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En Richmond se enseña el montecillo que sirvió de observatorio a Enrique VIII para esperar la señal del suplicio de Ana Bolena. Enrique se estremeció de placer al distinguid la señal sobre la Torre de Londres. ¡Qué voluptuosidad! el hierro había tronchado aquel delicado cuello, y ensangrentado aquellos cabellos tan hermosos, que había halagado el poeta-rey con sus fatales caricias: Pero yo no esperaba en el desierto parque de Richmond ninguna señal homicida, ni hubiera deseado mal alguno a quien me hubiese sido infiel. Mis únicos compañeros eran algunos gamos pacíficos: acostumbrados a correr ante una traílla de perros, hacían alto cuando estaban fatigados, y se les traía después muy alegres y muy contentos de este juego, para colocarlos un chirrión lleno de paja. También solía ir a Kew a ver los canguros, animales ridículos, que son el reverso de la jirafa: estos Inocentes cuadrúpedos abundaban más en la Australia, que las prostitutas del antiguo duque de Queensbury en las callejuelas de Richmond. El Támesis bañaba la yerba de un montecito medio oculto bajo un cedro del Líbano y entre sauces llorones: una pareja recién casada había venido también a pasar la luna de miel en aquel paraíso.

Pero he aquí que una tarde, y cuando más tranquilo estaba yo paseando sobre la pradera de Tockenham, se aparece Pelletier, con el pañuelo aplicado a la boca. «¡Oh qué sempiterna niebla! exclamó así que llegó bastante cerca de mí para poder ser oído, ¿Cómo diablos tenéis valor para permanecer aquí? Por mi parte ya tengo hecho la lista de los sitios que hemos de recorrer, Stowe, Bleincheim, Hampton-Court, Oxford; por la vuestra y con esa manía de meditar, seríais capaces de permanecer encasa de Johon-Bull in vitan aeternam, sin dar un paso para ver nada.»

En vano intenté evadirme de la exigencia de Pelletier: estuvo inexorable, y fue preciso partir. En el carruaje me contó sus esperanzas, que se relevaban con tanta frecuencia como los tiros de los caballos: cuando se desvanecía una forjaba otra al momento, y esto se repetía diferentes veces hasta llegar al término de la jornada. Una de sus esperanzas, la más fundada de todas, le condujo después hasta Bonaparte, al que asió por el cuello. Napoleón tuvo la simplicidad de boxear con él. El segundo de Pelletier era Jacobo Makintosh: habiendo sido condenado por los tribunales, sacó de este incidente una nueva fortuna (que por supuesto se comió en un dos por tres) vendiendo las piezas de su proceso.

La estancia en Bleinheim fue para mí muy desagradable, porque al sentimiento que me causaba un antiguo revés de mi patria, tenía que añadir el insulto de una afrenta reciente que tuve que soportar: una barca que subía por el Támesis me sorprendió a la orilla, y los remeros al distinguir a un francés me dirigieron estrepitosos hurras: acabábase de recibir la de las instituciones literarias de la edad media. Recorrimos las bibliotecas, el museo, el jardín botánico, y yo estuve viendo con extremo regocijo, entre los manuscritos del colegio de Worcester, una vida del Príncipe negro, escrita en verso francés por el heraldo de este príncipe.

Oxford, a pesar de su semejanza, me traía a la memoria los modestos colegios de Dol, de Rennes; y de Dinan. Había yo traducido la elegía de Gray sobre el cementerio de campo.

The curfew tolls the knell of parting day,

Imitación del siguiente verso de Dante:

Squilla di lontano Che paja 'l giorno pianger che si muore,

Pelletier se había apresurado a publicar en su periódico, a son de corneta, mi traducción. Al ver a Oxford me acordé de la oda del mismo poeta sobre una vista lejana del colegio de Eton.

«¡Felices colinas, bosques deliciosos, campos amados, por donde vagaba en otro tiempo mi descuidada infancia, extraña al dolor! Conozco las brisas que vienen de vuestro lado, y me figuro que acarician alma abatida, y que, perfumadas de gozo y de juventud, vienen a dar a mi vida una segunda primavera.»

«Dígnate decirnos, Támesis paternal... dígnate decirnos qué generación voladora la impele hoy a precipitar la carrera del rotante aro, o a lanzar la fugitiva pelota. ¡Ay! las Inocentes y jóvenes víctimas juguetean sin cuidarse de sus destinos, sin prever los males de lo porvenir, y sin acordarse de que hay que andar mas jornadas!»

