Acaba de dejarme un amigo, y pronto va a dejarme también mi madre; preciso es, pues, estar repitiendo siempre los versos que Catulo dirigía a su hermano. En este valle de lágrimas, así como en el infierno, hay una especie de queja eterna, que viene a ser la nota obligada de las lamentaciones humanas: esta nota se repite sin cesar, y continuaría sonando, aun cuando callaran todos los dolores creados.
Una carta de Julia que recibí poco tiempo después que la de Fontanes, confirmaba mi triste observación sobre mi aislamiento progresivo; Fontanes me invitaba a trabajar, y a que procurara hacerme ilustre, y mi hermana me estimulaba a que dejara de escribir: el uno me proponía la gloria, y la otra el olvido. Como el lector habrá visto en la historia de Mme. de Farcy, las ideas de mi hermana sobre este punto habían cambiado completamente; había cobrado odio a la literatura, porque la consideraba como una de las tentaciones de su vida.
Saint Servan, 1.º de julio de 1798
«Amigo mío: acabamos de perder la mejor de las madres; con harto dolor de mi corazón me veo precisada a anunciarte tan funesto golpe. Tú no dejarás de ser mientras vivas, el objeto de todos nuestros desvelos. Si supieras cuantas lágrimas hicieron derramar a nuestra pobre madre tus errores, y cuan deplorables fueron a todo hombre de razón y de piadosos sentimientos, tal vez contribuiría esto a hacerle abrir los ojos, y a que renunciaras a escribir: si el cielo se dignase escuchar nuestros votos concediéndonos el que nos reuniéramos un día, estoy segura de que hallarías entre nosotros toda la felicidad que es asequible en la tierra, y de que nos harías a todos felices al mismo tiempo, porque nada hay que pueda tranquilizarnos y proporcionarnos una verdadera dicha, mientras que estemos inquietos por tu suerte y permanezcas lejos de nuestro lado.»
¡Ah! ¡Por qué no habré seguido los consejos de mi hermana! ¡Por qué he continuado escribiendo! ¿Han influido algo por ventura mis escritos en los sucesos y tendencia del siglo?
Si tal hubiera hecho, quizás no hubiera perdido a mi madre, ni la hubiera afligido en los últimos momentos de su vida! Mientras que la infeliz exhalaba su postrer aliento lejos de su hijo, ¿qué es lo que hacía en Londres? Pasearme tal vez y disfrutar de la frescura de una mañana deliciosa, quizás en el momento mismo en que los sudores de la muerte bañaban su frente maternal sin tener allí mí mano para enjugarlos.
Mi ternura filial hacia Mme. de Chateaubriand era profunda. Mi infancia y mi juventud estaban estrechamente unidas al recuerdo de mi madre; todo cuanto sabía se lo debía a ella. La idea de haber emponzoñado los últimos días de la mujer que me había llevado en su seno, me llenó de desesperación y lancé al fuego los ejemplares que tenía de mi Ensayo, considerándolos como un instrumento de mi crimen; si me hubiera sido posible inutilizar la obra, lo hubiera hecho sin vacilar. No pude reponerme de los estragos, que esta idea hizo en mi corazón, hasta que me ocurrió el pensamiento de espiar mi primera obra por medio de otra obra religiosa: tal fue el origen del Genio del Cristianismo.
«Mi madre, decía yo en el primer prefacio de aquella obra, expiró en un pobre lecho donde la habrán conducido sus desgracias, después de haber sido lanzada a los calabozos, en los cuales vio perecer a algunos de sus hijos. La idea de mi descarrío llenó de amargura los días de su vejez, y dejó encargado al morir a una de mis hermanas, que procurase volver a atraerme hacia la religión en que fui educado. Mi hermana se apresuró a participarme los últimos votos de mi madre por medio de una carta que recibí al otro lado de los mares, cuando ella había dejado también de existir; su muerte fue producida asimismo por los padecimientos que sufrió en la prisión. Aquellos dos votos que salían de la tumba, aquella muerte que servía de intérprete a la muerte, volvieron a abrirme los ojos. Me hice, pues, cristiano. Mi conversión no es hija de grandes luces sobrenaturales; convengo en ello; es hija del corazón; he llorado y he creído.»
Yo me exageraba mi falta; El Ensayo no era un libro impío; era un libro de duda y de dolor, a través del cual se deja ver un rayo de luz cristiana que brilló sobre mi cuna. No era necesario, por lo tanto, un gran esfuerzo para venir a parar del escepticismo del Ensayo, a la certeza del Genio del Cristianismo.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
Genio del Cristianismo.— Carta del caballero de Panat.
