Si algo debía ser anticipado en este mundo a Mr. de Fontanes, era tal modo de escribir. Yo empezaba con la escuela llamada romántica una revolución en la literatura francesa: mi amigo empero, en vez de sublevarse contra mí barbarie, se adhirió a ella.
Cuando le leía algunos fragmentos de los Natchez de Atala o del René, le conocía en el semblante que me escuchaba como embobado; sentía la imposibilidad de someter estas producciones a las reglas comunes de la crítica; pero conocía que iba entrando en un mundo nuevo, y que veía una nueva naturaleza, y comprendía un idioma que él no hablaba. Diome excelentes consejos, y le debo, si es que tiene alguna, la corrección que haya en mi estilo; también me enseñó a respetar el oído, y me impidió incurrir en la extravagancia de invención, y en la rudeza de ejecución de mis discípulos.
Tuve una verdadera felicidad de volverle a ver en Londres, bien quisto de los emigrados, los que le pedían cantos de la Grecia libertada, que eran escuchados con sumo gusto. Alojose cerca de donde yo vivía, y estábamos juntos la mayor parte del tiempo. Juntos presenciamos una escena digna de aquellos días de infortunio; Clery, que había emigrado después, nos leyó sus Memorias manuscritas. Júzguese la emoción que causaría a un auditorio de desterrados el oír referir al ayuda de cámara de Luis XVI los padecimientos y muerte del prisionero del Temple, de los cuales había sido testigo ocular. El Directorio, espantado con las Memorias de Clery, publicó una edición interpolada, en la que hacía hablar al autor como a un lacayo, y a Luis XVI como a un mozo de cordel: de todas las torpezas revolucionarias, quizá fue esta una de las más asquerosas y repugnantes.
Un campesino vendeano.
Mr. del Théil, apoderado del señor conde de Artois en Londres, se había apresurado también a buscar a Fontanes, y éste me rogó que lo llevase a casa de los agentes de los príncipes. Hallámosle rodeado de todos aquellos defensores del trono y del altar que paseaban en Pícadilly, de una caterva de espías y de caballeros de industria que habían huido de París bajo diversos nombres y diferentes disfraces, y de una nube de aventureros belgas, alemanes e irlandeses, vendedores de la contrarrevolución. Entre esta caterva de hombres se veía a un lado uno que tendría de treinta a treinta y dos años, que no miraba a nadie, en quien nadie reparaba, y cuya atención parecía haberse fijado exclusivamente sobre un grabado del general Wolf. Chocome su facha, y pedí informes de quién era; uno de mis amigos me respondió: «Es un quídam, un paleto vendeano portador de una carta de sus jefes.»
Aquel hombre, que era un quídam, había visto morir a Cathelineau, primer general de la Vendée, y campesino como lo había sido éste; Bonchamp, en quien revivía Bayard; Lescure, armado de un cilicio que no estaba hecho a prueba de balas; Elbée, fusilado en un sillón, porque sus heridas no le permitían abrazar la muerte en pie; Larochejaquelein, cuyo cadáver mandaron identificar los patriotas, para tranquilizar a la Convención en medio de sus triunfos. Aquel hombre que era un quídam, había asistido a doscientos sitios de ciudades, y otros tantos asaltos de reductos, a setecientos encuentros parciales, y a diez y siete batallas campales y en toda regla: había combatido contra trescientos mil hombres de tropa disciplinada, y de seiscientos a setecientos mil sacamantas y guardias nacionales: habla contribuido a coger al enemigo cien cañones y cincuenta mil fusiles; había atravesado por en medio de las columnas infernales, y de las compañías de incendiarios mandadas por los de la Convención; se había hallado también en medio del Océano de fuego, que abrasó tres veces con sus olas los bosques de la Vendée; había visto en fin perecer a trescientos mil hércules labriegos, compañeros suyos de glorias y de fatigas, y convertirse en un desierto de cenizas cien leguas cuadradas de un terreno fértil.
