PARÍS 1837.
REVISADO en diciembre de 1846.
Año de mi vida, 1801.— El Mercurio.— Atala.
Aunque ocupándome en cercenar, aumentar o variar los originales de El Genio del cristianismo, la necesidad me obligaba a continuar algunos otros trabajos. Redactaba en aquella época Mr. de Fontanes El Mercurio de Francia, y me propuso escribir en dicho periódico. No carecían de riesgos estas luchas, pues no se podía llegar hasta la política sino por medio de la literatura, y la policía de Bonaparte era ciertamente muy avisada. Una singular circunstancia impidiéndome dormir, alargaba mis horas de trabajo y me dejaba mas tiempo. Había yo comprado dos tórtolas que arrullaban sin cesar, y en vano las encerré en mi maleta durante la noche, pues no por eso cesaron sus arrullos. En uno de los momentos de insomnio que me producían estos, se me ocurrió escribir en El Mercurio una carta a Mme. de Staël. Esta humorada me hizo salir de repente de la oscuridad, y lo que no habían podido conseguir mis dos voluminosos tomos sobre las Revoluciones, lo alcanzaron unas cuantas columnas de un periódico. Empecé a ver algo a través de la oscuridad.
Este primer éxito parecía anunciar el que debía seguirle. Ocupábame en revisar las pruebas de La Atala (episodio incluido, así como René en El Genio del Cristianismo) cuando advertí que me faltaba original. Apoderose de mí el temor creyendo que me habían robado mi novela, temor seguramente harto infundado, pues nadie creía que yo valiese la pena de ser robado. Me decidí, sin embargo a publicar La Atala por separado, y anuncié mi resolución en una carta dirigida al Diario de los Debates y al Publicista.
Antes de atreverme a dar a luz mi obra, se la enseñé a Mr. de Fontanes, quien había ya leído en Londres algunos fragmentos manuscritos. Cuando llegó al discurso del padre Aubry, al lado del lecho de muerte de Atala, me dijo bruscamente con voz acre: «¡Esto es detestable, corregidlo!» Me retiré desconsolado: no me creía capaz de hacerlo mejor. Quería arrojarlo todo al fuego; pasé desde las ocho hasta las once de la noche en mi entresuelo, sentado delante de la mesa con la cabeza apoyada en el dorso de mis manos extendidas y abiertas sobre mi manuscrito. Aborrecía a Fontanes, me aborrecía a mí mismo, y ni aun intentaba escribir, tanta era mi desesperación. A eso de media noche llegó hasta mis oídos, el arrullo de mis tórtolas dulcificado por la distancia, y que hacia mas tierno aun la prisión donde las tenía encerradas, entonces me sentí inspirado, escribí acto continuo el discurso del misionero sin tener que enmendar una sola coma, tal como quedó y como existe en el día. Palpitándome el corazón llevé por la mañana el discurso a Fontanes, quien al leerlo exclamó: «¡Esto es! ¡esto es! ¡bien os dije que lo haríais mejor!»
Desde la publicación de La Atala data el ruido que he hecho en el mundo; cesé de vivir para mí y comenzó mi carrera pública. Después de tantos sucesos militares, parecía prodigioso un acontecimiento literario, y así es que todos lo deseaban con ansia.
Lo singular de la obra aumentaba la sorpresa del público. La Atala apareciendo en medio de la literatura del imperio, de esa escuela clásica, vieja rejuvenecida, cuya sola vista inspiraba fastidio, era una especie de producción de un género desconocido. Dudábase si se debía clasificarla entre las monstruosidades o entre las bellezas; ¿era Gorgona o Venus? Los académicos reunidos disertaron doctamente acerca de su sexo y de su naturaleza, del mismo modo que lo hicieron acerca del Genio del Cristianismo. Rechazola el antiguo siglo, el moderno la acogió.
Llegó a popularizarse de tal modo La Atala, que junto con la Brinvilliers fue a acumular la colección de Curtius. Las posadas estaban adornadas de estampas azules, verdes y de todos colores representando a Chactas, al padre Aubry y a la hija de Simagham. Mis personajes hechos de cera, se enseñaban por las calles en retablos portátiles como se enseñan en las ferias las imágenes de la Virgen y de los santos. Yo vi en un teatro del boulevard a mi heroína salvaje peinada con plumas de gallo, hablando del alma de la soledad a otro salvaje, de tal modo que me hizo sudar de vergüenza. Representábase en el teatro de Variedades una pieza en la que una muchacha y un joven recién salidos del colegio; se marchaban en un carruaje a casarse a su aldea, y como al apearse solo hablaron con aspecto salvaje de cocodrilos, cigüeños y bosques, creyeron sus padres que se habían vuelto locos. Me abrumaban por todas partes con ridículas parodias, caricaturas y burlas. El abate Morellet, para confundirme, hizo sentar a su criada sobre sus rodillas, y no pudo tener los pies de la joven virgen en sus manos como Chactas tenía los de Atala durante la tempestad: si a lo menos el Chactas de la calle de Anjou se hubiera hecho pintar de este modo le habría perdonado su crítica.
Todo aquello no hacía otra cosa sino aumentar el ruido que produjo mi aparición. Estuve de moda, Trastornose mi cabeza; ignoraba los goces del amor propio y me embriagué con ellos. Amaba la gloria como a una mujer, como un primer amor. Sin embargo, tan perezoso como era, mi terror igualaba a mi pasión. Mi natural aspereza, la duda que he tenido siempre con respecto a mi suficiencia, me hacían humilde en medio de mis triunfos. Me sustraía a mi gloria, me paseaba solo tratando de extinguir la aureola que ornaba mi frente: por la noche con el sombrero calado hasta las cejas por temor de que reconociesen al grande hombre, me iba al café a leer a escondidas mis elogios en algún insignificante periódico. Frente a frente con mi reputación, alargaba mis paseos hasta Chaillot, camino donde tanto había yo sufrido al dirigirme a la corte, y no me hallaba a mi gusto con mis nuevos honores. Cuando mi superioridad comía a treinta sueldos en el barrio Latino 9, estaba incomodado por las miradas de que me creía objeto. Me contemplaba y decía entre mí: «¡Eres tú, criatura extraordinaria, quien comes como los demás hombres!» Había en los campos Elíseos un café que yo prefería sobre todos, porque en el interior del salón revoloteaban en sus jaulas algunos ruiseñores; Mme. Rousseau me conocía de vista sin saber quien yo era. A eso de las diez de la noche tomaba una taza de café y buscaba a Atala entre los anuncios en medio del canto de mis cinco o seis Filomeles. ¡Ay! que de allí a poco vi morir a la pobre Mme. Rousseau; nuestra sociedad de ruiseñores y de la indiana que cantaba: «¡Dulce costumbre de amar, tan necesaria a la vida!» no duró más que un momento.
Si el éxito no podía prolongar en mí esa estúpida manía de mi vanidad, ni trastornar mi razón, tenía riesgos de otra especie que se aumentaron con la aparición del Genio del Cristianismo, y con mi dimisión por la muerte del duque de Enghien. Entonces vinieron a asediarme junto con las jóvenes que lloran cuando leen novelas, la multitud de cristianas y otras nobles entusiastas a quienes conmueve una noble acción. Las jovencitas de trece a catorce años eran las más peligrosas, porque ignorando lo que ellas mismas quieren, ni lo que os quieren a vosotros, confunden seductoramente vuestra imagen en un mundo de fábulas, de cintas y de flores. Juan Jacobo Rousseau habla de las declaraciones que recibió a la publicación de la Nueva Eloísa, y de las conquistas que se le proporcionaron no sé si a mí se me hubieran ofrecido así mismo montes y montañas, pero es lo cierto que me hallaba siempre rodeado de una nube de perfumados billetes; billetes que a no haber ya caducado, hoy me vería muy apurado al contar con la conveniente modestia como se disputaban una palabra de mi mano, como se recogía un sobre de mi letra, y como lo ocultaban ruborizándose e inclinando la cabeza bajo el velo que pendía de una larga cabellera. Era preciso que mi naturaleza fuese buena, para que no me enorgulleciese con tantos halagos.
