bolsa de tafilete, que contenía once monedas de oro, otras setenta del propio metal envueltas en cartuchos lacrados, cabellos, restos de los vestidos y pedazos de la gorra, que conservaban los agujeros de las balas.
De modo que Mr. de Rovigo no pudo recoger ningún despojo; la tierra que los contenía los ha devuelto, y ha demostrado la probidad del general; no se ató ningún farol ante el pecho del príncipe, pues se hubieran encontrado los fragmentos lo mismo que se hallaron los pedazos de la gorra, ni se halló en el sepulcro piedra alguna; la descarga del piquete, a seis pasos, ha sido suficiente para destrozar la cabeza, para separar la mandíbula superior de los huesos de la cara, etc. No faltaba a este sarcasmo de las vanidades humanas más que la inmolación de Murat, gobernador de París; la muerte de Bonaparte cautivo, y esta inscripción grabada sobre el ataúd del duque de Enghien:
«Aquí yace el cuerpo del muy alto y poderoso príncipe de la sangre, par de Francia, muerto en Vincennes el 21 de marzo de 1804, a la edad de treinta y un años, siete meses y diez y nueve días.» El cuerpo eran unos huesos destrozados y secos; el alto y poderoso príncipe era unos cuantos fragmentos del esqueleto de un soldado; ni una sola palabra que recuerde aquella catástrofe, ni una queja en aquel epitafio grabado por una familia tan afligida; ¡efecto portentoso del respeto que el siglo tiene por las obras y por las susceptibilidades revolucionarias! También se apresuraron a hacer desaparecer la capilla mortuoria del duque de Berry.
¡Cuántas miserias! Borbones que habéis regresado inútilmente a vuestros palacios, y no os ocupasteis de otra cosa que de exhumaciones y de funerales; vuestra vida ha pasado; ¡Dios lo ha querido así! La antigua gloria de Francia pereció delante de la sombra del gran Condé en un foso de Vincennes, tal vez en el mismo sitio en que Luis IX, a quien se aproximaban como a un santo, «se sentaba bajo una encina, y donde todos los que deseaban algo de él se acercaban a hablarle sin los obstáculos de la etiqueta ni de otra especie, y cuando notaba alguna cosa vituperable en las palabras de los que hablaban por otros, él mismo la enmendaba, y todos los que tenían que hablarle, le hablaban a su alrededor.» (Joinville.)
El duque de Enghien pidió hablar a Bonaparte. ¡Deseaba alguna cosa de él, y no fue escuchado! ¿Quién desde el borde del revellín contemplaba en el fondo del foso aquellas armas, aquellos soldados apenas iluminados por una linterna en medio de las nieblas y de las sombras, como en la noche eterna? ¿Dónde estaba colocado el farol? ¿El duque de Enghien tenía abierta a sus pies la sepultura? ¿Fue obligado tal vez a saltarla para ponerse a la distancia de seis pasos, mencionada por el duque de Rovigo?
Se ha conservado una carta del duque de Enghien, escrita a la edad de nueve años, a su padre el duque de Borbón, dice así: «¡Todos los Enghien son dichosos, el de la batalla de Cerisoles; el que ganó la batalla de Rocroy: yo espero serlo también!»
¿Es cierto que se le negó un sacerdote a la víctima? ¿Es verdad que solo con mucho trabajo pudo hallar una persona que se encargase de llevar a una mujer la última prenda de su amor? ¿Qué importaba a los verdugos un sentimiento de piedad o de ternura? ¡Ellos estaban allí para matar, el duque de Enghien para morir!
El duque de Enghien se había casado en secreto por medio de un sacerdote, con la princesa Carlota de Rohan; en aquellos tiempos en que la patria andaba errante, un hombre, a causa de su elevación misma, hallábase esclavizado por mil exigencias políticas; para disfrutar de los derechos que la sociedad pública concede a todo el mundo, se veía obligado a ocultarse. Aquel matrimonio legítimo, conocido hoy día, realza aun más el brillo de aquel trágico fin, sustituye la gloria del cielo al perdón del cielo: la religión perpetúa la pompa de la desgracia, cuando después de consumada la catástrofe, se alza una cruz en el sitio desierto.
CHANTILLY, noviembre de 1838.