Las dos Francias se encontraron en este suelo nivelado por ellas mismas; todo lo que quedaba de la raza y de los recuerdos de la Francia de las cruzadas, luchó contra todo lo que había de la nueva raza en la Francia de la revolución. El vencedor sintió la grandeza del vencido. Thureau, general de los republicanos, declaraba «que la historia colocaría a los vendeanos en el rango de los pueblos aguerridos.» Otro general escribía a Merlín de Thionville: «Las tropas que han balido a franceses semejantes, ya pueden jactarse que batirían a todos los demás pueblos.» Las legiones de Probo, en sus cantos, decían otro tanto de nuestros mayores. Bonaparte llamó a los combates de la Vendée, combates de gigantes.
De todos los del corro, yo era el único que consideraba con atención y respeto a aquel representante de los antiguos Jacobos, que después de haber roto el yugo de sus señores, rechazaban en tiempo dé Carlos V la invasión extranjera: me parecía ver en él un hijo de aquellas comunidades del tiempo de Carlos VII, las cuales reconquistaron palmo a palmo y surco a surco en unión con la nobleza provinciana de segundo orden, el suelo de Francia. Tenia el aspecto indiferente del salvaje; su mirada era turbia e inflexible como una barra de hierro; su labio inferior temblaba con un movimiento convulsivo sobre sus apretados dientes; sus cabellos descendían de su cabeza a guisa de serpientes ateridas, pero prestas a erguirse; sus brazos, que llevaba caídos con cierta languidez, comunicaban una fuerza nerviosa a sus enormes puños acribillados de sablazos; cualquiera lo hubiera tomado por un serrador. Su fisonomía revelaba una naturaleza popular rústica, dedicada por la fuerza de la costumbre al servido de intereses y de ideas contrarias a su misma naturaleza; la fidelidad nativa del vasallo, y la fe sencilla del cristianismo estaban mezcladas en él con la ruda independencia plebeya acostumbrada a estimarse a sí propia, y a hacerse justicia. El sentimiento de su libertad únicamente parecía hijo en él de su confianza en la fuerza de su mano, y de la intrepidez de su corazón. Hablaba como un león, se rascaba como un león, bramaba y se enfurecía como él, y como él soñaría probablemente con la sangre y con los bosques.
¡Qué hombres de todos los partidos había en Francia en aquella época, tan diferentes de lo que somos los de la raza actual! Pero los republicanos tenían su principio en ellos, y en medio de ellos, al paso que el principio de los realistas estaba fuera de rancia. Los vendeanos mandaban diputados a los dé la emigración, o lo que es lo mismo, los gigantes iban a pedir jefes a los pigmeos. El agreste mensajero que yo estaba contemplando, había asido a la revolución por la garganta, y les decía: «Entrad, venid detrás de mí; no tengáis cuidado; la revolución no os hará daño alguno, ni se moverá porque la tengo yo amarrada.» Nadie quiso seguirle, y despechado Santiago Bonhomme por esta negativa soltó a la revolución, y Charette quebró su espada.
Paseos por Fontanes
Mientras que yo estaba haciendo las reflexiones que me había inspirado este labriego, así como en otra ocasión me las inspiraron Mirabeau y Antón, Fontanes obtenía una audiencia particular de aquel a quien apellidaba él en broma Interventor general de hacienda, y de cuya buena acogida salía muy satisfecho, porque Mr. del Theil le había prometido acelerar la publicación de mis obras, y Fontanes únicamente pensaba en mí. Era imposible que hubiera un hombre mejor: tímido para todo aquella que le concernía personalmente, era hasta osado cuando se trataba de las ventajas de sus amigos, y lo demostró conmigo de una manera ostensible cuando dimití mi destino de resultas de la muerte del duque de Enghien. En la conversación se dejaba llevar frecuentemente de una cólera risible, si aquella giraba sobre asuntos literarios. En política, desvariaba; los crímenes de la Convención le habían hecho cobrar a la libertad un horror invencible. Detestábalos periódicos, la ideología, y a los filosofastros, y comunicó a Bonaparte el odio que les tenia, cuando se aproximó al señor de la Europa.