Ora por verdadera galantería o por curiosa debilidad, llegaba algunas veces hasta creerme obligado a ir a dar las gracias en persona a las incógnitas damas que firmaban sus adulaciones: cierto día, en un cuarto piso, me encontré con una encantadora criatura sola, bajo la protección de su madre, en cuya casa no volví a poner los pies. Una polaca me esperaba en salones forrados de seda; medio odalisca, medio valkiria, asemejábase a una violeta blanca o a uno de esos elegantes matorrales que remplazan a las demás hijas de Horan cuando su época no ha llegado o ha pasado ya; este femenino coro variado en años y hermosura, era mi antigua sílfide realizada. El doble efecto que producía en mi vanidad y mis sentimientos podía ser tanto más peligroso, cuanto que hasta entonces, exceptuando una adhesión formal, yo no había sido ni buscado, ni preferido de los demás. Debo decir, sin embargo, que me hubiera sido fácil abusar de una ilusión pasajera, la idea de un placer conseguido por el casto camino de la religión, abrumaba mi sinceridad: ser amado a través del Genio del Cristianismo, amado por la Extrema-unción, por la Fiesta de los muertos! Jamás, hubiera sido un hipócrita infame.
Conocí un médico provenzal, el doctor Vigaroux, que al llegar a la edad en que cada placer cuesta un día de vida, aseguraba, «no tenía remordimiento alguno por el tiempo que había perdido de este modo; sin incomodarse devolviendo la felicidad que recibía caminaba hacia la muerte de la que pensaba hacer su última delicia.» Fui no obstante, testigo de sus lágrimas cuando expiró; no pudo ocultarme su aflicción; era demasiado tarde; sus nevados cabellos no descendían lo suficiente para ocultar su llanto. No hay verdaderamente nadie más desgraciado al abandonar la tierra, que el incrédulo; para el hombre sin fe, la existencia tiene de cruel el que le hace sentir la nada; no habiendo nacido, no se experimentaría el horror de cesar de existir: la vida del ateo es un terrible relámpago que sirve únicamente para descubrir un abismo.
¡Dios grande y misericordioso! Vos no nos habéis echado al mundo para penas tan leves y para una miserable felicidad! Nuestro inevitable desencantamiento nos dice que nuestros destinos son más sublimes. Cualesquiera que hayan sido nuestros errores, si hemos conservado un alma grave y pensado en vos en medio de nuestras debilidades, seremos transportados cuando vuestra infinita bondad nos saque de este mundo, a esa región donde las afecciones son eternas.
PARÍS, 1837.
Año de mi vida, 1801.— Madama de Beaumont: su sociedad.
No tardé en recibir el castigo de mi vanidad de autor, la más detestable sino la más necia de todas; creí poder saborear entre mí la satisfacción de ser un genio sublime, no como en el día, llevando una barba y un traje exagerados, sino permaneciendo ataviado como las gentes honradas y modestas, sin más distintivo que mi superioridad: ¡esperanza inútil! mi orgullo debía recibir su castigo, y este me vino por parte de los personajes políticos a quienes tuve obligación de conocer: la celebridad no está exenta tampoco de responsabilidades.
Mr. de Fontanes tenía relaciones con Mme. Bacciochi, presentome aquel a la hermana de Bonaparte, y de allí a poco al hermano del primer cónsul Luciano. Tenía este una casa de campo cerca de Senlis, (el Plessis) adonde me veía precisado ir a comer; esta casa de campo había pertenecido al cardenal de Bernis. Luciano tenía en su jardín la tumba de su primera mujer, señora medio alemana, medio española, y el recuerdo del poeta cardenal. La ninfa que alimentaba un arroyuelo socavado con el azadón, era una mula que sacaba agua de una noria: aquel era el origen, de todos los ríos que Bonaparte debía hacer correr durante su imperio, llamábanme, ya, yo me llamaba a mi mismo públicamente Chateaubriand, olvidando que debía llamarme Lassagne. Llegáronse a mí varios emigrados, entre otros Mres. de Bonald y Chanedollé. Cristian de Lamoignon, mi compañero de destierro en Londres, me llevó a casa de Mme. Recamier: el velo se corrió rápidamente entre ella y yo.
La persona que más ocupó mi existencia a la vuelta de mi emigración, fue la señora condesa de Beaumont. Vivía esta una parte del año en la casa de campo de Passi, inmediato a Villeneuve-sur-Yonne, donde pasaba el verano Mr. Joubert. Mme. de Beaumont a su vuelta a París deseó conocerme.
Para que mi vida fuese una serie de tristes recuerdos, quiso la Providencia que la primera persona que me acogió con benevolencia al empezar mi vida pública, fuera asimismo la primera que desapareciese. Madama de Beaumont abre la marcha fúnebre de las mujeres que han pasado delante de mí. Mis más lejanos recuerdos descansan sobre cenizas, y han continuado pasando de ataúd en ataúd; como el Pan indio, recibe las oraciones de los muertos hasta que se hayan marchitado las flores de mi rosario.
Madama de Beaumont era hija de Armand Marc de Saint-Herem, conde de Montmorin, embajador de Francia en Madrid, comandante en Bretaña, individuo de la asamblea de los Notables en 1787, y ministro de Negocios extranjeros en tiempo de Luis XVI, de quien era muy apreciado; pereció en el cadalso, adonde le siguieron parte de su familia.
Madama de Beaumont antes fea que bien parecida, está muy propia en un retrato hecho por madama Lebrun. Su cara era flaca y pálida, sus ojos en forma de almendra, hubieran quizá despedido mucho brillo, si una dulzura extraordinaria no hubiese amortiguado algún tanto sus miradas dándoles cierta languidez, del mismo modo que un rayo de luz se amortigua al atravesar el cristal de un río. Tenía su carácter cierta seriedad e impaciencia que correspondía algo a su voluntad y al mal interno que la aquejaba. Alma grande, animosa, Había nacido para el mundo, de donde su espíritu se Había retirado por desgracia; pero cuando una voz amiga llamaba aparte a aquella inteligencia solitaria, se presentaba y os dirigía algunas palabras del cielo. La extremada debilidad de madama de Beaumont hacía lenta su expresión, pero esta lentitud llegaba hasta el fondo del alma; nunca conocí afligida a esta mujer, sino en el momento de su fuga; hallábase ya herida de muerte, y yo me consagré a tratar de aliviar sus padecimientos. Había yo tomado una habitación en la calle de San Honorato, en la fonda de Etampes, cerca de la calle nueva del Luxemburgo. Madama de Beaumont ocupaba en esta última calle una habitación que tenía vistas a los jardines del ministerio de Gracia y Justicia. Todas las tardes iba yo a su casa con sus amigos y los míos, Mr. Joubert, Mr. de Fontanes, Mr. de Bonald, monsieur Molé, Mr. Pasquier, Mr. Chenedollé, nombres todos que han ocupado un lugar distinguido en las letras y en los negocios.
Lleno de manías y de originalidad, Mr. Joubert será siempre un vacio para aquellos que le han conocido. Poseía un ascendiente extraordinario sobre el espíritu y sobre el corazón, y cuando llegaba a dominaros una vez, dejaba allí su imagen como un hecho, como una idea fija, como un influjo sobrenatural que jamás podía desecharse. Aparentaba una completa tranquilidad, y sin embargo, se turbaba más fácilmente que otro alguno, estaba siempre sobre sí para contener aquellas emociones del alma, que creía perjudiciales a su salud, y sus amigos iban siempre a echar por tierra las precauciones que había tomado para impedirlas, toda vez que no podía evitar el conmoverse por su tristeza o su alegría; era un egoísta que solo se ocupaba de los demás. Con objeto de adquirir fuerzas, se creía obligado frecuentemente a cerrar los ojos, y a no hablar en horas enteras. Solo Dios sabe la barahúnda que se armaba en su interior durante aquel silencio y reposo que se prescribía. Mr. Joubert mudaba a cada paso de alimentos y de régimen, manteniéndose unos días con leche, otros con carnes picadas, haciéndose conducir unas veces al trote por malos caminos, y otras al paso por los más llanos paseos. Cuando leía arrancaba de sus libros las hojas que le desagradaban, teniendo de este modo una biblioteca para su uso compuesta de obras esquilmadas metidas en cubiertas que parecían ser de tomos más voluminosos.
Metafísico profundo, su filosofía, peculiar suya, se transformaba en pintura o en poesía; Platón, apasionado, de La Fontaine, se había formado la idea de una perfección que no le permitía acabar cosa alguna. En manuscritos hallados después de su muerte, dice: «Yo soy como un arpa eólica que produce algunos sonidos hermosos pero no ejecuta nada completo.» Madama Victorina de Chastenay decía que parecía un alma que por casualidad había hallado un cuerpo y que salía de él como le era posible, delicada y verdadera definición.
