25.

Hombres oscuros, ¿qué somos nosotros al lado de esos hombres ilustres? Desapareceremos para no volver: tú renacerás ¡oh clavellina! que reposas sobre mi mesa, al lado de este papel, y de la que he cogido la pequeña flor tardía entre los brezos; pero nosotros no reviviremos con el solitario perfume que me ha distraído.

Año de mi vida 1804.— Voy a habitar a la calle de Miromesnil.— Verneuil.— Alejo de Tocqueville.— Lo Mesnil.— Mézy.— Mereville.

Desde entonces, separado de la vida activa, pero protegido por la influencia de Mme. Bacciochi contra la cólera de Bonaparte, dejé mi habitación provisional de la calle de Beaume, y fui a habitar a la de Miromesnil. La pequeña habitación que yo alquilé fue ocupada después par Mr. de Lally-Tolendal y madame Denair, su muy amada, como él decía, en tiempo de Diana de Poitiers. Mi jardinillo daba a un almacén de madera, y tenía al lado de mi ventana un gran álamo que Mr. de Lally-Tolendal, a fin de respirar un aire menos húmedo, derribó por sí mismo con su robusta mano, que él veía trasparente y descarnada: esto era una ilusión como otra cualquiera. El empedrado de la calle concluía delante de mi puerta; más adelante la calle, o mejor dicho el camino subía por un terreno desigual, que se llamaba el Cerro de los Conejos. Este terreno sembrado de algunas casas aisladas, terminaba a la derecha en el jardín del Tívoli, punto de donde salí con mi hermano para la emigración; a La izquierda está el jardín de Monncesaux. Paseábame con frecuencia por aquel abandonado parque; la revolución empezó en él, en medio de las orgías del duque de Orleáns: este sitio había sido embellecido con estatuas desnudas de mármol, con ruinas artificiales, símbolo de la política ligera y bordada que iba a cubrir a la Francia de llanto y desolación.

No me ocupaba en nada, todo lo más que hacia era entretenerme en el jardín con algunos abetos, o hablaba del duque de Enghien con tres o cuatro cuervos, a la orilla de un rio artificial, escondido debajo de un tapiz de verde musgo. Privado de mi legación alpina y de mis amistades de Roma, de la misma manera que había sido privado de repente de mis relaciones de Londres, no me sabia que hacer de mi imaginación y de mis sentimientos; colocábalos todas las tardes a la altura del sol, cuyos rayos no podían transpórtalos a los mares. Volvía a mi casa y procuraba dormirme al murmullo de las hojas de mi álamo.

Entre tanto mi dimisión había aumentado mi renombre: un poco de valor sienta siempre, bien en Francia. Algunas personas de la antigua reunión de Mme. de Beaumont me introdujeron en nuevas sociedades.

Mr. de Tocqueville, cuñado de mi hermano y tutor de mis dos sobrinos huérfanos, habitaba el palacio de Mme. de Senazan: en todas partes había herencias de patíbulo. Allí veía crecer a mis sobrinos con sus tres primos, los de Tocqueville, entre los cuales se educaba Alejo, autor de la Democracia en América. Más mimado estaba él en Verneuil que lo había yo sido en Combourg. ¿Será esta la última capacidad que he visto pasar ignorada en embrión? Alejo de Tocqueiville recorrió la América civilizada, de la cual no visité yo más que las selvas.

Verneuil ha cambiado de dueño; ha pasado a manos de Mme. de Saint-Fargeau, célebre por su padre y la revolución que la adoptó por hija.

Cerca de Nantes, en Mesnil, hallábase Mme. de Rosambo: mi sobrino Luis de Chateaubriand se casó allí después con Mlle. de Orglandes, sobrina de Mme. de Rosambo: y a ésta no hace brillar su belleza junto al estanque ni bajo las hayas de su morada, ¡ha pasado ya! Cuando iba desde Verneuil a Mesnil encontraba casi siempre en el camino a Mezy: Mme. de Mezy era una novela encerrada en la virtud y en el amor maternal. Al menos, si su hijo, que cayó desde una ventana y se rompió la cabeza, hubiese podido como las codornices que cazábamos, volar desde allí y refugiarse en la Isla-Bella, isla pequeña del Sena, Coturnioe per stipulas pascens.

Al otro lado de ese Sena, no lejos del Marais, Mme. de Vintimille me presentó a Meneville. Meneville era un oasis emanado de la sonrisa de una musa; pero de una de esas musas que los poetas gaulas llamaban doctas-hadas. Allí fueron leídas las Aventuras de Blanca y de Velleda en presencia de generaciones elegantes, que escapándose unas de otras, como las flores, escuchan hoy las quejas de mis años.

Poco a poco mi inteligencia, fatigada del reposo en mi retiro de Miromesnil, vio aparecer lejanos fantasmas. El Genio del Cristianismo me inspiró la idea de hacer la prueba de esta obra, mezclando personajes cristianos a personajes mitológicos. Una sombra que mucho tiempo después llamé Cimodocea se dibujó vagamente en mi imaginación, aunque todavía sin perfiles bien marcados. Comprendida una vez Cimodocea, me encerré con ella, como tengo siempre costumbre de hacerlo con las hijas de mi imaginación; pero antes de que estas salgan del estado de sueño, y antes de que hayan pasado desde las orillas del Leteo por las puertas de marfil, cambian de forma muchas veces. Si las creo por amor, las destruyo por amor, y el objeto único y querido que luego doy a luz es el producto de mil infidelidades.

Solo un año habité en la calle de Miromesnil, por que fue vendida la casa que yo ocupaba. Arregleme después con la marquesa de Coislin quien me alquiló el sota-banco de su palacio en la plaza de Luis XV.

Mme. de Coislin.

Mme. de Coislin era una señora de modales muy distinguidos; contaba muy cerca de ochenta años, y sus ojos orgullosos y dominantes tenían una singular expresión de talento y de ironía. Mme. de Coislin carecía de ciencia, de lo cual se vanagloriaba; había atravesado el siglo volteriano sin saberlo, y si alguna idea había tenido de él, se redujo a considerarle como una época de cultura popular. No es esto decir que ella hablase nunca de su nacimiento; tenía demasiado talento para incurrir en el ridículo: sabía tratar a sus inferiores sin descender hasta ellos; pero nunca podía olvidar que era hija del primer marqués de Francia. Aunque descendía de Drogon de Nesle, muerto en la Palestina en 1096; de Raoul de Nesle, condestable y que había sido armado caballero por Luis IX; y de Juan II de Nesle, regente de Francia durante la última cruzada de San Luis, Mme. de Coislin decía que esta era una necedad de la fortuna, de que ella no podía hacerse la responsable: pertenecía naturalmente a la corte, como otras más felices pertenecen a la calle; lo mismo que hay yeguas de raza y matalonas de simón: no podía nacer nada contra aquel acaso de la fortuna, y le era preciso soportar el mal con que el cielo había querido castigarla.

¿Estuvo Mme. de Coislin en relaciones con Luis XV? Esto fue lo que nunca me confesó; convenía, sin embargo, en que había sido muy amada; pero siempre pretendió haber tratado con sumo rigor al real amante. «Le vi muchas veces a mis pies, decía, y confieso que tenía unos ojos encantadores y un lenguaje seductor. Me propuso un día regalarme un neceser de porcelana como el que tenía Mme. de Pompadour. —¡Ah señor! exclamé, ¿seria para ocultarme debajo de él?»

Por una singular casualidad vi yo aquel neceser en casa de la marquesa de Cuninghan, en Londres; había sido regalo de Jorge IV, y me lo enseñaba con la más encantadora sencillez.

Mme. de Coislin ocupaba en su palacio una habitación que se abría bajo la columnata que corresponde a la galería del guarda-muebles. Dos marinas de Vernet, que Luis el muy amado había regalado a la noble dama, estaban clavadas sobre una antigua tapicería de raso verde. Mme. de Coislin permanecía hasta las dos en su cama, colgada igualmente de verde, incorporada y recostada sobre almohadas. Una especie de cofia de noche, mal prendida cabeza, dejaba escapar algunos cabellos grises. Enormes arracadas de diamantes montados a la antigua caían sobre las hombreras del sobre-todo de cama, sembrado de tabaco como en tiempo de los elegantes de la Fronda.

A su alrededor y entre la colcha, veíanse esparcidos confusamente una porción de sobres separados de sus cartas, sobre los cuales Mme. de Coislin escribía en todos sentidos sus pensamientos: nunca compraba papel, porque le proveía de él el correo. De vez en cuando una perrita, llamada Lili, sacaba el hocico por bajo de las sábanas, me ladraba por espacio de cinco o seis minutos, y se volvía a esconder refunfuñando bajo la ropa. A este estado había reducido los años a la joven amante de Luis XV.

Mme. de Chateauroux y sus dos hermanas eran primas.de Mme. de Coislin; ésta no hubiera tenido la misma calma que Mme. de Mally, arrepentida y cristiana, cuando respondió a un hombre que la insultaba en la iglesia de San Roque con un dictado poco decoroso: «Amigo mío, puesto que me conocéis; rogad a Dios por mí.»

Mme. de Coislin, avara como lo son muchas personas de talento, amontonaba el dinero en sus arcas. Vivía consumida por la avaricia; cuando la hallaba ocupada en el arreglo de sus interminables cuentas, parecíame estar viendo el avaro Hermócrates, que dictando su testamento, se nombraba a sí mismo por heredero. A pesar de esto, tenía de vez en cuando convidados a su mesa; pero siempre echaba pestes contra el café, que a nadie gustaba, según decía, y que no tenía otro objeto que el de prolongar la comida.

Mme. de Chateaubriand hizo un viaje a Vichy con Mme. de Coislin y el marqués de Nesle; el marqués se adelantaba siempre una jornada, y hacía preparar buenas comidas. Mme. de Coislin, sin embargo, no pedía después más que una media libra de cerezas. Al salir le presentaban una cuenta enorme, y entonces era ella: la buena señora decía que solo había tomado unas cerezas, y el posadero sostenía que en las posadas se acostumbraba pagar la comida, que se comiese o que no.

Mme. de Coislin tenia una religión a su modo; crédula e incrédula, la falta de la fe la hacia burlarse de creencias cuya superstición le causaba miedo. Encontrose una vez con Mme. de Krudner; la misteriosa francesa no se hallaba iluminada sino a beneficio de inventario; no agradó a la ferviente rusa, la que tampoco le agradó a ella. Mme. de Krudner dijo a Mme. de Coislin: «Señora, ¿quién es vuestro confesor interior?— Señora, respondió Mme. de Coislin: no conozco a mi confesor interior; sé únicamente que mi confesor está en el interior de su confesonario.»

Y aquí se separaron ambas mujeres para no volverse a ver.

Mme. de Coislin se vanagloriaba de haber introducido una novedad en la corte: la moda de los rizos flotantes, contra la voluntad de la reina María de Leczinska, mujer muy piadosa, que se oponía a esta peligrosa innovación. Sostenía que en otro tiempo una persona de cierta categoría, jamás se hubiera acordado de pagar al médico. Hablaba contra la abundancia de ropa blanca en las mujeres: «Eso es de señoras de ayer, decía: nosotras las señoras de la corte, solo teníamos dos camisas, que renovábamos conforme se iban usando; íbamos vestidas con trajes de seda, y no teníamos aire de modistas, como las señoritas de hoy día.»

Mme. Suard, que vivía en la calle Real, tenía un gallo, cuyo cauto importunaba a Mme. de Coislin, tanto, que ésta escribió a aquella: «Señora, mandad que corten la cabeza a vuestro gallo.» Mme. Suard devolvió la respuesta siguiente: «Señora, tengo el honor de contestaros que de ninguna manera haré cortarla cabeza a mi gallo.» No pasó de aquí la correspondencia; pero Mme. de Coislin dijo a Mme. de Chateaubriand: «Dios mío, ¡qué tiempo hemos alcanzado! ¡y esa mujer es la hija de Pankoucke, la esposa de ese miembro de la Academia! Ya sabéis quien digo.»

Mr. Henin, antiguo empleado en el ministerio de Negocios extranjeros, y fastidioso como un protocolo, zurcía algunas malas novelas. Leyendo cierto día a Mme. de Coislin una descripción en que una amante llorosa y abandonada pescaba melancólicamente un salmón, la marquesa, que no era aficionada a este pescado interrumpió al autor, diciéndole con un tono muy serio, que le sentaba tan bien: «Mr. Henin, ¿no pudierais hacer que esa enamorada pescase otro pez?»

Las anécdotas que refería Mme. de Coislin no podían retenerse en la memoria, porque no tenían fondo alguno; toda su belleza consistía en la pantomima, en el acento y la expresión de la narradora, y nunca se la veía reír. La oí un diálogo entre Mr. y Madama Jacqueminot, en que estaba inimitable. Cuando en la conversación entre ambos esposos, Mme. de Jacqueminot decía: «¡Pero Mr. Jacqueminot este nombre era pronunciado de una manera tal, que no podía uno menos de soltar la carcajada. Mme. de Coislin entre tanto esperaba gravemente a que concluyese la risa y tomaba un polvo.

Leyendo en un periódico la muerte de muchos reyes, quitose los anteojos, y dijo sonándose: «Se ha declarado una epizootia entre los animales coronados.»

En el momento en que se hallaba próxima a abandonar el mundo, decía no sé quien a la cabecera de su cama que nadie sucumbía sino por su culpa, y que si siempre se estuviera en guardia contra el enemigo, nadie se moriría: «Lo creo, dijo Mme. de Coislin, pero temo mucho padecer una distracción.» Y poco después expiró.

Al día siguiente bajé a su casa; hallé en ella a Mr. y Mme. de Avaray, su hermana y su cuñado, sentados delante de la chimenea, que sobre una pequeña mesa contaban una porción de luises que habían sacado de un escondrijo, encerrados en un gran saco. La pobre difunta estaba allí cerca en su cama y con las cortinas medio descorridas: ya no oía el ruido del oro que hubiera debido despertarla, y que contaban aquellas manos fraternales.

Entre los pensamientos escritos por aquella señora al margen de los impresos o en los sobres de las cartas, hay algunos muy ingeniosos. Mme. de Coislin me había hecho ver lo que quedaba aun de la corte de Luis XV en tiempo de Bonaparte, y después de Luis XVI, así como Mme. de Houdetot me hizo conocer los restos existentes aun en el siglo XIX de la sociedad filosófica.

Viaje a Vichy, a la Auvernia y a Mont-Blanc.

En el verano de 1805 marché a reunirme con Madama de Chateaubriand en Vichy, adonde la había llevado Mme. de Coislin como llevo dicho. No encontré allí a Jussac, a Termes, ni a Flamarin, a quienes Mme. de Sevigné había llevado delante y detrás de sí en 1677: hacía más de ciento veinte años que dormían. Dejé en París a mi hermana, Mme. de Caud, que estaba establecida allí desde el otoño de 1804. Después de una corta estancia en Vichy, Mme. de Chateaubriand me propuso que viajásemos para alejarnos por algún tiempo de los enredos políticos.

En mis obras se han intercalado dos viajes que yo hice entonces a la Auvernia y Mont-Blanc. Después de treinta y cuatro años de ausencia, hombres que no me conocían me hicieron en Clermont la acogida que

se hace a un antiguo amigo. El que se ha ocupado mucho tiempo de los principios de que goza la raza humana en comunidad, tiene amigos, hermanos y hermanas en todas las familias: porque si el hombre es ingrato, la humanidad es agradecida. Para los que se han dejado arrastrar por el renombre y que nunca os han visto, siempre sois el mismo; para ellos siempre tenéis la edad que os han supuesto; su entusiasmo no decae con vuestra presencia, os mira siempre joven y hermoso, como los sentimientos que admiran en vuestros escritos. Cuando era yo niño, allá en mi Bretaña, y oía hablar de la Auvernia, figurábame que era este un país muy remoto, donde se veían cosas extraordinarias, adonde no se podía ir sino corriendo gran riesgo, y caminando bajo la salvaguardia de la Santa Virgen. Nunca puedo mirar sin una especie de tierna curiosidad a esos jóvenes auverneses que van a buscar fortuna por el mundo con una pequeña caja de abeto. Ellos no tienen otra cosa que la esperanza dentro de su caja al bajar de sus rocas. ¡Dichosos de ellos si la vuelven a llevar a su país!

¡Ay! no hacía aun dos años que Mme. de Beaumont reposaba en las orillas del Tíber, cuando yo recorrí su tierra natal en 1805; hallábame solo, a algunas leguas de Mont-d‘Or, adonde había ella venido a buscar la vida, que alargó únicamente lo bastante para llegar a Roma. El verano pasado, en 1838, recorrí otra vez esa misma Auvernia. Entre estas dos fechas, 1805 y 1838, puede colocar las transformaciones acaecidas en la sociedad alrededor de mí.

Dejamos a Clermont y dirigiéndonos a Lyon, atravesamos a Thiers y Roannes. Este camino, poco frecuentado entonces, seguía las riveras de Lignon. El autor de la Astron, que no es un talento superior, ha inventado, sin embargo, sitios y personajes que viven: ¡tan grande es el poder creador de una ficción acomodada a la edad en que parece! Hay además, algo ingenioso y de fantástico en aquella resurrección de las ninfas y de las náyades que se mezclan con los pastores, con las señoras y con los caballeros: estos diversos mundos se asocian bien, y se presentan de una manera agradable las fábulas de la mitología unidas a las mentiras de la novela: Boussent cuenta como fue engañado por Urfé.