Cuando, después de la triste nueva de la muerte de Mme. de Chateaubriand, me resolví a variar de camino, el título de Genio del Cristianismo, que se me ocurrió sin meditarlo, fue el que me inspiró esta obra, sobre la cual me puse a trabajar con el ardor de un hijo que se pone a edificar el mausoleo de su madre. Con mis estudios precedentes, tenía reunido ya el suficiente número de materiales. Conocía las obras de los santos padres mejor de lo que se conocen en el día, porque las había estudiado, quizás con ánimo de combatirlas; entré en este camino con pésima intención, y en lugar de salir triunfante, quedé derrotado.
En cuanto a la historia, propiamente dicha, había tenido precisión de hacer un especial estudio de ella cuando escribí el Ensayo sobre las revoluciones. Las auténticas de Camden que acababa dé examinar, me habían hecho familiarizarme con las costumbres y las instituciones de la edad media. Mi terrible manuscrito de los Natchez, de dos mil trescientas noventa y tres páginas en folio, contenía, en fin, todo aquello que necesitaba El Genio del Cristianismo, sobre descripciones de la naturaleza; de esta fuente podía tomar de largo y tendido, como había tomado ya para El Ensayo.
Escrita la primera parte del Genio del Cristianismo, se hicieron cargo de su publicación los señores Dulau, libreros natos del clero francés que estaba en la emigración, y al poco tiempo vieron la luz pública las primeras páginas.
La obra comenzada en Londres de este modo en 1799, terminó en París en 1802: véanse los diferentes prefacios del Genio del Cristianismo. Mientras estuve escribiéndola; me devoraba una especie dé fiebre: nadie puede formarse una idea de lo que es llegar a la vez en su imaginación, en su sangre, en su alma y Atala y René, y el mezclar el doloroso parto de estos dos gemelos con el trabajo de concepción de las otras partes del Genio del Cristianismo. El recuerdo de Charlotte atizaba el fuego de mis deseos, y para decirlo de una vez el primer pensamiento de gloria inflamaba mi imaginación exaltada. ¡Estos deseos eran hijos de la ternura filial; quería yo que esta obra cobrase mucha fama, para que se elevase hasta la morada de mi madre, y le llevasen los ángeles una santa expiación.
Como un estudio conduce regularmente a otro, no podía hacer mis escolios franceses sin tomar nota de la literatura y de los hombres del país en que vivía: estas indagaciones me arrastraron en pos de sí. Pasaba los días y las noches leyendo y escribiendo, tomando lecciones de hebreo de un sabio sacerdote, el abate Capelan, consultando las bibliotecas y a los hombres instruidos, recorriendo los campos embebido en mis tenaces meditaciones, y haciendo y recibiendo visitas. Si hay efectos retroactivos y sintomáticos de los sucesos futuros, desde luego hubiera podido yo asegurar el movimiento y el fracaso de la obra que debía dar un nombre a las sobreexcitaciones de mi espíritu y a las palpitaciones de mi musa.
La lectura repelida de mis primeros bosquejos contribuyó mucho a ilustrarme. Las lecturas son excelentes como instrucción cuando no se toman por moneda corriente las lisonjas obligadas en semejante caso. Con tal de que un autor tenga buena fe conocerá al vuelo por la impresión instintiva de los demás, la parte débil de su trabajo, y principalmente si este es demasiado largo o demasiado corto, y si guarda o no llena o sé excede de la justa medida. He vuelto a encontrar una carta del caballero de Panat sobre la lectura de una obra tan desconocida en aquella época. Esta carta es bellísima; imposible parece que el espíritu positivo y burlón del sucio caballero fuese susceptible de rozarse con tanta poesía. No vacilo en publicar esta carta, que es un documento de mi historia, a pesar de que se halla llena desde la cruz a la fecha de alabanzas dirigidas hacia mí, como si su picaresco autor se hubiese complacido en verter su tintero sobre su epístola.
Hoy lunes.
«¡Válgame Dios! amigo mío, y qué lectura tan preciosa he merecido esta mañana a vuestra extremada complacencia. Nuestra religión había contado hasta ahora entre sus defensores grandes genios, y padres ilustres de la iglesia: estos atletas habían manejado vigorosamente todas las armas de la lógica: la incredulidad estaba vencida, pero no lo estaba lo bastante; era preciso demostrar aun todos los encantos de esa admirable religión: era preciso demostrar cuán adecuada es al corazón humano, y los magníficos cuadros que ofrece a la imaginación. Ya no es el teólogo en la esencia, sino el hombre y el pintor, los que se han abierto un nuevo horizonte. Vuestra obra hacia falta, y vos erais el que estaba llamado a emprenderla. La naturaleza os ha dotado eminentemente de las raras y brillantes cualidades que este trabajo exige: vos pertenecéis a otro siglo...