Preciso es reírse de los enemigos de Mr. de Fontanes, que querían hacerle pasar por un profundo y disimulado político, siendo así que no era más que un poeta irascible, franco hasta el extremo de encolerizarse; un genio a quien la menor contrariedad ponía fuera de sí, y que no podía ocultar su opinión ni tomar la ajena. Los principios literarios de su amigo Joubert eran distintos de los suyos; éste hallaba algo bueno en todo y en todos los escritores; Fontanes a la inversa, detestaba tal o cual doctrina, y no podía oír solo pronunciar el nombre de ciertos autores. Era enemigo declarado de los principios de la composición moderna; presentar a los ojos del lector la acción material, poner en juego el crimen o hacer aparecer la horca con su cuerda le parecían monstruosidades: sostenía que no se debía nunca dejar entrever el objeto sino en un medio poético, y como a través de un globo de cristal. El dolor apurándose maquinalmente con la vista no lo parecía más que una sensación de teatro o la ejecución de un criminal; no comprendía el sentimiento trágico sino ennoblecido por la admiración, y cambiado por medio del arte en una internante compasión. Citábale yo los vasos griegos: en los arabescos de estos vasos se ve el cuerpo de Héctor arrastrado por el carro de Aquiles, mientras que una figura, suspendida en el aire, representa la sombra de Patroclo, consolado por la venganza del hijo de Thetis. «Y bien! Joubert,» exclamó Fontanes, «¿qué decís de esta metamorfosis de la musa? ¡Cómo respetaban el alma aquellos griegos!» Joubert se juzgó atacado y puso a Fontanes en contradicción con él mismo, echándole en cara su indulgencia para conmigo.
Estas disputas, muy cómicas con frecuencia, eran interminables: cierta noche, a eso de las once y media, viviendo yo en la plaza de Luis XV en el sotabanco de la casa de madama de Coislin, subió furioso Fontanes mis ochenta y cuatro escalones y llamó estrepitosamente a mi puerta con su bastón para terminar una polémica que había dejado interrumpida: tratábase de Picard, a quien él colocaba en aquel momento a mayor altura que Moliere; se hubiera guardado, sin embargo, de escribir una sola palabra de lo que decía: Fontanes hablando y Fontanes con la pluma en la mano eran dos hombres enteramente distintos.
Mr. de Fontanes, me complazco repetirlo, es quien me animó en mis primeros ensayos: él es quien anunció El Genio del Cristianismo; su musa fue la que con una abnegación admirable dirigió la mía por la nueva senda en que se había precipitado; él me enseñó a disimular la deformidad de los objetos según el modo de iluminarlos, a poner cuanto me fuera posible, el lenguaje clásico en boca de mis personajes románticos. Había en otro tiempo hombres conservadores del buen gusto, como aquellos fabulosos dragones que guardaban las manzanas de oro del jardín de las Hespérides; solo permitían entrar a los jóvenes cuando ya no podían echar a perder la fruta.
Los escritos de mi amigo os conducen por un hermoso camino, el ánimo experimenta un bienestar y se encuentra en una situación armoniosa en que todo encanta y nada perjudica. Mr. de Fontanes revisaba continuamente sus obras; nadie mejor que este maestro de los tiempos antiguos, estaba convencido de la excelencia de la máxima. «Apresúrate despacio.» ¿Qué diría hoy que tanto en lo moral como en lo físico todo el mundo se esfuerza en acortar el camino, y se cree que jamás se marcha con bastante rapidez? Mr. de Fontanes prefería viajar al compás de una agradable medida había visto lo que dije de él cuando le hallé en Londres; necesito repetir aquí el sentimiento que manifesté entonces: la vida nos precisa a todas horas a llorar por el porvenir o por el pasado.
Mr. de Bonald poseía un talento delicado; tomábase por genio su sutileza; había soñado su política metafísica en el ejército de Condé, en la Selva Negra, lo mismo que esos profesores de Jena y de Goettinga, que marcharon después al frente de sus discípulos y se dejaron matar por la libertad de Alemania. Innovador, aun cuando había sido mosquetero en el reinado de Luis XVI, miraba a los antiguos como niños así en política como en literatura, y pretendía empleando el primero la fatuidad del lenguaje, que el rector de la universidad no estaba aun bastante adelantado para comprender aquello.
Chenedollé, hombre de saber y de talento, no natural, pero adquirido, estaba siempre tan triste que se apellidaba a sí mismo el Cuervo. Entraba a saco mis obras. Habíamos hecho un convenio; cedíale yo mis cielos, mis nieblas, mis nubes, pero no debían tocar mis brisas, mis olas y mis bosques.
Hablo ahora solamente de mis amigos literarios, por lo que respecta a mis amigos políticos, no se si ocuparme de ellos: ¡principios y discursos han abierto entre nosotros un abismo!
Mme. Hocquart y Mme. de Vintimille concurrían a la reunión de la calle nueva del Luxemburgo. Madame de Vintimille, mujer de otros tiempos, de las que ya quedan pocas, frecuentaba el gran mundo y nos refería cuanto en él pasaba: preguntábala yo si aun se edificaban ciudades. La narración de la crónica escandalosa que hacía con una gracia picante sin ser ofensiva, nos hacia conocer mejor el valor de nuestra seguridad. Mr. de La Harpe había cantado a Mme. de Vintimille junto con su hermana. Su lenguaje era circunspecto, su carácter contenido, su genio incontestable: había vivido con las señoras de Chevreuse, de Longueville, de La Valliere, de Maintenon, con Mme. Geoffrin y con Mme. Deffant. Adaptábase muy bien a una sociedad cuyo interés consistía en una variedad de talentos y en la combinación de sus diferentes valores.
Mme. Hocquart fue muy querida del hermano de Mme. de Beaumont, el cual se ocupó de la señora de sus pensamientos hasta en el cadalso, del mismo modo que Aubiac fue a la horca besando un manguito de terciopelo azul que conservaba de Margarita de Valois. Jamás en parte alguna podrán, ya reunirse bajo un mismo techo tantas personas distinguidas, pertenecientes a distintas clases y a destinos diversos, y pudiendo hablar así de las cosas más frívolas como da las más importantes, sencillez de asuntos que no provenía de falta de recursos sino de la elección. Esta ha sido quizá la última sociedad en que ha brillado el espíritu francés de los tiempos antiguos. Entre los franceses modernos no se encuentra ya aquella cortesanía, fruto de la educación y transformada por la costumbre en predisposición del carácter. ¿Qué ha pasado a esta sociedad? ¡Formad proyectos, reunid amigos para prepararos un duelo eterno! Mme. de Beaumont no existe ya, Joubert tampoco, Chenedollé tampoco, Mme. de Vintimille tampoco. En otro tiempo durante las vendimias, visitaba yo en Villanueva a Mr. Joubert, me paseaba con él por las márgenes del Yonne; cogía él hongos en los sotos y yo gusanos de luz en los prados. Hablábamos de todo en general, y en particular de nuestra amiga Mme. de Beaumont, ausente para siempre: traíamos a la memoria el recuerdo de nuestras pasadas esperanzas. Volvíamos por la noche a Villanueva, ciudad rodeada de murallas decrépitas del tiempo de Felipe Augusto, y de torres arruinadas, sobre las cuales se elevaba el humo del hogar de los vendimiadores. Joubert me ensenaba a lo lejos sobre la colina una senda arenosa por entre los bosques, senda que él tomaba cuando iba a ver a su vecina, oculta en la casa de campo de Passy, durante el Terror.
Después de la muerte de mi muy caro huésped, he atravesado cuatro o cinco veces el Senonais: veía sus orillas desde el camino real, pero ya Joubert no se paseaba por ellas, reconocía los árboles; los campos, las viñas, los montoncitos de piedras donde acostumbrábamos sentarnos a descansar. Al pasar por Villanueva, dirigía una mirada a la calle desierta y a la deshabitada casa de mi amigo. La vez postrera que me sucedió esto iba de embajador a Roma: ¡ah! ¡si él hubiera estado allí le hubiera conducido a la tumba de Mme. de Beaumont! Plúgole a Dios abrir a Mr. Joubert una Roma celeste que se acomodaba mejor a su alma platónica, aunque cristiana. Jamás volveré a encontrarle ya en este mundo: iré hacia él; él no vendrá hacia mí (Salmo).
PARÍS, 1837.
Año de mi vida, 1801.— Verano en Savigny.
Habiéndome decidido el éxito de La Atala a volver a empezar El Genio del Cristianismo, del cual estaban ya impresos dos tomos, Mme. de Beaumont me propuso cederme una habitación en una casa de campo que acababa de alquilar en Savigny, y en ella pasé seis meses con Mr. Joubert y nuestros demás amigos. Estaba situada la casa a la entrada del pueblo por el lado de París, inmediata a un antiguo camino real llamado en el país Camino de Enrique IV; lindaba con una ladera de viñas, y tenía enfrente el parque de Savigny terminado en bosque y atravesado por el riachuelo Orge. A la izquierda se extendía la llanura de Viry hasta las fuentes de Juvisy. Todo este país se halla circuido de valles, adonde nos dirigíamos por las tardes a descubrir nuevos paseos.