Mr. de Talleyrand.
Mr. de Talleyrand, según el folleto de Mr. de Rovigo, presentó una memoria justificativa a Luis XVIII: esta memoria, que yo no he visto, y que debía ilustrar todos los hechos, no ilustraba ninguno. En 1820, nombrado ministro plenipotenciario en Berlín, desenterré de los archivos de la embajada una carta del ciudadano Laforest, escrita al ciudadano Talleyrand, con motivo de los sucesos del duque de Enghien. Esta carta enérgica es tanto más honorífica para su autor, cuanto que no temía éste comprometer su carrera sin recibir recompensa de la opinión pública, debiendo permanecer ignorado el hecho.
Mr. de Talleyrand recibió la lección, y calló: a lo menos nada hallé suyo en los mismos archivos concerniente a la muerte del príncipe. El ministro de Negocios extranjeros había enviado a decir el 2 ventoso al ministro del elector de Baden: «Que el primer cónsul había creído deber dar órdenes a los destacamentos de que marchasen a Offembourg y a Ettenheim para apoderarse en estos puntos de instigadores de conspiraciones inauditas, que por su naturaleza colocan fuera del derecho de gentes a todos aquellos que manifiestamente han tomado parte en ellas.»
Un pasaje de los generales Gourgaud, Montholan, y del doctor Ward presenta en escena a Bonaparte: «Mi ministro, dice éste, me representó con mucha eficacia que era menester apoderarse del duque de Enghien, aunque se hallase en un territorio neutral. Pero yo vacilaba todavía, y el príncipe de Benevento me trajo por dos veces la orden de prisión para que yo la firmase. Sin embargo, hasta después de convencerme de la urgente necesidad de aquel acto, no me decidí a firmarla.»
Según el Memorial de Santa Elena, se le escaparon a Bonaparte estas palabras: «El duque de Enghien se comportó ante el tribunal con gran valor. A su llegada a Estrasburgo me escribió una carta; esta carta fue remitida a Talleyrand, quien la conservó hasta después de la ejecución.»
No doy mucho crédito a la existencia de semejante documento: creo más bien que Napoleón haya transformado en carta la petición que hizo el duque de Enghien para hablar al vencedor de Italia, o mejor las pocas líneas que expresaban este deseo que el príncipe escribió de su mano antes de firmar el interrogatorio sufrido ante el relator. Sin embargo, aunque esta carta no se haya encontrado, no por eso sería imposible que hubiese sido escrita. «Yo supe, dice el duque de Rovigo, que en los primeros días de la restauración en 1814, uno de los secretarios de monsieur de Talleyrand estuvo haciendo minuciosas pesquisas en los archivos bajo la galería del Museo. He sabido eso por el que recibió la orden de franquearle la entrada. Lo mismo hizo en el depósito de la Guerra, con respecto a las actas del proceso del duque de Enghien, del que no queda más que la sentencia.»
El hecho es cierto: todos los papeles diplomáticos» y en particular la correspondencia de Mr. de Talleyrand con el emperador y el primer cónsul, fueron transportados de los archivos del Museo al palacio de la calle de San Florentino: una gran parte fue destruida, el resto metido dentro de una estufa, a la que sin duda se olvidaron prender fuego: la prudencia del ministro no pudo ir más allá contra la ligereza del príncipe. —Los documentos que se escaparon de la quema fueron hallados; hubo alguno que creyó deberlos conservar; he tenido en mis manos, y he leído con mis ojos una carta de Mr. de Talleyrand; está fechada el día 8 de marzo de 1804, y es relativa al arresto aún no consumado del duque de Enghien. El ministro incita al primer cónsul a ensañarse contra sus enemigos. No me permitieron conservar esta carta, y solamente recuerdo de ella estos dos pasajes. «Si la justicia obliga a castigar rigorosamente, la política exige que se castigue sin excepción... Indicaré al primer cónsul a Mr. de Caulaincourt, a quien podrá dar sus ordenes, y que las ejecutará con tanta discreción como fidelidad.»
¿Este documento del príncipe de Talleyrand aparecerá completo algún día? Lo ignoro, pero lo que si sé es que existía aun hace dos años. Hubo una deliberación del consejo para la prisión del duque de Enghien. Cambaceres, en sus Memorias inéditas, asegura, y yo lo creo, que se opuso a esta prisión; pero refiriendo lo que él dijo, no nos refiere lo que le contestaron.