¿Quién es el que no ha probado en su vida los sentimentales y las penas, expresadas en cada anotación toda la dulzura de la musa? ¿Quién es el que no se ha enternecido al recuerdo de los juegos, de los estudios y de los amores de sus primeros años? Pero ¿es posible acaso el devolverles su animación y vida? Los placeres de la juventud reproducidos por la memoria, son ruinas vistas a la llama de un hacha de viento.

Vida privada de los ingleses.

Separados del continente por una larga guerra, los ingleses conservaban a fines del último siglo sus costumbres y su carácter nacional. En aquella época no era todavía más que un pueblo, en cuyo nombre se ejercía la soberanía por un gobierno aristocrático, ni se conocían más que dos clases, unidas amistosamente por un interés común: la de los patronos, y la de los clientes. Esa clase, celosa de sus prerrogativas, que se llama en Francia clase media, y que empieza ahora a nacer en Inglaterra, no existía aun, nada había que se interpusiese entre los ricos propietarios y los hombres dedicados a la industria fabril. Todavía no era todo máquinas en las profesiones manufactureras, ni todo locura en los rangos privilegiados. En aquellas mismas aceras donde se ven pasear ahora figuras sucias y hombres vestidos con un gran redingote, paseaban en otro tiempo lindísimas muchachas con su delantalito blanco, su sombrero de paja atado con una cinta por debajo de la barba, y su canastillo debajo del brazo, las que se ruborizaban cuando se fijaban en ellas atrevidos ojos. «La Inglaterra, dice Shakespeare, es un nido de cisnes en medio de las aguas». Los redingotes de vestir se usaban tan poco en Londres de 1793, que una señora que lloraba amargamente la muerte de Luis XVI solía decirme: «¿Pero es verdad, caballero, que el pobre rey llevaba puesto un redingote cuando le cortaron la cabeza?»

Los gentlemen-farmers no habían a vendido aun su patrimonio para irse a vivir a Londres, y formaban todavía en la cámara de los comunes aquella fracción independiente, que pasando desde la oposición al ministerio, mantenía ilesas la libertad, el orden y la propiedad. Estos patricios cazaban ánades o faisanes en otoño, comían gansos y ocas en Navidad, gritaban viva el roastbeef, se lamentaban del presente, ponderaban lo pasado, maldecían a Pitt y a la guerra, porque aumentaba el precio del vino de Oporto, y se acostaban borrachos, para volver a empezar el día siguiente la misma vida. Estaban muy creídos en que la gloria de la Gran Bretaña no se eclipsaría mientras que se cantase el God save the King, en que se conservarían las bourg-pourris (aldeas), en que las leyes de la caza permanecerían en todo su vigor, y en que se venderían furtivamente en el mercado las liebres y las perdices bajo el nombre de leones y de avestruces.

El clero anglicano era hospitalario y generoso, y acogió al clero francés con una caridad verdaderamente cristiana. La universidad de Oxford hizo imprimir a sus expensas, y distribuyó gratis a los curas un Nuevo Testamento, según el rito romano, con estas palabras: para el uso del clero católico desterrado por su constancia religiosa. Respecto a la alta sociedad inglesa, como pobre y mísero emigrado, no conocía más que la exterioridad. Cuando había recepción en la corte o en el palacio de la princesa de Gales, veía pasar en sus carruajes a las brillantes ladys, ataviadas con un suntuoso lujo, y hermosas como las madonas que se ven en los altares. Aquellas bellezas eran hijas de las madres que adoraron los duques de Guisa y de Lauzun; estas son en 1822 las madres y abuelas de los pimpollos que bailan actualmente conmigo, en traje corto; generaciones florecidas que pasan con una rapidez extraordinaria.

Costumbres políticas.

La Inglaterra de 1688 se hallaba a fines del siglo último en el apogeo de su gloria. Pobre emigrado en Londres desde 1792 a 1800, he oído hablar a los Pitt, los Fox, los Sheridan Wilberforce, los Grenville, los Witebread, los Landerdale y los Erskine: embajador hoy en 1822 en la misma corte, y lleno de lujo y de magnificencia, no me es posible expresar mi sorpresa, cuando en lugar de aquellos brillantes oradores a quienes había oído hablar en otra época, veía levantarse a aquellos que eran de segundo orden en la época de mi primer viaje; los estudiantes ocupaban los sitios de los maestros. Las ideas generales han penetrado en aquella sociedad particular. Pero la aristocracia ilustrada, colocada al frente del país desde ciento cuarenta años hacia, ha mostrado al mundo una de las mas bellas y de las roas grandes sociedades, que han hecho honor a la especie humana desde el patriciado romano. Quizás exista aun alguna vieja familia, en el fondo de un condado, que reconocerá la sociedad que acabo de describir, y echará de menos el tiempo cuya pérdida deploro.