«¡Ah! si las verdades del sentimiento son las primeras en el orden natural, nadie habría evidenciado mejor de lo que vos lo habéis hecho, las de nuestra religión; vos hubierais confundido en la puerta del templo a los impíos, y hubierais introducido en el santuario a los espíritus delicados y a los corazones sensibles. Pareceísme a aquellos filósofos antiguos que daban lecciones llevando coronada de flores la cabeza, y llenas los manos de deliciosos perfumes. Esta es una imagen, bien débil por cierto, de vuestro espíritu tan dulce, tan puro y tan antiguo.
«Cada día me felicito mas de la dichosa circunstancia que me proporcionó vuestro apreciable trato: jamás olvidaré que debo a Fontanes este beneficio: se lo agradezco con toda mi alma, y mi corazón no se separara nunca dos nombres, a los cuales está reservada igual gloria, si la Providencia nos abre las puertas de nuestra patria.
«El caballero de Panat.»
El abate Delille oyó también la lectura de algunos fragmentos del Genio del Cristianismo. Pareció sorprendido de la obra, y algún tiempo después me hizo el honor de rimar la prosa que mas le había agradado. Naturalizó mis flores salvajes de la América en sus diferentes jardines franceses, y puso a enfriar un vino que estaba un poco tibio en el agua fría de su claro puente.
La edición incompleta del Genio del Cristianismo, empezada en Londres, difería un poco en el orden de materias de la publicada en Francia. La censura consular, que tardó muy poco en convertirse en censura imperial, se mostraba muy quisquillosa en lo concerniente a los reyes: su persona, su honor y su virtud le eran va muy queridas. La policía de Fouché estaba viendo bajar del cielo, con el cáliz sagrado, el blanco pichón, símbolo del candor de Bonaparte y de la inocencia revolucionaria. Los sinceros creyentes de las provincias republicanas de Lyon me obligaron a arrancar de la obra un capítulo titulado los Reyes ateos, y a diseminar los párrafos de acá para allá en el cuerpo de la misma.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
Mi tío Mr. de Bedée.— Su hija mayor.
Antes de continuar estas investigaciones literarias, me veo precisado a interrumpirlas por un momento para despedirme de mi tío Bedée. ¡Ay! esto equivale a despedirme del primer goce de mi vida; fraeno non remorante dies: «no hay freno alguno que pueda detener al tiempo.» Ved si no los viejos sepulcros en las viejas criptas; caducos ellos mismos, vencidos por la edad, sin memoria, y habiendo perdido sus epitafios, tan olvidado hasta los nombres de aquellos que tienen encerrados dentro de sí mismos.
Había escrito a mi tío hablándole de la muerte de mi madre, y me contestó por medio de una extensa carta, en la cual se leían algunas expresiones afectuosas, pero cuyas tres cuartas partes, a pesar de que era un pliego en folio, estaban consagradas a mi genealogía. Recomendábame sobre todo eficazmente que cuando regrese a Francia, buscase los títulos de los Cuarteles de los Bedées, que fueron confiados, a mi hermana. De manera, que para este emigrado venerable, ni el destierro, ni la ruina, ni la destrucción de sus próximos parientes, ni el sacrificio de Luis XVI le habían revelado la revolución; nada había pasado para él; ningún acontecimiento había sobrevenido; continuaba impávido asistiendo a los estados de Bretaña y a la asamblea de la nobleza. Aquella ligereza de la idea del hombre en medio de la alteración de su cuerpo, la huida de sus años, y la pérdida de sus amigos y parientes, es bien extraña.
Cuando mi tío de Bedée regresó de la emigración, se retiró a Dinan, punto que dista de Monchoix seis leguas, y en el cual murió sin que yo le volviera a ver. Mi prima Carolina, la mayor de las tres hijas de mi tío, existe aun, y es una solterona, a pesar de las respetuosas intimaciones de su antigua juventud. Actualmente suele escribirme alguna que otra carta, sin ortografía, en las que me tutea, me apellida el Caballero, y me habla de nuestros buenos tiempos: in illo tempore. En cierta época tenía dos hermosos ojos negros, bonito talle, bailaba como la Camargo, y estaba convencida de que yo devoraba en secreto el ardiente amor que me había inspirado. Yo suelo contestarle en el mismo tono, echando como ella, a un lado mis años, mis honores y mi renombre: «Si, querida Carolina, tu caballero, etc.» Probablemente hará ya seis ó siete lustros que no: nos hemos visto: ¡loado sea el cielo! porque solo Dios sabe lo que pensaríamos de nuestras respectivas fachas, si llegáramos a abrazamos!