Hubo una deliberación del consejo para la prisión del duque de Enghien, Cambaceres, en sus Memorias inéditas, asegura, y yo lo creo, que so opuso a esta prisión; pero refiriendo lo que él dijo, no nos refiere lo que le contestaron.
Por lo demás, el Memorial de Santa Elena niega las súplicas de perdón que Bonaparte tuvo que escuchar. La pretendida escena de Josefina pidiendo de rodillas el perdón del duque de Enghien, agarrándose a la ropa de su inexorable marido y dejándose arrastrar por él, es una de esas invenciones de melodrama, con las cuales nuestros jabalislas forman hoy la verdadera historia. Josefina ignoraba el 19 de marzo por la noche que debiera ser juzgado el duque de Enghien, sabiendo únicamente que se hallaba preso, había prometido a Mme. de Remusat interesarse por la suerte del príncipe. Al tiempo de volver ésta con Josefina a Malmaison el 19 por la noche, notó que la futura emperatriz, en vez de hallarse exclusivamente ocupada del peligro del prisionero de Vincennes, sacaba muy a menudo la cabeza por la ventanilla del carruaje para ver a un general que venía en su comitiva: la coquetería de una, mujer había dirigido a otra parte el pensamiento de la que podía únicamente salvar la vida del duque de Enghien. El día 21 de marzo fue cuando únicamente Bonaparte dijo a su esposa: «El duque de Enghien ha sido fusilado.»
Estas Memorias de Mr. de Remusat, a quien he conocido, eran sumamente curiosas en cuanto a las interioridades de la corte imperial. El autor las quemó durante los cien días, y después las volvió a redactar, y no son otra cosa que recuerdos reproducidos por recuerdos; el colorido se ha debilitado algo, pero Bonaparte se ve siempre en ellas tal como es, y juzgado con imparcialidad.
Personas afectas a Napoleón dicen que este no supo la muerte del duque de Enghien, sino después de la ejecución del príncipe: esto parecería confirmado en algún modo por la anécdota referida por el duque de Rovigo, concerniente a Real cuando iba a Vincennes, si esta anécdota fuese verdadera. La muerte, llevada a cabo por intrigas del partido revolucionario, fue aprobada por Napoleón después de consumada, para no irritar a hombres que creía poderosos; pero esta ingeniosa explicación no es admisible.
Participación de cada uno.
Resumiendo ahora todos estos hechos, he aquí la que yo he venido a sacar de positivo.
Bonaparte quiso la muerte del duque de Enghien; nadie le había impuesto como condición esta muerte para subir al trono. Esta supuesta condición es una de las sutilezas de los hombres políticos, que pretenden en todo hallar causas ocultas.— Sin embargo, es muy posible que algunos hombres comprometidos viesen con placer al primer cónsul separarse para siempre de los Borbones. El acto de Vincennes fue asunto del temperamento violento de Bonaparte, un acceso de fría cólera alimentado por las sugestiones de su ministro.
Mr. de Caulaincourt solo es culpable de haber ejecutado la orden de prisión.
Murat solo tiene que echarse en cara el haber trasmitido órdenes, y el no haber tenido la resolución necesaria para retirarse; no se halló en Vincennes durante el enjuiciamiento.
El duque de Rovigo se halló encargado de la ejecución, y tenía probablemente una orden secreta.— El general Hulin lo cree así: ¿quién hubiera cargado con la responsabilidad de ejecutar inmediatamente una sentencia de muerte contra el duque de Enghien sin una orden superior?
En cuanto a Mr. de Talleyrand, sacerdote y caballero, él fue quien inspiró y preparó el asesinato, inquietando a Bonaparte sin cesar: temía la vuelta de la legitimidad. Sería posible, recopilando lo que Napoleón dijo en Santa Elena, y las cartas del arzobispo de Autun, el probar que tomó una parte muy activa en la muerte del duque de Enghien. En vana se objetaría que la frivolidad, el carácter y la educación del ministro debían impedirle esta violencia, que la corrupción debería privarle de la energía necesaria; no por eso seria menos probable que él fue quien decidió al cónsul a la fatal prisión. La prisión del duque de Enghien verificada el 15 de marzo no era ignorada de Mr. de Talleyrand; diariamente conversaba con Bonaparte en el tiempo trascurrido entre el arresto y la ejecución. Mr. de Talleyrand, ministro instigador, se arrepintió. ¿Dijo al primer cónsul una sola palabra en favor del desgraciado príncipe? Lógico es el creer que aprobó la ejecución de la sentencia.