Por la mañana almorzábamos juntos; en seguida me retiraba a trabajar, y Mme. de Beaumont tenía la bondad de copiarme las citas que yo le indicaba. Esta noble señora me ofreció un asilo cuando yo no le tenía; sin la tranquilidad que ella me proporcionó, jamás quizá hubiera concluido una obra que no pude acabar durante mis malos tiempos.
Siempre tendré presente algunas tardes pasadas en aquel santuario de la amistad; reuníamonos después del paseo al lado de un estanque de agua corriente, que había en medio de un campo de césped de la huerta: Mme. Joubert, Mme. de Beaumont y yo, nos sentábamos en un banco; el hijo de Mme. Joubert enredaba a nuestros pies sobre la yerba, este niño tampoco existe ya. Mr. de Joubert se paseaba solo por una arenosa calle de árboles; dos perros de ganado y una gata retozaban en derredor nuestro, mientras que las palomas arrullaban en los aleros del tejado. ¡Qué dicha para un hombre recién llegado del destierro, después e haber pasado ocho años en un completo abandono, a excepción de unos pocos días trascurridos como un soplo! En aquellas tardes comúnmente era cuando mis amigos me hacían hablar de mis viajes; jamás he descrito tan bien como entonces los desiertos del Nuevo Mundo. Cuando por la noche estaban abiertas las ventanas de nuestro salón campestre, Mme. de Beaumont designaba diferentes constelaciones, deciéndome que algún día me acordaría de que ella me había enseñado a conocerlas: después que la perdí para siempre, no lejos de su tumba, en Roma, he buscado muchas veces en el firmamento, desde en medio de los campos, las estrellas que me había indicado, las he visto brillar por encima de las montañas de la Sabina; el rayo prolongado de aquellos astros iba a herir la superficie del Tíber. El sitio desde donde los había visto en Savigny y los lugares en que volvía a verlos; la inestabilidad de mi destino, aquella señal que me había dejado en el cielo una mujer para que me acordase de ella, todo destrozaba mi corazón. ¿Por qué milagro consiente el hombre en hacer lo que hace sobre la tierra, sabiendo que debe morir?
Una noche vimos entrar a una persona cautelosamente en nuestro retiro por una ventana y salir por otra: era Mr. Laborie que se escapaba de las garras de Bonaparte. Poco después apareció una de esas almas en pena que son de otra especie que las demás almas, y que mezclan, al pasar, su desconocida desgracia a los padecimientos comunes de la especie humana: era esta mi hermana Lucila.
Después de mi llegada a Francia, escribí a mi familia para informarla de mi vuelta. La condesa de Marigny, mi hermana mayor, fue la primera que me buscó; equivocó la calle y encontró cinco caballeros Lassagne, de los cuales el último subió del fondo de una covacha de zapatero remendón para contestar a quien le llamaba por su nombre. Llegó después Mme. de Chateaubriand: estaba encantadora y adornada de todas las cualidades necesarias para proporcionarme la dicha que disfruto a su lado desde que nos hallamos reunidos. Lucila, condesa de Caud, se presentó luego. Mr. Joubert y Mme. de Beaumont la manifestaron al momento una grande y tierna amistad. Entonces comenzó entre ellas una correspondencia que no terminó sino con la vida de aquellas dos mujeres que se habían inclinado una hacia otra como dos flores de la misma especie próximas a marchitarse. Habiéndose detenido en Versalles Mme. Lucila el 30 de setiembre de 1802, me escribió la siguiente carta: «Te escribo para suplicarte des en mi nombre las gracias a Mme. de Beaumont, por haberme invitado a pasar a Savigny. Espero tener este placer dentro de unos quince días, a no ser que haya algún inconveniente por parte de Mme. de Beaumont.» Mme. de Caud fue a Savigny según lo había anunciado.
Os he referido que en su juventud mi hermana, canonesa del capítulo de la Argentiere, y destinada al de Remiremont, había tenido a Mr. de Malfilatre, consejero del parlamento de Bretaña, un cariño que encerrado en su pecho aumentó su natural tristeza. Durante la revolución se casó con el conde de Caud, le perdió a los quince meses de matrimonio. La muerte de la condesa de Farcy, hermana a quien amaba entrañablemente, aumentó la tristeza de Mme. de Caud. Aficionose en seguida a Mme. de Chateaubriand, mi esposa, y tomó sobre ella tal ascendiente, que rayó ya en demasía, llegando además a ser muy sensible, pues Lucila era violenta, imperiosa, irracional, y Mme. de Chateaubriand, sumisa a sus caprichos, se ocultaba de ella, para prodigarla los servicios que una amiga más rica hace a otra amiga susceptible y menos dichosa.
El genio y carácter de Lucila habían llegado casi a la locura de J. J. Rousseau; creíase perseguida por enemigos secretos, y a Mme. de Beaumont, a Mr. Joubert, y a mí, nos enviaba señas supuestas para que la escribiéramos; examinaba con cuidado los sobres para descubrir si los habían abierto; vagaba de casa en casa, y no podía permanecer ni en casa de mi hermana ni con mi mujer; les había tomado antipatía, y Mme. de Chateaubriand, después de haberla profesado todo el cariño imaginable, concluyó viéndose abrumada bajo el peso de tan crueles relaciones.
Otra fatalidad más había caído sobre Lucila: Mr. de Chenedollé, que vivía cerca de Vire, había ido a visitarla a Jougeres, y no tardó en hablarse de un casamiento que no llegó a verificarse. Todo le salía mal a mi hermana. Este espectro melancólico sentose un momento sobre una piedra en la alegre soledad de Savigny. ¡Tantos corazones la habían recibido allí con placer! ¡La hubieran con tanta ansia conducido a una verdadera y dulce existencia! Pero el corazón de Lucila solo podía latir en una atmósfera formada expresamente para ella, y que nadie hubiese aspirado, devoraba con rapidez los días del mundo aislado en que Dios la había puesto. ¿Por qué Dios había formado un ser únicamente para sufrir? ¿Qué misteriosa relación hay entre una naturaleza que sufre y un principio eterno?
Mi hermana no había variado, había tan solo adquirido la expresión fija de sus males: su cabeza estaba un poco inclinada hacia adelante, como agobiada por el tiempo. Me traía a la memoria mis parientes; esos primeros recuerdos de familia, evocados de la tumba, me rodeaban como larvas que acuden por la noche a calentarse a la moribunda llama de una hoguera fúnebre. Al contemplarla creía distinguir en Lucila toda mi infancia, que me miraba a través de sus inciertos ojos.
Desvaneciose la dolorosa visión: aquella mujer, abrumada bajo el peso de la vida, parecía haber ido a buscar a la otra mujer abatida que debía llevar consigo.
PARÍS, 1837.
Año de mi vida, 1802.— Talma.
Pasó el verano: según costumbre, me había yo prometido a mi mismo volverle a empezar al año siguiente; pero la aguja no retrocede a la hora en que se la quisiera llevar. Durante el invierno en París, hice algunos nuevos conocimientos. Mr. Julieu, hombre rico, obsequioso y alegre, aunque de familia desconocida tenía palco en el Teatro Francés, y solía mandárselo a Mme. de Beaumont: yo fui cuatro o cinco veces al teatro con Mr. de Fontanes y Mr. Joubert. A mi estrada en el mundo se hallaba la antigua comedia en todo su auge. Volví a encontrarla en un estado de completa disolución; la tragedia se sostenía aun, merced a la señorita Duchesnoy, y principalmente a Talma, que había llegado a la cumbre del talento dramático. Habíale visto yo en su estreno, era entonces menos bello, y por decirlo así, menos joven, que en la época en que volvía a verle; había adquirido el aire distinguido, la nobleza y la gravedad que dan los años.
El retrato que Mme. Staël ha hecho de Talma, en su obra sobre Alemania, no es exacto, sino a medias; el brillante escritor descubre al actor eminente con una imaginación de mujer, y le da lo que le hace falta.
No convenía a Taima el mundo intermedio; no comprendía el hidalgo; no conocía nuestra sociedad antigua; no se había sentado a la mesa de los castellanos, en la torre gótica en el fondo de loé bosques; ignoraba la flexibilidad, la variedad de tono, la galantería, la marcha insustancial de las costumbres, la sencillez, la ternura, el heroísmo del honor, la abnegación cristiana de los caballeros; no era el Tancredo, ni el Coucy, o cuando más les transformaba en héroes de una edad media, creación suya: Otelo estaba en el fondo de Vendome.