¡Dulce, honorable, patriarcal e Inocente amistad de familia, tu siglo ha pasado ya! Al presente se nace y se muere en la soledad. Los vivos tienen prisa de lanzar al difunto a la eternidad, y de desembarazarse de su cadáver. De sus amigos, los unos van a esperar el ataúd a la iglesia, refunfuñando de verse precisados a introducir una ligera variación en sus hábitos, y los otros llevan su abnegación hasta el cementerio formando parte del cortejo fúnebre: así que la fosa llega a colmarse de tierra, desaparece el último. Ya no volveréis jamás, días de religión y de ternura, en los cuales moría el hijo en la misma casa, en el mismo lecho, cerca del mismo lugar donde murieron sus antepasados, y rodeado, como lo estuvieron ellos, de hijas y nietos llorosos, sobre los que descendía la bendición paternal.
¡Adiós, mi querido tío! ¡Adiós, familia materna, que vas desapareciendo por todas partes! ¡Adiós, prima mía; amadme siempre como me amabais cuando escuchábamos reunidos las querellas de nuestra buena tía de Boistilleuls, sobre el Milano, o cuando asistíais al relevo del voto de mi nodriza en la abadía de Nazaret! Si llegáis a sobrevivirme, recoged la parte de afecto y gratitud que os lego en estas Memorias. No creáis en la falsa sonrisa que se bosqueja en mis labios, al hablar de vos, porque mis ojos, os lo juro, están inundados de lágrimas.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
Revisado en febrero de 1845.
Incidentes.— Literatura inglesa.— Muerte de la antigua escuela.— Historiadores.— Poetas.— Publicistas.— Shakespeare.
Mis estudios correlativos para El Genio del Cristianismo, como he dicho ya, me fueron conduciendo insensiblemente a un examen mas profundo de la literatura inglesa. Cuando en 1792 me refugié en Londres, me fue preciso reformar la mayor parte de los juicios que había expuesto en la crítica. Respecto a los historiadores, Hume estaba reputado como escritor tory y retrógrado; se le acusaba, así como a Gibbon, de haber sobrecargado con galicismos la lengua inglesa, y preferían a él a su sucesor Sinollet. Filósofo fue en vida y cristiano a la hora de su muerte; Gibbon pasaba, en calidad de tal, por un pobre hombre. Todavía se hablaba, sin embargo, de Robertson, merced a la aridez de su estilo.
Respecto a los poetas, los Elegant Extracts servían de destierro a las producciones de Dryden; no se perdonaba nada a las rimas de Pope, si bien se visitaba su casa de Twickenham y se cortaban ramas del sauce llorón plantado por él, y destrozado como su fama.
Blair pasaba por un crítico posado y fastidioso a la francesa, aun cuando se le creía superior a Johnson. En cuanto al viejo Spectateur, había sido relegado a su desván.
Las obras políticas inglesas tienen poco interés para nosotros. Los tratados económicos son menos circunscritos; los cálculos sobre la riqueza de las naciones, sobre el empleo de los capitales, sobre la balanza de comercio, se aplican en parte a las sociedades europeas.
Burke salía de la individualidad social política: al declararse contra la revolución francesa, arrastró a su país a aquella extensa vía de hostilidades, que empieza en los campos de Waterloo.
Todavía quedaban, sin embargo, eminentes genios. Milton y Shakespeare se encontraban por todas partes. Montmorency, Byron, Salles, embajadores de Francia cerca de la reina Isabel y de Jacobo I, en diferentes épocas, ¿oyeron hablar nunca acaso de un danzante, actor en sus propias farsas y en las de los otros? ¿Pronunciaron ellos jamás el nombre de Shakespeare, de tan difícil pronunciación en francés? Pues bien: el cómico encargado del papel del espectro en el Hamlet, era el gran fantasma, la sombra de la edad media que se levantaba sobre el mundo como el astro de la noche, en el instante mismo en que la edad media acababa de descender a la mansión de los muertos: siglos enormes que abrió el Dante; y que cerró Shakespeare.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
Incidentes.— Lord Byron.
Hállanse en los versos de lord Byron patentes imitaciones del Minstret: cuando yo estuve desterrado en Inglaterra, lord Byron vivía en el colegio de Harrow, situado en una aldea distante diez millas de Londres. El poeta inglés era entonces un niño, y yo era joven también e ignorado; sé había criado entre los matorrales de la Escocia, a la orilla de la mar, como yo en los arenales de la Bretaña; gustó en sus primeros tiempos de estudiar la Biblia y el Osian, y los quería con la misma pasión con que yo los quise; cantó en Newstead-Abbey los recuerdos de la infancia, como yo los canté en el castillo de Combourg.