En Lyon volvimos a encontrar a Mr. Ballancher: hizo con nosotros el viaje a Génova y a Mont-Blanc. Iba a todas partes donde le hallaban, sin que tuviese que evacuar negocio alguno en ninguna de ellas. En Génova no fue recibido a la puerta de la ciudad por Clotilde, prometida de Clovis. Mr. Barante padre había sido nombrado prefecto de Leman. En Coppet fui a ven a Mme. de Staël, la hallé sola, encerrada en su palacio. La hablé de su fortuna y de su soledad como de un medio precioso para hallar la felicidad; pero no le agradaron mis palabras. Madame de Staël gustaba del gran mundo: juzgábase la más desgraciada, de las mujeres en un destierro que hubiera hecho toda mi felicidad. ¿Podía yo por ventura vislumbrar la desgracia en la vida de aquella mujer, que habitaba en sus haciendas, rodeada de todas las comodidades posibles? ¿Qué comparación podía haber entre aquella vida pacífica, llena de gloria, pasada en un suntuoso retiro, a la vista de los Alpes, y los millares de víctimas sin pan, sin nombre, sin protección, desterradas en todos los rincones de Europa, mientras que sus padres perecieron en el cadalso? Triste es ciertamente hallarse atacado de un mal desconocido del coman de las gentes. Por lo demás este males cada vez más activo; no se alivia comparándole con otros males; no puede juzgar el dolor ajeno; lo que aflige a uno consuela al otro; los corazones tienen secretos diferentes incomprensibles a otros corazones. A nadie disputemos sus padecimientos; hay dolores lo mismo que patrias, cada cual tiene la suya.

Al día siguiente Mme. de Staël visitó a Mme. De Chateaubriand en Ginebra, y después salimos para Chamouny. Mi opinión sobre los paisajes de las montañas hizo decir que yo trataba de singularizarme, lo que no es verdad. Esta opinión mía ha sido siempre la misma, como se verá confirmado cuando hable del Saint-Gothardo. Debo recordar un pasaje que se lee en el viaje a Mont-Blanc por ser un lazo que une los acontecimientos pasados de mi vida a los que entonces eran futuros, hoy pasados ya igualmente.

Solo hay una circunstancia en que es cierto que las montañas hacen olvidar los sinsabores de la tierra: es, que nos aleja del mundo para consagrarnos a la religión. Un ermitaño que se consagra al servicio de la humanidad, un santo que quiere meditar en silencio sobre la grandeza de Dios, pueden hallar la paz y la alegría en medio de las rocas desiertas; pero no es la tranquilidad de los lugares la que pasa entonces al alma de estos solitarios, sino que por el contrario, su alma es la que esparce la calma en la región de las tempestades...

Montañas hay que yo visitaría con un placer singular; y son las de la Grecia y de la Judea. Me complacería en reconocer todos aquellos lugares que mis nuevos estudios me obligan diariamente a conocer; con mucho gusto iría a buscar sobre el Tabor y el Taygete otros colores y otras armonías, después de haber diseñado los montes sin prestigio y los desconocidos valles del Nuevo Mundo.» Esta última frase anunciaba el viaje que verifiqué el siguiente año de 1806.

Cuando regresamos a Ginebra, sin haber podido volver a ver a Mme. de Staël en Coppet, hallamos todas las posadas llenas de gente. Sin las atenciones de Mr. de Forbin que nos proporcionó una mala comida en una nada buena habitación, habríamos tenido que abandonar la patria de Rousseau sin tomar un solo bocado. Mr.de Forbin disfrutaba entonces de una perfecta beatitud: rebosaba en sus ojos la felicidad interior, y sus pies no tocaban a la tierra. En alas de su talento y de su gloria, descendía de la altura como del cielo con su traje de pintor, con la paleta en la mano y sus pinceles en forma de carcax, Hombre honrado, aunque excesivamente dichoso, preparándose a imitarme algún día cuando emprendiese el viaje de Siria, y aun queriendo ir hasta Calcuta, para atraer los amores por extraordinarios caminos, toda vez que se hubiesen gastado en las trilladas sendas. Sus ojos brillaban con una protectora compasión; yo era pobre, humilde, estaba poco satisfecho de mí mismo, y no tenía a mi disposición el corazón de las princesas. En Roma tuve la dicha de pagar a Mr. Forbin, su comida. del Lago: había yo merecido la honra de ser embajador. En aquel tiempo se ve sobre el trono por la tarde al pobre vergonzante que por la mañana se abandonó en medio de la calle.

Pintor por derecho de la revolución, empezaba el noble caballero esa nueva generación de artistas, que se presentan en forma de croquis, de caprichos y de caricaturas. Llevan Los unos espantosos bigotes, y podríase creer que trataban de hacer la conquista del mundo. Sus lanzas son las brochas, los raspadores sus sables; los. otros tienen barbas enormes, y largos y enmarañados cabellos; fuman un cigarro a manera de volcán. Como dice nuestro antiguo Regnier, estos primos del arco iris, tienen la cabeza llena de diluvios, de mares, de ríos, de selvas, cataratas y tempestades; de escenas sangrientas, de suplicios y de cadalsos. En su casa se ven cráneos humanos de duelistas, de trovadores, de capitanes, y soldados. Habladores, emprendedores, impolíticos, pródigos (hasta de los retratos del tirano que pintan), procuran formar una especie aparte entre el mono y el sátiro; tratan de dar a entender que los secretos del taller tienen sus peligros, y que no hay en él seguridad para los modelos, ¡Pero a qué precio compran aquella posición! Al precio de una existencia inquieta; de una naturaleza débil y sensible; de una completa abnegación, de una esclavitud a las miserias de los demás, de un modo de sentir delicado, superior, idealista; de una indigencia orgullosamente aceptada y noblemente soportada alguna vez, en cambio de su talento inmortal, hijo del trabajo, de la pasión, del genio y de la soledad.

Ya de noche salimos de Ginebra para volver a Lyon, y nos detuvimos al pie del fuerte de la Esclusa, esperando a que abrieran las puertas. Durante esta estancia de las brujas de Macbeth sobre los brezos, una cosa extraordinaria pasó por mí. Mis años pasados resucitaban, y me rodeaban como un círculo de fantasmas: volvíanse a presentar mis épocas de pasión, con su ardor y su tristeza. Mi vida destrozada por la muerte de Mme. de Beaumont había quedado vacía: aéreas formas, sueños o huríes, saliendo de este abismo, me tomaban por la mano y me transportaban a los tiempos de la sílfide. Trasladábanme lejos del sitio que ocupaba, y veía otros horizontes. Una secreta influencia me impelía hacia las regiones de la aurora, adonde por otra parte me arrastraba el plan de mi nuevo trabajo, y la voz religiosa que me relevó del voto de la aldeana, mi nodriza. Como todas mis facultades habían tomado un notable incremento; como nunca había abusado de la vida, abundaba en la savia de mi inteligencia, y el arte triunfando dentro de mi naturaleza, se une a mis poéticas inspiraciones. Sentía lo que los padres de la Tebaida llaman ascensiones del corazón. Rafael (perdóneseme lo blasfemo de la comparación), Rafael, ante la Transfiguración, diseñada únicamente sobre su caballete, no se hallaba tan electrizado por su obra maestra como lo estaba yo por Eudosio y Cimodocea, personajes cuyos nombres ignoraba aun; pero cuya imagen entreveía a través de una atmosfera de amor y de gloria.

De este modo„ el genio nativo que me atormentó en la cuna, vuelve a veces por el mismo camino después de haberme abandonado; de este modo se renuevan mis antiguos sufrimientos: ningún dolor se apaga en mí completamente; si mis heridas se cierran por un instante, se renuevan de repente, como los crucifijos de la edad media que destilaban sangre en el aniversario de la pasión. Para atenuar estas crisis no me queda otro recurso que dar libre rienda a la fiebre de mi pensamiento, lo mismo que se abren las venas, cuando la sangre afluye al corazón o sube a la cabeza. ¿Pero qué digo? ¡Religión! ¿dónde está tu poder, tus leyes, tu bálsamo? ¿No escribo esto muchos años después de trazadas las páginas de René? ¡Tenia mil razones para creerme muerto y vivo aun! ¡Gran bondad es esa! Estas aflicciones del poeta aislado, condenado a sufrir la primavera a despecho de Saturno, son desconocidos al hombre que no sale de las leyes comunes: para él los años son siempre jóvenes. «Los cabritillos monteses, dice Oppiano, velan por el autor de sus días; cuando este llega a caer en las redes del cazador, ellos le presentan con su boca yerba tierna y florida, que van a coger muy lejos, y le traen en el borde de sus labios agua fresca del más cercano arroyo.»

Vuelta a Lyon.

De regreso en Lyon, me hallé con cartas de Mr. de Goubert, en las que me anunciaba su imposibilidad de ir a Villeneuve antes del mes de setiembre. Yo le contesté: «Vuestra salida de París se retarda demasiado y yo lo siento mucho: ya conocéis que, mi esposa no querrá, por ningún estilo, llegar a Villeneuve antes que vos; tiene una cabeza a su modo, y desde que se encuentra a mi lado, me hallo al frente de dos cabezas muy difíciles de gobernar. Permaneceremos en Lyon, donde tan bien nos dan de comer, que apenas tengo valor para abandonarle. El abate de Bonnevie esta aquí de vuelta de Roma y se halla muy bueno; siempre alegre, sermonea y no se acuerda de sus desgracias: me encarga te envíe de su parte un abrazo, mientras se dispone a escribiros. En fin, todo el mundo se halla alegre, excepto yo: únicamente vos sois el regañón. Decid a Mr. de Fontanes, que he comido en casa de Mr. Saget.»

Este Mr. Saget era la providencia de los canónigos: vivía cerca de Sainte-Foix, en la religión del buen vino. A su casa se subía sobre poco más o menos, por el sitio en que Rousseau había pasado la noche a orillas del Saona. Mr. Saget era un viejo y del gado solterón, casado en otro tiempo, que llevaba una gorra verde, una levita de camalote gris, un pantalón de mahón, medias azules y zapatos de castor. Había vivido mucho tiempo en París, donde había estado en relaciones con Mlle. Devienne. Esta le escribía cartas muy espirituales, le saqueaba y le daba muy buenos consejos: él no hacía caso, porque nunca miraba el mundo por el lado serio, creyendo al parecer, como los mejicanos, que el mundo había gastado ya cuatro soles, y que en el último, (que es el que nos alumbra) los hombres habían sido cambiados en monos. No se cuidaba del martirio de San Pothin y de San Ireneo, ni de la degollación de los protestantes, colocados uno después de otro por orden de Mandelot, gobernador de Lyon, y que todos tenían cortado el cuello por el mismo lado. Frente por frente del campo de los fusilamientos de los Booteaux, me contaba los detalles, en tanto que se paseaba por entre sus cepas salpicando su relación con algunos versos de Loyse Labbé: no hubiera dejado escapar un solo bocado durante las últimas desgracias de Lyon.

En ciertos días del año, en Sainte-Foix, se preparaba cierta cabeza de ternera marinada, por espacio de cinco noches, cocida en vino de Madera y rellena de cosas muy apetitosas. Algunas lindas muchachas del campo servían a la mesa, escanciando excelente vino de su cosecha, encerrado en frascos de cabida de tres botellas. Yo y el capítulo de sotana reverenciábamos el festín Saget.

Pronto dio fin nuestro anfitrión a sus provisiones: en la ruina de sus últimos momentos, fue acogido por dos o tres antiguas queridas que habían saqueado su vida, «especie de mujeres, dice San Cipriano, que viven como si pudieran ser amadas, que sic vivis ut posis adamari».

Excursión a la Gran Cartuja.

Tratado de visitar la cartuja, siempre con Mr. Ballanche, abandonamos las delicias de Capúa. Alquilamos una carretela que hacia un ruido desapacible con sus desvencijadas ruedas. Llegados a Voreppe, nos paramos en una posada a lo último de la ciudad. Al amanecer del día siguiente, montamos a caballo y partimos precedidos de un guía. Ya en el pueblo de Saint-Laurent, al pie de la Gran Cartuja, franqueamos la puerta del valle, siguiendo entre dos precipicios el camino que se dirige al monasterio. Os he hablado en otra ocasión a propósito de Combourg, de lo que experimenté en aquel sitio. Los abandonados edificios se hundían bajo la vigilancia de una especie de guarda de ruinas. Un lego se había quedado allí para cuidar de un solitario enfermo que acababa de morir. La religión había impuesto a la amistad, la fidelidad y la obediencia. Vimos la estrecha sepultura acabada de cubrir: entretanto, Napoleón, se prevenía a abrir otra más inmensa en Austerlitz. Se nos enseñó todo el recinto del convento, las celdas, en cada una de las que había un jardín y un taller; veíanse allí bancos de carpintero y ruedas de tornero; la mano había dejado caer el escoplo. Una galería ostentaba los retratos de los superiores de la Cartuja. El palacio ducal de Venecia, guarda también la serie de ritrati de los dux; ¡lugares y recuerdos distintos! Más arriba, a alguna distancia, se nos condujo a la capilla del inmortal recluso de Le Sucur.

Después de haber comido en una espaciosa cocina, volvimos aponernos en marcha, y nos encontramos a Mr. Chaptal, en otro tiempo boticario, después senador, en seguida dueño de Chanteloup, e inventor del azúcar de remolacha; ávido heredero de las bellas rosas indianas de Sicilia, perfeccionadas por el sol de Otaiti. Al descender de las florestas, yo las veía ocupadas por los antiguos monjes; durante siglos enteros se entretuvieron en llevar en sus mismos hábitos plantas de abetos cubiertas con un poco de tierra, que después se han convertido en árboles sobre las rocas. ¡Afortunados vosotros que cruzasteis el mundo sin ruido, y sin dirigir hacia él la vista durante la travesía!

No habíamos tenido apenas tiempo de llegar a la puerta del valle, cuando estalló una tempestad; un diluvio se precipita y espumosos torrentes saltaron rugiendo de todos los barrancos. Mme. de Chateaubriand, a quien el miedo había vuelto valiente, galopaba a través de los guijarros y a pesar de la lluvia y los relámpagos. Había arrojado su paraguas para oír mejor los truenos; el guía le gritaba: «¡Encomendad vuestra alma a Dios! ¡En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!» Llegamos a Voreppe con repique de campanas; los restos de la tormenta estaban deshechos ante nosotros. A lo lejos, en la campiña se divisaba el incendio de un pueblo; la luna asomaba la parle superior de su disco por encima de las nubes, como la frente pálida y calva de San Bruno, fundador de la orden del silencio. Monsieur Ballanche, todo chorreando agua, decía con su dulzura inalterable: «Me encuentro como el pez en el agua.» He vuelto a ver a Voreppe en este año de 1838; ya no hay tempestad; pero aun me quedan dos testigos, Mme. de Chateaubriand y Mr. Ballanche. Lo hago notar, porque he tenido que hacer mención con mucha frecuencia de los ausentes, en estas Memorias.

De vuelta a Lyon, dejamos allí a nuestro acompañante y marchamos a Villeneuve. Os he contado ya lo que es esta pequeña villa, mis pesares y mis paseos a orillas del Yonne con Mr. Joubert. Habitaban allí tres ancianas solteronas, las señoritas Piat, lasque me recordaban las tres amigas de mi abuela en Plancouet, con solo la diferencia de la posición social. Las vírgenes de Villeneuve, murieron una después de otra, y yo me acuerdo de ellas contemplando una gradería llena de yerba que hay a la entrada de su casa inhabitada. ¿Qué decían en sus tiempos estas señoritas de pueblo? Hablaban de un perro y de un manguito que su padre las había comprado antiguamente en la feria de Sens. Esto me entretenía tanto como el concilio de esta ciudad, en el que San Bernardo hizo condenar a Abelardo, mi compatriota. Las vírgenes del manguito pudieron ser, tal vez, otras Eloísas; alguna vez tendrían amores, y sus cartas halladas un día, admirarán al porvenir. ¿Quién sabe? Escribían, quizá a su señor, a su padre, a su hermano, a su esposo: «domino suo, imo patri, etc.,» que se creían honradas con el nombre de querida o cortesana «concubinae vel scorti.» «A pesar de todo su saber, dice un grave doctor, hallo yo que Abelardo, hizo una admirable locura al requerir de amores a su discípula Eloísa.»

Muerte de Mme. de Caud.

En Villeneuve, me sorprendió un grande y nuevo dolor. Para referírosle es preciso retroceder algunos meses antes de mi viaje a Suiza. Todavía habitaba en la casa de la calle de Miromesnil cuando llegó a París Mme. de Caud en el otoño de 1804.

La muerte de la señora de Beaumont había acabado de alterar el juicio de mi hermana: faltó muy poco para que no creyese su muerte, sospechase algún misterio en aquella desaparición, y para que no colocase a la Providencia en el número de los enemigos que se complacían en sus males. No tenía nada: la había buscado una habitación en la calle Caumartin, engañándola en cuanto al precio del alquiler, y al convenio que había celebrado con un fondista. Como una llama próxima a apagarse, su talento esparcía una luz muy viva, se hallaba completamente iluminada. Escribía algunas líneas que arrojada en seguida al fuego, o bien copiaba de diversas obras los pensamientos que se encontraban en armonía con la disposición de su alma. No permaneció mucho tiempo en la calle Caumartin, y se retiró al arrabal de Santiago, convento de religiosas de San Miguel, de que era superiora Mme. de Navarra. Lucila ocupaba una celdita, cuyas vistas daban al jardín, y observé que sus miradas se dirigían con cierta sombría impaciencia a las religiosas que dentro de la cerca se paseaban alrededor de los cuadros de legumbres. Conocíase que envidiaba a la Santa, y que avanzando un poco más, aspiraba a ser un ángel. Santificaré estas Memorias, depositando en ellas como reliquias estos billetes o cartas de Mme. de Caud, escritos poco tiempo antes de que emprendiese su vuelo hacia su patria eterna.