La comisión militar sentenció al duque de Enghien, pero con dolor y con arrepentimiento.
Tal es, concienzuda, imparcial y estrictamente la parte que corresponde a cada uno. Mi suerte se ha aliado demasiado ligada a esta catástrofe para que no trate yo de iluminar sus tinieblas y exponer sus menores detalles. Si Bonaparte no hubiese muerto al duque de Enghien; si él me hubiera catequizado cada vez más (cosa a que seguramente se inclinaba) ¿qué hubiera sucedido? mi carrera literaria hubiera terminado: entrando repentinamente en la carrera política, en la que he probado lo que hubiera podido hacer, en la guerra de España me hubiera hecho rico y poderoso. La Francia hubiera podido ganar en mi unión al emperador, pero yo hubiera perdido seguramente. Tal vez hubiera llegado a mantener algunas ideas de libertad y de moderación en la cabeza del grande hombre; pero mi vida, colocada entre las que se tienen por dichosas, se hubiera visto privada e lo que ha engendrado en ella el carácter y el honor: la pobreza, la lucha y la independencia.
CHANTILLY, noviembre de 1838.
Bonaparte: sus sofismas y sus remordimientos.
Finalmente el principal acusado se alza después de los demás, y cierra la marcha de los penitentes ensangrentados. Supongamos que un juez haga comparecer ante él al llamado Bonaparte, lo mismo que el capitán instructor hizo comparecer al llamado de Enghien; supongamos que nos queda la minuta del último interrogatorio calcado sobre el primero; comparad y leed:
Al preguntarle su nombre y apellido, respondió llamarse Napoleón Bonaparte.
Peguntado en donde residió desde su salida de Francia, respondió:
—En las Pirámides, en Madrid, en Berlín, en Viena, en Moscú, en Santa Elena.
Preguntado por el grado que tenía en el ejército, respondió:
—Comandante de la vanguardia de los ejércitos de Dios.
Ninguna otra respuesta sale de la boca del acusado.
Los diferentes actores de esta tragedia se han atacado mutuamente; Bonaparte tan solo no hace recaer las faltas sobre nadie, conserva su grandeza bajo el peso de la maldición; no dobla su cabeza y permanece de pie, exclamando como el estoico: «¡Dolor, jamás confesaré que seas un mal!» Pero lo que su orgullo no le consiente confesar a los vivos hállase obligado a confesarlo a los muertos. Este Prometeo, con el buitre sobre el seno, usurpador del fuego del cielo, se creía superior a todo, y se ve obligado a responder al duque de Enghien, a quien ha reducido al polvo antes de tiempo: el esqueleto, trofeo sobre el cual se ha agitado, le interroga y le domina por una necesidad divina.
El servilismo del ejército, la antecámara y la tienda de campaña, tenían sus representantes en Santa Elena: un servidor muy apreciable por su fidelidad al amo que había elegido, fue a colocarse al lado de Napoleón, como un eco, a su servicio. La sencillez repetía la fábula, dándola un acento de sinceridad. Bonaparte era el Destino: lo mismo que él, engañaba con las formas a los espíritus fascinados; pero en el fondo de la impostura se oía resonar la inexorable verdad: «¡Yo soy!» Y el universo gimió bajo su peso.
El autor de la obra más acreditada sobre Santa Elena, expone la teoría que Napoleón inventó en favor de los asesinos: el desterrado voluntario admite como palabras del Evangelio una charlatanería homicida de muchas pretensiones que podría explicar únicamente la vida de Napoleón tal como él la quería presentar, y tal como quería que se escribiese. Dejaba sus instrucciones a sus neófitos: el conde de las Casas aprendía sin saberlo su lección; el gran cautivo, errante por los solitarios senderos, arrastraba tras sí a su crédulo adorador con sus mentiras, lo mismo que Hércules suspendía a los hombres de su boca con cadenas de oro.