¿Quién, pues, era Talma? El, su siglo y el tiempo antiguo. Poseía las pasiones profundas y concentradas del amor y de la patria; estas pasiones salían de su pecho por explosión. Tenía la inspiración funesta, el desordenado genio de la revolución a través de la cual había pasado. Los terribles espectáculos de que se había visto rodeado, se reproducían en su imaginación con los tristes y lejanos acentos de los coros de Sófocles y Eurípides. Su gracia, que no era forzada, os sobrecogía como la desgracia. La negra ambición, el remordimiento, los celos, la tristeza de alma, el dolor físico, la locura por los dioses y la adversidad, el luto humano; he aquí lo que él conocía. Su sola salida a las tablas, el metal solo de su voz eran eminentemente trágicos. El dolor y el pensamiento se mezclaban en su frente, respiraban en su inmovilidad, en su postura, en sus ademanes, en sus pasos. Griego, llegaba jadeante y fúnebre desde las ruinas de Argos, inmortal Orestes, atormentado hacía tres mil años por las Euménides: Francés, venía desde las soledades de San Dionisio, donde las Parcas de 1793 habían cortado el hito de la vida sepulcral de los reyes. Triste, esperando alguna cosa desconocida, pero decretada va por el cielo injusto, marchaba impulsado por el destino, encadenado inexorablemente entre la fatalidad y el terror.
El tiempo esparce una oscuridad inevitable sobre las obras maestras dramáticas envejecidas; su sombra transportada cambia en Rembrandt los más puros Rafaeles: sin Talma una parte de las maravillas de Corneille y de Racine hubieran quedado ignoradas. El talento dramático es una antorcha; comunica el fuego a otras antorchas medio apagadas, y hace revivir genios que os encantan con su renovado esplendor.
A Talma se debe el perfeccionamiento de los modales del actor. ¿Pero la verdad en la escena y el rigorismo del traje son tan necesarios al arte como se suponen? Los personajes de Racine no dependen en nada de la forma de sus vestidos: en los cuadros de los primeros pintores se hallan descuidados los fondos, y los trajes son inexactos. Los Furores de Orestes, o la Profecía de Joab, leídos por Talma en una sala, vestido de serio, producían tanto efecto como declamados en la escena por Talma cubierto con manto griego o vestido a la judía. Ifigenia estaba ataviada como Mme. de Sevigné, cuando Boileau dirigió estos hermosos versos a su amigo:
Jamais Iphigénie en Aulide immolée
N'a coûlé tant de pleurs a la Grece assemblée.
Que dans l’heureus spectacle a nos yeux étalé
N'eua fait sous son nom verser la Champmeslé.
Esta exactitud en la representación del objeto inanimado está en el espíritu de las artes de nuestra tiempo: anuncia la decadencia de la poesía sublime y del verdadero drama; conténtanse con insignificantes bellezas cuando no pueden obtener otras; se procura engañar a la vista con los sillones y el terciopelo, cuando no puede representarse la fisonomía del hombre que se sienta sobre aquel terciopelo y aquellos sillones. Sin embargo, una vez descendidos a esta verdad de la forma material, es preciso reproducirla, porque el público, materialista de por sí, lo exige de este modo.
Años de mi vida, 1802 y 1803.— Genio del Cristianismo.— Caída anunciada.— Causa del éxito final.
Mientras tanto acababa yo El Genio del cristianismo; Luciano quiso ver algunas pruebas; envíeselas y puso al margen algunas notas, si bien bastante comunes.
Aunque el éxito de mi gran libro fue tan brillante como el de la pequeña Atala, fue no obstante más disputado: era esta una obra de consideración, en la que yo no combatía los principios de la antigua literatura y de la filosofía por medio de una novela, sino con razones y hechos. El imperio volteriano lanzó un grito y corrió a las armas. Mme. de Staël se burlaba del porvenir de mis estudios religiosos: la llevaron la obra cuando aun no estaban abiertas las hojas; al cortar algunas tropezaron casualmente sus ojos con el capítulo De la virginidad, y dijo a Mr. Adrián de Montmorency que se hallaba a su lado: «¡Ah, Dios mío! nuestro pobre Chateaubriand se va a hundir!» El abad de Boloña, teniendo en las manos algunos fragmentos de mi trabajo antes de darle a la prensa, respondió a un librero que le consultaba: «Si queréis arruinaros no tenéis más que imprimir esa obra.» Y el abad de Boloña hizo posteriormente un exagerado elogio de mi libro.
Todo parecía, en efecto, que anunciaba mi caída: ¿qué esperanza podía yo tener sin nombre y sin partidarios, de destruir el influjo de Voltaire, que dominaba hacia más de medio siglo; de Voltaire que había elevado el colosal edificio acabado por los enciclopedistas y consolidado por todos los hombres célebres de Europa? Qué! ¿los Diderot, los Dalembert, los Duelos, los Dupuis, los Helvecios, los Condorcet, eran talentos desautorizados? Qué! ¿el mundo debía volver a la leyenda dorada, a renunciar a la admiración adquirida hacia las obras maestras de ciencia y de raciocinio? ¿Podía yo ganar una causa que no había podido salvar la misma Roma armada con sus rayos, y el clero con todo su poder? ¿Una causa defendida infructuosamente por el arzobispo de París, Cristóbal de Beaumont, apoyado en los decretos del parlamento, en la fuerza armada y con el nombre del rey? No era tan ridículo como temerario en un hombre oscuro oponerse a un movimiento filosófico, de tal manera irresistible, que había producido una revolución? ¡Era sumamente curioso ver a un pigmeo extender sus bracitos para ahogar los progresos del siglo, detener la civilización y hacer retrogradar al género humano!
Gracias a Dios, bastaría una palabra sola para pulverizar al insensato: así pues, Mr. Ginguené maltratando El Genio del cristianismo en la Década, declaraba que la crítica llegaba demasiado tarde, porque mi trabajo estaba ya olvidado. Decía esto cinco o seis meses después de la publicación de una obra que el ataque de la Academia francesa entera, con motivo de los premios decenales, no pudo echar por tierra.
Entre las ruinas de nuestros templos publiqué El Genio del cristianismo. Los fieles se creyeron salvados: experimentábase entonces una necesidad de fe, un ansia de consuelos religiosos, que provenía de la privación de estos consuelos hacía muchos años. iQué fuerzas tan sobrenaturales necesitaban para soportar tantas adversidades! ¡Cuántas familias mutiladas tenían que irá buscar a los pies del padre de los hombres los hijos que habían perdido! ¡Cuántos corazones destrozados, cuántas almas aisladas imploraban una mano divina que los aliviase! Precipitábanse en la casa de Dios, como se entra en la casa del médico el día que se declara una peste. Las víctimas de nuestras revoluciones (¡y cuantas especies de víctimas!) se refugiaban al altar; náufragos, se aferraban a la roca en que buscaban su salvación.
Bonaparte, deseando fundar entonces su poder sobre la primera base de la sociedad, acababa de arreglar sus tratados con la corte de Roma: no puso por el pronto ningún obstáculo a la publicación de una obra útil a la popularidad de sus designios; tenía que luchar contra los hombres que le rodeaban y contra enemigos declarados del culto; tuvo, pues, la fortuna de ser defendido en lo exterior por las opiniones que El Genio del Cristianismo enunciaba.
Después se arrepintió de su engaño: las ideas monárquicas regulares habían venido con las religiosas.
Un episodio del Genio del Cristianismo que causó entonces menos ruido que Atala, determinó uno de los caracteres de la literatura moderna; pero además si René no existiese, no volvería a escribirle; si me fuese posible destruirle, lo haría así. Ha pululado una familia de Renés poetas y de Renés prosistas; no se ha oído otra cosa que frases lamentables y desordenadas; no se han ocupado de otra cosa que de vientos y tempestades, de palabras desconocidas, entregadas a las nubes y a la noche. No hay muchacho recién salido del colegio que no haya soñado ser el más desgraciado de los hombres; no hay barbilampiño que a los diez y seis años no haya gastado su vida, y no se haya creído atormentado por su genio; que en el fondo de sus pensamientos no se haya entregado al mar de sus pasiones, que no haya golpeado su pálida y desnuda frente, y que no naya asombrado a los hombres, sorprendidos por una desgracia cuyo nombre ignoraban él y ellos.
En René había yo presentado una enfermedad de mi siglo; pero era otra locura de los novelistas el haber querido hacer universales las aflicciones aisladas, los sentimientos generales que constituyen el fondo de la humanidad, la ternura paternal y materna, la piedad filial, la amistad, el amor, son inagotables; pero las maneras particulares de sentir, las individualidades de espíritu y de carácter, no pueden desarrollarse y multiplicarse sino en grandes y numerosos cuadros. Los insignificantes sitios no descubiertos del corazón humano forman un campo muy reducido; nada queda que recoger en este campo después que ha sido segado una vez. Una enfermedad del alma no es un estado permanente y natural; no se la puede reproducir, hacer de ella una literatura especial, ni sacar partido de ella como de una pasión general modificada incesantemente según el capricho de los artistas que la manejan y la varían de forma.
