Aquellos hombres pronunciaban el estribillo.
Conscriptos, al paso: no lloréis... Marchad al paso, al paso, con un tono tan débil y tan patético, que mis ojos se llenaron de lágrimas. Al marcar ellos mismos el compás devanando su cáñamo, parecía que estaban hilando los últimos instantes del viejo sargento: imposible me sería decir lo que había en aquella gloria exclusiva de Beranger, revelada por dos marineros que cantaban a la vista del mar la muerte de un soldado.
La costa escarpada la comparaba yo a una grandeza monárquica; el camino a una celebridad plebeya: también he hecho comparaciones entre los hombres de las edades extremas de la sociedad, y me he preguntado a mí mismo a cual de estas dos épocas hubiera preferido pertenecer. Cuando lo presente haya desaparecido como lo pasado, ¿cuál de estos dos renombres llamará más la atención de la posteridad?
Y sin embargo, si los hechos fuesen lo principal, si el valor de los nombres no contrabalancease en la historia el valor de los sucesos, ¡qué diferencia no habría entre mi tiempo y el tiempo que trascurrió desde la muerte de Enrique IV hasta la de Mazarino! ¿Qué son las turbulencias de 1648, comparadas con esta revolución, que ha devorado el antiguo mundo; y que quizás se habrá herido de muerte a sí misma, para no dejar en pos de sí ni vieja ni moderna sociedad?
¿No debía yo, pues, describir en mis memorias cuadros de una importancia incomparablemente mayor que la de las escenas referidas por el duque de La Rochefoucauld? En Dieppe mismo, ¿que es el voluptuoso ídolo de París, seducido y rebelde al lado de la duquesa de Berry? Los cañonazos que anunciaban en el mar la presencia, de la regia viuda, han dejado ya de oírse; los festejos de pólvora y de humo no han dejado en la costa más que el bramido de las olas.
Las dos hijas de la casa de Borbón, Ana Genoveva y María Carolina, se han retirado; los dos marineros de la canción del poeta popular desaparecieron también; Dieppe no me cuenta ya a mí tampoco entre sus moradores; el yo que habitó aquellos lugares en otro tiempo, no es el yo de mis primeros días ya terminados; aquel yo ha sucumbido, porque nuestros días mueren antes que nosotros. El lector me ha visto en Dieppe subteniente del regimiento de Navarra, instruyendo ¿los reclutas en aquellos pedregales; después ha vuelto a verme desterrado en tiempo de Bonaparte; aun volverá a encontrarme aquí otra vez cuando vengan a sorprenderme las jornadas de julio. Al presente me hallo en esta ciudad, y vuelvo a tomar la pluma para continuar mis confesiones.
Para mayor claridad, bueno será que echemos una ojeada sobre la altura a que se encuentran mis memorias.
Estado en que se encuentran mis Memorias.
Forzoso es confesar que me ha sucedido lo que le sucede a todo emprendedor que trabaja en una grande escala: en primer lugar, he levantado los pabellones de los extremos, y después quitando de aquí mis andamios para ponerlos mas allá, he ido levantando la piedra y los cimientos de las construcciones intermediarias: sabido es que se han empleado muchos siglos en edificar algunas catedrales góticas. Si el cielo me concede algún tiempo mas de vida, el monumento quedará concluido por mis diversos años; el arquitecto, que será siempre el mismo, no habrá hecho otra cosa que cambiar de edad. Por lo demás, preciso es reconocer que es un verdadero suplicio conservar intacto su ser intelectual, aprisionada bajo una cubierta material muy usada. San Agustín decía, dirigiéndose al Ser Supremo, cuando conocía que su arcilla se iba desmoronando: «Dignaos, señor, servir de tabernáculo a mi alma.» —Y a los hombres: «Cuando me hayáis conocido por medio de este libro, rogad a Dios por mí.»