«La primera vez dice el honrado chambelán, que oí a Napoleón pronunciar el nombre del duque de Enghien, me puse encendido como la grana. Afortunadamente iba yo detrás de él por un sendero estrecho, pues de otro modo no hubiera dejado de notarlo. Sin embargo, cuando por la vez primera desenvolvió el conjunto de este acontecimiento con todos sus detalles y sus accesorios, cuando expuso los diferentes motivos con su lógica estricta, luminosa y atractiva, debo decir que el asunto tomó a mis ojos un aspecto enteramente nuevo... El emperador habló muchas veces de él, lo que me hizo descubrir en su persona rasgos característicos muy pronunciados. He podido con este motivo ver en él muy distintamente y en diversas ocasiones, al hombre privado batallando con el hombre público, y los sentimientos naturales de su corazón en oposición con su orgullo y con la dignidad de su posición. En el abandono de la intimidad no se mostraba indiferente a la suerte del desgraciado príncipe; pero en cuanto se hallaba en público, era ya otra cosa. Un día, después de haber hablado conmigo de la suerte y de la juventud de aquel desgraciado, concluyó diciendo: «Después supe que me apreciaba; me han asegurado que hablaba de mí con cierta admiración, y sin embargo, he aquí la justicia distributiva de este ¿mundo!» Y estas, últimas palabras fueron dichas con tal expresión, toda su fisonomía se hallaba tan en armonía con ellas, que si el que deploraba napoleón hubiese estado entonces en su poder, seguramente que cualesquiera que fuesen sus intenciones o sus actos, hubiera sido perdonado inmediatamente... El emperador tenía costumbre de considerar este suceso bajo dos puntos de vista muy diferentes: el del derecho común, o sea el de la justicia establecida y el del derecho natural, o de los extravíos de la violencia.
«Entre nosotros, y hablando familiarmente, Napoleón decía, que la falta en su esencia podía muy bien atribuirse a un exceso de celo; pero que en lo exterior solo a miras privadas o a misteriosas intrigas. Decía haber sido impulsado inopinadamente; que habían sorprendido, por decirlo así, sus ideas, precipitado sus disposiciones, encadenado sus resultados. «Seguramente, exclamaba, si hubiese yo sido instruido a tiempo de ciertas particularidades concernientes a las ideas y carácter del príncipe; si sobre todo hubiese visto la carta que me escribió y que no me remitieron, sabe Dios por qué, seguramente hubiera perdonado. Y era muy fácil advertir que únicamente el corazón y la naturaleza dictaban estas palabras al emperador, y esto solo hablando en familia, porque se hubiera creído humillado de que se pudiese creer un solo momento que procuraba echar la culpa a otro o que se bajaba hasta el punto de justificarse; su temor en este punto, o más bien su susceptibilidad, eran tales, que hablando a personas extrañas o escribiendo sobre este asunto para el público, se circunscribía a decir que si hubiese tenido conocimiento de la carta del príncipe, tal vez le hubiese perdonado, vistas las grandes ventajas políticas que de ello hubiera podido sacar; y trazando con su mano sus últimos pensamientos, que él supone deber ser consagrados a sus contemporáneos y a la posteridad, dice sobre este asunto, que confiesa ser uno de los más delicados, que si se hallase aun en las mismas circunstancias, volvería a hacer lo que hizo.»