En 1792 se separó de Mr. Fox Mr. Burke, al tratarse de la revolución francesa que Mr. Burke atacaba y defendía Mr. Fox. Jamás habían desplegado tanta elocuencia estos dos oradores, que habían sido amigos hasta entonces. Toda la cámara escuchó conmovida, y los ojos de Mr. Fox estaban preñados de lágrimas cuando Mr. Burke terminó su discurso con las palabras siguientes: «El muy honorable caballero me ha tratado en el discurso que acaba de pronunciar con una dureza inusitada; ha consagrado mi vida entera, mi conducta y mis opiniones. Pero ese grave y tremendo ataque, que no creo haber merecido bajo ningún concepto, no bastará para hacerme temer el declarar mis sentimientos en esta cámara y a la luz del mundo entero. Yo diré en todas partes que la constitución del estado peligra. Conozco que es una indiscreción en todo tiempo, pero mucho más en la época presente de mi vida, el provocar enemigos, o el dar a mis amigos motivos fundados para que me abandonen. Pero si mi destino es pasar por tan amargo trance, merced a mi adhesión a la constitución británica, estoy dispuesto a correr el riesgo, y obedeciendo a lo que el deber público y la prudencia pública me ordenan, terminaré exclamando: ¡Huid de la constitución francesa! ¡Fly from the french Constitution

Habiendo dicho a Mr. Fox que no era motivo aquel para que sus amigos le abandonaran exclamó Mr. Burke:

«¡Sí, es motivo para ser abandonado por sus amigos! Conozco el resultado de mi conducta; he cumplido con mi deber sacrificando a la amistad, que desde hoy ha terminado entre nosotros: I have done my duty at the price of my friend; our friendship is at han end. Advierto por lo tanto a los muy honorables caballeros que forman los dos partidos rivales en esta cámara, que deben conservar y sostener la constitución británica, prevenirse contra las innovaciones, y salvarse del peligro de estas nuevas teorías, ora se muevan en el hemisferio político como dos grandes meteoros, ora marchen como dos hermanos y de común acuerdo. From the danger of these new theories.» ¡Memorable época del mundo!

Mr. Burke, a quien conocí poco tiempo antes de su muerte, abrumado con la pérdida de su hijo único, había fundado una escuela consagrada a los hijos de los emigrantes pobres, solía ir de vez en cuando a ver lo que él llamaba su vivero: his nursery, y se recreaba con la vivacidad de la raza extranjera que crecía bajo los auspicios de su genio paternal. Cuando veía saltar y triscar a los inocentes y alegres desterrados, me decía «nuestros bribonzuelos, de por acá no harían eso: our boys could not do that, y sus ojos se inundaban de lágrimas, recordando a su hijo, que había partido para un largo destierro.

Pitt, Fox y Burke ya no existen, y la constitución inglesa ha sufrido las influencias de las nuevas teorías. Es preciso haber visto la gravedad de los debates parlamentarios en aquella época, es preciso haber oído a aquellos oradores cuya voz profética parecía anunciar una revolución próxima, para poder formarse una idea de la escena a que me refiero. La libertad, contenida dentro de los límites del orden, parecía debatirse en Westminster bajo la influencia de la libertad anárquica, que hablaba aun en la ensangrentada tribuna de la Convención.

Mr. Pitt, alto y seco, tenía una fisonomía triste a la par que burlona. Su modo de hablar era frío, monótona su entonación, y su gesto insensible, pero la fluidez y brillo de sus pensamiento, y la lógica de sus razones, iluminadas a veces por repentinos relámpagos de elocuencia, hacían que su talento saliese de la esfera vulgar.

Muchas veces solía ver a Mr. Pitt cuando iba desde su casa al real palacio a pie, y atravesando el parque de Saint James. Jorge III, por su parte, llegaba de Windsor, después de haber estado bebiendo cerveza en una vasija de estaño con los colonos de las inmediaciones, y atravesaba los caminos detestables de su malhadado castillejo en un coche parduzco, escoltado por algunos guardias de caballería: Jorge III era allí el amo de los reyes de Europa, como cinco o seis comerciantes de la Cité lo son de la India Mr. Pitt, vestido de traje negro, con espada de acerado puño pendiente del tahalí, y el sombrero debajo del brazo, subía los escalones de la regia morada de tres en tres, y no encontraba a su paso más que tres o cuatro emigrados ociosos: al vernos, pasaba, lanzándonos una mirada desdeñosa, lleno de arrogancia, y pálido el semblante.