17 de enero.

«Mi felicidad descansaba en ti y en Mme. de Beaumont, y vuestra idea hacía desaparecer mi fastidio y mis pesares; mi exclusiva ocupación era el amaros.

Esta noche he reflexionado detenidamente sobre tu carácter y tu modo de vivir. Como tú y yo estamos siempre próximos, se necesita, según creo, algún tiempo para conocerme: tan diversos son los pensamientos de mi imaginación, y tan grande es la oposición en que mi timidez y mi especie de debilidad exterior se encuentra con mi fuerza interior. Y he aquí que esto es demasiado para mí Ilustre hermano mío, recibe las más expresivas gracias por las consideraciones, deferencias y pruebas de amistad que incesantemente me has prodigado. Esta es la única carta mía que recibirás por la mañana: por más que procuro participarte mis ideas, quedan, no obstante, completamente grabadas en mí.»

Sin fecha.

«Amigo mío, ¿crees seriamente que me hallo a cubierto de cualquier impertinencia por parte de Mr. de Chenedolle? Estoy decidida a no invitarle a que continúe sus visitas, y me resigno a que la del martes sea la última: no quiero abusar de su urbanidad. Cierro para siempre el libro de mi destino, y le pongo el sello de. la razón: desde ahora, no consultaré ya sus páginas, ni sobre las bagatelas, ni sobre las cosas importantes de la vida. Renuncio a todas mis locas ideas; no quiero ocuparme de las de los demás ni apesadumbrarme por ellas; me entregaré sin temor a todos los acontecimientos que puedan sobrevenir durante mi peregrinación por este mundo. La atención o el cuidado que pongo en mí me causa lástima verdaderamente. Dios solo puede afligirme en ti. Le doy gracias por el precioso, excelente y querido regalo que me ha hecho en tu persona y por haber conservado mi vida sin mancha: he aquí todos mis tesoros. Podría tomar por emblema de mi vida a la luna cubierta por una nube con este mote; «Con frecuencia oscurecida, pero jamás empañada.» A Dios, amigo mío: quizá te extrañará mi lenguaje desde ayer mañana. Después de haberte visto, he levantado mi corazón hacia el Señor, y le he colocado todo entero al pie de la cruz, que es su único y verdadero sitio.»

Jueves.

«Buenos días, amigo mío, ¿de qué color son tus ideas hoy por la mañana? Por lo que a mí hace, me acuerdo de que la única persona que pudo consolarme cuando temía por la vida de Mme. de Farcy, fue la que me dijo: —Pero está en el número de las cosas posibles el que muráis antes que ella. ¿Podía acaso hacerse una reflexión más exacta? Amigo mío, nada como la idea de la muerte puede desembarazarme de pensar en el porvenir. Me apresuro, pues, a alejarla de mí esta mañana, porque me hallo en disposición de decir muy buenas cosas. Felices días, pobre hermano mío: consérvate alegre.»

Sin fecha.

«Cuando existía Mme. de Farcy, como siempre estaba a su lado, no había conocido la necesidad de hallarme en sociedad de pensamientos con alguien. Poseía este bien sin apercibirme de él. más desde que hemos perdido a esta amiga, y las circunstancias me han separado de ti, conozco el suplicio de no poder hacer jamás que descanse y se explaye mi ánimo con la conversación de alguno: siento que mis ideas me hacen daño cuando no puedo desembarazarme de ellas, lo cual consiste seguramente en mi mala organización. Sin embargo, desde ayer estoy bastante satisfecha de mi valor. Ningún aprecio hago de mi mal humor, mi tristeza, ni de la especie de desfallecimiento interior que experimento, y me he abandonado a él. Continúa siendo siempre amable conmigo, en lo cual harás un acto de humanidad. Buenos días, amigo mío: hasta luego según espero.»

Sin fecha.

«Tranquilizaos, amigo mío: mi salud se restablece visiblemente. Con frecuencia me pregunto a mí misma por que pongo tanto esmero en su conservación. Soy como un insensato que edificase una fortaleza en medio de un desierto. Adiós, pobre hermano mío.»

Sin fecha.

«Como esta tarde padezco mucho de la cabeza, acabo de escribirte sencilla y casualmente algunos pasajes de Fenelon para cumplir mi compromiso.»

—«Cuando uno se encierra dentro de sí mismo se encuentra demasiado estrecho; mas por el contrario, se disfruta de una cómoda amplitud, cuando se abandona aquella prisión para entrar en la inmensidad de Dios.»

—«Bien pronto encontraremos lo que hemos perdido: todos los días dos acercamos a ello a paso agigantado; avancemos un poco, y no tendremos ya por que llorar. Nosotros somos los que morimos: lo que amamos vive y no morirá.»

—«Os atribuís unas fuerzas engañosas, como las que una abrasadora fiebre comunica al enfermo. Hace algunos días que se advierte en vos un movimiento convulsivo para aparentar buen ánimo y alegría en el fondo de la agonía.»

«He aquí lo que mi cabeza y mal cortada pluma me permiten escribirte esta tarde. Si quieres, mañana volveré a comenzar y tal vez te contaré roas. Buenas tardes, amigo mío. No cesaré de repetirte que mi corazón se prosterna ante el de Fenelon, cuya ternura me parece tan profunda, y la virtud tan elevada. Buenas tardes, amiguito.

«Al despertarme, te dirijo mil ternezas y cien bendiciones. Hoy por la mañana me siento bien, y me inquieta algún tanto si podrás leer mi carta, y si esos pensamientos de Fenelon están bien escogidos. Temo que mi corazón se haya mezclado mucha en ellos.»

Sin fecha.

«¿Podrías imaginar que desde ayer me ocupo locamente en corregirte? Los Blossac me han referido con el mayor secreto una anécdota tuya. Como no vea que en ella hayas sacado partido de tus ideas, me complazco en procurar devolvértelas en todo su valor. ¿Puede acaso llevarse más lejos la audacia? Perdonadme, grande hombre; acordaos de que soy vuestra hermana, y que por lo mismo me es permitido abusar algún tanto de vuestras riquezas.»

San Miguel.

«No te diré mas, ¿no vienes ya a verme? porque no teniendo que pasar más que algunos días en París, conozco que tu presencia me es esencial. No vengas hasta las cuatro, porque pienso salir y no volver hasta esa hora. Amigo mío, tengo en la cabeza mil ideas contradictorias de cosas que me parecen existir y no existir, y que hacen en mí el efecto de unos objetos que presentándose en un espejo, no puede nadie tocarlos, aun cuando se los ve clara y distintamente.

No quiero ocuparme ya de todo esto, y desde ahora lo abandono. No tengo como tú el recurso de mudar de rumbo, pero me siento con el valor de no dar ninguna importancia a las personas ni a las cosas de mis riberas, y de lijarme entera e irrevocablemente en el autor de toda justicia y de toda verdad. Solo hay un disgusto del que temo morir difícilmente, y es el de chocar al paso sin querer el destino de algún otro, no por el interés que pudiera tomarse por mí: no soy tan loca para eso.»

San Miguel.

«Amigo mío, jamás el sonido de tu voz me ha causado una sensación tan dulce como cuando le oí ayer en mi escalera. Entonces mis ideas trataban de superar mi valor: quedé enajenada de gozo al sentirte tan cerca de mí: te presentaste, y toda mi máquina volvió a entrar en orden. Mi corazón siente a menudo repugnancia a apurar mi cáliz. ¿Cómo este corazón que ocupa un espacio tan pequeño, puede contener tanta existencia y tantos pesares? Estoy muy descontenta de mí misma, muy descontenta. Mis negocios y mis ideas me arrebatan: ya casi no me ocupo de Dios, y me limito a decirle cien veces cada día. —Señor, apresuraos a oír mis súplicas, porque mi espíritu desfallece.»

Sin fecha.

«Hermano mío, no te fastidies con mis cartas, ni te incomode mi presencia: piensa que bien pronto te verás para siempre libre de mis importunidades. Mi vida difunde su última claridad, lámpara consumida en las tinieblas de una larga noche, y que ve nacer la aurora en que va a morir. Dígnate, hermano mío, echar una sola mirada sobre los primeros momentos de nuestra existencia; acuérdate de que con mucha frecuencia hemos estado sentados sobre unas mismas rodillas, y estrechados contra un mismo seno, que mezclabas tus lágrimas con las mías; que desde los primeros días de tu vida has protegido y defendido mi frágil existencia; que eran comunes nuestros juegos, y que he participado de tus primeros estudios. No te hablaré de nuestra adolescencia, de la inocencia de nuestro júbilo y de nuestros pensamientos, y de la necesidad mutua de vernos sin cesar. Si te hago esta pintura de lo pasado, lo confieso ingenuamente, hermano mío, es para hacerme revivir más en tu corazón. Cuando por segunda vez partiste de Francia, me confiaste tu esposa, y me hiciste prometerte que no me separaría de ella. Fiel a tan querida promesa, he presentado voluntariamente mis manos a los hierros, y he entrado en esos lúgubres sitios ocupados únicamente por las víctimas destinadas a la muerte. En aquellas tristes mansiones solo me inquietaba tu suerte, y sin cesar interrogaba acerca de ti a los presentimientos de mi corazón. Cuando recobré la libertad, el pensamiento de nuestra reunión me sostuvo únicamente en medio de los males que me oprimían. Ahora, que sin remedio tengo perdida la esperanza de pasar mis días a tu lado, tolera mis disgustos. Me resignaré con mi destino, aun cuando pudiese disputarle, porque sufro crueles y desgarradoras penalidades. más cuando me haya sometido a mi suerte... ¡Y qué suerte! ¿En dónde están mis amigos, mis protectores y mis riquezas?... ¿A quién importa mi existencia, esta existencia abandonada de todos, y que pesa enteramente sobre sí misma? ¡Dios mío!... ¿No son bastantes para mi debilidad mis males presentes, sin añadirles además la espantosa perspectiva del porvenir?... Perdón, carísimo amigo, me resignaré, cerraré los ojos sobre mi destino; como si durmiese el sueño de la muerte. Pero durante los pocos días que he de permanecer en esta ciudad, déjame buscar en ti mis últimos consuelos: déjame pensar que te es grata mi presencia. Cree que entre los corazones que le aman, ninguno se acerca a la sinceridad y a la ternura de mi amistad hacia ti. Llena mi memoria de dulces recuerdos, que a tu lado prolongan mi existencia. Ayer, cuando me hablabas de ir a tu casa, me parecía que estabas desasosegado y triste, aunque tus palabras eran afectuosas. Qué, hermano mío, ¿seria yo también para ti un objeto de indiferencia y de fastidió?... Ya sabes que no he sido yo quien te ha propuesto la amable distracción de ir a verte, y que te he prometido no abusar de ella, pero si has mudado de parecer, ¿por qué no me lo has dicho con franqueza?... Ningún valor tengo yo contra tus delicadas escusas. En otro tiempo me distinguías un poco más de la multitud, y me hacías justicia. Puesto que ahora cuentas conmigo, iré luego a verte a las once, y de común acuerdo arreglaremos lo que más te convenga para el porvenir. Te he escrito persuadida de que no tendría valor para decirte una sola palabra de lo que contiene esta carta.»

Estas líneas, tan sentidas y admirables, fueron las últimas que recibí, y me alarmaron por la profunda tristeza que se advertía en ellas. Corrí al convento de San Miguel; mi hermana se paseaba en el jardín con Mme. de Navarra: en cuanto se la avisó que yo estaba allí, se apresuró a volver a su cuarto. Hacia visibles esfuerzos para recordar sus ideas, y por intervalos se observaba en sus labios un ligero movimiento convulsivo. La supliqué que recobrase toda su razón, que no me volviese a escribir cosas tan injustas, que me desgarraban el corazón, y que jamás pensase que yo podía llegar a cansarme de ella, y me pareció que las palabras que multiplicaba para distraerla y consolarla, la calmaron un poco. Me dijo que creía que el convento la probaba mal, y que se hallarla mejor en una habitación aislada hacia la parte del jardín de las Plantas, en donde podría ver a los médicos y pasearse. La invité a que siguiese su gusto, añadiendo, que para que ayudase a su doncella Virginia, la enviaría al anciano Saint Germain. Esta proposición la agradó al parecer en extremo, por el recuerdo de Mme. de Beaumont, y me aseguró que iba a ocuparse de su nueva habitación. Me preguntó qué pensaba hacer aquel verano, y la contesté que iría a Vichy a reunirme con mi esposa, y en seguida a Villeneuve a casa de Mr. Joubert, para volver desde allí a París, y la propuse que se viniera con nosotros. Me respondió que quería pasar el verano sola, y que iba a enviar a Virginia a Fougeres. Me separé de ella y la dejé más tranquila.

Mme. de Chateaubriand marchó a Vichy, y me preparaba a seguirla, pero antes de dejar a París volví a ver a Lucila. Estaba muy afectuosa y me habló de sus obritas, cuyos hermosos fragmentos hemos visto ya en el tomo primero de estas Memorias. La animé a continuar aquel trabajo, me abrazó, me deseó un viaje feliz, y me hizo que la prometiese el volver cuanto antes: me acompañó hasta la meseta de la escalera, se apoyó en la barandilla, y me miró bajar tranquilamente. Cuando estuve abajo me detuve, y levantando la cabeza grité a la infeliz que continuaba mirándome... «Adiós, querida hermana, hasta la vista, cuídate mucho, y escríbeme a Villeneuve: yo te escribiré, y espero que el invierno próximo consentirás en vivir con nosotros.»

Por la tarde me avisté con el buen Saint Germain, y le di ordenes y dinero para que rebajase en secreto los precios de todo lo pudiera necesitar.

La previne que me enterase de cuanto ocurriese, y que no dejase de avisarme en el caso de que ella tuviese por desgracia que valerse de mí. Trascurrieron tres meses, y al llegar a Villeneuve encontré dos cartas bastante tranquilizadoras en cuanto a la salud de Madame de Caud; pero Saint Germain olvidaba hablarme en ellas del nuevo domicilio y de los compromisos o convenios de mi hermana. había comenzado a escribirla una larga carta, cuando Mme. de Chateaubriand cayó peligrosamente enferma: me hallaba al lado de su lecho, y se me entregó una nueva carta de Saint Germain: la abrí, y una línea fulminante y aterradora me participaba la repentina muerte de Lucila.

Durante mi vida he tenido que entender en varios funerales, y me era muy interesante para mi tranquilidad y el destino de mi hermana que sus cenizas fuesen depositadas en un sitio conveniente. No me hallaba en París en el momento de su muerte, ni tenía allí ningún pariente: retenido en Villeneuve por el peligroso estado de mi esposa, no pude correr a aquellos restos queridos y sagrados: las órdenes comunicadas desde lejos llegaron demasiado tarde para evitar un entierro común. Lucila se encontraba completamente aislada, no tenía ningún amigo, y solo era conocida del antiguo criado de Mme. de Beaumont, como si estuviese encargado de enlazar la suerte de ambas. Acompañó solo al abandonado féretro, y él mismo murió también antes que las dolencias de Mme. de Chateaubriand me permitiesen trasladarla otra vez a París.

Mi hermana fue sepultada entre los pobres; pero ¿en qué cementerio había sido colocada? ¿en qué inmóvil ola de un océano de cadáveres había sido sumergida....? ¿En qué casa espiró después que salió de la de las religiosas de San Miguel? Aun cuando al hacer averiguaciones, al compulsar los archivos de las municipalidades, y los libros de las parroquias encontrase el nombre de mi hermana, ¿de qué me serviría? ¿Volvería a hallar al mismo encargado del fúnebre recinto? ¿Encontraría al que abrió una huesa sobre la que no se había colocado nombre ni inscripción alguna? Las toscas manos que fueron las últimas que tocaron aquella arcilla pura, ¿habrían conservado algún recuerdo de ella? ¿qué nomenclátor de las sonaras me indicaría la borrada tumba? ¿no podía equivocarse entre el polvo de los sepulcros? ¡Pues que el cielo lo ha querido así, qué Lucila se pierda para siempre...! En esta circunstancia encuentro una distinción de las sepulturas de mis demás amigos. La que me ha precedido en este mundo y en el otro, ruega por mí al Redentor; le ruega desde en medio de los indigentes despojos, entre los que se hallan confundidos los suyos: así descansa entre los preferidos de Jesucristo, la madre de Lucila y mía. Dios habrá sabido reconocer muy bien a mi hermana, y ella que tan poco apegada se hallaba a la tierra, no debía dejar en su superficie huella alguna. Me ha abandonado, pero yo no he dejado de verter lágrimas ni un solo día. Lucila gustaba de ocultarse, y yo la he formado en mi corazón un albergue solitario, del que no saldrá sino cuando yo cese de vivir.

Estos son los verdaderos y los únicos acontecimientos de mi vida real. En el momento en que perdía a mi hermana, ¿qué me importaban los millares de soldados que caían exánimes en el campo de batalla, la ruina de los tronos, ni la mudanza de la faz del mundo?

La muerte de Lucila me tocó en el fondo de mi alma: con ella desaparecía mi infancia en medio de mi familia, y los primeros vestigios de mi existencia. Nuestra vida se asemeja a esas frágiles apuntaladas en el cielo con botareles o estribos: no se arruinan a un mismo tiempo, sino que van desprendiéndose sucesivamente: todavía apoyan alguna galería cuando ya faltan del santuario o de otras, partes esenciales del edificio. Madama de Chateaubriand, mal parada aun, y resentida por los imperiosos caprichos de Lucila, solo vio en aquel funesto desenlace el principio de su libertad. Seamos dulces si queremos ser amados: la altivez del talento y las cualidades superiores, sólo las lloran los ángeles. Pero yo no puedo participar del consuelo de Mme. de Chateaubriand.