Este trozo, en cuanto al escritor, tiene todos los caracteres de la más completa sinceridad, esta brilla hasta en la frase en que el conde de las Casas declara que Bonaparte hubiera perdonado inmediatamente a un hombre que no era culpable. Pero las teorías del jefe son sutilezas, a favor de las cuales se esfuerzan en conciliar lo que es irreconciliable. Haciendo distinción del derecho común o de la justicia establecida, y del derecho natural o de los arrebatos de la violencia, Napoleón creía escudarse con un sofisma que de nada le servía: no podía someter la conciencia del mismo modo que había sometido el mundo. Hay una flaqueza natural en los espíritus grandes y en los pequeños cuando se comete una alta, que es el querer hacerla pasar por la obra del genio, o por una vasta combinación que el vulgo no puede comprender. El orgullo dicta todas estas cosas, y los tontos las creen. ¿Bonaparte miraba sin duda como el signo de un talento dominador esta sentencia que él anuncia en calidad de hombre grande? ¡He aquí la justicia distributiva de este mundo! ¡Ternura verdaderamente filosófica! ¡Qué imparcialidad! ¡Cómo justifica, escudándose con el destino el mal emanado de nosotros! Se cree subsanarlo lodo cuando se dice: «¡Cómo ha de ser! eso estaba en mi naturaleza; es dependiente de la flaqueza humana.» Cuando se ha quitado la vida a un padre, se diría: «¡Dependía de mi predisposición!» Y el vulgo se queda con la boca abierta, y se examina el cráneo de este gran hombre y se le encuentra esta predisposición! ¿Se debe por ventura, tolerar el ser de este modo? Seria el mundo un caos, si todos los hombres que tienen ciertas predisposiciones quisieran dominarse unos a otros. Cuando no se pueden borrar los errores, se los diviniza; hácese un dogma de los crímenes, y se cambian en religión los sacrilegios, juzgando una apostasía el renunciar al culto de sus iniquidades.
Lo que se deduce de todo lo que va dicho.— Enemistades suscitadas por la muerte del duque de Enghien.
La vida de Bonaparte suministra una gran lección. Dos actos criminales han preparado y perpetrado su caída; la muerte del duque de Enghien y la guerra de España. Por más que él haya querido ahogarles en su gloria, ellos han subsistido para perderle. Pereció por el lado que se juzgaba fuerte, profundó, invendible, cuando violaba las leyes de la moral, descuidando y despreciando su verdadera fuerza, esto es, sus cualidades superiores en el orden, en la equidad. Mientras que se limitó a atacar la anarquía y a los extranjeros enemigos de la Francia, llevó consigo la victoria; pero se vio despojado de su fuerza en el momento en que marchó por un mal camino: el cabello cortado por Dalila no representa otra cosa que la pérdida de la virtud. El crimen lleva consigo una incapacidad radical y un germen de desgracia; practiquemos, pues, el bien, si queremos ser felices, y seamos justos para ser sabios.
En prueba de esa verdad, nótese que en el momento de la muerte del príncipe empezó la disidencia que, creciendo en razón de la mala fortuna, provocó la caída del que llevó a cabo la tragedia de Vincennes. El gabinete de Rusia con motivo del arresto del duque de Enghien, dirigió enérgicas representaciones contra la violación del territorio del imperio. Bonaparte sintió el golpe, y respondió en El Monitor con un artículo sangriento que recordaba la muerte de Pablo I. En San Petersburgo habíanse celebrado honras fúnebres por el joven Condé. Sobre el cenotafio se leía: «Al duque de Enghien quem devaavit bellua corsica.» Ambos poderosos adversarios se reconciliaron pronto, al menos en apariencia; pero la mutua herida que había abierto la política y dilatado el insulto quedó siempre en el corazón; Napoleón no se creyó vengado hasta que fue a descansar a Moscú: Alejandro no se vio satisfecho hasta que entró en París.