Aquel gran hacendista tenía su casa en el mayor desorden, y vivía sin horas fijas para comer y dormir. Abrumado de deudas no pagaba a nadie, y no se atrevía a adicionar el presupuesto. Un ayuda de cámara hacia las veces de mayordomo. Mal vestido casi siempre, sin disfrutar jamás de diversión alguna, exhausto de pasiones y ávido del poder únicamente, despreciaba los honores, y no quería ser más que William Pitt a secas.

Lord Liverpool me llevó a comer a su casa de campo en junio de 1822: al atravesar los matorrales de Pulteney me ensañó la casita donde murió en la mayor pobreza el hijo de lord Chiham, el hombre de estado que había puesto a la Europa a sueldo, y distribuido por sus propias manos todos los millones de la tierra.

Jorge III sobrevivió a Mr. Pitt, pero había perdido la vista y la razón. Cada vez que se abría el parlamento los ministros leían a las cámaras silenciosas y conmovidas el boletín en que se daba cuenta de la salud del rey. Un día fui a visitar el palacio de Windsor y por medio de una ligera gratificación que di a un conserje, conseguí que me ocultase en un sitio donde fácilmente pudiera ver al rey. El monarca, ciego y con los cabellos blancos, se presentó vacilante, como el rey Lear en sus palacios, y buscando con sus manos un apoyo en las paredes de los salones. Sentose delante de un piano, cuyo sitio le era muy conocido, y ejecutó algunos trozos de una sonata de Haendel; tal fue el término de la antigua Inglaterra! Old England!

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Vuelta de los emigrados a Francia.— El ministro de Prusia me da un pasaporte falso con el nombre de Lassagne, habitante de Neuchatel en Suiza.— Muerte de lord Londonderry.— Fin de mi carrera de soldado y de viajero.— Desembarco en Calais.

Empezaba a volver la vista a mi patria. Se había verificado una grande revolución. Bonaparte elegido primer cónsul; restablecía el orden con el despotismo; muchos desterrados volvían a su patria: los proscriptos de las clases elevadas se apresuraban a regresar para recobrar los restos de su fortuna; la fidelidad se destruía en sus mejores representantes, al paso que se conservaba íntegra en el corazón de algunos nobles de provincia arruinados. Mme. Lindsay había partido y escribía a Mres. de Lamoignon diciéndoles que volviesen; así mismo invitaba a Mme. de Aguesseau, hermana de Mres. de Lamoingnon, a que pasase el estrecho. Fontanes me llamaba para acabar en París la impresión del Genio del Cristianismo. Aunque no olvidaba un momento a mi patria, no tenía grandes deseos de volver a ella: otros dioses mas poderosos que los lares paternales me retenían; Francia no me ofrecía ya bienes ni asilo; la patria era ya para mí un seno de piedra, un pecho agotado; en ella no podía encontrar a mi madre, a mi hermano, y a mi hermana Julia. Lucila vivía aun, pero se había casado con Mr. de Caud, y ya no conservaba mi nombre; mi joven viuda solo me conocía por una unión de algunos meses, por la desgracia y por una ausencia de ocho años.

Entregado a mí mismo; no sé si habría tenido la resolución necesaria para partir; pero las personas que formaban mi pequeña sociedad se ausentaban; Mme. de Aguesseau me proponía llevarme consigo a París: no opuse resistencia. El ministro de Prusia me proporcionó un pasaporte con el nombre de Lessagne, habitante de Neuchatel. Mres. Dulau suspendieron la tirada del Genio del Cristianismo, y me enviaron las pruebas. Separé de los Natchez los apuntes relativos a Atala y René, y lo restante del manuscrito lo encerré en una maleta que di a guardar a mis huéspedes en Londres, y me puse en camino para Douvres, en compañía de Mme. de Aguesseau; Mme. de Lindsay nos esperaba en Calais.