PARÍS, 1839.

Revisado en diciembre de 1846.

Años de mí vida, 1805 y 1806.— Vuelvo a París.— Salgo para el Levante.

Cuando al regresar a París por el caminó de Borgoña divisé la cúpula de Val-de-Grace y la media naranja de Santa Genoveva que domina el jardín de las Plantas, se me despedazó el corazón: ¡todavía tenía que dejar en el camino una compañera de mi vida....! Fuimos a parar a la fonda de Coislin, y aunque Mres. de Fontanes, Joubert, Clausel y Molé iban a visitarme y a acompañarme por las noches, me hallaba tan abatido por mis recuerdos y pensamientos que ya no podía resistir más. Había quedado solo detrás de los queridos objetos que me habían abandonado, como un marino extranjero, cuyo empeño ha concluido, y que no tiene ni patria ni hogar: golpeaba la tierra con mi pie, y estaba impaciente por arrojarme a nado en un nuevo océano para refrescarme y atravesarle. Criado en el Pindo y cruzado en Solimá, tenía vehementes deseos de ir a mezclar mi desamparo con las ruinas de Atenas, y mi llanto con las lágrimas de la Magdalena.

Fui a ver a mi familia a Bretaña, regresé a París, y el 13 de julio de 1806, salí para Trieste. Mme. de Chateaubriand me acompañó hasta Venecia, a donde fue a reunirse con ella Mr. de Ballanche.

Referida mi vida hora por hora en el Itinerario, nada me quedaría que decir aquí sino fuese por algunas cartas desconocidas, escritas y recibidas durante mi viaje. Julián, mi criado y compañero, ha formado también su Itinerario, como los pasajeros de un buque llevan su diario particular en un viaje de descubrimientos. El manuscrito que pone a mi disposición, servirá de registro a mi narración: Yo seré Cook, el será Clerke.

Para hacer más palpable la diferencia que existe en la sociedad y la jerarquiza de las inteligencias, mezclaré mi relación a la de Julián. Le dejaré hablar el primero porque refiere algunos días de navegación cuando no me encontraba yo a bordo, desde Modon a Esmirna.

Itinerario de Julián.

«Nos embarcamos el viernes 1° de agosto, más no siendo favorable el viento para zarpar del puerto permanecimos en él hasta el día siguiente al rayar el alba. Entonces el piloto del puerto vino a prevenirnos que nos podía sacar de él. Como jamás me había embarcado, tenía formada una idea muy exagerada del peligro, porque no veía ninguno en los dos primeros días, más al tercero, nos sorprendió una violenta tempestad: los relámpagos y truenos eran terribles, y la mar se engruesó con una fuerza espantosa. Nuestra tripulación solo se componía de ocho marineros, un capitán, un oficial, un piloto, un cocinero y cinco pasajeros incluidos mi amo y yo, lo cual formaba un total de diez y siete hombres. Entonces nos pusimos todos a ayudar a los marineros para plegar las velas, a pesar de la abundante lluvia que sobre nosotros caía, y que nos obligó a quitarnos los vestidos para trabajar más desembarazadamente. Aquella faena me tenía ocupado y me hacia olvidar el riesgo, que en verdad aparece más temible de lo que es en realidad, por la idea que nos formamos de él. Durante dos días, las tempestades se sucedieron unas a otras, lo cual me hizo adquirir intrepidez en mis primeros días de navegación, y que no sufriese la menor incomodidad. Mi amo temía que me marease, y cuando se restableció la calma me dijo: «Estoy satisfecho por el buen estado de vuestra salud; habéis soportado bien estos dos días de tempestad, y podéis tranquilizaos con respecto a cualquier otro contratiempo.» Pero felizmente nada ocurrió en el resto de nuestra travesía hasta Esmirna. El 10, que era domingo, mi amo hizo que se abordase cerca de una ciudad turca llamada Modon en donde desembarcó para ir a Grecia. Entre nuestros compañeros de viaje había dos milaneses que se dirigían a Esmirna a ejercer su oficio de ojalatero y fundidor de estaño. Uno de ellos llamado José, hablaba bastante bien la lengua turca, y mi amo le propuso se fuese con él como criado intérprete, del cual hace mención en su Itinerario. Al dejarnos nos dijo que su viaje solo duraría algunos días, que se reuniría con el buque en una isla en que debíamos detenemos cuatro o cinco días, y que nos esperaría en ella si llegaba antes que nosotros. Como mi amo encontró en aquel hombre lo que le convenía para su pequeña excursión (de Esparta y Atenas), me dejó a bordo para continuar mi camino a Esmirna, y cuidar de nuestro equipaje. Me entregó una carta de recomendación para el cónsul francés, por si acaso no se reunía con nosotros, como así sucedió en efecto. El cuarto día llegamos a la isla indicada: el capitán bajó a tierra, y mi amo no estaba allí; pasamos la noche y le esperamos hasta las siete de la mañana. El capitán volvió de tierra y manifestó que era forzoso partir, porque hacía buen viento, y poique estaba obligado a aprovecharlo todo para su travesía: además, veía un pirata que procuraba acercársenos, y era urgente prepararse prontamente para la defensa: hizo cargar sus cuatro cañones, y que se subiesen al puente los fusiles, pistolas y armas blancas: más como el viento nos era ventajoso el pirata nos abandonó: el lunes 18 a las siete de la tarde llegamos al puerto de Esmirna.»

Después de haber atravesado la Grecia, y tacado en Zea y en Chío, encontré a Julián en Esmirna. Aun ahora veo en mi memoria a la Grecia como uno de esos círculos brillantes, que se perciben algunas veces al cerrar los ojos. Sobre esa fosforescencia misteriosa se ven como grabadas ruinas de una arquitectura fina y admirable, y todo su conjunto es aun más resplandeciente por no sé qué claridad de las musas. ¡Cuándo volveré yo a encontrar el tomillo del Himeto, y las adelfas de las orillas del Eurotas! Uno de los hombres a quienes he dejado con más envidia en aquellas playas extranjeras, es el administrador de la aduana turca del Pireo: custodio de tres puertos desiertos, vivía solo, y podía dirigir sus miradas sobre islas azuladas, promontorios brillantes, y dorados mares. Allí yo no oía más que el ruido de las olas en el destruida sepulcro de Temístocles, y el murmullo de lejanos recuerdos: en el silencio de las ruinas de Esparta, la misma gloria permanecía muda.

Abandoné en la cuna de Melegisenes, a mi pobre dragoman José el milanés, en una tienda de hojalatero, y me dirigí hacia Constantinopla. Pasé a Pérgamo, porque quería ir a Troya, pero al principio de mi camino me aguardaba una caída del caballo, no porque mi pegaso tropezase, sino porque yo iba durmiendo. He referido este accidente en mi Itinerario y Julián le cuenta en el suyo, en el que hace acerca de los caminos y los caballos observaciones de cuya exactitud certifico.

Itinerario de Julián.

«Mi amo que se había dormido sobre su caballo, cayó al suelo sin despertarse. Al punto se detuvo el caballo, como también el mío que le seguía. Al momento eché pie a tierra para saber la causa, pues me era imposible verle a la distancia de seis pies: le descubrí medio dormido al lado del caballo, y muy asombrado de verse en el suelo: me aseguro que no se había herido. Su caballo no procuró escaparse, lo cual hubiera sido muy peligroso, porque cerca de donde estábamos se encontraban unos precipicios.»

Al salir de la Soumma, después de haber pasado a Pérgamo, tuve con mi guía la disputa que se lee en el itinerario. He aquí la narración de Julián.

«Salimos muy temprano de aquella aldea, y a poca distancia me sorprendió ver a mi amo muy encolerizado con nuestro conductor, y le pregunté el motivo. Entonces me dijo que en Esmirna había convenido con el conductor, en que al paso le llevaría por las llanuras de Trova, y que en aquel momento se negaba a ello, bajo pretexto de que aquellas llanuras se hallaban infestadas de ladrones. Mi amo no quería creerlo, y no escuchaba a nadie. Como yo veía que cada vez se irritaba más, hice una seña al conductor para que se colocase cerca del intérprete y del jenízaro, y me explicase lo que le habían dicho acerca de los peligros a que podíamos vernos expuestos en las llanuras que mi amo quería visitar. El conductor dijo al intérprete que se le había asegurado era necesario caminar en gran húmero para no ser atacados, y el jenízaro confirmó lo mismo. Entonces me aproximé a mi amó, le repetí lo que me habían dicho los tres, y además, que a una jornada de distancia, encontraríamos un pueblecito, en donde había una especie de cónsul que podría informarnos de la verdad. Con esta relación, mi amo se apaciguó, y continuamos nuestro camino hasta aquel lugar. En cuanto llegó fue a casa del cónsul que le dijo todos los riesgos a que se exponía si perseveraba en su ánimo de ir en tan corto número a las llanuras de Troya. Viose, pues, mi amo, obligado a renunciar a su proyecto, y continuamos nuestra marcha a Constantinopla.»

Llego a Constantinopla.

Mi itinerario.

«La ausencia casi total de las mujeres, la falta de carruajes, y las jaurías o cuadrillas de perros sin dueño, fueron los tres caracteres distintivos que desde luego llamaron mi atención en lo interior de aquella ciudad extraordinaria. Como no se usan más que babuchas, no se oye ruido de coches ni carros, no hay campanas ni casi ningún oficio de los en que se emplea el martillo, reina un continuo silencio. Veis en derredor vuestro una multitud muda; que parece quiere pasar sin ser vista, y que aparenta siempre ocultarse a las miradas de su amo. Llegáis sin cesar desde un bazar a un cementerio, como si los turcos no estuviesen allí más que para comprar, vender, y morir. Los cementerios, sin paredes y situados en medio de las calles, son unas magnificas avenidas de cipreses, en los que hacen sus nidos las palomas, que participan de la paz de los muertos. Acá y allá se descubren algunos monumentos antiguos, que no tienen relación ni con los hombres modernos, ni con los nuevos monumentos de que están rodeados: diríase que han sido trasportados a aquella ciudad oriental por efecto de un talismán. Ninguna señal de alegría, ninguna apariencia de felicidad se presenta ante vuestros ojos; lo que se ve no es un pueblo, sino un rebaño que un imán conduce, y que un jenízaro degüella. En medio de las prisiones y de los baños se eleva el Serrallo, capitolio de la servidumbre: allí es en donde un custodio execrable conserva cuidadosamente los gérmenes de la peste y las leves primitivas de la tiranía.

Itinerario de Julián.

«El interior de Constantinopla es muy desagradable por su pendiente hacia el canal y el puerto: en todas las calles que bajan en aquella dirección (que todas están mal empedradas) es necesario poner muy cerca unos de otros, varios obstáculos para impedir que las aguas arrastren la tierra. Hay pocos carruajes: los turcos hacen más uso que las demás naciones, de caballos de silla: en el cuartel francés hay algunas sillas de manos para las señoras. Hay también camellos, caballos de carga para el trasporte de las mercaderías. Se encuentran además mozos de cuerda, que son turcos, que tienen unos palos gruesos y largos; pueden colocarse cinco o seis en las extremidades de ellos, y de este modo llevan cargas enormes con un paso regular; un solo hombre lleva también fardos muy pesados. Llevan una especie de garfio que les ocupa parte de la espalda hasta los riñones, y en él colocan, equilibrados con admirable destreza, todos los paquetes sin que sea necesario atarlos.»

Desde Constantinopla a Jerusalén.

Me embarqué en un buque que conducía peregrinos griegos a la Siria.

Mi itinerario.

«Éramos en el buque cerca de doscientos pasajeros entre hombres, mujeres, ancianos y niños. A los dos lados del entrepuente se veían otras tantas esterillas colocadas en buen orden. En aquella especie de república cada uno desempeñaba su faena a su elección: las mujeres cuidaban sus hijos, los hombres fumaban y preparaban la comida, y los papas conversaban familiarmente. Por todas partes se oían los sonidos de las bandurrias, violines y liras: todos cantaban; bailaban, reían o rezaban: la alegría era general. Me señalaban hacia La parte del Mediodía, y me decían... ¡Jerusalén!.. y yo contestaba... Jerusalén!... En fin, sin el temor hubiéramos sido las gentes más felices de este mundo: pero al menor viento los marineros plegaban las velas y los peregrinos exclamaban, Christos kyrie eleison. Pasada la tempestad volvíamos a recobrar nuestra audacia.»

Aquí me confieso batido por Julián.

Itinerario de Julián.

«Nos fue preciso ocuparnos de nuestra partida para Jaffa, que se efectuó el jueves 18 de setiembre. Nos embarcamos en un buque griego, en donde había entre hombres y mujeres unos ciento y cincuenta griegos qué iban en peregrinación a Jerusalén, por lo que el buque se encontraba poco desahogado. Como los demás pasajeros, llevábamos nuestras provisiones y utensilios de cocina, que compré yo en Constantinopla. Además tenía otra provisión bastante completa que me había dado el señor embajador, compuesta de excelentes bizcochos, jamones, salchichones, sesos, vinos de diferentes clases, ron, azúcar, limones, y hasta tintura de quina para la fiebre. Me encontraba, pues, con una provisión abundante que economizaba cuanto me era posible, por que sabia que en llegando a tierra no tendría ningún otro recurso, por hallarse interceptado todo a los extranjeros.

«Nuestra travesía, que solo fue de trece días, me pareció en extremo larga por las muchas incomodidades y poca limpieza que había en el buque. Durante algunos días que tuvimos mal tiempo, las mujeres y niños se marearon, y se tendían y vomitaban por todas partes, por manera que nos vimos obligados a dejar nuestro camarote y a dormir sobre el puente. Allí comíamos con más comodidad que en cualquier otro sitio, pues tomamos el partido de esperar a que nuestros griegos concluyesen su baturrillo.»

Paso el estrecho de los Dardanelos, toco en Rodas, y tomo un piloto para la costa de Siria. —Una calma nos detiene a vista del continente del Asia, casi enfrente del antiguo cabo de Celedonia.— Permanecimos dos días en el mar sin saber en donde nos encontrábamos.

Mi itinerario.

«El tiempo era tan hermoso y el aire tan apacible, que todos los pasajeros permanecían por la noche sobre el puente. Yo había disputado una parte del alcázar de popa a dos monjes griegos muy gruesos, del orden de San Basilio, que tuvieron que cedérmela refunfuñando. Allí dormía el 30 de setiembre, cuando a las seis de la mañana, me despertó un confuso ruido de voces: abrí los ojos y vi que los peregrinos miraban hacia la proa del buque. Pregunté lo que era y se me contestó: ¡Signor il Carmelo!... Se había levantado el viento a las ocho de la noche, y durante ella habíamos llegado a vista de las costas de Siria. Como me acosté vestido estuve al momento en pie, enterándome de la sagrada montaña: todos se apresuraban a enseñármela con la mano, pero yo nada veía por causa del sol que comenzaba a elevarse en frente de nosotros. Aquel momento tenía algo de religioso y augusto: todos los peregrinos con el rosario en la mano, permanecían silenciosos en la misma actitud, esperando la aparición de la Tierra Santa. El jefe de los papas oraba en voz alta: no se oía más que aquella oración y el ruido de la marcha del buque, que el viento más favorable impelía sobre una mar brillante. De cuando en cuando resonaba un grito en la proa al volverse a ver el Carmelo. Por último, yo mismo divisé esta montaña, como una mancha redonda por debajo de los rayos del sol. Entonces me arrodillé como hacen los latinos, pero no sentí aquella especie de turbación que experimenté al descubrir las costas de la Grecia. Sin embargo, la vista de la cuna de los israelitas y de la patria de los cristianos, me llenó de júbilo y de respeto. Iba a bajar a la tierra de los prodigios, a las fuentes de la más asombrosa poesía, a los lugares, en fin, en que humanamente hablando, se efectuó el acontecimiento más grande que haya mudado jamás la faz del mundo...

«Al medio día nos faltó el viento, pero volvió a soplar a las cuatro: por la ignorancia del piloto avanzamos más de lo necesario!... a las dos de la tarde volvimos a ver a Jaffa.

«Vino de tierra un bote con tres religiosos: bajé a reunirme con ellos y entramos en el puerto por una abertura hecha entre las rocas, peligrosa aun para un esquife.

«Los árabes de la playa se metieron en el agua hasta la cintura para conducirnos en sus hombros. Allí pasó una escena bastante divertida: mi criado llevaba un redingote blanquizco: como el blanco es el color de distinción entre los árabes juzgaron que Julián era el scheik. Apoderáronse de él, y le llevaban en triunfo a pesar de sus protestas: mientras que merced a mi vestido azul me salvaba obscuramente sobre la espalda de un andrajoso mendigo.»

Ahora oigamos a Julián, principal actor de aquella escena.

Itinerario de Julián.

«Lo que me entrañó mucho fue el ver llegar seis árabes para conducirme a tierra, mientras que solo había dos para mi amo, al cual le divertía mucho verme llevar como una caja. Yo no sé si mi traje les pareció más brillante que el de mi amo: llevaba éste un redingote oscuro con botones de la misma tela, el mío era blancuzco con botones de metal blanco que brillaban bastante con el sol que hacia: esto quizá seria lo que produjese su equivocación.