De cualquiera manera que sea, la literatura tomó el colorido de mis cuadros religiosos, al modo que los negocios han conservado la fraseología de mis escritos sobre la Cité; la Monarquía con arreglo a la Carta, ha sido el rudimento de nuestro gobierno representativo, y mi artículo del Conservador sobre los intereses morales y los intereses materiales, ha legado estas dos denominaciones a la política.
Hubo escritores que me hicieron el honor de imitar Atala y René, lo mismo que el pulpito se apoderó de mis escritos sobre las Misiones, y los beneficios del cristianismo. Los pasajes en que demuestro que arrojando de los bosques a las divinidades paganas, nuestro extendido culto ha devuelto su soledad a la naturaleza; los párrafos en que trato de la influencia de nuestra religión en nuestro modo de ver y describir, en que examino los cambios producidos en la poesía y en la elocuencia; los capítulos que consagro a las investigaciones sobre los sentimientos inverosímiles introducidos en los caracteres dramáticos de la antigüedad, encierran el germen de la critica moderna. Los personajes de Racine, como tengo dicho, son y no son griegos; son personajes cristianos: esto es o que no se había comprendido bien.
Y si el efecto producido por El Genio del Cristianismo no hubiera sido más que una reacción contra las doctrinas a que se atribuían las desgracias revolucionarias, habría cesado este efecto, una vez desaparecida la causa, y no se hubiera prolongado hasta este momento en que escribo. Pero la acción del Genio del Cristianismo sobre las opiniones no se limita a la resurrección momentánea de una religión que se creía muerta; fue más duradera la metamorfosis que se operó. Si en la obra había innovación de estilo, también había cambio de doctrinas; habíase alterado el fondo lo mismo que la forma; el ateísmo y el materialismo no fueron más la base de las creencias o de la incredulidad de la juventud; la idea de Dios y de la inmortalidad del alma adquirieron nuevamente su imperio, y desde entonces empezó la alteración en el encadenamiento de las ideas que se ligan unas a otras. Ya no se vieron aferrados en sus creencias por una preocupación antirreligiosa; nadie se creyó obligado en lo sucesivo a continuar siendo momia de una nada revestida de formas filosóficas, y fue permitido examinar cualquier sistema, por absurdo que se le tuviera, aun cuando fuese el cristiano.
Además de los fieles que volvían a la voz de su pastor, aparecieron en virtud de ese derecho de libre examen, otros fieles a priori. Presentad a Dios como principio, y seguirá el Verbo; el Hijo nace del Padre forzosamente.
Las diferentes combinaciones abstractas no hacen sino substituir a los misterios del cristianismo otros misterios aun más incomprensibles; el panteísmo, que por otra parte, es de tres o cuatro especies, y que es hoy de moda atribuir a las grandes capacidades, es el sueño más absurdo del Oriente dado a luz por Espinosa: acerca de esto basta leer el artículo del escéptico Bayle sobre ese judío de Ámsterdam. El tono magistral con que hablan algunos de todo esto, seria insufrible no teniendo en cuenta su falta de instrucción; páganse de palabras, cuya significación no entienden y se figuran ser unos genios trascendentales. Es necesario persuadirse de que Abelardo, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, han tenido en la metamorfosis una superioridad de luces a que nosotros no nos hemos acercado; que los sistemas sansimoniano, fourierista, humanitario, han sido hallados y puestos en práctica por los herejes de todos tiempos; que los que se nos da por progresos y descubrimientos, son antigüedades traqueteadas desde hace quinientos años en las escuelas de Atenas y en los colegios de la edad media. El mal proviene de que los primeros sectarios no pudieron conseguir fundar su república neo-platónica, cuando Galieno permitió a Plotin que hiciese su ensayo de ella en la Campania: más tarde se cometió la injusticia de quemar a los sectarios cuando quisieron establecer la comunidad de bienes, declarar sagrada la prostitución, atreviéndose a decir que una mujer no puede, sin pecar, rechazar a un hombre que la pide una unión pasajera en nombre de Jesucristo: para llegar a esta unión no era necesario más, decían, que desprenderse del alma y depositarla un momento en el seno de Dios.
El sacudimiento que El Genio del Cristianismo produjo en los espíritus hizo salir de su carril al siglo XVIII lanzándole para siempre fuera de la senda que había seguido; volviose a empezar, o mejor dicho se empezó a estudiar el origen del cristianismo: leyendo de nuevo a los santos padres (dado caso que antes se hubiesen leído), se admiraba uno de hallar tantos hechos curiosos, tanta ciencia filosófica, tantas bellezas de estilo de todos géneros, tantas ideas que por una graduación más o menos sensible, formaban el tránsito de la sociedad antigua a la sociedad moderna: era única y memorable de la humanidad en que el cielo comunica con la tierra a través de las almas encerradas en los hombres de genio.
Junto al mundo ruinoso del paganismo, se alzó en otro tiempo, como desde fuera de la sociedad, otro mundo espectador de esos grandes sucesos, pobre, escondido, solitario y no mezclándose en los asuntos de la vida sino cuando tenía necesidad de sus lecciones o de su auxilio. Era sorprendente el ver a aquellos primeros obispos, casi todos honrados con el sobrenombre de santos y de mártires, a aquellos simples sacerdotes custodiando las reliquias y los cementerios, a aquellos religiosos y a aquellos ermitaños en sus convenios sus grutas redactando tratados de paz, de moral y de caridad, cuando todo era guerra, corrupción, barbarie; yendo de los tiranos de Roma a los jefes de los tártaros y de los godos, para prevenir la injusticia de los unos y la crueldad de los otros, deteniendo ejércitos enteros con una cruz de madera y una palabra de paz; los más débiles de todos los hombres, protegiendo al inundo contra Atila; colocados entre dos universos para servir de lazo entre ellos, para consolar los últimos momentos de una sociedad expirante, y guiar los primeros pasos de una sociedad naciente.
Genio del Cristianismo.— Continuación.— Defectos de la obra.
Era imposible que las verdades desarrolladas en El Genio del Cristianismo no contribuyesen al cambio de las ideas. Desde esta obra fecha también el gusto actual por los edificios de la edad media; yo he sido quien ha despertado en el siglo moderno la admiración de los templos antiguos. Si se ha abusado de mi opinión; si no es cierto que nuestras catedrales se han aproximado a las bellezas del Partenón, si es falso que estas iglesias nos transmiten en sus documentos de piedra, hechos ignorados; si es una locura el sostener que esas memorias de granito nos revelan secretos escapados a los sabios benedictinos; si a fuerza de oír hablar de lo gótico, aburre ya, no es culpa mía. Por lo demás, bajo el aspecto de las artes sé lo que falla al Genio del Cristianismo; esta parte de mi obra es defectuosa, porque en 1800 no conocía yo las artes; no había visto ni la Italia, ni la Grecia, ni el Egipto. Tampoco he sacado bastante partido de las vidas de los santos y de las leyendas que me ofrecían, sin embargo, maravillosas historias, entre las que escogiendo con gusto podía recoger una abundante cosecha. Este campo de las riquezas de la imaginación de la edad media sobrepuja en fecundidad a las transformaciones de Ovidio, y a las fábulas milesianas. Hay además en mi obra, juicios dudosos o falsos, tales como el que emití respecto a Dante, a quien después he tributado un brillante homenaje.
Bajo el aspecto serio, he completado El Genio del Cristianismo en mis Estudios históricos, uno de mis escritos de que menos se ha hablado y que más se ha saqueado.
El brillante éxito de Atala me había embelesado porque mi alma era joven aun; el del Genio del Cristianismo, me fue sensible: vime obligado a sacrificar mi tiempo a correspondencias, cuando menos inútiles, de fastidiosos cumplimientos. Esa reputación adquirida no me compensaba de los disgustos porque tiene que pasar el hombre que es conocido del público, ¡Que felicidad puede reemplazar la paz perdida cuando se ha introducido al público en vuestra intimidad! Unase a esto las inquietudes con que las musas se complacen en afligir a aquellos que se dedican a su culto, los inconvenientes de un carácter fácil, la ineptitud para la fortuna, la pérdida de la tranquilidad, un humor desigual, afecciones más vivas, inmotivadas tristezas, alegrías sin causa, ¿quién desearía si estuviese en su mano, comprar a semejante precio las ventajas inciertas de una reputación que no se está seguro de obtener, que será disputada durante su vida, que la posteridad no confirmará, y a la que la muerte os ha de hacer extraña para siempre?