Entre las cosas por las cuales empiezan estas Memorias, y las que me ocupan actualmente, hay un intervalo de treinta y seis años. ¿Cómo es posible, por lo tanto, volver a emprender con el ardor conveniente la narración de aquellos acontecimientos, llenos para mí en otra época de fuego y de pasión, cuando no es con los vivos con quienes tengo que habérmelas, cuando se trata de hacer revivir algunas efigies que yacen heladas en el fondo de la eternidad, y de bajar a un subterráneo fúnebre para jugar en él al juego de la vida? ¿No me hallo ya, por otra parte, casi muerto? ¿No han cambiado por ventura mis opiniones? ¿Veo ya acaso los objetos bajo el mismo punto de vista? Los sucesos personales que tanto conturbaban mi ánimo, los sucesos generales y prodigiosos que han acompañado o seguido a aquellos, ¿no habrán perdido su importancia, así a los ojos del mundo, como a mis propios ojos? Todo aquel cuya carrera se va prolongando, siente que sus horas se amortiguan, y a la mañana siguiente no vuelve a encontrar el interés de que estaba animado el día antes. Cuando hago investigaciones en mis pensamientos, hallo en ellos frecuentemente algunos nombres, y nombres de personajes que se me escaparon de la memoria, a pesar de que tal vez habrían hecho palpitar a mi corazón en algún tiempo. ¡Vanidad del hombre! ¡Olvidar y ser olvidado! No basta decir al amor y a las ilusiones —«Renaced»— para que renazcan; la región de las sombras no puede abrirse sino por medio del ramo de oro, y para recoger este es preciso tener una mano juvenil y vigorosa.
DIEPPE, 1836.
Año do 1800.— Aspecto de la Francia.— Mi llegada a París.
A’ucuus venants des lares patries.
(Rabelais).
Encerrada ocho años hacia en la Gran Bretaña, no había yo visto en todo esto tiempo más que el mundo inglés tan diferente, y con especialidad en aquella época, del resto del mundo europeo. A medida que el packet-boat de Londres se va aproximando a Calais en la primavera de 1800, mis miradas ibas, precediéndome hacia la costa. Cuando anclamos en el muelle, los gendarmes y los aduaneros saltaron sobre el puente del buque, registraron nuestros equipajes, y nos pidieron los pasaportes; un hombre siempre es sospechoso en Francia; y lo primero con que se tropieza, ora se entregue uno a sus negocios, o a los placeres, es con un sombrero tricornio, o con una bayoneta.
Mme. Lindsay nos estaba aguardando en la posada, y a la mañana siguiente partimos en su compañía para París, Mme. Aguessau, una joven parienta suya, y yo. En el camino apenas se veía un hombre; las labores del campo las hacían algunas mujeres tostadas y denegridas por el sol, sucias, descalzas de pie y pierna, y con la cabeza descubierta o tapada con un pañuelo de narices; cualquiera hubiera creído, al verlas, que eran esclavas; pero la primera idea que a mí me inspiraron, fue la que revelaba la independencia y vigorosidad de aquel país, en el cual manejaban las mujeres el azadón, mientras que los hombres manejaban el mosquete. Al ver el estado miserable en que se hallaban las aldeas, hubiérase dicho que habían sido presa del incendio: casi todas estaban medio demolidas, y llenas de polvo, y de cieno, de humo y de escombros.
A derecha e izquierda del camino, llamaban la atención las ruinas de los castillos derruidos, de cuyas torres y almenas solo quedaban algunos trozos, sobre los cuales se encaramaban jugando los muchachos. Veíanse también cercados llenos de boquetes, iglesias desiertas, de las cuales habían sido desenterrados los cadáveres, campanarios sin campanas, cementerios sin cruces, e imágenes, cuyas cabezas habían desaparecido a pedradas de los nichos, donde quedaba aun su mutilado cuerpo. En las paredes se veían escritas las siguientes palabras republicanas, desprestigiadas ya a fuerza de viejas; Libertad, Igualdad, Fraternidad, o la Muerte. Aquella nación que parecía hallarse a punto de disolverse, inauguraba una nueva era, como aquellos pueblos que saltan de la noche de la barbarie y de la destrucción de la edad media.