Íbamos a pasear juntos al campo, y solíamos descansar a la sombra de algunos copudos olmos, esparcidos por las praderas. Recostado en el tronco de uno de ellos, me refería mi amigo su antiguo viaje a Inglaterra antes de la revolución, y me recitaba los versos que había dirigido a dos jóvenes ladys, que habían envejecido a la sombra de las torres de Westminster, torres que volvió a hallar en pie como las había dejado, y al pie de las cuales yacían sepultadas las ilusiones y las horas de su juventud.
Muchos días solíamos comer en cualquier taberna de Chelsea, sobre el Támesis, y durante la comida hablábamos de Milton y de Shakespeare: estos dos gigantes habían visto lo que nosotros estábamos viendo; como nosotros se habían sentado a la orilla de aquel rio, extranjero para nosotros, y rio de la patria para ellos. Cuando regresábamos a Londres, ya no había otra luz que la que despedían los desfallecientes rayos de las estrellas, que iban sumergiéndose una en pos de otra en la niebla de la ciudad. Para llegar a nuestras habitaciones respectivas, únicamente íbamos guiados por ciertas luces que nos trazaban apenas el camino a través del humo de carbón, enrojecido en torno de cada reverbero; así trascurre la vida del poeta.
La nuestra en Londres era bien sencilla; antiguo desterrado, servía yo de cicerone a los emigrados modernos que la revolución mandaba, viejos y jóvenes: no hay edad legal para la desgracia. En una de estas excursiones nos sorprendió un chaparrón, y nos vimos precisados a refugiarnos en el portal de una casa miserable, cuya puerta se hallaba abierta casualmente. Allí encontramos al duque de Borbón: en aquel Chantilly vi por la vez primera a un príncipe que no era todavía el último de los Condé.
¡El duque de Borbón, Fontanes y yo, igualmente proscritos, buscando en tierra extranjera, y bajo el techo del pobre, un abrigo contra la misma tempestad! Fata viam invenient.
Fontanes fue llamado a Francia, y se despidió de mí haciendo votos por nuestra próxima reunión. Cuando llegó a Alemania me escribió la carta siguiente:
28 de julio de 1798.
«Si mi partida de Londres os causó un gran sentimiento, os juro que no fue menor el mío. Sois la segunda persona en quien he encontrado en el curso de mi vida un corazón y una imaginación tales como yo los apetezco. Jamás olvidaré los consuelos que me hicisteis hallar en el destierro y sobre una tierra extraña. Desde que os he dejado, los Natchez son mi predilecto y más constante pensamiento. Lo que me leísteis de ellos, especialmente en los últimos días, es admirable, y no se borrará jamás de mi memoria. Pero el encanto de las ideas poéticas que me inspirasteis, desapareció por un momento a mi llegada a Alemania. Las últimas noticias de Francia son mucho más horrorosas que las que había cuando nos despedimos en Londres. He pasado cinco o seis días en la mayor perplejidad, y hasta he llegado a temer persecuciones contra mi familia. Mi terror se ha disminuido ya algún tanto, porque esta desgracia no tenía tan mala tendencia como yo me figuraba; ahora se amenaza mucho más de lo que se hiere, y los exterminándoles no quieren cebarse en gente de mi fecha. El correo último me ha traído seguridades de paz y de buena voluntad. Al presente puedo continuar mi camino, y pienso por tanto ponerme en marcha a principios del mes próximo. Fijaré mi residencia en las inmediaciones del bosque de San Germán, entre mi familia, la Grecia y mis libros ¡Cuánto siento no poder contar entre ellos a los Natchez! La inesperada tormenta que acaba de estallar en París, casi estoy seguro de que ha sido producida por el aturdimiento de los jefes y agentes a quienes conocéis. Tengo