El odio del gabinete de Berlín provino del mismo origen; hablo aquí de la noble carta de Mr. de Laforest, es la que contaba a Mr. de Talleyrand el efecto producido por el asesinato del duque de Enghien en la corte de Postdam. Mme. Staël se hallaba en Prusia, cuando llegó la nueva de Vincennes. «Estaba yo en Berlín, dice, sobre el muelle de la Spree, y mí habitación era un cuarto bajo. Una mañana, a eso de las ocho, me despertaron, para decirme que el príncipe Luis Femando se hallaba a caballo al pie de mis ventanas, y que me suplicaba fuese a hablarle.— ¿Sabéis me dijo, que el duque de Enghien ha sido arrancado del territorio de Baden, entregado a una comisión militar y fusilado veinte y cuatro horas después de su llegada a París? —¡Que locura! le conteste: ¿no conocéis que los que hacen circular esos rumores son los enemigos de la Francia?— En efecto, lo confieso; por grande que fuese mi rencor contra Bonaparte, no llegaba a hacerme creer en la posibilidad de una infamia semejante.— Puesto que dudáis de lo que os digo, me respondió el príncipe Luis, os enviaré El Monitor, en el que podréis leer la sentencia; y dichas estas palabras, partió; la expresión de su fisonomía presagiaba la venganza o la muerte. Un cuarto de hora después tuve en mis manos El Monitor del 21 de marzo (30 pluvioso), que contenía una sentencia de muerte, pronunciada por la comisiona militar residente en Vincennes, contra el llamado Luis de Enghien. ¡Así es como los franceses nombraban al nieto de los héroes que han hecho la gloria de su patria! Aun cuando se abjurasen todas las preocupaciones del ilustre nacimiento que la vuelta de las formas monárquicas debían necesariamente renovar, ¿es posible blasfemar de ese modo de los recuerdos de la batalla de Lens y de la de Rocroy? Ese mismo Bonaparte que tantas batallas ha ganado, no sabe ni aun respetarlas; para él no hay ni pasado ni porvenir; su alma imperiosa y llena de arrogante desprecio no reconoce nada de lo consagrado por la opinión; no admite el respeto sino hacia la fuerza existente. El príncipe Luís; me escribía empezando su carta por estas palabras: «El llamado Luis de Prusia desea preguntar a Mme. de Staël, etc.» Resentíase de la injuria hecha a la sangre real a que él pertenecía, al recuerdo de los héroes entre los cuales aspiraba ardientemente a colocarse. ¿Cómo después de este horroroso atentado han podido unirse a un hombre como ese un solo rey de Europa? ¿Se dirá que obligado por la imperiosa necesidad? Hay un santuario en el alma, donde jamás debe penetrar su imperio; si así no fuese, ¿qué seria la virtud sobre la tierra? Un entretenimiento que no convendría sino a los tranquilos placeres de los hombres privados.»
Este resentimiento del príncipe, que debía pagar con la vida, duraba aun cuando se abrió la campaña de Rusia en 1805. Federico Guillermo dice en su manifiesto del 9 de octubre: «Los alemanes no han vengado la muerte del duque de Enghien; pero nunca, el recuerdo de este atentado se borrará de su memoria.»
Estos pormenores históricos, poco apreciados merecían serlo sin embargo, porque ellos explican las enemistades cuya causa seria difícil encontrar en otra parte, y manifiestan al mismo tiempo los escalones porque la Providencia conduce el destino de un hombre, para llegar desde la culpa al castigo.
Un artículo del Mercurio.— Cambio en la vida de Bonaparte.
¡Dichosa mi vida, que no fue a lo menos turbada por el miedo ni atacada del contagio, ni arrastrada por los malos ejemplos! La satisfacción que experimentó hoy por lo que entonces hice me confirma más y más en que la conciencia no es una quimera, más contento que todos estos potentados, que todas esas naciones rendidas a los pies del glorioso soldado, repaso con un orgullo disimulable esta página que me ha quedado como mi único bien, y que a nadie debo sino a mí. En 1807 con el corazón conmovido aun por el atentado que acabo de referir, escribía yo las siguientes líneas: ellas hicieron suspender la publicación del Mercurio y expusieron nuevamente mi libertad.
«Cuando en el silencio de la abyección no se oye más que el ruido de la cadena del esclavo y la voz del delator; cuando todo tiembla ante el tirano, siendo tan peligroso incurrir en su favor como en su desgracia, el historiador parece encargado de la venganza de los pueblos. En vano prospera Nerón; Tácito había ya nacido en tiempo del imperio; crece desconocido al lado de las cenizas de Germánico, y ya la equitativa Providencia ha entregado a un hijo oscura la gloria del señor del mundo. Si el papel de historiador es hermoso, está sin embargo, rodeado de peligros con frecuencia; pero hay altares, como el del honor, que aunque abandonados, reclaman todavía sacrificios: el dios no se ha aniquilado, aunque su templo se halle desierto. En cualquier parte en que quede a la justa causa una probabilidad, por pequeña que sea, debe probarse fortuna, sin que esto pueda llamarse heroísmo; las acciones magnánimas son aquello cuyo resultado previsto es la desgracia y la muerte. ¿Qué importan los reveses, si nuestro nombre, pronunciado por la posteridad, va a hacer latir un corazón generoso dos mil años después de nuestra vida?»