«Cuando yo, joven montañés, exploraba a Morven, tu cima coronada de nieve, para desvanecerme al ruido del torrente que se precipitaba bajo mis pies, o con los vapores de la tempestad amontonados debajo de ruinas.»
En mis excursiones a las cercanías de Londres, cuando era tan desgraciado, he atravesado veinte veces la aldea de Harrow, sin sospechar el genio que encerraba. Solía sentarme en el cementerio, al pie del olmo bajo el cual escribía lord Byron en 1807 los siguientes versos, a mi regreso de Palestina.
Spot of my youth! whose hoary branches sigh,
Swept by the breeze that funs thy cloudless sky, etc.
«¡Lugares de mi juventud, donde siempre suspiran las ramas deshojadas por la brisa que refresca vuestro límpido cielo! Lugares por los cuales ando errante y solo hoy día, yo que he hollado la muelle y verde yerba en unión a las personas, caras a mi corazón! Cuando el destino deje yerto este pecho devorado por la fiebre; cuando haya calmado sus angustias y sus pasiones... aquí mismo, aquí donde palpita, debe ser el lugar destinado a su reposo. ¡Plegue al cielo que pueda dormirme donde se despertaron mis esperanzas... identificado con la tierra por donde corrieron mis pasos... llorado de aquellos que vivieron asociados conmigo en mis primeros años, y olvidado del resto del mundo.»
Y yo diré: salud, Olmo caduco, a cuyo pie se abandonaba Byron en su infancia a los caprichos de su edad, cuando ya meditaba el René bajo su sombra; bajo aquella misma sombra en que mas adelante vino a su vez el poeta a meditar Childe-Harold. Byron pedía al cementerio, testigo de los primeros juegos de su vida una tumba ignorada: súplica inútil; porque la gloria no permitirá jamás que sea escuchada. Byron, no obstante, no es ya lo que fue en otra época; yo hallé en Venecia recuerdos vivos de él por todas partes, y al cabo de algunos años se había borrado su nombre casi del todo, o había sido relegado al olvido en aquella misma ciudad donde fue acogido con tanto entusiasmo. Las ecos del Lido ya no le repiten, y si se lo preguntáis a los venecianos, ignoran de quien queréis hablarle. Lord Byron ha muerto enteramente para ellos; ya no oyen los relinchos de su caballo: poco más o menos le sucede en Londres, donde su memoria va pereciendo. He aquí en lo que venimos a parar.
Si yo he pasado por Harrow sin saber que el niño Byron vivía allí, también han pasado algunos ingleses por Combourg sin que se les viniera a las mientes que un pequeño vagabundo educado en aquellos matorrales, dejaría algún renombre. El viajero Young que había pasado por Combourg, escribía acerca de él las siguientes palabras:
«Hasta Combourg (de Pontorson) el país tiene un aspecto salvaje: la agricultura no está mas adelantada allí que entre los hurones, lo que, parece imposible en un país cercado: el pueblo es casi tan salvaje como el país, y la ciudad una de las plazas más sucias y más incivilizadas que se han visto; las casas son de tierra, y no hay en ellas ni siquiera un vidria; el empedrado es tan detestable, que apenas se puede atravesar, allí no se conoce comodidad de ninguna especie. En aquel país existe, sin embargo, un castillo habitado. Pero ¿quién es ese Mr. de Chateaubriand, propietario del mismo, que tiene la fortaleza de nervio necesaria para residir en medio de tanta pobreza e inmundicia? Debajo de este depósito de miseria se ve un hermoso lago cercado de una verde empalizada.»
Este Mr. de Chateaubriand era mi padre: su residencia, que tan mala parecía al descontentadizo agrónomo, era, sin embargo, una noble y agradable residencia, aunque un tanto cuanto grave y sombría. En cuanto a mí, débil enredadera que empezaba a encaramarse al pie de aquellas torres salvajes, ¿podía acaso llamar la atención de Mr. Young, cuyo viaje no tenía otro objeto que el de reconocer nuestros campos? Permítaseme añadir a las páginas escritas en Inglaterra en 1822, algunas otras escritas en 1814, y 1840, las que completarán el bosquejo de lord Byron; este bosquejo quedará del todo acabado, cuando se lea lo que diré mas adelante acerca del poeta insigne, al hablar de Venecia.
Quizás inspire al lector algún interés el encuentro de dos jefes de la escuela moderna inglesa y francesa, de ideas iguales en el fondo, de destinos muy análogos, y de costumbres muy parecidas: el uno par de Inglaterra, y el otro par de Francia; ambos viajando por el Oriente, próximos muchas veces uno a otro, y sin encontrarse jamás: la única diferencia que entre nosotros existe, es que la vida del poeta inglés no se halla mezclada a sucesos tan grandes como la mía.