«El miércoles 1° de octubre entramos en el convento de religiosos de Jaffa, que son de la orden de San Francisco, y que hablan el latín e italiano, pero muy poco el francés. Nos recibieron muy bien e hicieron todo lo posible para proporcionarnos cuanto nos era necesario.»

Llego a Jerusalén.— Por consejo de los padres del convento atravieso con presteza la Ciudad Santa para ir al Jordán. Después de detenerme en el convento de Belén, parto con una escolta de árabes y me detengo en San Saba. A la media noche me encuentro en las orillas del mar Muerto.

Mi itinerario.

«Cuando se viaja por la Judea se apodera del corazón al principio un gran fastidio: pero cuando después de pasar de soledad en soledad, se extiende ante vuestra vista un espacio sin límites, se disipa poco a poco el disgusto, y se experimenta un terror secreto que lejos de abatir el alma, da valor y eleva el genio. Vistas extraordinarias descubren por todas partes una tierra trabajada por los milagros: el sol ardiente, el águila impetuosa, la higuera estéril, toda la poesía y todas las pinturas de la Sagrada Escritura se encuentran allí. Cada nombre encierra un misterio, cada gruta declara el porvenir, cada cima de las montañas resuena con el acento de un profeta. El mismo Dios ha hablado en aquellas playas: los torrentes secos, las montañas hendidas, los sepulcros entreabiertos atestiguan el prodigio: el desierto aparece todavía mudo de terror, y podría decirse que no se ha atrevido a romper el silencio, desde que oyó la voz del Eterno.

«Bajamos de la montaña con objeto de pasar la noche a orillas del mar Muerto, para remontar o subir en seguida el Jordán.»

itinerario de Julián.

«Nos apeamos de los caballos para dejarlos descansar y comer, como también nosotros que, teníamos una buena merienda que nos habían preparado los religiosos de Jerusalén. Concluida nuestra colación los árabes se apartaron a alguna distancia de nosotros, para aplicar el oído a la tierra a escuchar si oían algún ruido. Habiéndonos asegurado que podíamos estar tranquilos, cada uno procuró dormirse. Aunque estaba echado sobre las piedras disfrutaba de un sueño profundo cuando me despertó el amo a las cinco de la mañana para que todos se preparasen a continuar la marcha. Ya había llenado una cantimplora de hoja de lata que cabía cerca de tres cuartillos, de agua del mar Muerto, para llevarla a París.»

Mi itinerario.

«Levantamos el campo, y durante hora y media caminamos con mucho trabajo por una arena blanca y fina. Nos acercábamos a un bosquecillo de árboles de bálsamo y tamarindos, que con gran asombro veía elevarse en un terreno estéril. De repente los betlemitas se detuvieron y me mostraron con la mano, en el fondo de un barranco una cosa que yo no había visto. Sin poder decir lo que era entreveía como una especie de arena en movimiento en medio de la inmovilidad del terreno. Me acerqué a tan singular objeto y vi un rio amarillento cuya arena de ambas orillas difícilmente podía distinguir. Su cauce era profundo, sus aguas gruesas, y corría con lentitud: era el Jordán...

«Los betlemitas se desnudaron y se sumergieron en él. Yo no me atreví a imitarlos por la fiebre que constantemente me atormentaba.

Itinerario de Julián.

«Llegamos al Jordán a las siete de la mañana, por medio de arenales en que nuestros caballos se metían hasta las rodillas, y por fosos y hoyos que los costaba sumo trabajo subir. Recorrimos la ribera hasta las diez, y para refrigerarnos, nos bañamos cómodamente a la sombra de unos arbustos que se hallan en la margen del rio. Hubiera sido fácil pasar a nado a la otra orilla, porque en el sitio en donde nosotros estábamos no tenía de ancho más que unos doscientos cuarenta pies; pero no era prudente hacerlo porque había árabes que procuraban sorprendernos y en poco tiempo se reúnen muchos. Mi amo llenó la segunda cantimplora de agua del Jordán.»

Volvimos a entrar en Jerusalén: a Julián no le hicieron gran impresión los santos lugares: como verdadero filósofo, es seco: «El Calvario, dice, está en la misma iglesia, sobre una eminencia semejante a otras muchas alturas a que habíamos subido y desde donde no se ve a lo lejos más que tierras sin cultivo, y por todos lados árboles, zarzales y arbustos roídos por los animales. El valle de. Josafat se encuentra fuera, al pie de las murallas de Jerusalén, y se asemeja al foso de una fortaleza.»

Dejé a Jerusalén, llegué a Jaffa y me embarqué para Alejandría. Desde Alejandría fui al Cairo, y dejé a Julián en casa de Mr. Drovetti que tuvo la bondad de fletarme un buque austríaco para Túnez. Julián continua su diario en Alejandría. «Hay, dice, judíos, que como en todas partes donde se encuentran, se dedican al agiotaje. A media legua de la ciudad se encuentra la columna de Pompeyo, que es de granito de color rojizo, sobre un pedestal de piedra de sillería.»

Mi itinerario.

«El 23 de noviembre, siéndonos el viento favorable, me trasladé a bordo. Abracé a Mr. Drovetti en la ribera; y nos prometimos amistad y recuerdos. Pago hoy día mi deuda.

«Levamos el áncora a las dos, y un piloto nos puso fuera del puerto. El viento era débil y de la parte del Mediodía. Permanecimos tres días a la vista de la columna de Pompeyo que descubríamos en el horizonte. La noche del tercer día oímos el cañonazo de retreta del puerto de Alejandría, que fue como la señal definitiva de nuestra partida, porque se levantó el viento del Norte, e hicimos vela al Occidente.

«El 1° de diciembre fijándose el viento al Oeste, nos obstruyó el camino. Poco a poco fue bajándose al Sudoeste, y se convirtió en una tempestad que no cesó hasta nuestra llegada a Túnez. Para ocupar el tiempo, copiaba y ponía en orden las notas de este viaje, y las descripciones de los Mártires. Por la noche me paseaba por el puente con el segundo, el capitán Dinelli. Las noches que se pasan en medio de las olas en un buque combatido por la tempestad, no son estériles; la incertidumbre del porvenir da a los objetos su verdadero valor; contemplada la tierra desde una mar tempestuosa, se asemeja a la vida considerada por un nombre que va a morir.»

Itinerario de Julián.

«Después de nuestra salida del puerto de Alejandría, lo pasamos bastante bien los primeros días, pero esto no duró mucho porque en toda la travesía tuvimos siempre mal viento y peor tiempo. había constantemente de guardia sobre el puente un oficial, el piloto y cuatro marineros. Cuando al declinar el día veíamos que íbamos a tener mala noche, nos subíamos al puente. A cosa de la media noche hacia el ponche: principiaba a servirle siempre por nuestro piloto, los cuatro marineros, y luego a mi amo, el oficial y yo; pero no lo tomábamos tan tranquilamente como en un café. Aquel oficial tenía más disposición que el capitán, y hablaba muy bien el francés, lo cuál nos sirvió de mucha complacencia en nuestro viaje.»

Continuamos nuestra navegación y fondeamos delante de las islas Kerkeui.

Mi itinerario.

«Con gran júbilo nuestro, se levantó una tempestad por la parle del Sudeste, y en cinco días llegamos a las aguas de la isla de Malta. La descubrimos la víspera de Navidad, pero el mismo día de la Natividad, volviéndose el viento al Oeste-Noroeste, nos arrojó al Mediodía de Lampedusa. Permanecimos diez y ocho días en la costa oriental del reino de Túnez, entre la vida y la muerte: jamás olvidaré el día 28.

«Echamos el ancla al frente de la isla de Kerkeui, y permanecimos ocho días en la pequeña Syrte, en donde vi comenzar el año de 1807. ¿Bajo cuántos astros y con cuan varia fortuna había ya visto renovarse para mí los años, que pasan con tanta presteza o son tan largos?... ¿Cuán lejos estaban de mí los tiempos de mi infancia en que recibía con el corazón palpitante de alegría la bendición y los regalos paternales?... ¿Con qué impaciencia esperaba aquel primer día del año?.. Y ahora, sobre un buque extranjero, en medio del mar, a vista de una tierra bárbara, este primer día desaparecía para mí sin testigos, sin placeres, sin los abrazos de la familia, sin esos tiernos deseos de felicidad que una madre forma para su hijo con tanta sinceridad. Este día que nacía en el seno de las tempestades, solo dejaba caer sobre mi frente los cuidados, los disgustos y las canas.»

Julián se halla expuesto a la misma suerte, y me reprende una de esas impaciencias de que felizmente me he corregido.

Itinerario de Julián.

«Estábamos muy cerca de la isla de Malta y corríamos el riesgo de poder ser vistos por algún buque inglés que nos hubiera obligado a entrar en el puerto, pero ninguno salió a nuestro encuentro. Nuestra tripulación se hallaba fatigada, y el viento continuaba siéndonos contrario. Examinando el capitán su carta, vio un surgidero llamado Kerkeui, del que no estábamos muy distantes, e hizo vela hacia él sin prevenírselo a mi amo, quien viendo que nos aproximábamos al fondeadero se incomodó por no haber sido consultado, y dijo al capitán que debía continuar su camino puesto que había sufrido un temporal mucho más recio. Pero habíamos avanzado demasiado para volver a tomar nuestro derrotero, y por otra parte la prudencia del capitán mereció la aprobación general, por que aquel mes el viento fue muy violento y la mar estuvo embravecida. Obligados a permanecer en el ancladero veinte y cuatro horas más de lo que habíamos previsto, mi amo manifestó un vivo disgusto al capitán, a pesar de las justas razones que éste le daba.

«Hacía cerca de un mes que navegábamos y no nos faltaban más que siete u ocho horas para llegar al puerto de Túnez, más de repente arreció el viento con tal violencia que tuvimos que meternos más adentro, y permanecimos tres semanas sin poder arribar al puerto. Entonces mi amo volvió a censurar al capitán por haber perdido treinta y seis horas en el surgidero.

Y no se le podía convencer de que hubiéramos corrido más riesgo sin la previsión de aquel marino. La desgracia que más me impresionaba, era el ver que mis provisiones disminuían, y no sabia cuando terminaría nuestro viaje.»

Pisé por fin el suelo de Cartago: en casa de Mr. y de Mme. Devoise encontré la más generosa hospitalidad. Julián pinta con bastante exactitud a mi patrón, y habla también de la campiña y de los judíos: «Rezan y lloran, dice.»

Habiendo podido conseguir pasar a bordo de un brick americano, atravesé el lago de Túnez para trasladarme a la Goleta. «Por el camino, dice Julián, pregunté a mi amo si había tomado el dinero que colocó en el bufete de la habitación en donde dormía, y me contestó que se le había olvidado, por lo que me vi precisado a volver a Túnez.» Jamás puedo acordarme del dinero.

En cuanto llegamos de Alejandría, echamos el ancla en frente de los restos de la ciudad de Aníbal. Los miraba desde la orilla sin poder adivinar lo que eran. Divisaba algunas cabañas de moros, y una ermita musulmana en la punta de un cabo avanzado: las ovejas pastaban entre las ruinas, ruinas tan poco aparentes, que apenas las distinguía del terreno que ocupaban: aquella era Cartago; la visité antes de embarcarme para Europa.

Mi itinerario.

«Desde la cima de Byrsa, la vista abraza las ruinas de Cartago, que son más numerosas de lo que generalmente se cree: se asemejan a las de Esparta, y aunque no están bien conservadas, ocupan un espacio considerable. Las vi en el mes de febrero; las higueras, olivos y algarrobas echaban ya las primeras hojas: grandes angélicas y acantos ostentaban su verdor entre pedazos de mármol de todos colores. A lo lejos se presentaba a mi vista un doble mar, islas muy distantes, una risueña campiña, lagos y montañas azuladas: descubría bosques, navíos, acueductos, aldeas moriscas, ermitas mahometanas, minaretes, y los blancos edificios de Túnez. Millares de estorninos reunidos en batallones, y cual si fuesen nubes, revoloteaban por encima de mi cabeza. Rodeado de los mayores y más tiernos recuerdos, pensaba en Dido, en Sofonisba, y en la bella esposa de Asdrúbal: contemplábala vasta llanura en donde yacen sepultadas las legiones de Aníbal, de Escipión y de César, y mis ojos deseaban descubrir el sitio del palacio de Utica. ¡Ay! todavía existen en Caprea los restos del palacio de Tiberio, y en vano se busca en Utica el lugar que ocupaba el palacio de Catón!.. En fin, los terribles vándalos, y los ligeros moros pasaron alternativamente por mi memoria, que me ofrecía en último término a San Luis expirando sobre las ruinas de Cartago.»

Julián acaba como yo de tomar su última vista del África en Cartago.

Itinerario de Julián.

«El 7 y el 8 nos paseamos por las ruinas de Cartago, en donde todavía se encuentran algunos cimientos a flor de tierra que prueban la solidez de los monumentos de la antigüedad: hay allí también como unas distribuciones de baños sumergidas en las aguas del mar. Existen aun hermosas cisternas, y se veían otras ya cegadas. Los pocos habitantes que ocupan aquella comarca cultivan las tierras que les son necesarias. Acumulan varios mármoles, piedras y medallas, que venden como antiguas a los viajeros: mi amo compró algunas para llevarlas a Francia.»

Desde Túnez hasta mi vuelta a Francia por España.

Julián refiere brevemente nuestra travesía desde Túnez a la bahía de Gibraltar: desde Algeciras llega prontamente a Cádiz, y desde Cádiz a Granada. Indiferente a Blanca, observa únicamente que la Alhambra y otros edificios elevados están sobre rocas de una altura inmensa. Mi itinerario tampoco comprende muchos más pormenores acerca de Granada; me contento con decir:

«La Alhambra me pareció digna de atención aun después de haber visto los templos de la Grecia. La vega de Granada es deliciosa, y se asemeja mucho a la de Esparta: se concibe muy bien por qué los moros echan de menos este país:»

En el último de los Abencerrajes es en donde he descrito la Alhambra. Esta, el Jeneralife y el Monte Santo, se han grabado en mi imaginación, como aquellos pasajes fantásticos que con frecuencia cree uno divisar en la alborada al primer rayo de la aurora. Todavía me siento con bastante ánimo para pintar la vega; pero no me atrevo a intentarlo por temor al arzobispo de Granada. Durante mi permanencia en la ciudad de las sultanas, un hombre que tocaba la guitarra, y que un temblor de tierra había obligado a abandonar un pueblecito por donde yo acababa de pasar, se agregó a mí. Era sordo como una tapia, y me seguía a todas partes: cuando me sentaba sobre alguna ruina en el palacio de los moros, se colocaba de pie a mi lado, y cantaba acompañándose con su guitarra. El armonioso mendigo no hubiera quizá compuesto la sinfonía de la Creación, pero su tostado pecho se descubría a través de los girones de su casaca, y habría necesitado escribir como Beethoven a la señorita Breuning:

«Venerable Leonor, mi muy querida amiga, desearía ser bastante feliz para poseer un vestido de piel de conejo, hecho por vos.»

Atravesé desde un extremo a otro la España, en donde diez y seis años después me reservaba el cielo un gran papel, contribuyendo a sofocar la anarquía en un pueblo noble, y a libertar a un Borbón: restableciose el honor de nuestras armas, y hubiera salvado la legitimidad, si la legitimidad hubiese podida comprender las condiciones de su duración.

Julián no me dejó hasta que me llevó a la plaza de Luis XV el 5 de junio de 1807 a las tres de la tarde. De Granada me condujo a Aranjuez, Madrid, el Escorial, desde donde salta a Bayona.

«Salimos de Bayona, dice, el martes 9 de mayo, y pasamos por Pau, Tarbes, Bareges y Burdeos, adonde llegamos el 4 8 muy cansados y con un acceso de fiebre. Volvimos a salir el día 19, atravesamos por Angulema y Tours, y llegamos el 28 a Blois, en donde pernoctamos. El 31 continuamos nuestro camino hasta Orleans, y en seguida hicimos nuestra última jornada en Angerville.»

Allí me encontraba a distancia de una posta de una casa de campo, cuyos habitantes no me había hecho olvidar mi largo viaje. Pero ¿en dónde estaban los jardines de Armida? Dos o tres veces al volver a los Pirineos he visto desde el camino real la columna de Mereville, como la columna de Pompeyo me anunciaba el desierto; todo ha variado, como mis alternativas en el mar.

Llegué a París antes que la noticia que daba de mí: me había anticipado a mi vida. Aunque las cartas que había escrito eran insignificantes, las revisó como se miran los malos dibujos que representan lugares que uno ha visitado. Aquellas fechadas en Modon, Atenas, Zea, Esmirna, Constantinopla, Jaffa. Jerusalén, Alejandría, Túnez, Granada, Madrid y Burgos, aquellas líneas trazadas en toda especie de papel, y con toda clase de tintas, me son de mucho interés. Me complazco en desarrollar hasta mis firmanes: toco con satisfacción su vitela, miro su elegante caligrafía, y me embeleso con la pompa de su estilo. ¿Era yo, pues, un gran personaje? Nosotros somos unos pobres diablos con nuestras cartas y pasaportes de cuarenta sueldos, comparados con aquellos señores de turbante.

Osman Seid, bajá de Morea, extendió así mi firman para Atenas.

«Encargados de justicia de los pueblos de Misitra (Esparta) y Argos, cadíes, nadires, efendis, cuya sabiduría pueda aumentarse: honor de vuestros iguales y de nuestros grandes vaivodas, a vosotros por quienes ve vuestro señor, y que le representáis en cada una de vuestras jurisdicciones, funcionarios y hombres de negocios, cuyo crédito no puede menos de tomar incremento:

«Os participamos que entre los nobles de Francia, un noble (particularmente) de París, provisto de esta orden, y acompañado de un jenízaro armado y de un criado para su escolta, ha solicitado el permiso y manifestado su intención de pasar por algunos de los lugares y posiciones que pertenecen a vuestras jurisdicciones, con objeto de dirigirse a Atenas, que es un istmo separado de vuestras jurisdicciones.