La controversia literaria sobre las novedades del estilo que había producido Atala, se renovó a la publicación del Genio del Cristianismo.
Obsérvese un rasgo característico de la escuela imperial y aun de la escuela republicana: mientras que la sociedad avanzaba en el mal o en el bien, la literatura se hallaba estacionada; extraña al cambio de las ideas, no pertenecía a su tiempo. En la comedia los señores de pueblo, los Colin, los Babet, o las intrigas de esos salones desconocidos ya, se representaban (como ya he hecho notar), ante hombres groseros y sanguinarios destructores de las costumbres, cuyo cuadro se les ofrecía; en la tragedia, un patio plebeyo se ocupaba de las familias de los nobles y de los reyes.
Dos cosas sostenían a la literatura del siglo XVIII: la impiedad que conservaba de Voltaire y de la revolución, y el despotismo con que lo agobiaba Bonaparte. El jefe del estado hallaba utilidad en aquellos escritos subordinados que enviaba a los cuarteles, que le presentaban las armas y que salían cuando gritaba «¡Forme la guardia!» que marchaban en hileras y que maniobraban como soldados. La menor independencia parecía una rebelión a su poder; aborrecía del mismo modo el trastorno de las palabras y de las ideas que una insurrección material. Suspendió el Habeas corpus así para el pensamiento como para la libertad individual. Convengamos también en que el público cansado de la anarquía, aceptó gustoso el yugo de las reglas.
La literatura representante de la nueva era no ha reinado sino cuarenta o cincuenta años después del tiempo en que ella formaba el idioma. Durante este medio siglo no se empleaba sino por la oposición. Madama Staël, Benjamín Constant, Lemercier, Bonald, yo, en fin, hemos sido los primeros que hemos empleado este lenguaje. El cambio de literatura de que se jacta el siglo XIX, le provino de la emigración y del destierro; Mr. de Fontanes fue quien cobijó esas aves de otra especie que la suya, porque remontando al siglo XVII adquirió el poderío de aquel tiempo fecundo, y perdió la esterilidad del XVIII. Una parte del espíritu humano, la que trata de las materias trascendentales, adelantó únicamente con un paso igual al de la civilización; desgraciadamente la gloria del saber no se vio libre de defectos: Los Laplace, los Lagrange, los Monges, los Chaptal, los Berthollet, todos estos prodigios, Luzi Condos demócratas en otro tiempo, se hicieron los más sumisos servidores de Napoleón. Debemos decirlo en honor de las letras, la literatura moderna fue libre, la ciencia servil; el carácter no correspondió al genio, y aquellos cuyo pensamiento se había remontado al más alto cielo no pudieron elevar su alma sobre los pies de Bonaparte. Creían no necesitar de Dios porque tenían necesidad de un tirano.
El clásico napoleónico era el genio del siglo XIX, disfrazado con la peluca de Luis XIV o peinado como en tiempo de Luis XV. Bonaparte quiso que los hombres de la revolución no se presentasen en la corte sino de uniforme y con la espada al lado. No se veía a la Francia del momento; aquello no era orden sino disciplina. Así, pues, nada era tan fastidioso como aquella pálida resurrección de la literatura de otros tiempos. Aquella calma fría, aquel anacronismo improductivo desapareció cuando la nueva literatura hizo su invasión estrepitosa impelida por El Genio del Cristianismo. La muerte del duque de Enghien tuvo para mí la ventaja, dejándome aislado, de permitirme seguir en la soledad mi inspiración propia, e impedirme que me alistase en la infantería regular del viejo Pindo: debo sin duda a mi libertad moral mi libertad intelectual.
En el último capítulo del Genio del Cristianismo examino lo que hubiese sido del mundo a no haberse predicado la fe en el momento de la invasión de los bárbaros: más adelante llamo la atención sobre un trabajo importante que falta emprender acerca de los cambios que el Cristianismo produjo en las leyes después de la conversión de Constantino.
Si la opinión religiosa existiera tal cual se halla en el momento en que escribo estas memorias y no estuviera escrito El Genio del Cristianismo, le escribiría de un modo enteramente distinto. En vez de recordar los beneficios y las instituciones de nuestra religión en el tiempo pasado, demostraría que el Cristianismo es el pensamiento del porvenir y de la libertad humana; que este pensamiento Redentor y Mesías es el único fundamento de la igualdad social; que él solo puede establecerla porque coloca al lado de esta igualdad la necesidad del deber, correctivo y regulador del instinto democrático. La legalidad no basta para contener porque no es permanente; esta recibe su fuerza de la ley y la ley es obra de los hombres que pasan y varían. Una ley no es siempre obligatoria y a más puede ser cambiada a cada paso por otra ley: por el contrario la moral es permanente; tiene su fuerza en ella misma porque emana del orden inmutable y ella tan solo puede dar la estabilidad.
Demostraría que por de quiera que ha dominado el Cristianismo, ha modificado las ideas, rectificado las nociones de lo justo y de lo injusto, substituido la seguridad a la duda y ha encerrado la humanidad entera en sus doctrinas y preceptos. Procuraría adivinar la distancia a que nos hallamos aun del total cumplimiento del Evangelio, calculando el número de males destruidos y de mejoras verificadas en los diez y ocho siglos trascurridos desde la venida de Cristo. El Cristianismo obra con lentitud porque obra en todas partes; no se concreta a la reforma de una sociedad particular sino que trabaja sobre la sociedad general; su filantropía se extiende a todos los hijos de Adán: así lo explica con maravillosa sencillez en sus más comunes oraciones y en sus votos cotidianos cuando dice al pueblo reunido en el templo: «Roguemos por cuantos padecen sobre la tierra:» ¡Qué religión ha hablado jamás de este modo! El Verbo no se encarnó en el hombre dichoso sino en el hombre doliente con el objeto del bien estar general, de la fraternidad universal y de la salvación eterna.
Aun cuando El Genio del Cristianismo no hubiera dado origen sino a tales investigaciones, me felicitaría de haberte publicado; falta saber si cuando aparezca este libro, otro Genio del Cristianismo cimentado sobre el nuevo plan que bosquejo obtendría el mismo éxito. En 1803 cuando no se concedía nada a la antigua religión, cuando era objeto de desprecio, cuando aún no se conocía la primera palabra del asunto, ¿hubiérase recibido bien el hablar de la libertad futura descendiendo del Calvario cuando aun estaban los espíritus destrozados con los excesos de la libertad de las pasiones? ¿Hubiera consentido Bonaparte una obra semejante? Quizá fuera útil excitar el sentimiento, interesar la imaginación en una causa tan desconocida, atraer las miradas sobre el objeto despreciado, hacerle agradable antes de pasar a demostrar su importancia, su poder y su utilidad.
Ahora, en la suposición de que mi nombre deje algún recuerdo, se lo deberé al Genio del Cristianismo. Sin hacerme ilusiones acerca del valor intrínseco de la obra, reconozco en ella un valor accidental; la oportunidad de su aparición. Por este motivo me ha hecho colocarme en una de esas épocas históricas, que uniendo una persona a los sucesos obligan a acordarse de ella. Si el influjo de mi trabajo no se limitase al cambio que de cuarenta años a esta parte ha producido en las generaciones actuales; si sirviese aun para reanimar en los que llegaron tarde una chispa de las verdades civilizadoras de la tierra. Si el leve síntoma de vida que se cree distinguir, se sostuviese en las generaciones venideras, partiría lleno de esperanza en la misericordia divina. Cristiano reconciliado, no me olvides en tus oraciones cuando haya dejado de vivir; mis faltas me detendrán quizá delante de esas puertas en que mi caridad había exclamado por ti: «¡Abríos puertas eternas!» ¡Elevamini portae aeternales.
PARÍS, 1837.
Revisado en diciembre de 1846.
Años de mi vida, 1802 y 1803.— Palacios.— Mme. de Custine.— Mr. de Saint-Martin.— Mme. d‘Houdetot y Saint Lambert.
Toda mi vida se trastornó desde que dejó de pertenecerme. Tenía una multitud de relaciones fuera de mi habitual sociedad, y me llamaban en todos los palacios que iban restableciéndose. Trasladábanse del mejor modo posible a aquellas mansiones medio amuebladas en las que un sillón viejo reemplazaba a veces a uno nuevo. Algunas de estas moradas feudales, sin embargo, se habían conservado intactas, como por ejemplo el Marais, que había tocado en suerte a me. de La Briche, mujer excelente a quien jamás faltó la dicha. Recuerdo perfectamente que mi inmortal persona, iba a la calle de Saint-Dominique-d'Enfer a tomaran asiento para el Marais en un mal carruaje de alquiler, y allí encontré a Mme. de Vintimille y a Mme. de Fezenzac. En Champlatreux, Monsieur Molé hacia reedificar unas pequeñas habitaciones del segundo piso. Su padre, muerto revolucionariamente, había sido reemplazado en una gran sala derruida, por un cuadro que representaba a Mateo Molé con su clerical bonete apaciguando un alboroto: este cuadro ofrecía el contraste de la veleidad de los tiempos.