A medida que iba aproximándome a la capital, la Francia era para mí tan nueva, como lo habían sido los bosques de América. San Dionisio había quedado al descubierto; sus ventanas estaban hechas pedazos; la lluvia penetraba por todas partes en sus naves grandiosas, y habían desaparecido sus tumbas; mas tarde vi los huesos de Luis XVI, los cosacos, el ataúd del duque de Berry y el catafalco de Luis XVIII.
Augusto de Lamoignon salió a recibir a Mme. Lindsay; y su brillante tren contrastaba maravillosamente con los pesados carros y las diligencias sucias, destartaladas y tiradas por rocines matalones, guarnecidas con cuerdas, que había encontrado desde Calais. Mme. Lindsay debía quedarse en Thernes; echamos pie a tierra por lo tanto en el camino de la Revolte, y nos dirigimos atravesando los campos a casa de mi huéspeda. Permanecí allí veinte y cuatro horas; y me encontré con un alto y obeso señor, llamado Lasalle, al cual había encargado Mme. Lindsay el arreglo de los asuntos de los emigrados. Mi amable huéspeda avisó mi llegada a Fontanes, y a las cuarenta y ocho horas, vino a buscarme este a una reducida y cómoda habitación que había alquilado para mí Mme. Lindsay en una casa inmediata a la suya.
El día que llegamos a París era domingo, y entramos a pie a las tres de la tarde por la barrera de la Estrella. Actualmente no podemos formarnos una idea de la impresión que había hecho la revolución sobre los espíritus en Europa, y principalmente sobre los hombres ausentes de la Francia durante el Terror; parecíame, como lo digo, que iba a bajar a los infiernos, lo cual nada tenía de extraño, si se atiende a que aun cuando fui testigo de los primeros excesos de la revolución, los grandes crímenes no se habían perpetrado todavía, y los hechos subsiguientes habían llegado hasta mí tal como se referían en la sociedad pasiva y normal de la Inglaterra.
Avanzando con un nombre supuesto, y persuadido de que comprometía a mi amigo Fontanes, oí con harta sorpresa, al entrar en los campos Elíseos, ecos de violón, de corneta, de tambores y de clarinete, y vi infinidad de corrillos en los que estaban bailando una multitud de hombres y mujeres; un poco mas adelante se ofreció a mis ojos él palacio de las Tullerías, medio oculto entre dos grandes bosques de castaños. La plaza de Luis XV estaba desnuda: el destrozo hecho en ella, le daba el tinte melancólico y desierto de un antiguo anfiteatro; al penetrar en ella quedé sorprendido de no oír lamento alguno; a cada paso se me figuraba que iba a meter el pie en un charco de sangre, de la cual no quedaba ni el menor vestigio: mi vista no acertaba a separarse del sitio donde creía ver elevarse el instrumento de muerte, y se me representaban también mi hermano y mi cuñada, desnudos, y atados al pie de la máquina sangrienta: allí había caído la cabeza de Luis XVI: a pesar del ruido de los festejos de las calles, las torres de las iglesias estaban mudas; me parecía que había entrado en París el día del inmenso dolor, el día del Viernes Santo.
Mr. de Fontanes vivía en la calle de Saint-Honoré, en las inmediaciones de Saint-Roch; llevome a su casa, me presentó a su mujer, y después me condujo a casa de su amigo Mr. Joubert, donde encontré un asilo provisional: Mr. Joubert me recibió como se recibe a un viajero del cual se ha oído hablar mucho.
Al día siguiente fui a la dirección de policía a presentar mi pasaporte extranjero para recibir en cambio un pase, para permanecer en París, el que tenía que renovar de mes a mes. A los pocos días alquilé un entresuelo en la calle de Lille, cerca de la de los Santos Padres, y me fui a vivir a él.