Lord Byron visitó después que yo las ruinas de la Grecia, y parece embellecer en Childe-Harold con los colores de su lozana imaginación las descripciones del Itinerario. En el principio de mi peregrinación reproduje yo el adiós postrero del señor de Joinville a su castillo: Byron se despidió también de su gótica vivienda.
En los Mártires parte Eudoro de la Messenia para dirigirse a Roma: «nuestra navegación fue larga, dice... visitamos todos aquellos promontorios conocidos por sus templos o sus tumbas... Mis jóvenes compañeros no habían oído hablar mas que de las metamorfosis de Júpiter, y nada comprendieron al ver las ruinas que se ofrecían a sus ojos; pero yo me había sentado va, como el profeta, sobre las ruinas de las ciudades desoladas, y Babilonia me enseñaba a Corinto.»
El poeta inglés es como el prosista francés, en la carta de Sulpicio a Cicerón; una analogía tan perfecta es para mí sumamente gloriosa, puesto que no precedido at cantor inmortal en las riberas donde hemos tenido los mismos recuerdos, y donde hemos hecho conmemoración de las mismas ruinas.
Tengo además el honor de que mis ideas hayan estado de acuerdo con los de lord Byron en la descripción de Roma: los Mártires y mi carta sobre los campos romanos, tienen para mí la inapreciable ventaja de haber adivinado las inspiraciones de un gran genio.
Los primeros traductores, comentadores y admiradores de lord Byron han tenido un especial cuidado de no consignar que algunas páginas de mis obras hubieran podido figurar en los recuerdos del pintor de Childe-Harold; creían que de hacerlo así hubieran arrebatado algo a su gigantesco genio. Ahora que el entusiasmo ha ido entibiándose poco a poco, se me niega menos esta honra. Nuestro cancionero inmortal ha dicho en el último tomo de sus canciones: «En una de las que preceden a esta, hablo de las liras que la Francia debe a Mr. de Chateaubriand. No temo que este verso sea desmentido por la nueva escuela poética, que por haber nacido al abrigo de las alas del águila, se ha gloriado, con justicia, de semejante origen. La influencia del autor del Genio del Cristianismo ha llegado también a los países extranjeros, y acaso podría decirse con fundamento que el cantor de Childe-Harold es de la familia de René.»
Mr. Villemain ha reproducido esta observación de Mr. de Beranger en un excelente artículo sobre lord Byron: «Es verdad que algunas páginas incomparables del René, dice Mr. Villemain, habían expresado este carácter poético: pero yo no sé si Byron las imitaba, o si su genio las daba nueva vida;»
Lo que acabo de decir sobre las afinidades de imaginación y de destinos entre el cronista de René y el trovador de Childe-Harold, no quita ni un solo cabello a la cabeza de un bardo inmortal. ¿Qué es respecto a la musa de la Deé, que lleva una lira y tiene alas, mi pedestre y ronca musa? Lord Byron vivirá eternamente, sea porque, hijo de su siglo como yo, haya explicado como yo, y como lo hizo Goethe antes que nosotros, la pasión y la desgracia, o sea porque mis periplos y el fanal de mi barquilla de las Galias haya servido de rumbo al navío de la Albión en los mares inesperados.
Por otra parte, dos talentos de naturaleza análoga pueden muy bien tener análogas excepciones, sin que pueda decírseles que han marchado servilmente por un mismo camino. Es permitido; y debe serlo, el aprovecharse de las ideas y de las imágenes vertidas en un idioma extraño para enriquecer el propio: esto se ha visto con frecuencia en todos los siglos y en todos tiempos. Yo soy el primero en confesar que en mi primera juventud pudieron asociarse a mis ideas Ossian, Werter, las meditaciones del Solitario y los Estudios de la naturaleza; pero no he disimulado ni ocultado jamás placer que me causaban las obras cuyo estudio me servía de recreo.
Si fuese cierto que el René tiene en el fondo algunos puntos de contacto con el único personaje que figura en escena bajo diferentes nombres en Childe-Harold, Conrad, Lara, Manfredo, y el Giaour; si lord Byron me hubiera asociado por casualidad a su propia vida ¿hubiera tenido la flaqueza de no nombrarme jamás? ¿Era yo acaso uno de esos padres de quienes se reniega cuando se llega a la cúspide del poder? ¿Podía ser yo completamente desconocido para lord Byron que cita a casi todos los autores franceses contemporáneos suyos? ¿No habría oído jamás hablar de mí, cuando en los periódicos, así ingleses como franceses se han controvertido mis obras por espacio de veinte años, cuando el New-Times ha hecho un paralelo entre el autor del Genio del cristianismo y el del Childe-Harold?