Así abandoné a Inglaterra en 1800; mi corazón estaba entonces preocupado con otros pensamientos distintos de los que tengo ahora, en 1822, al escribir estas líneas. Entonces traía del destierro sueños y recuerdos gratos; hoy mí cabeza esta llena de proyectos de ambición, de política, de grandezas y de cortes, que tan mal se avenían a mi carácter. ¡Cuántos sucesos se agolpan en mi presente existencia! Pasad, hombres, pasad; ya llegará mi vez. Hasta ahora solo he ofrecido a vuestra vista la tercera parte de mis días; si los sufrimientos que he arrostrado han pesado sobre la mejor época de vida, ahora que entro en una edad mas fecunda, el germen de René va a desarrollarse, y amarguras de otra especie se mezclaran en mi narración. ¡Cuanto podía decir al hablar de mi patria y de sus revoluciones, cuyo primer plan he trazado! ¡de ese Imperio, y del hombre gigantesco que he visto caer! ¡de esa Restauración en que tanta parte he tomado, tan gloriosa ahora, en 1822, y que sin embargó no puedo entrever sino a través de una nube fúnebre!

Este libro, que llega a la primavera de 1800, toca a su término. He llegado al fin de mi primera carrera y me preparo a empezar la de escritor; de hombre privado, voy a convertirme en hombre público; salgo del asilo virginal y silencioso de la soledad para entrar en el bullicio y en las intrigas del mundo; las ilusiones de mí vida van a desaparecer ante la realidad, y la luz va a penetrar en el reino de las sombras. Dirijo una tierna mirada a esos libros que encierran mis horas inmemorables, y me parece que doy el último adiós a la casa paterna; me separo de los pensamientos y de los sueños de mi juventud, como de hermanas o de amantes a quienes dejo en el hogar de la familia para no volverlas a ver.

Cuatro horas empleamos en el tránsito de Douvres a Calais. Volví a mi patria bajo el seguro de un nombre extranjero: oculto doblemente en la oscuridad del suizo Lassagne y en la mía, llegué a Francia con el siglo.

DIEPPE, 1836.

Revisado en diciembre de 1846.

Residencia en Dieppe.— Dos sociedades.

El lector habrá visto que desde que empecé estas memorias, he cambiado diferentes veces de lugares, que los he descrito, que he hablado de los sentimientos que me inspiraban, trazando mis recuerdos, y mezclando de este modo la historia de mis pensamientos y de mis diferentes hogares a la historia de mi vida.

Al presente conoce también el punto de mi residencia. Paseando esta mañana por la escarpada costa situada detrás del castillo de Dieppe, he visto la poterna que sirve de comunicación a la mencionada costa, arrojada sobre un foso. Mme. de Longueville logró evadirse por ella del furor de la reina Ana de Austria: habiéndose embarcado furtivamente en el Havre, y desembarcado en Rotterdam, se dirigió a Stenay, a ampararse bajo la protección del mariscal de Turena. Los laureles del gran capitán habían dejado de ser ya inocentes, y la burlona proscripta no trataba muy bien al culpable.

Mme. de Longueville, que había sido rechazada por la casa de Rambouillet, por el trono de Versalles, y por la municipalidad de París; se apasionó del autor de las Máximas y le fue todo lo fiel que podía serlo. Este vivió menos de sus pensamientos que de la amistad de Mme. de La Fayette y de Mme. de Sevigné; de los versos de La Fontaine, y del amor de Mme. de Longueville; he aquí lo que es el rendimiento y la abnegación de los personajes ilustres.

La princesa de Condé dijo al espirar a Mme. de Brienne: —«Mandad decir, mi querida amiga, a esa pobre miserable que se halla en Stenay el estado en que me encuentro, y que aprenda a morir:» excelentes palabras; pero la princesa se olvidaba, sin duda alguna, de que había sido la querida de Enrique IV, y de que, conducida a Bruselas por su marido, había querido volver a incorporarse al Bearnés, escapándose de noche por un balcón, y caminando en seguida a caballo mas de cuarenta leguas; la princesa era entonces una pobre miserable de diez y siete años.

Así que bajé de la escarpada costa, me hallé en el camino real de París, que sube por una pendiente rápida desde la salida de Dieppe. A la derecha de este camino se elevan las tapias de un cementerio, a lo largo de las cuales hay un torno de cordelería. Dos cordeleros que caminaban paralelamente, retrogradando y bataneando una pierna sobre otra, cantaban a media voz: púseme a escucharlos, y cantaban esta copla del viejo sargento, soberbia mentira poética que nos ha traído a la situación en que hoy nos hallamos:

Qui labas sanglotte et regarde?

Eh! c‘est la veuve du tambour, etc., etc.

Memorias de ultratumba Tomo II
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