Al regreso de la emigración no había quedado un solo proscripto por pobre que fuera, que no hubiese formado en su corta heredad un pequeño jardín a la inglesa: ¿yo mismo no planté en otro tiempo mi Vallée-aux-Loups? ¿No comencé allí estas Memorias? ¿No las he continuado en el parque de Montboissier, cuyo aspecto desfigurado por el abandono, se intentaba entonces de mejorar? ¿No las he proseguido después en el parque de Maintenon? Los palacios incendiados en 1789 hubieran debido advertir a los demás que permaneciesen ocultos entre sus escombros: pero los campanarios de las aldeas consumidas que daban salida a las lavas del Vesubio, no impedían reedificar en la superficie de estas mismas lavas otras iglesias y otros lugarcillos.
Entre las abejas que componían su colmena, se hallaba la marquesa de Custine, heredera de los largos cabellos de Margarita de Provenza, mujer de San Luis, y de cuya sangre participaba. Asistí a su toma de posesión de Fervaques, y tuve el honor de dormir en el lecho del Bearnés, lo mismo que en el de la reina Cristina en Combourg. No era un negocio así como quiera este viaje; necesitábase colocar en el coche a Astolfo de Custine, niño, Mr. Berschtet, el gobernador, una vieja criada alsaciana que no hablaba más que alemán, la doncella Juanita, y Trim, famoso perro que se engullía las provisiones del camino. ¿No se habría podido creer que aquella colonia se trasladaba a Fervaques para siempre? y sin embargo, aun no estaba acabado de amueblar el palacio, cuando se dio la señal para la mudanza. Yo he visto a aquella mujer que arrostró el cadalso con un valor inaudito, yo la vi más blanca que una Parca, vestida de negro, adelgazado el talle por la muerte, adornada la cabeza únicamente con su sedosa cabellera, la vi sonreír con sus pálidos labios, y sus dientes de marfil, cuando salía de Sécherons, cerca de Ginebra, para morir en Bex, a la entrada del Valais; oí pasar su féretro durante las noches, por las desiertas calles de Lausana, para ir a ocupar su eterno puesto en Fervaques: se apresuraba a ocultarse en una tierra que solo había poseído un momento, como su vida. Yo leí en fin, sobre una chimenea del palacio estos malignos versos atribuidos al amante de Gabriela:
La dame de Fervaques Mérite de vives attaques.
El soldado-rey había dicho lo mismo a otras muchas declaraciones pasajeras de los hombres, que se disipan como el humo, y que habían pasado de beldad en beldad, hasta Mme. de Custine. Fervaques fue vendido.
Aun encontré a la duquesa de Chatillon, quien durante mi ausencia de los cien días, adornó mi valle de Aulnay. Mme. Lindsay a quien no dejé de visitar, me hizo conocer a Julio Talma. Mme. de Clermont-Tonnerre me llevó a su casa; teníamos una misma abuela, y quiso con razón llamarme su primo. Viuda del conde de Clermont-Tonnerre, se volvió a casar con el marqués de Talaru. Por ella conocí al pintor Neveu, el cual me puso un momento en relaciones con Saint-Martin.
Mr. de Saint-Martin había creído encontrar en la Atala cierta jerigonza, en lo cual yo no había pensado, y que le autorizaba, en su concepto, a creer que existía entre él y yo alguna afinidad de doctrinas. Neveu, a fin de unir dos hermanos, nos convidó a comer en su habitación, que la tenía en un piso alto de las dependencias del palacio Borbón. Llegué a las seis a la cita, y ya hallé en su puesto al filósofo celeste. A las siete entró un criado juicioso, y después de poner la sopa sobre la mesa, se retiró cerrando la puerta: sentámonos y empezamos a comer en silencio. Mr. de Saint-Martin, que sea dicho de paso, tenía unos modales en extremo finos, no pronunciaba más que frases entrecortadas a manera de oráculo, y a las cuales contestaba Neveu con exclamaciones, con movimientos y gestos de pintor; yo me mantenía callado. Al cabo de una media hora volvió a entrar el nigromántico criado, se llevó la sopa, y puso otro plato sobre la mesa, sucediéndose así de uno en uno, con largos intervalos. Mr. de Saint-Martin que se fue animando poco a poco, empezó a hablar a manera de arcángel; conforme iba engolfándose en la conversación, sus palabras iban siendo cada vez más tenebrosas. Habíame insinuado Neveu, apretándome la mano, que veríamos cosas extraordinarias, que oiríamos ruidos sobrenaturales; trascurrieron sin embargo seis mortales horas, y no advertí absolutamente nada. A media noche se levantó de repente el hombre de las visiones: creí que iba a presentarme algún espíritu infernal o celeste, que iban a resonar en aquellos misteriosos corredores lúgubres campanillas; pero en vez de esto, dijo Mr. de Saint-Martin que se hallaba fatigado, y que proseguiríamos otra vez la conversación; en seguida tomó el sombrero y salió. Desgraciadamente para él, fue detenido en la puerta obligándole a volver a entrar una visita inesperada; no obstante, desapareció de allí a poco. Jamás he vuelto a verle; fue a terminar sus días al jardín de Mr. Lenoir Laroche, mi vecino de Aulnay.
Comiendo cierto día en casa de Mme. Custine, el célebre Gall, que se hallaba a mi lado sin conocerme, se equivocó sobre mi ángulo facial; me tomó por una rana, y quiso, luego que supo quien yo era, rehabilitar su ciencia de un modo vergonzoso para él. La forma de la cabeza puede ayudar a distinguir el sexo en los individuos, a indicarlo que pertenece a la bestia, a las pasiones animales; pero en cuanto a las facultades intelectuales, siempre será un secreto para la frenología. Si fuera posible reunir los diferentes cráneos de los grandes hombres muertos desde el principio del mundo, y entregarlos para su examen a los frenologistas, sin decirles a qué personas habían pertenecido, no enviarían seguramente a su sitio una sola cabeza.
Me asalta un remordimiento; he hablado un tanto burlescamente de Mr. de Saint-Martin, y por ello me arrepiento. Esta burla que desecho a todas horas y que se me viene sin cesar a la imaginación, me hace sufrir, porque odio el talento satírico como el más mezquino, el más vulgar, el más fácil de todos: Mr. de Saint-Martin, en último resultado, era un hombre de gran mérito, y de un carácter noble e independiente. Cuando llegaba a explicar sus ideas, eran estas elevadas, y de una naturaleza superior. ¿No deberé, pues, hacer el sacrificio de las dos páginas anteriores a la generosa y sobrado halagüeña declaración del autor del Retrato de Mr. de Saint-Martin hecho por él mismo? Veo, por lo demás con gusto, que mis recuerdos no eran equivocados. Mr. de Saint- Martin no recibió enteramente la misma impresión que yo en el convite de que hablo; pero se ve que aquella escena no fue invención mía, y que la narración de Mr. de Saint-Martin se parece a la mía en el fondo. Dice así:
«El 27 de enero de 1803, tuve una entrevista con Mr. de Chateaubriand, en una comida dispuesta al efecto en casa de Mr. Neveu, en la Escuela politécnica. Mucho hubiera yo ganado en conocerle antes; es el solo hombre de letras razonable con quien he tropezado desde que existo, y eso que solo he disfrutado de su conversación durante la comida; porque inmediatamente después se presentó una visita que le hizo callar todo el resto de la sesión y yo no sé cuando se me proporcionará oírle otra vez.»
Mr. de Saint-Martin vale mil veces más que yo: la dignidad de su última frase destruyó completamente mi inofensiva burla.
Había yo visto a Mr. de Saint-Lambert y Mme. de Houdetot en el Marais, representando ambos las opiniones y las libertades de otros tiempos, cuidadosamente conservadas: era el siglo XVIII, muerto y casado a su manera. Basta tener apego a la vida para que las ilegitimidades se conviertan en legitimidades. Experiméntase grande aprecio hacia la inmoralidad, porque nunca ha dejado de existir y el tiempo la ha adornado de arrugas. Ciertamente dos virtuosos esposos, que solo permanecen unidos por respeto humano, se fastidian y detestan cordialmente con todo el mal humor de la edad; es la justicia de Dios.
Malheur a qui le ciel accorde des longs jours!