No hay inteligencia alguna, por privilegiada que sea, que no tenga sus susceptibilidades y sus desconfianzas; que no quiera empuñar el cetro exclusivamente, que no tema dividirlo con otra, y a la cual no irriten las comparaciones. Así es, que otro talento, también superior, ha evitado el mencionar mi nombre en una obra sobre la Literatura. Pero estimándome en lo que valga, jamás he aspirado, a Dios gracias, al imperio; como no creo más que en la verdad religiosa cuya verdad es una forma, no tengo más fe en lo mío que en lo ajeno, cuando se trata de las cosas terrenales. Pero no he sentido, sin embargo, la necesidad de callar, cuando he visto algo que me haya admirado; por eso hago alarde de mi entusiasmo hacia lord Byron y Mme. Staël. ¿Qué cosa hay más dulce que la admiración? Es el amor en el cielo; la ternura elevada hasta el culto; la gratitud hacia Divinidad que ensancha las bases de nuestras facultades, que abre nuevos caminos a nuestra alma, y que nos concede una dicha tan grande, tan pura, sin mezcla alguna de envidia o de temor.
Todo el agravio que hago en estas Memorias al poeta, más eminente que ha existido en Inglaterra después de Milton, prueba cuando más el alto precio en que hubiera yo estimado un recuerdo de su musa.
Lord Byron inauguró una escuela deplorable, y presumo que está tan sentido de los Childe-Harold que ha engendrado, como lo estoy yo de los Renés que pululan en torno mío.
La vida de lord Byron es objeto de muchas investigaciones y calumnias: los jóvenes han tomado al pie de la letra sus mágicas palabras, y las mujeres se han hallado muy dispuestas a dejarse seducir por este monstruo, que las llenaba de espanto, y a consolar a este Satanás solitario y desgraciado. ¿Quién sabe si el gran poeta no hubiera hallado con él tiempo la mujer que buscaba, una mujer bastante hermosa y de un corazón tan grande como el suyo? Byron, según la opinión fantasmagórica, es una serpiente fascinadora y corruptora, porque ha visto y denunciado la corrupción de la especie humana: es un genio fatal y desgraciado, colocado entre los misterios de la materia y de la inteligencia, que no halla palabra para explicar el enigma del universo, que mira la vida como una ironía amarga sin causa alguna, como una sonrisa perversa del mal: es el hijo de la desesperación que desprecia y reniega de todo, y que, teniendo en su corazón una llaga incurable, se venga llevando al dolor por medio de la voluptuosidad todo lo que va adherido a él; es un hombre que no ha pasado por la edad de la inocencia, que no ha tenido la ventaja de ser rechazado y maldito de Dios; un hombre, en fin, que habiendo salido réprobo del seno de la naturaleza, es el condenado desde la nada.
Tal es Byron de las imaginaciones exaltadas, pero este Byron está muy lejos, en mi juicio, de ser el verdadero.
En el poeta inglés, como en la mayor parte de los hombres, había dos seres unidos, pero muy diferentes: el hombre de la naturaleza, y el hombre del sistema. El poeta, al conocer el papel que el público le hacía representar, lo aceptó de buen grado, y se puso a maldecir un mondo sobre el cual no había hecho más que meditar hasta entonces; esta marcha se conoce de una manera ostensible en el orden cronológico de sus obras.
Respecto a su genio, lejos de tener la extensión que se le atribuye, era por el contrario muy reservado, su pensamiento poético no es más que un gemido, una queja, una imprecación: bajo este aspecto es admirable, pero es preciso no pedir a la lira lo que piensa, sino lo que canta.
En cuanto a su espíritu era sarcástico y variado; pero de una naturaleza que agita al alma, y de una influencia funesta: el escritor había leído a Voltaire con detenimiento y le imitó.
Lord Byron, dotado de las mayores prendas, tenía muy poco de que reconvenir a su nacimiento: el accidente mismo que labraba su desgracia y que sometía su superioridad a las flaquezas humanas, no hubiera debido atormentarle, puesto que ese fue un obstáculo para que le amasen. El trovador inmortal conoció en la cabeza propia cuanta verdad encierra la máxima de Zenón: «La voz es la flor de belleza.»
Es una cosa deplorable la rapidez con que desaparecen en el día los renombres. Al cabo de algunos meses huye el entusiasmo y le sucede el poco aprecio. En la actualidad ya va palideciendo la gloria de Lord Byron; nosotros comprendemos mejor su genio; los altares erigidos en Francia en honra suya serán mucho más permanentes que en Inglaterra. Como Childe-Harold es notable principalmente por la pintura de los sentimientos particulares del individuo, los ingleses, que prefieren los sentimientos comunes a los demás, acabarán por desconocer al poeta cuyo acento es tan triste y tan profundo. Empero, guárdense de hacerlo así; si estropean la imagen del hombre que les ha dado vida, ¿qué les quedará después?