una prueba evidente de ello. Merced a esta certidumbre, escribo a Great-Putteney-street (calle donde vivía Mr. del Theil) con toda la política posible, y con todo el cuidado que exige la prudencia. Quiero evitar toda correspondencia por espacio de algún tiempo, y he dejado a todo el mundo en duda acerca del partido que voy a tomar, y del punto de residencia que voy a escoger. Por lo demás, prosigo hablando de vos con el acento de la amistad, y deseo en el fondo de mi corazón que las esperanzas de utilidad que puedan fundar acerca de mí, fomenten las buenas disposiciones que me han manifestado sobre este punto, y que tan debidas son a vuestra persona y a vuestros talentos. Trabajad, amigo mío, trabajad, y haceos ilustre, ya que tenéis posibilidad, el porvenir es vuestro. Supongo que la palabra empeñada tantas veces por el interventor general de la hacienda estará cumplida ya en parte. Esto me serviría de algún consuelo, porque no puedo sufrir la idea de que tan preciosa obra continúe en suspenso por falta de algunos recursos. Escribidme; comuníquense nuestros corazones, y sean siempre amigas nuestras musas. No dudéis que cuando pueda pasearme libremente por mi patria, trataré de buscaros un colmenar con flores inmediato al mío. Mi afecto es inalterable. Estaré solo, siempre que no me halle a vuestro lado, Habladme de vuestros trabajos. Yo he hecho la mitad de un nuevo canto sobre las orillas del Elba, y estoy mas contento de él, que de todo lo demás.
«A Dios, y recibid un abrazo de vuestro amigo.
«Fontanes.»
Fontanes me ha dicho que hacía versos a pesar de que había cambiado de destierro. No todo puedo quitársele al poeta; puesto que lleva su lira consigo. Dejad al cisne sus alas, y los ríos ignorados repetirán cada noche las melodiosas quejas que él hubiera preferido que escuchase el Eurotas.
El porvenir es vuestro. ¿Decía verdad Fontanes? ¿Debo felicitarme por su predicción? ¡Ay! Aquel provenir anunciado ha pasado ya: ¿me espera algún otro?
Aquella primera y afectuosa carta del primer amigo que he tenido en mi vida, y que ha marchado desde aquella fecha al lado mío por espacio de veinte años me hizo caer desgraciadamente de mi aislamiento progresivo. Fontanes ya no existe: una pena profunda, la trágica muerte de un hijo, le lanzó al sepulcro antes de tiempo. Casi todas las personas de quienes he hecho mención en estas memorias, han desaparecido: este libro viene a ser un registro de defunciones. Dentro de algunos años más, yo, que me he visto condenado a hacer el catálogo de los muertos, no dejaré a nadie que escriba mi nombre en el libro de los ausentes.
Mas si es preciso que yo me quede solo, si es verdad que no resta ninguno de los seres que me han amado para conducirme al último asilo, también lo es que yo tengo menos necesidad de guía que otro alguno, yo he tomado informes del camino, he estudiado los sitios por donde tengo que pasar, y he querido ver lo que sucede hasta el último momento. Muchas veces, al borde de una fosa, he oído la vibración de las cuerdas de las cuales iba suspendiendo el ataúd que en ella iba a depositarse, y en seguida oía también el ruido sordo de la primera paletada de tierra arrojada sobre la caja que iba disminuyendo gradualmente; a medida que la sepultura se iba llenando, iba subiendo también el silencio eterno sobre la superficie de la tumba.
Fontanes ¡Vos me escribisteis! Que nuestras musas sean siempre amigas: no me escribisteis en vano.
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
Muerte de mi madre.— Regreso a la religión.
Alloquar? Audiero nunquam tua verba loquentem?
Nuoquam ego te, vita frater amabilior.
Aspiciam posthac? At, certe, semper amabo!