La muerte del duque de Enghien, introduciendo un principio nuevo en la conducta de Bonaparte, descompuso su recta inteligencia. Se vio precisado a adoptar, para que le sirvieran de escudo, máximas en que no tuvo a su disposición la fuerza entera, porque las farseaba a cada paso por su gloria y por su genio. Hízose sospechoso; causó miedo; perdiose la confianza que sé había puesto en él y en su destino; viose obligado a conocer, ya que no a buscar hombres que no hubiera conocido jamás, y que por su influencia se creían sus iguales: el contagio de su llaga se extendía por todo su cuerpo. No se atrevía a acriminar a estos hombres, porque había perdido la libertad de acriminar. Sus grandes cualidades permanecieron las mismas; pero sus buenas inclinaciones se alteraron y no sostuvieron a aquellas; con la corrupción de aquella marcha original se deterioró su naturaleza. Dios mandó a sus ángeles que alteraran la armonía del universo, que cambiaran sus leyes, y le inclinaran sobre sus polos:
«Los ángeles, dice Milton, impelieron oblicuamente el centro del mundo... el sol recibió la orden de invertir su curso sobre el camino del ecuador... Los vientos desgajaron los árboles y trastornaron los mares.»
They with labor push‘d
Oblique the centrie globe... the sun
Vas bid turn reins from the equinoctial road.
(Winds;).
... redn d the woods, and seas upturn.
Abandono de Chantilly.
Las cenizas de Bonaparte, ¿serán exhumadas como lo han sido las del duque de Enghien? Si hubiese yo podido hacerlo, esta última víctima dormiría aun sin honores en el foso del castillo de Vincennes. Este excomulgado debiera haber sido abandonado, según Raimundo de Tolosa, en un ataúd abierto; la mano de ningún hombre debiera haber osado cubrir bajo una tabla al testigo de los juicios incomprensibles y de la cólera de Dios. El esqueleto abandonado del duque de Enghien y la tumba desierta de Napoleón en Santa Elena formarían una pendiente inversa; nada habría más conmemorativo que estos restos, unos frente a los otros, a los dos extremos de la tierra.
Al menos el duque de Enghien no ha quedado en tierra extranjera, como el desterrado de los reyes: éste tuvo cuidado de devolver al otro a su patria; algo cruelmente, es verdad; pero, ¿esto será para siempre? La Francia, en donde tantas cenizas se han esparcido al soplo de la revolución, no guarda fidelidad a los huesos. El anciano Condé, en su testamento, dice que no se halla seguro del país que habitará el día de su muerte ¡Oh Bossuet! ¡Qué no hubierais añadido a la obra maestra de vuestra elocuencia si cuando hablabais del ataúd del gran Condé hubieseis podido penetrar en el porvenir!
Aquí mismo, en Chantilly; fue donde nació el duque de Enghien. Luis Antonio Enrique de Borbón, nacido en 2 de agosto de 1772 en Chantilly, dice la sentencia de muerte. Sobre estos prados jugó durante su infancia; la huella de sus pasos se ha borrado. Y el vencedor de Friburgo, de Nordlingen, de Lens, de Senef, ¿a dónde ha ido con sus manos victoriosas, ahora desfallecidas? Y sus descendientes, el Condé de Johannisberg y de Bersthein, y su hijo y su nieto, ¿dónde están? Ese castillo, esos jardines, esos surtidores de agua, que no se callaban de día ni de noche, ¿qué se han hecho? Estatuas mutiladas; leones de los que se restauran a cada paso las garras o las mandíbulas; trofeos de armas esculpidos en un muro ruinoso, escudo de flores de lis borradas; cimientos de torres destruidas; algunas galerías de mármol sobre las caballerizas desiertas, en que va no resuenan los relinchos del caballo de Rocroy; al lado de un picadero una elevada puerta no concluida, he aquí lo que queda de los recuerdos de una heroica estirpe: un testamento, anudado por un cordón, ha cambiado los poseedores de aquella herencia.
La selva entera ha sucumbido poco a poco a los devastadores golpes del hacha ¡Oh inútiles memorias mías! Yo no podría deciros ahora:
Qu‘ a Chantilly, Condé vous lise quelque fois;
Qu'Enghin en soit touché