Había traído conmigo el manuscrito del Genio del Cristianismo, y los primeros pliegos impresos en Londres. Me indujo a ello Migneret, hombre digno que consintió en encargarse de volver a empezar la impresión interrumpida, y en darme algún dinero anticipado para cubrir mis necesidades. Ni un alma siquiera conocía mi Ensayo sobre las revoluciones, a pesar de lo que me había dicho Mr. Lemiére. Yo desenterré al viajero filósofo Delisle de Sales que acababa de publicar su Memoria en favor de Dios, y me dirigí a ver a Ginguené, que vivía en la calle de Grenelle-Saint-Germain, cerca del palacio del Bon-La Fontaine: todavía se leían sobre la portería estas palabras: En esta casa se hace alta estima del titulo de ciudadano, y todo el mundo se tutea; haz el favor de cerrar la puerta. Subí la escalera y llegué al aposento de Ginguené a quien le costó trabajo reconocerme, y el cual me habló, haciendo grandes ponderaciones de lo que era, y de lo que había sido. Me retiré por lo tanto humildemente, y sin procurar renovar unas relaciones tan desproporcionadas.
A cada paso asaltaban mi corazón los recuerdos de Inglaterra; había vivido tanto tiempo en aquel país, que había adquirido la mayor parte de sus hábitos: me costaba trabajo, por ende, el acostumbrarme a la sociedad de nuestras casas, de nuestras escaleras y de nuestras mesas, a nuestro poco aseo, a nuestra familiaridad y a la indiscreción de nuestras habladurías: era inglés en mis modales, en mis gustos, y hasta en mis pensamientos en cierto modo: esto se comprende fácilmente; porque si Byron, según dicen, se inspiró algunas veces con el René en su Childe- Harold, nada tiene de particular que ocho anos de residencia en la Gran Bretaña, precedidos de un viaje a América, y que una larga costumbre de hablar, de escribir y hasta de pensar en inglés hubiesen influido sobre el giro y expresión de mis ideas. Pero poco a poco fui gustando de la sociabilidad que nos distingue, de nuestro comercio seductor, fácil y rápido de las inteligencias; de nuestra despreocupación admirable, de nuestro poco miramiento hacia los nombres y hacia las fortunas, de nuestra nivelación natural de todos los rangos, y de esa igualdad de espíritu, en fin, que hace incomparable a la sociedad francesa, y que sirve de contrapeso a nuestros otros defectos: después de haber permanecido algunos meses en París, se conoce que no se puede vivir en otra parte.
PARÍS, 1837.
Año 1800.— Mi vida en París.
Me decidí a vivir encerrado en lo mas hondo de mi entresuelo, y me entregué al trabajo en cuerpo y alma. En los ratos de ocio salía a hacer mis reconocimientos por diferentes puntos. El circo de Palais-Royal había sido cegado: Camilo Desmoulins no peroraba ya en él al aire libre, ni se veía circular como en otro tiempo una falange de prostitutas, virginales compañeras de la diosa Razón, que marchaban a las órdenes de David. En las galerías y al desembocar por cualquiera de las calles de árboles, se encontraba uno con hombres que pregonaban una porción de espectáculos curiosos, tales como sombras chinescas, juegos de óptica, gabinetes de física y fieras del extranjero: a pesar de que se habían cortado tantas cabezas, aun quedaba crecido número de ociosos. Del fondo de las bodegas del Palais- Marchand salían los ecos de una música desgarradora, y creyendo que acaso habitarían en aquel subterráneos los gigantes que yo buscaba y que debían ser los que habían producido los inmensos acontecimientos, me decidí a bajar a él y hallé bailando algunas parejas repugnantes en medio de un corro de espectadores que estaban sentados y bebiendo cerveza. Un jorobado que estaba encaramado sobre una mesa, tocaba el violín y cantaba a Bonaparte un himno que terminaba por estos dos versos:
Par ses vertus, par ses attraits,
Il méritait d'etre leur pére