«Vosotros, pues, efendis, vaivodas, y demás arriba mencionados, cuando el susodicho personaje llegue a los lugares de vuestras jurisdicciones, tendréis gran cuidado de que se le guarden todas las consideraciones que exigen las leyes de la amistad, etc.

«Año 1221 de la Hégira.»

Mi pasaporte de Constantinopla para Jerusalén, dice:

«Al sublime tribunal de su grandeza el cadi de Kouds, (Jerusalén) scherif, excelentísimo efendi:

«Excelentísimo efendi: que vuestra grandeza colocada sobre su tribunal augusto reciba con gusto nuestras sinceras bendiciones, y nuestro afectuoso saludo:

«Os participamos que un noble personaje de la corte de Francia, llamado Francisco Augusto de Chateaubriand, se dirige en este momento hacia vos para cumplir la santa peregrinación de los cristianos.»

¿Protegeríamos nosotros de este modo a los viajeros desconocidos, recomendándoles a los maires y gendarmes que examinan sus pasaportes? En estos firmanes se pueden leer igualmente las revoluciones de los pueblos: ¿cuántos trastornos ha sido necesario que Dios dejase sufrir a los imperios para que un esclavo tártaro dicte ordenes a un vaivoda de Misitra, es decir, a un magistrado de Esparta, y para que un musulmán recomiende a un cristiano al cadí de Kouds, es decir, de Jerusalén?

El itinerario entra en los elementos que componen mi vida. Cuando partí en 1806 para mi peregrinación de Jerusalén, parecía una gran empresa. Pero desde que me han imitado muchos, y todo el mundo se ha puesto en movimiento, se ha desvanecido lo maravilloso y no me ha quedado como propio más que el viaje de Túnez. Pocos se han dirigido por esta parte, y se conviene en que he señalado la verdadera situación de los puertos de Cartago. Esta honorífica carta lo prueba:

«Señor vizconde: Acabo de recibir un plano del terreno y de las ruinas de. Cartago, en el cual se hallan los perfiles y relieves del terreno con mucha exactitud: ha sido levantado trigonométricamente sobre una base de cinco mil pies, y se apoya en observaciones barométricas hechas con sus correspondientes barómetros. Es un trabajo de diez años de exactitud y de paciencia, y confirma vuestra opinión sobre la posición de los puertos de Byrsa.

«Con este exacto plano he comparado los textos antiguos, y creo haber determinado el circuito estertor y las demás partes del Cothon, de Byrsa, Megara, etc. etc. Os hago la justicia que por tantos títulos se os debe.

«Si no teméis el verme caer sobre vuestro talento con mi trigonometría y mi pesada erudición, me presentaré en vuestra casa a la menor indicación vuestra. Si mi padre y yo os seguimos en la literatura, longissimo intervallo, por lo menos habremos procurado imitaros en la noble independencia de que dais a la Francia tan excelente modelo.

«Tengo el honor y me glorío de ser vuestro sincero admirador

«DUREAU DE LA MALLE.»

Semejante rectificación de los lugares, hubiera bastado en otro tiempo para formarme un nombre en geografía. De aquí en adelante, si tuviese todavía la manía de querer que se hablase de mí, no sé hacia donde había de dirigirme para llamar la atención del público: tal vez volvería a emprender mi antiguo proyecto del descubrimiento de un paso al polo Norte, y quizá subiría por el Ganges. Allí vería la línea negra y recta de los bosques que impiden el acceso al Himalaya, cuando llegando al collado que une las dos cimas principales del monte Ganghour, descubriese el incensurable anfiteatro de las nieves eternas. Cuando preguntase a mis guías, como Heber, el obispo anglicano de Calcuta, el nombre de las demás montañas del Este, me responderían que circuyen al imperio chino. Sea en buen hora. Pero regresar de las Pirámides, es como si volvieseis de Montlhery. A propósito de esto, me acuerdo que un piadoso anticuario de las cercanías de San Dionisio, en Francia, me ha escrito preguntándome sino era cierto que Pontoise se parece a Jerusalén.

La página con que termina el itinerario parece haber sido escrita en este mismo momento, pues con tanta vehemencia reproduce mis actuales sentimientos.

«Hace veinte años, decía, que me dedico al estudio en medio de todas las eventualidades y de los pesares: diversa exilia et desertas quoerere terras: un gran número de las hojas de mis libros han sido trazadas debajo de la tienda, en los desiertos, y en medio de las olas: con demasiada frecuencia he tomada la pluma sin saber si prolongaría algunos instantes mi existencia... Si el cielo me concede un reposo que jamás he disfrutado, procuraré elevar en silencio un monumento a mi patria: si la providencia me le niega, no debo pensar más que poner mis últimos días a cubierto de los que han envenenado los primeros. Ya no soy joven ni me gusta el ruido: sé que las letras cuya intimidad es tan dulce cuando es secreta, no nos atraen en lo exterior más que tempestades. De todos modos he escrito bastante si mi nombre debe vivir, y demasiado si ha de morir.»

Es posible que mi itinerario quede como un manual para los judíos errantes: he marcado en él escrupulosamente los mercados y trazado cierto derrotero. Todos los viajeros de Jerusalén me han escrito felicitándome y dándome gracias por mi exactitud: citaré un comprobante:

«Señor, hace algunas semanas que nos habéis dispensado la honra de admitirnos en vuestra casa a mí y a Mr. de Saint-Laumer, mi amigo: al presentaros una carta de Abou-Gosch, nos proponíamos manifestaros, que cada vez se descubre nuevo mérito en vuestro itinerario, leyéndole sobre el terreno, y que era apreciado hasta su título por humilde y modesto que le hayáis escogido; aprecio que a cada paso justifica La escrupulosa exactitud de las descripciones, fieles aun en el día, excepto algunas ruinas más o menos, única alteración en aquellas regiones etc...

«JULIO FOLENTLOT.»

Calle Coumartin, número 23.

Mi exactitud depende de mi buen sentido común; soy de la raza de los celtas y de las tortugas, raza pedestre; y no de la sangre de los tártaros y de las aves, razas provistas de caballos y de alas. La religión, es cierto, me arrebata algunas veces en sus brazos, pero cuando me vuelve a dejar en tierra, camino apoyado en mi báculo, descansando en las lindes para desayunarme con las aceitunas y mi pan negro: Si yo he andado mucho embarcado como hacen los franceses con gusto, no he apetecido jamás la mudanza por sí misma: el camino me fastidia; únicamente amo los viajes por la independencia que me proporcionan, como tengo inclinación al campo, no por él, sino por la soledad. «Para mí todo el cielo es uno, dice Montaigne, vivamos entre los nuestros o vayamos a morir y padecer entre desconocidos.»

Me quedan también algunas otras cartas de aquellos países de Oriente, que han llegado a su destino con muchos meses de retraso. Varios padres de la Tierra Santa, cónsules y familias, suponiéndome poderoso con la restauración, me han reclamado los derechos de la hospitalidad. De lejos es muy fácil engañarse, y suele creerse lo que parece justo. Mr. Gaspari me escribió en 1816 solicitando mi protección en favor de su hijo: el sobre de su carta venia dirigido Al señor vizconde de Chateaubriand, presidente de la Universidad de París.

Mr. Caffe, sin perder de vista lo que pasaba en derredor suyo, y dándome noticias de su universo, me dice desde Alejandría: «Después de vuestra partida, el país en nada ha mejorado, aunque goza de tranquilidad. Aun cuando el jefe nada tenga que temer por parte de los mamelucos, refugiados siempre en el alto Egipto, es preciso no obstante que esté prevenido. Abd-el-Onad, hace siempre de las suyas en la Meca. EL canal de Manouf acaba de ser cerrado. Mehemet Alí se hará memorable en Egipto por haber llevado a cabo este proyecto etc.»

El 13 de agosto de 1816, Mr. Pangalo, hijo, me escribió desde Zea:

«Monseñor: Vuestro itinerario de París a Jerusalén, ha llegado a Zea, y he leído a nuestra familia lo que V. E. quiere manifestar en él de obsequioso para ella. Vuestra permanencia entre nosotros fue tan corta, que no merecemos ni con mucho los elogios que V. E. hace de nuestra hospitalidad y del modo demasiado familiar con que os recibimos. Acabamos de saber también con la mayor satisfacción que V. E. se halla repuesto por los últimos acontecimientos, y que ocupa el rango que tan merecido tiene por su talento y nacimiento. Nosotros os felicitamos por ello, y deseamos veros en la cúspide de la grandeza. El señor conde de Chateaubriand se dignará sin duda acordarse de Zea, de la numerosa familia del anciano Pangalo, su patrón, de esta familia, en que existe el consulado de Francia desde el glorioso reinado de Luis el Grande que firmó el despacho de nuestro abuelo. Aquel sufrido anciano ya no existe; he perdido a mi padre; me encuentro con una mediana fortuna y encargado de toda la familia: tengo a mi madre; seis hermanas por colocar y algunas viudas con sus hijos. Recorro, pues, a las bondades de V. E. y le ruego acuda en auxilio de nuestra familia obteniendo que el viceconsulado de Zea, que es muy necesario por la escala de los buques de la marina real, tenga sueldo como los demás viceconsulados; que de agente que soy sin emolumentos, sea ascendido a cónsul con el sueldo correspondiente a este empleo. Creo que V. E. conseguirá fácilmente esta pretensión en favor de los grandes servicios de mis abuelos, si se digna ocuparse de ella, y que se servirá excusar la importuna familiaridad de vuestros patrones de Zea que confían en vuestras bondades.

«Soy con el mayor respeto, monseñor de V. E. tú más humilde y obediente servidor.»

«M. G. PANGALO.»

Zea, 13 de agosto de 1816.

Siempre que asoma a mis labios alguna alegre sonrisa, recibo un castigo como si hubiese cometido alguna falta. Esta carta me hace sentir un remordimiento al leer un pasaje (atenuado es verdad, por expresiones de reconocimiento], sobre la hospitalidad de nuestros cónsules en el Levante, «las señoritas Pangalo, digo en el itinerario, cantan en griego.

«Ah! vous diraije; Maman.»

«Mr. Pangalo daba gritos, todos se desgañitaban, y quedaba completamente borrado el recuerdo de Aristeo y de Simónides.» Las demandas de protección caían siempre en medio de mi descrédito y de mis miserias. Al mismo principio de la Restauración, el 11 de octubre de 1814, recibí esta otra carta fechada en París.

«Señor embajador.»

«La señorita Dupont, de las islas de San Pedro, que ha tenido el honor de veros en aquellas islas, desearía obtener de V. E. un momento de audiencia. Como sabe que habitáis en el campo, os suplica la indiquéis el día en que regreséis a París, y en el que la podéis conceder esta audiencia.»

«Tengo el honor de ser, etc.»

«Dupont.»

No me acordaba ya de esta señorita de la época de mi viaje por el Océano, ¡tan ingrata es la memorial... Sin embargo, había conservado un recuerdo, hablaba de la joven desconocida que se sentó a mi lado en la triste Ciclada helada.

«Una joven marinera se presentó en los declives superiores del Morne; estaba descalza, aunque hacia frio, y andaba por medio de la escarcha, etc.»

Circunstancias independientes de mi voluntad me impidieron verá la señorita Dupont. Si por casualidad era la prometida de Guillaumy, ¿qué efecto había producido en ella una cuarta parte del siglo? ¿Había sido atacada del invierno de Terranova, o conservaba la primavera de las habas en flor, abrigadas en el foso del fuerte de San Pedro?

Al frente de una excelente traducción de las cartas de San Gerónimo, Mrs. Collombet y Gregoire, han querido descubrir entre este santo y yo cierta semejanza acerca de la Judea, que yo niego desde luego por respeto. San Gerónimo, desde el fondo de su soledad, trazaba el cuadro de sus combates interiores: yo no hubiera encontrado las sublimes expresiones del habitante de la gruta de Belén; cuando mas, hubiera podido cantar con San Francisco, mi patrono en Francia, y mi patrón en el Santo Sepulcro, sus dos versículos en lengua italiana de la época que precedió al idioma del Dante.

In foco l‘ amor mi mise

In foco l‘amor mi mise.

Tengo sumo gusto en recibir cartas de Ultramar, porque se me figura que me traen cierto murmullo de los vientos, algún rayo del sol, alguna emanación de los diversos destinos que separan a las olas, y que enlazan los recuerdos de la hospitalidad.

¿Desearé acaso volver a ver aquellas regiones? Una o dos podrían ser. El cielo del África ha producido en mí una agradable e indeleble impresión: mí imaginación respira todavía los perfumes del templo de la Venus de los jardines y del lirio de Céfisa.

Fenelon en el acto de partir para la Grecia, escribió a Bossuet la carta que vamos a leer. El futuro autor del Telémaco se revela en ella con el ardor de un misionero y de un poeta.

«Varios pequeños incidentes han impedido hasta ahora mi regreso a París. más al fin, monseñor, ya parto. En vista de este viaje medito otro mayor. Ábrese delante de mí la Grecia entera, el sultán retrocede atemorizado: el Peloponeso respira ya en libertad, y la iglesia de Corinto va a florecer de nuevo: la voz del apóstol resonará otra vez en ella. Me siento trasportado a aquellos hermosos lugares, y entre aquellas preciosas ruinas, para recoger en ellas, con los más curiosos monumentos, el espíritu de la antigüedad. Busco aquel Areópago en donde San Pablo anunció a los sabios de la tierra el Dios desconocido; pero después de lo sagrado viene lo profano, y no me desdeño de bajar al Pireo en donde Sócrates formó el plan de su república. Subo a la cima del Parnaso, recojo los laureles de Delfos, y gusto las delicias del Tempe,

«¿Cuándo la sangre de los turcos se mezclará con la de los persas en las llanuras dé Maratón, para devolver la Grecia entera a la religión, a, la filosofía, y las bellas artes que la miran como su patria?

...Arva beata,

Petamus arva, divites et insulas.

«Jamás te olvidaré, ¡oh isla consagrada por las celestes visiones del discípulo predilecto! ¡oh dichosa Palmos! iré a besar en tu suelo los pasos del apóstol, y creeré ver abiertos los cielos. Allí me sentiré poseído de indignación contra el falso profeta que ha querido desentrañar los oráculos del verdadero, y bendeciré al Todopoderoso, que lejos de precipitar a la iglesia como a Babilonia, encadena al dragón, y la saca victoriosa. Ya veo sucumbir al cisma, reunirse el Oriente y el Occidente, y al Asia, que ve renacer el día después de tan prolongada noche: a la tierra santificada por los pasos del Salvador, y regada con su sangre, libertada de sus profanadores, y revestida de una nueva gloria; en fin, a los hijos de Abraham esparcidos por toda la tierra, y más numerosos que las estrellas del firmamento, que reunidos desde las cuatro regiones del viento, acudirán en tropel a reconocer al Cristo que han sacrificado, y mostrar al fin de los tiempos una resurrección. Basta ya, monseñor, y oiréis quizá con gusto que esta es mi última carta; y el fin de mi entusiasmo con que os importuno. Perdonadle por mi pasión de hablaros desde lejos, hasta tanto que pueda hacerlo desde cerca.

«Fr. DE FENELON.»

Este era el verdadero Homero moderno, el único digno de cantare la Grecia y de referir sus bellezas al nuevo Crisóstomo.

Reflexiones acerca de mi viaje.— Muerte de Julián.

No tengo presentes de los sitios de la Siria, del Egipto y de la tierra púnica, más que los lugares que se hallaban en relación con mi carácter solitario: me agradaban independientemente de La antigüedad del arte y de la historia. Las Pirámides me admiraban menos por su grandeza que por el desierto junto al cual están colocadas; la columna de Diocleciano llamaba mucho menos mi atención, que las figuras que forma el mar a lo largo de las playas de la Libia. En la polusiaca embocadura del Nilo, no hubiera deseado un monumento que me recordase aquella escena descrita por Plutarco.

«El liberto buscó por lo largo de la playa, en donde encontró los fragmentos de una barca vieja de pescador, suficiente para un pobre cuerpo desnudo, y aun no entero. Cuando reunía y juntaba las diversas partes de él, se presentó un romano; hombre ya de edad, que en sus juveniles años había hecho la guerra a las órdenes de Pompeyo. ¡Ah! le dijo el romano, tú no tendrás exclusivamente este honor, y te suplico que me admitas por compañero en tan santo y devoto hallazgo, para que no tenga motivo de quejarme de todo, logrando en recompensa de los muchos males que he sufrido, la dicha de poder tocar con mis manos, y ayudar a sepultar al mayor capitán de los romanos.»

El rival de César no tiene ya sepulcro cerca de la Libia, y una joven esclava líbica recibió de manos de una Pompeya una sepultura, no lejos de aquella Roma de donde el gran Pompeyo había sido desterrado. En estos caprichos de la fortuna se comprende por qué los cristianos iban a ocultarle en la Tebaida.

«Nací en Libia, y sepultada en mis floridos años bajo el polvo de la Ausonia, descanso cerca de Roma, a lo largo de esta arenosa ribera. La ilustre Pompeya que me había criado con maternal ternura, ha llorado mi muerte y me ha depositado en un sepulcro, que me iguala a mí, pobre esclava, con los nombres libres. El fuego de mi pira ha precedido al del himeneo. La antorcha de Proserpina ha defraudado nuestras esperanzas.» (Anthologia).