Cuando en 1822 escribí durante mi residencia en Londres mis sentimientos acerca de Lord Byron, solo le estaban dos años de vida sobre la tierra: murió en el año 1824, cuando iban a principiar para él los desencantos y los disgustos. Yo le precedí en la vida, y él me ha precedido en la muerte: fue llamado antes de que le tocara su turno; mi número estaba primero que el suyo, y el suyo salió sin embargo el primero. Childe-Harold debió haber quedado: el mundo hubiera podido perderme a mí sin hacer alto en mi desaparición. En la continuación de mis excursiones he vuelto a encontrar a Mme. Guiccioli en Roma, y a lady Byron en París. La debilidad y la virtud volvieron a aparecérseme; en la primera había acaso demasiada realidad; en la segunda demasiados sueños.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
La Inglaterra de Richmond a Greenwich.— Expedición con Pelletier.— Bleinheim.— Stowe.— Hampton-Court.— Oxford.— Colegio de Eton.— Costumbres privadas.— Costumbres políticas.— Fox.— Pitt.— Burke.— Jorge III.
Después de haber hablado al lector de los escritores ingleses de la época en que la Inglaterra me servía de asilo, me resta ahora decir algo sobre la Inglaterra misma, del aspecto que ofrecía en aquella época, de su situación topográfica, de sus castillos y de sus costumbres privadas y políticas
El que haya visto cuatro leguas de terreno por los lados de Richmond, y de Greenwich a Londres, puede hacerse cuenta que ha visto toda la Inglaterra. Por la parte de Greenwich está la Inglaterra industrial y comercial, con sus diques, sus almacenes, sus aduanas, sus arsenales, sus fábricas de cerveza, sus manufacturas, sus fábricas de fundición y sus buques: estos últimos suben por el Támesis en la alta marea, formados en tres divisiones; los mas pequeños primero, en seguida los medianos, y los últimos los buques de alto bordo, cuyas velas se elevan a la altura del hospital de marinos inválidos, y de la taberna a donde suelen concurrir los extranjeros.
Por el lado de Richmond está la Inglaterra agrícola y pastora, con sus praderas, sus rebaños, sus casas de campo y sus parques, cuyos arbustos y céspedes bañan dos veces al día las aguas del Támesis, impelidas por el flujo. Londres, situada en medio de estos dos opuestos puntos, (Richmond y Greenwich) reúne todas las cosas de esta doble Inglaterra: la aristocracia al Oeste, y al Este la democracia; la Torre de Londres y Westminster, límites entré los cuales viene a colocarse la historia entera de la Gran-Bretaña.
En Richmond pasé con Cristian de Lamoignon parte del estío de 1790, trabajando en el Genio del Cristianismo. Hacía expediciones en una barca sobre el Támesis, y paseaba, a caballo por el parque de aquel punto. Bien hubiera yo querido que el Richmon-les- Londres fuese el Richmond del tratado Honor Riche-mundiae, porque en tal caso hubiera estado allí en mi propia patria: he aquí por qué Guillermo el Bastardo hizo donación a Alain, duque de Bretaña; su yerno, de cuatrocientas tierras señoriales en Inglaterra, que formaron después el condado de Richmond 5. Los duques de Bretaña, sucesores de Alain, cedieron en enfiteusis estos dominios a los caballeros bretones primogénitos de las familias de Rohan; de Tinteniac, de Chateaubriand, de Gayon y de Montboucher. Pero a pesar de mis deseos, me veo precisado a buscar en el Yorkshire el condado de Richmond, erigido en ducado por un bastardo en tiempo de Carlos II; el Richmond sobre el Támesis es el antiguo Sheen de Eduardo III.
Allí expiró en 1377 Eduardo III, aquel famoso rey, a quien robó su favorita Alix Pearce, la que había dejado de llamarse Alix, o Catalina de Salisbury, desde los primeros días de la vida del vencedor de Crecy: no améis sino en la edad en que podáis ser amados. Enrique VIII e Isabel murieron también en Richmond: ¿a dónde no alcanza la muerte? Enrique VIII tenía predilección por este sitio. Los historiadores antiguos se ven muy apurados con este hombre abominable: por una parte no pueden disimular su tiranía y el servilismo del parlamento, y si anatematizaran por otro al jefe de la Reforma, al condenarle, se condenarían a sí mismos.
Plus l‘oppreseur est vil, plus l'esclave est infame.