Los vientos han dispersado a los personajes de Europa, Asia y África, con quienes he vivido, y de que acabo de hablaros: el uno cayó del Acrópolis de Atenas; el otro de la ribera de Chío; éste se precipitó desde la montaña de Sion; y aquel ya no saldrá de las aguas del Nilo, o de las cisternas de Cartago. Los lugares también han cambiado: así como en América se elevan ahora ciudades en donde yo he visto bosques, del mismo modo se forma un imperio en esas arenas del Egipto, en donde mis miradas no encontraron más que horizontes pelados y redondos como el hueco de un escudo, como dicen las poesías árabes: y lobos tan flacos como sus mandíbulas que están como un palo hendido. La Grecia ha recobrado la libertad que la deseaba, cuando la atravesaba bajo la custodia de un jenízaro. ¿Pero goza de su libertad nacional, o no ha hecho más que cambiar de yugo? En cierto modo soy el último que ha visitado el imperio turco con sus costumbres antiguas. Las revoluciones que por donde quiera han precedido o seguido inmediatamente mis huellas, se han extendido a la Grecia, la Siria, y el Egipto. ¿Va a formarse un nuevo Oriente?... ¿Qué saldrá de él? ¿Recibiremos el castigo que tenemos merecido por haber enseñado él moderno arte de las armas a unos pueblos cuyo estado social se halla fundado en la esclavitud y la poligamia? ¿Hemos llevado la civilización a lo exterior, o hemos introducido la barbarie en la cristiandad? ¿Qué resultará de los nuevos intereses, de las nuevas relaciones políticas, de la creación de las potencias que puedan formarse en el Levante? Nadie podrá decirlo.

Yo no me deslumbro por los barcos de vapor, ni los caminos de hierro: por la venta del producto de las manufacturas, y por la fortuna de algunos soldados franceses, ingleses, alemanes, e italianos al servicio del bajá: todo esto no es civilización. Quizá se volverán a ver venir, por medio de las disciplinadas tropas de los futuros Ibrahim, los peligros que amenazaron a la Europa en la época de Carlos Martel y de que más tarde nos salvó la generosa Polonia. Compadezco a los viajeros que me sucedan: el harem ya no les ocultará sus secretos: no verán el antiguo sol de Oriente, ni el turbante de Mahoma. El beduino me gritaba en francés cuando pasaba por las montañas de la Judea; «adelante, marchad.» La orden estaba dada y el Oriente ha marchado.

¿Qué ha sido de Julián, el compañero de Ulises? Al remitirme su manuscrito, me pidió la plaza de conserje de mi casa, calle del Infierno: estaba ocupada por un antiguo portero y su familia, a quien no podía despedir. El cielo en su cólera, hizo a Julián voluntarioso y beodo, más le sufrí largo tiempo: por último, nos vimos obligados a separarnos. Le di una pequeña suma, y le señalé una corta pensión sobre mi caja, un poco ligera, pero provista siempre de excelentes billetes hipotecados sobre mis posesiones en España. Según su deseo, le hice entrar en el hospicio de los ancianos, y allí emprendió su último y más largo viaje. Yo iré bien pronto a ocupar su vacío lecho, como dormí en el campo de Emir-Capi, sobre la hamaca de un musulmán apestado que acababa de extraerse de ella. Mi vocación definitiva es hacia el hospital en donde yace la vieja sociedad. Aparenta vivir, y no por eso deja de estar agonizando. Cuando haya expirado se descompondrá para reproducirse bajo nuevas formas, mas antes es necesario que sucumba; la primera necesidad de los pueblos y de los hombres es el morir: «El cielo se forma al soplo de Dios, dice Job.»

PARÍS, 1839

Revisado en junio de 1847.

Años 1807, 1808, 1809 y 1810.— Artículo del Mercurio del mes de junio de 1807.— Compro el Vallée aux Loups, y me retiro a él.

Mme. de Chateaubriand había estado muy enferma durante mi viaje: muchas veces mis amigos me creían ya muerto. En algunas notas que Mr.de Chaussel ha escrito para sus hijos, y que me ha permitido examinar, encuentro este pasaje:

«Mr. de Chateaubriand partió para el viaje de Jerusalén en el mes de julio de 1806: durante su ausencia iba todos los días a casa de su viajero me escribió desde Constantinopla una carta de muchas páginas que encontrareis en uno de los cajones de nuestra biblioteca en Coussergues. En el invierno de 1806 a 1807 sabíamos que Mr. de Chateaubriand, se hallaba embarcado para regresar a Europa: un día me encontraba de paseo en el jardín de las Tullerías con Mr. de Fontanes y hacia un viento de Oeste espantoso: estábamos resguardados con el terraplén de la orilla del agua, y Mr. de Fontanes me dijo: —Tal vez en este momento un golpe de esa terrible tempestad va a hacerle naufragar. Después hemos sabido que faltó muy poco para que se realizase tan triste presentimiento. Hago esta observación para explicar la viva afición, el interés de Mr. de Chateaubriand por la gloria literaria, que debía aumentarse con este viaje: los nobles, profundos y raros sentimientos que animaban a Mr. de Fontanes, hombre excelente, de quien he recibido también grandes favores, y que os encargo le encomendéis a Dios.»

Si debiese vivir, y si pudiera hacer vivir en mis obras a las personas que me son queridas, ¿con qué placer me llevaría conmigo a todos mis amigos?

Lleno de esperanza llevé a mi casa mi puñado de espigas, mi reposo no fue de larga duración.

Por una serie de contratos había llegado a ser el único propietario del Mercurio. Mr. Alejandro de Laborde publicó a fines de junio de 1807 su viaje a España: en el mes de julio vi en el Mercurio el artículo de que he citado algunos pasajes al hablar de la muerte del duque de Enghien: «Cuando en el silencio de la abyección, etc.» Las prosperidades de Bonaparte lejos de someterme me habían indignado: había adquirido nueva energía en mis sentimientos, con las tempestades y contratiempos. Mi rostro no se hallaba en vano tostado por el sol, y no había soportado las inclemencias del cielo, para temblar con mi ennegrecida frente ante la cólera de un hombre. Si Napoleón había concluido con los reyes, no había aun acabado conmigo. Mi artículo, que apareció en medio de sus prosperidades y maravillas, conmovió la Francia, y se esparcieron muchas copias manuscritas: muchos subscritores del Mercurio desglosaron el artículo para leerle en las tertulias y llevarle de casa en casa. Es preciso haber vivido en aquella época para poder formarse una idea del efecto que produjo una voz que resonaba sola en el silencio del mundo. Los nobles sentimientos que aun conservaban los corazones, se reanimaron. Napoleón se encolerizó; el ánimo se exaspera menos en razón de la ofensa, que en la de la idea que cada uno tiene formada de sí. ¿Cómo?, ¿despreciar hasta su gloria, y desafiar por segunda vez al que veía al universo prosternado a sus plantas?... «Chateaubriand cree que soy un imbécil, que no le comprendo: le haré acuchillar en la misma escalera de las Tullerías.» Dio orden para que se suprimiese el Mercurio y se me prendiese. Mi propiedad desapareció, y mi persona pudo escapar por una especie de milagro. Bonaparte tuvo que ocuparse del mundo, y me olvidó pero pesaba sobre mi cabeza su amenaza.

Mi posición era verdaderamente deplorable: cuando creía deber obrar según las inspiraciones de mi honor, me encontraba con una grave responsabilidad personal y con los pesares que causaba a mi esposa, grande era su valor, más no por eso sufría menos, y aquellos nubarrones acumulados sucesivamente sobre mi cabeza llenaban de amargura su vida. había sufrido tanto por mí durante la revolución que era natural suspirase por un poco de reposo: mucho más cuando Mme. de Chateaubriand admiraba a Napoleón sin restricciones: no se formaba ilusiones acerca de la legitimidad, y me predecía sin cesar lo que me sucedería cuando regresaran los Borbones.

El libro primero de estas Memorias está fechado en el Vallé aux Loups el 4 de octubre de 1811: allí se encuentra la descripción del retiro que compré para ocultarme en aquella época. Dejamos nuestra habitación de casa de Mme. de Coislin y fuimos primero a vivir en la calle de los Santos Padres, fonda de Lavalette, que tomaba su nombre del de los dueños de ella.

Mr. de Lavalette. rechoncho y que llevaba siempre una caña con puño de oro, llegó a ser el encargado de mis negocios, si es que acaso alguna vez los he tenido. había sido oficial de la repostería de la casa real, y lo que yo no comía él se lo bebía.

Hacia fines de noviembre viendo que las obras de mi cabaña no adelantaban, tomé el partido de ir a inspeccionarlas. Llegamos por la tarde al valle y no seguimos el camino ordinario: entramos por la reja situada por debajo del jardín. La tierra de las calles de árboles reblandecida por la lluvia impedía marchar a los caballos y el carruaje volcó. El busto de yeso de Homero colocado junto a Mme. de Chateaubriand, saltó por la ventanilla y se rompió el cuello: mal agüero para los Mártires en que me ocupaba entonces.

La casa estaba llena de trabajadores que reían, cantaban y golpeaban: en el hogar ardían unas virutas y las luces eran unos cabos de velas: se asemejaba a una ermita en los bosques iluminada de noche por los peregrinos. Contentos con encontrar dos habitaciones regularmente arregladas nos sentamos a la mesa. Al día siguiente despertado por el ruido de los martillos y las canciones de los operarios, vi salir el sol con más tranquilidad que el dueño de las Tullerías.

Yo gozaba dulzuras interminables; sin ser Madame de Sevigné, iba provisto de un par de zuecos a plantar mis árboles, pasaba y repasaba por las mismas avenidas, veía y examinaba todos los rincones y me ocultaba en dondequiera que encontraba malezas: me representaba lo que llegaría a ser mi parque en lo porvenir, porque entonces no carecía de él. Al procurar volver a descubrir en mi memoria el horizonte que se me ha ocultado, no le divisé ya pero encontré otros. Me extravió en pensamientos ya desvanecidos: las ilusiones que me animan son quizá tan bellas como las primeras, solo que son más jóvenes: lo que veía al resplandor del Mediodía, lo diviso a la débil claridad del Occidente. ¡Si pudiese sin embargo dejar de ser acosado por los sueños! Recibiendo Bayardo la intimación de entregar una plaza, respondió: «Esperad que haya hecho un puente con los cuerpos muertos para pasar por él con mi guarnición.» Yo temo que para salir me sea preciso pasar sobre el vientre de mis quimeras.

Como mis arbolitos eran aun pequeños, no susurraba entre sus hojas el murmullo de los vientos del otoño; pero en la primavera las brisas qué besaban las flores, conservaban su perfumado hálito que derramaban sobre mi valle.

Hice algunas mejoras en mi cabaña; adorné su pared de ladrillo con un pórtico sostenido por dos columnas de mármol negro y dos cariátides de mujer de mármol blanco. Me acordaba que había estado en Atenas: mi proyecto era añadir una torrecilla a la extremidad de mi pabellón. Hasta tanto figuré sobre la pared unas almenas de este modo: precedía yo a la manía de la edad media que nos entontece en el día. De todas las cosas que he perdido, lo que más siento es el Vallée aux Loups: está escrito que nada me quedará. Después de perder mi valle había planteado la Enfermería de María Teresa, y acabo también de abandonarla. Ahora desafío a la suerte a que no me fijará en ningún pedazo de tierra: en adelante no tendré más jardín que esas alamedas situadas junto a los Inválidos y condecoradas con tan pomposos nombres, por donde me pasearé con mis compañeros mancos y cojos. No lejos de estas avenidas, se eleva el ciprés de Mme. de Beaumont: en esos desiertos espacios, la ligera y grande duquesa de Chantillón, se apoyaba en otro tiempo sobre mi brazo: ya no doy mi razón sino al tiempo: es bien pesado.

Trabajaba con delicia en mis Memorias y los Mártires adelantaban: ya había leído algunos libros a Mr. de Fontanes: me había situado en medio de mis recuerdos como en una gran biblioteca: consultaba a este y luego al otro, en seguida cerraba el registro suspirando, porque observaba que penetrando en él la luz se destruía su misterio. Iluminad los días de la vida, y ya no serán lo que son.

En julio de 1808 caí enfermo y tuve que volver a París. Los médicos hicieron la enfermedad peligrosa. El epigrama dice que en vida de Hipócrates escaseaban los muertos en el infierno; merced a nuestros modernos Hipócrates, en el día los hay en abundancia.

El momento en que me encontraba próximo a la muerte es sin duda en el que he tenido más deseos de vivir. Cuando me sentía desfallecer, lo cual ocurría a menudo, decía a Mme. de Chateaubriand: «tranquilizaos, voy a volver.» Perdía el conocimiento pero con gran impaciencia interior, porque estaba muy apegado Dios sabe a qué. Deseaba también ardientemente concluir la que creía y todavía creo mi obra más correcta. Entonces recogía el fruto de las fatigas que había sufrido en mi viaje a Levante.

Girodet había dado la última mano a mi retrato: le hizo moreno como yo estaba entonces; pero le llenó de expresión con su acostumbrada maestría. Monsieur Denon le recibió para el salón: como hábil cortesano le colocó prudentemente en un sitio apartado. Cuando Bonaparte visitó la galería, después de mirar los cuadros dijo: «¿En dónde está el retrato de Chateaubriand?» Sabia que debía estar allí, y hubo que presentársele: Bonaparte dijo mirando al retrato: «Tiene el aire de un conspirador que baja por la chimenea.»

Habiendo regresado solo al valle un día, el jardinero Benjamín, me avisó que un caballero desconocido había preguntado por mí, y que no encontrándome había manifestado que me quería esperar; que había mandado le hiciesen una tortilla, y que en seguida se había echado en mi cama. Subí y entré en mi cuarto: al punto divisé un enorme bulto que dormía: sacudiendo o meneando aquella enorme masa grité, ¿Quién está ahí? Moviose entonces el bulto y se sentó: llevaba puesta en la cabeza una gorra de piel, y una casaca y pantalón de lana moteados. Era mi primo Moreau, a quien no había vuelto a ver desde el Campo de Thionville. Volvía de Rusia y quería entrar en la administración. Mi antiguo Cicerone en París, fue a morir a Nantes. Así ha desaparecido uno de los primeros personajes de mis Memorias. Espero que tendido sobre una cama de gamón, hable todavía e mis versos a Mme. de Chastenay, si esta agradable sombra ha descendido a los Elíseos campos.

Los Mártires.

En la primavera de 1809 vieron la luz pública los Mártires. El trabajo era concienzudo; había consultado a críticos de gusto y de ciencia, Mres. Fontanes, Bertín, Boissonade, Malte Brun, y me había sometido a su juicio. Cien veces había hecho, deshecho y vuelto a escribir la misma página. De todos mis escritos este es el que tiene más correcto el lenguaje.

No me había engañado en el plan: ahora que mis ideas han llegado a hacerse vulgares, nadie niega que los combates de dos religiones, una que concluye y otra que principia, ofrecen a las musas uno de los asuntos más ricos, fecundos y dramáticos. Creía pues, poder alimentar unas esperanzas demasiado locas; pero olvidaba el éxito de mi primera obra. En este país no se puede contar con dos resultados iguales: el uno destruye al otro. Si tenéis algún talento para la prosa, guardaos de versificar: si os distinguís en la literatura no os mezcléis en la política. Tal es el espíritu francés: el amor propio alarmado y la envidia sorprendida por la feliz aparición de un nuevo autor se coaligan y acechan la segunda publicación para tomar en ella una ruidosa venganza.

Todos con la mano en el tintero, juran vengarse.

Yo debía pagar la necia admiración que me había captado con la publicación del Genio del Cristianismo. Era preciso que restituyese lo que había usurpado, ¡Ay! no se necesitaba afanarse tanto para arrebatarme lo que yo mismo creía que no merecía. Sí había librado a la Roma cristiana no pedía más que una corona obsidional, una mata de yerba cogida en la ciudad eterna.

El ejecutor de la justicia de las vanidades, fue Mr. Hoffmann, a quien Dios tenga en paz: el Diario de los Debates ya no era libre: sus propietarios no tenían ya facultades, y la censura consiguió en él mi condenación. Mr. Hoffmann perdonó no obstante a la batalla de los francos, y algunos otros trozos de la obra: pero si Cimodocea le pareció gentil, era demasiado buen católico para no indignarse de la profana amalgama de las verdades del cristianismo con las fábulas de la mitología. Velleda no me salvaba, porque se me imputaba como crimen el haber transformado en gala a la sacerdotisa druida germana de Tácito, como si hubiese tomado prestada otra cosa que un nombre armonioso. Más he aquí que a los cristianos de Francia, a quienes yo había hechos grandes servicios volviendo a levantar sus altares, se les ocurre neciamente escandalizarse, por solo la evangélica palabra de Mr. Hoffmann. El título de los Mártires los había engañado; esperaban leer un martirologio, y el tigre que no despedazaba más que una hija de Homero les pareció un sacrilegio.

El martirio verdadero del papa Pío VII que Bonaparte había llevado prisionero a París, no los escandalizaba; pero les indignaban mis ficciones poco cristianas, según decían. Y el señor obispo de Chartres fue el que se encargó de condenar las horribles impiedades del autor del Genio del cristianismo. ¡Ay! debe convencerse de que en el día debe desplegar su celo en otros combates.

El señor obispo de Chartres es hermano de mi excelente amigo Mr. de Clausel, muy buen cristiano, pero que no se ha dejado arrebatar por una virtud tan sublime como la del crítico prelado.

Pensaba que debía contestar a la censura como lo había hecho con respecto al Genio del Cristianismo, y el ejemplo de Montesquieu, en su defensa del Espíritu de las Leyes, me animaba a ello, pero me contuve. Aun cuando los autores atacados digan las mejores cosas de este mundo, solo conseguirán excitar la sonrisa de los ánimos imparciales, y las burlas de la multitud. Se colocan en muy mal terreno: la posición defensiva es antipática al carácter francés. Aunque para contestar a las objeciones demostrase que marcando con el sello de la reprobación tal o cual pasaje se había atacado algún hermoso resto de la antigüedad, vencido en cuanto al hecho, se salía del paso diciendo que los Mártires no eran más que una copia. Si probaba la presencia simultánea de las dos religiones, con la misma autoridad de los padres de la iglesia, se me replicaría que en la época en que colocaba la acción de los Mártires, no existía ya el paganismo.

Creí de buena fe que la ruina de la obra era inevitable: la violencia del ataque había quebrantado mi convicción de autor. Algunos amigos me consolaban; sostenían que la prescripción no estaba justificada, y que el público tarde o temprano pronunciaría otro fallo: Mr. de Fontanes se mantenía firme: yo no era Racine, pero podía ser Boileau, y no cesaba de repetirme: «ellos lo reconocerán.» Su persuasión era tan profunda, que hasta le inspiró estancias encantadoras

El Taso errante de ciudad en ciudad, etc. etc., sin temor de comprometer y la autoridad de su juicio.

En efecto, los Mártires se han rehabilitado y obtenido el honor de cuatro ediciones consecutivas: hasta han disfrutado de un favor particular entre los literatos: se me ha congratulado por una obra que demuestra un estudio serio, un gran respeto a la lengua y el gusto, y un estilo limado.

La crítica del fondo ha desaparecido prontamente. Decir que había mezclado lo profano con lo sagrado, porque había pintado dos cultos que existían a un mismo tiempo, y de los cuales cada uno tenía sus creencias, sus altares, sus sacerdotes y sus ceremonias, era decir que debiera haber renunciado a la historia. ¿Porqué morían los mártires? por Jesucristo. ¿A quién se los inmolaba? A los dioses del imperio: luego había dos cultos.

La cuestión filosófica, a saber: si en tiempo de Diocleciano los romanos y griegos creían en los dioses de Homero, y si el culto público había sufrido alteraciones, esta cuestión, como poeta, no me comprendía; como historiador, hubiera tenido mucho que decir.

Ya no se trataba de esto. Los Mártires se han sostenido contra lo que yo esperaba, y ya solo me resta ocuparme en revisar el texto.

La falta o defecto de los Mártires depende de lo maravilloso directo que había empleado poco a propósito en el resto de mis preocupaciones clásicas. Asustado con mis innovaciones me había parecido imposible pasarme sin un cielo y sin un infierno. Los ángeles buenos y malos bastaban sin embargo para conducir la acción sin necesidad de emplear máquinas gastadas. Si la batalla de los Francos, Velleda, Gerónimo, Agustín, Eudoro y Cimodocea, si la descripción de Nápoles y de la Grecia, no obtenían gracia para los Mártires; el ciclo y el infierno seguramente no los salvarían. Uno de los pasajes que más gustaba a Mr. Fontanes era este:

«Cimodocea se sentó al frente de la ventana de la prisión, y apoyando en su mano su cabeza embellecida con el velo de los mártires, prorrumpió entre suspiros en estas armoniosas palabras:

«Ligeras naves de la Ausonia, surcad la mar tranquila y brillante: esclavas de Neptuno, abandonad las velas al amoroso soplo de los vientos: encorvaos bajo el ágil remo. Volvedme a llevar con mi esposo y con mi padre, a las afortunadas orillas del Pamiso...

«Volad, aves de Libia, cuyos flexibles cuellos se tuercen con gracia, volad a la cima del Ithomo, y decid que la hija de Homero, va a volver a ver los laureles de la Mesenia!...

«¿Cuándo volveré a encontrar mi lecho de marfil, la luz del día tan grata a los mortales, las praderas esmaltadas de flores que riega una agua pura, y que el pudor embellece con su soplo?..»

El Genio del Cristianismo será siempre mi gran obra, porque ha producido o terminado una revolución, y dado principio a la nueva era del siglo literaria. No sucede lo mismo con los Mártires; aparecieron después de efectuada la revolución: no eran más que una prueba superabundante de mis doctrinas: mi estilo no era ya una novedad, y aun, excepto en el episodio de Velleda, y en la pintura de las costumbres de los francos, mi poema se resiente de los lugares que ha frecuentado: lo clásico domina en él a la romántico.

En fin las circunstancias que contribuyeran al buen éxito del Genio del Cristianismo, no existían ya: el gobierno lejos de serme favorable me era contrario. Los Mártires me valieron el que se redoblase mi persecución: las alusiones bien marcadas del retrato de Galerio, y de la corte de Diocleciano, no podían pasar desapercibidas para la policía imperial: mucho más, cuando el traductor inglés, que ningunas consideraciones tenía que guardar, y a quien era indiferente el comprometerme, había en su prefacio llamado la atención sobre las alusiones.

La publicación de los Mártires coincidió con un accidente funesto. No desarmó a los Aristarcos, merced al ardor de que nos encontramos animados en el poder: conocían que una crítica literaria que tendiese a disminuir el interés que inspiraba mi nombre, podía ser agradable a Napoleón. Este, como los banqueros millonarios, que dan opíparos festines, y hacen pagar los portes de las cartas, no descuidaba las menores utilidades.

Armando de Chateaubriand.

Armando de Chateaubriand que, como habéis visto, fue compañero de mi infancia, y que habéis vuelto a encontrar en el ejército de los príncipes con la sordomuda Libba, se había quedado en Inglaterra. Casose en Jersey, y estaba encargado de la correspondencia de los príncipes. Salió el 25 de setiembre de 1808, y fue arrojado a las costas de la Bretaña el mismo día a las once de la noche cerca de Saint- Cast. La tripulación del buque se componía de once hombres: solo dos eran franceses, Roussel y Quintal.

Armando se fue en casa de Mr. Delaunay-Boise- Lucas, padre, que habitaba en el pueblo de Saint-Cast, en donde los ingleses se vieran en otro tiempo precisados a reembarcarse: su patrón le aconsejó que volviese a partir, mas el buque había ya vuelto a emprender el camino de Jersey. Habiéndose entendido Armando con el hijo de Mr. Boise-Lucas, le entregó los paquetes de que venia encargado de parte de Mr. Enrique Lariviere, agente de los príncipes.

«El 29 de setiembre, dice en uno de sus interrogatorios, me dirigí a la costa, en donde permanecí dos noches «sin ver mi buque. Como la luna era muy fuerte, me retiré y volví el 14 o el 15, y permanecí allí hasta el 24. Todas las noches las pasé en los peñascos, pero inútilmente; mi barco no vino, y durante el día estaba en casa de Boise-Lucas. El mismo barco y la misma tripulación, de que formaban parte Roussel y Quintal, debía venir a recogerme. Con respecto a las precauciones tomadas con Mr. Boise-Lucas, padre, no eran otras que las que ya os tengo especificadas.»

El intrépido Armando, que había abordado a algunos pasos del campo paterno, como si fuese en la costa hospitalaria de la Taurida, buscaba en vano sobre las olas con inquietos ojos, y a la claridad de la luna, la barca que hubiera podido salvarle. Habiendo dejado en otro tiempo a Combourg, para partir a la India, había paseado mis contristadas miradas por aquellas olas. Desde las rocas de Saint-Cast, en donde se situaba Armando hasta el cabo de la Verde en donde yo estaba sentado, algunas leguas de mar recorridas por nuestras miradas opuestas, han sido testigos de los pesares, y separado los destinos de dos hombres unidos por el nombre y por la sangre. En medio de las mismas aguas encontré a Gesril por la última vez. En mis sueños me ocurre con bastante frecuencia que veo a Gesril y a Armando lavar la herida de su frente en el abismo, al mismo tiempo que llega enrojecida hasta mis pies la ola con que acostumbrábamos a jugar en nuestra infancia 26.

Armando consiguió embarcarse en un buque comprado en Saint-Maló, pero rechazado por el Noroeste se vio precisado a calar velas y masteleros. En fin, el 6 de enero, ayudado por un marinero llamado Juan Brien, logró poner flotante un bote encallado y se apoderó de otro. En su interrogatorio de 18 de marzo cuenta así su navegación, que participa algo de mi estrella y aventuras:

«Desde las nueve de la noche en que partimos, hasta las dos de la misma, el tiempo nos fue favorable. Juzgando entonces que no estábamos distantes de las peñas llamadas Mainquiers, echamos el ancla con objeto de esperar la venida del día; pero habiendo refrescado el viento, y temiendo que se aumentase más continuamos nuestro camino. Pocos momentos después la mar se puso gruesa, y habiéndonos roto la brújula una verga, nos quedamos sin saber el camino que llevábamos. La primera tierra que avistamos el 7 (sería como medio día) fue la costa de Normandía, lo que nos obligó a virar de bordo, y nos pusimos otra vez al ancla junto a las rocas llamadas Ecreho, situadas entre la costa de Normandía y Jersey. Los vientos contrarios y fuertes nos precisaron a permanecer en aquel apostadero todo el resto del día y de la noche del 8. La mañana del 9, en cuanto fue de día, dije a Depagne que me parecía que el viento había disminuido puesto que nuestro barco no balanceaba mucho, y que mirase de qué parte soplaba. Me dijo que no veía ya los peñascos, cerca de los cuales habíamos echado el ancla. Juzgué entonces que La habíamos perdido e íbamos en deriva. La violencia de la tempestad no nos dejaba más recurso que arrimarnos a la costa: como no veíamos la tierra, ignoraba a qué distancia de ella nos hallábamos. En este momento fue cuando tomé el partido de arrojar al mar mis papeles, con la precaución de atarlos antes una piedra. Entonces nos dejarnos llevar del viento y fuimos a parar a la costa a Bretteville-sur-Ay, en Normandía.

«En la costa nos recibieron los aduaneros que me sacaron del barco medio muerto, con los pies y piernas heladas. A ambos se nos colocó en casa del teniente de la brigada de Bretteville. Dos días después, Depagne fue conducido a las cárceles de Coutances, y desde aquella época no le he vuelto a ver. Algunos días después fui trasladado a la cárcel de esta ciudad, y al día siguiente, conducido por el cuartel-maestre a Saint-Ló, en donde permanecí ocho días en casa del mismo. He comparecido una vez ante el prefecto del departamento, y el 26 de enero salí con el capitán y el cuartel-maestre de la gendarmería para ser trasladado a París, adonde llegué el 28. Se me condujo a la oficina de Mr. Demaret, al ministerio de la Policía general, y desde allí a la cárcel de la Gran Fuerza.»

Armando tuvo contra sí los vientos, las olas y la policía imperial: Bonaparte estaba de acuerdo con las tempestades. Los dioses desplegaban toda su cólera contra una existencia débil y frágil.

El paquete tirado al mar fue arrojado por ella a la playa de Nuestra Señora de Allone cerca de Valognes. Los papales que contenía aquel paquete sirvieron de comprobantes, eran treinta y dos. Quintal que había vuelto con su barco a las costas de la Bretaña para recoger a Armando, había también, por una obstinada fatalidad, naufragado en las costas de Normandía, algunos días antes que mi primo. La tripulación del barco de Quintal había declarado. El prefecto Je Saint-Ló había sabido que Mr. de Chateaubriand era el jefe de las empresas de los príncipes. Cuando supo que una chalupa tripulada por solo dos hombres había embarrancado, no dudo que Armando fuese uno de los náufragos, porque todos los pescadores hablaban de él como del marino más intrépido que habían visto.

El 20 de enero de 1809, el prefecto de la Mancha dio parte a la policía general de la prisión de Armando, su comunicación principiaba así:

«Mis conjeturas se han realizado completamente: Chateaubriand está preso, y él es el que ha abordado a la costa de Bretteville, bajo el nombre de John Fall.

«Inquieto por que, a pesar de las órdenes terminantes que tenía comunicadas, John Fall no llegaba a Saint-Ló, encargué al cuartel-maestre, hombre activo y de confianza, que fuese a buscar a ese John Fall adonde quiera que estuviese, y le condujese a mi presencia, estuviera como estuviese. Le encontró en Coutances cuando se le iba a trasladar al hospital para curarle las piernas que se le Habían helado.

«Fall ha comparecido hoy ante mí: había dispuesto que Lelievre se colocase en una habitación separada, desde donde podría ver llegar a John Fall sin ser visto. Cuando Lelievre le vio subir los escalones de una grada que se había colocado cerca de aquel cuarto gritó mudando de color y dando una palmada: «¡Es Chateaubriand! ¿Cómo se le ha prendido?»

«Lelievre no estaba advertido de nada. Aquella exclamación se la arrancó la sorpresa. En seguida me ha suplicado que no dijese que había nombrado a Chateaubriand porque era perdido.

«He dejado ignorar a John Fall, que yo sabía quien era.»

Trasladado Armando a París y encerrado en la Fuerza, sufrió un interrogatorio secreto en la cárcel militar de la Abadía. Bertrand, capitán de la primera media brigada de veteranos, había sido nombrado por el general Hulin comandante de armas de París, juez fiscal de la comisión militar, encargada por decreto de 25 de febrero de conocer en la causa de Armando.

Las personas comprometidas eran Mr. de Goyon, enviado a Brest por Armando, y Mr. de Boise-Lucas, hijo, encargado de remitir cartas de Enrique Lariviere a Mres. Laya y Sicard en París.

En una carta del 13 de marzo, escrita a Fouché, le decía Armando: «Que el emperador se digne poner en libertad a los hombres que gimen en las prisiones por haberme manifestado demasiado afecto. En todo caso, que se les devuelva la libertad. Recomiendo mi desgraciada familia a la generosidad del emperador.»

Estos yerros de un hombre de entrañas humanas que se dirige a una hiena, causan lástima: Bonaparte tampoco era el león de Florencia; no se desprendía del hijo al ver las lágrimas de la madre. Yo había escrito pidiendo una audiencia a Fouché. Me la concedió, y me aseguró con el aplomo de la ligereza revolucionaria, «que había visto a Armando, que podía estar tranquilo: que Armando le había dicho que moriría bien, y que en efecto tenía aire de resolución.» Si yo le hubiera propuesto a Fouché el morir, ¿habría manifestado esa indiferencia y tono deliberado?

Me dirigí a Mme. de Remusat, y la rogué entregase a la emperatriz una carta demandando al emperador justicia o gracia. Mme. la duquesa de Saint-Leu me ha referido en Arenenberg la suerte de mi carta. Josefina se la dio al emperador: al leerla pareció titubear; más luego, encontrando algunas palabras que le hirieron, la arrojó al fuego con impaciencia. Yo había olvidado que no debe ser nadie altanero sino por sí mismo.

Mr. de Goyon, condenado con Armando, sufrió su sentencia. Había intercedido en su favor la baronesa duquesa de Montmorency, hija de Mme. de Matignon, con quien los Goyon tenían relaciones de parentesco. Una Montmorency hubiera debido conseguirlo todo si bastase prostituir un nombre para llevar a un poder nuevo una antigua monarquía. Mme. de Goyon, que no pudo salvar a su marido, salvó al joven Boise-Lucas. Todo se mezcló en aquella desgracia que descargaba sus golpes sobre personajes desconocidos: hubiérase dicho que se trataba de la ruina de un mundo. Tempestades en los mares, emboscadas en la tierra, Bonaparte, el mar y los verdugos de Luis XVI, y tal vez alguna pasión, alma misteriosa de las catástrofes del mundo. Todas estas cosas ni aun se han visto, todo esto no me ha admirado más que a mí, y solo ha habido en mi memoria, ¿Qué importaban a Napoleón unos insectos despedazados por su mano sobre su corona?

El día de la ejecución quise acompañar a mi amigo a su último campo de batalla: no encontré carruaje y corrí a pie a la llanura de Grenelle: llegué sudando, un segundó demasiado tarde. Armando había sido fusilado junto a la tapia que circuye a París. Su cabeza había sido hecha pedazos, y un perro lamia su sangre y sus sesos. Seguí al carro que conducía el cuerpo de Armando y de sus dos compañeros, plebeyo y noble, Quintal y Goyon, al cementerio de Vaugirard, en donde estaba enterrado Mr. de Laharpe. Volví a ver a mi primo por última vez sin poder conocerle: el plomo le había desfigurado; ya no tenía cara: no pude observar en él las huellas del tiempo. Aun permanece joven en mi memoria como cuando se hallaba en el sitio de Thionville. Fue fusilado el Viernes Santo: el crucificado se me aparece al fin de todas mis desgracias. Cuando me paseo por el baluarte de la llanura de Grenelle, me detengo a mirar las señales del tiro marcadas todavía en la pared. Si las balas de Bonaparte no hubieran dejado otras huellas, ya no se hablaría de él.

¡Extraño encadenamiento de la suerte!... El general Hulin, gobernador militar de París, nombró la comisión que mandó saltar la tapa de los sesos a Armando: había sido nombrado en otro tiempo presidente, de la que sentenció al duque de Enghien. ¿No hubiera debido abstenerse después de su infortunio, de toda relación con un consejo de guerra? Y yo he hablado de la muerte del hijo del gran Condé, sin recordar al general Hulin la parte que tuvo en la ejecución del oscuro soldado pariente mío. Para juzgar a los jueces en el tribunal de Vincennes, había sin duda, a mi vez, recibido la comisión del cielo.

Memorias de ultratumba Tomo II
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