¿He penetrado yo realmente en ese mundo? Cristóbal Colon tuvo una aparición que le presentó la tierra que había soñado, antes de haberla descubierto. Vasco de Gama encontró en su camino al gigante de las tempestades: ¿cuál de esos dos grandes hombres me ha profetizado mi porvenir? Lo que hubiera yo deseado ante todo, hubiera sido una vida llena de gloria por sus resultados y oscura por su destino. ¿Sabéis cuales son las primeras cenizas europeas que reposan en América? Son las de Biorn, el escandinavo: murió al llegar a Vinland, y fue enterrado por sus compañeros sobre un promontorio, ¿Quién tiene noticia de esto? ¿Quién conoce a aquel cuya vela se adelantó al navío del piloto genovés en el Nuevo Mundo? Biorn duerme sobre la punta de un ignoto cabo desde hace mil años, y su nombre no nos ha sido trasmitido sino por los cantos de los bardos en un idioma que ya no se habla.
Del Monte Cenis a Roma.— Milán y Roma.
Había yo empezado mis expediciones en sentido inverso al de los demás viajeros: las antiguas selvas de la América se habían ofrecido a mis ojos antes que las antiguas ciudades de Europa. Encontrábame lanzado en medio de ellas, en el momento en que se rejuvenecían y morían a la vez en medio de una revolución nueva. Milán se hallaba ocupado por nuestras tropas: acababan de tomar el castillo, testigo de las guerras de la edad media.
El ejército francés se acampaba como una colonia militar, en las llanuras de Lombardía. Custodiados de trecho en trecho por sus camaradas colocados de centinela, estos extranjeros de la Gaula, cubiertos con la gorra de cuartel, llevando su sable a guisa de hoz, por bajo de su chupa redonda, parecían segadores activos y alegres. Ellos trasladaban las piedras, rodaban los cañones, conducían carretillas, y construían cobertizos y barracas de follaje. Los caballos saltaban, caracoleaban, se encabritaban como perros que acariciaran a sus amos. Los italianos vendían frutas en el mercado de esta feria armada: unos soldados les regalaban sus pipas y sus eslabones, diciéndoles como los antiguos bárbaros, sus antepasados a sus mujeres: —«Yo: Fotrad, hijo de Eupert, de la raza de los Franks, te doy a ti, Helgine, mi esposa querida en honor a tu belleza (in honore pulchritudinis tuae), mi habitación en el barrio de los Pinos.»
Nosotros somos enemigos muy singulares: encuéntrasenos al pronto un poco insolentes, un tanto demasiadamente alegres, bastante inquietos; pero apenas hemos vuelto la espalda, cuando ya se nos echa de menos. Activo, inteligente, espiritual, el soldado francés interviene en los quehaceres del patrón en cuya casa está alojado, saca agua del pozo, como Moisés para las hijas de Median, conduce los ganados al redil, corta leña, echa lumbre, cuida de la comida, pasea al niño en sus brazos, o lo duerme en la cuna. Su buen humor y su actividad dan vida a todo; acostúmbrase a mirarle como de la familia. Pero apenas se deja oír el tambor, cuando corre por sus armas, deja a las hijas de su patrón llorando en la puerta, y abandona la habitación, en la que no vuelve a pensar hasta que se halla en los Inválidos.
A mi paso por Milán un pueblo inmenso, despertado, abría por un momento sus ojos. La Italia salía de su letargo, y se acordaba de su genio como de un sueño divino, útil a nuestro país renaciente; llevaba a la mezquindad de nuestra miseria lo grande de la naturaleza transalpina, acostumbrada como estaba esta Ausonia a las obras maestras de las artes y a elevadas reminiscencias de una patria famosa. Llegó el
Austria; volvió a tender su manto de plomo sobre los italianos, y les obligó a volver a encerrarse en sus tumbas. Roma volvió a encerrarse en sus ruinas, Venecia en su mar. Venecia se doblegó embelleciendo el cielo con su última sonrisa; reclinose encantadora sobre sus olas como un astro que no debe alzarse jamás.
El general Murat mandaba en Milán. Tenía yo para él una carta de Mme. Bacciochi.
Pasé el día con sus ayudantes de campo: estos no se hallaban tan exhaustos como mis camaradas delante de Thionville. La cortesanía francesa aparecía bajo las armas, probando que era la misma cortesanía del tiempo de Lautrec.
Comí de toda gala el 23 de junio en casa de Mr. de Melzi con motivo del bautismo de un hijo del general Murat. Mr. de Melzi había conocido a mi hermano; los modales del vicepresidente de la república cisalpina eran escogidísimos; su casa parecía la casa de un príncipe acostumbrado a serlo: me trató política y fríamente, y me halló exactamente conforme con él en su modo de pensar.
Llegué a mi destino el día 27 de junio por la tarde, antevíspera de San Pedro; el príncipe de los apóstoles me esperaba, como mi indigente patrón me recibió posteriormente en Jerusalén. Había seguido el camino de Florencia, de Siena y Radicofanio. Me apresuré a visitar a Mr. Cacault, a quien sucedía el cardenal Fesch, en tanto que yo reemplazaba a Mr. Artaud.
El día 28 de junio no descansé un momento, eché mi primera ojeada sobre el Coliseo, el Panteón, la columna de Trajano y el castillo de San Angelo. Por la noche Mr. Artaud me llevó a un baile en una casa de los alrededores de la plaza de San Pedro. Veíase la rueda de fuego de la cúpula de Miguel Ángel entre los torbellinos de gentes que se agitaban tras de las ventanas abiertas. Los cohetes del muelle de Adriano se encorvaban hacia San Onofre sobre la tumba del Tasso; el silencio, el abandono y la noche ocupaban la campiña romana.
El siguiente día asistí a la función de San Pedro. Pío VII, pálido, triste y religioso, era el verdadero pontífice de las tribulaciones. Dos días después fui presentado a Su Santidad: me hizo sentar a su lado, Un ejemplar de El Genio del Cristianismo se hallaba abierto sobre su mesa. El cardenal Consalvi, astuto y resuelto, que hacía siempre una oposición cortesana y suave, era el antiguo político romano resucitado, sin la fe del tiempo antiguo y la tolerancia del siglo.
Recorriendo el Vaticano, me detuve a contemplar aquellas escaleras, por las que cómodamente se puede subir a caballo; aquellas galerías ascendentes replegadas unas sobre otras, adornadas de obras maestras, a lo largo de las cuales los papas de otros tiempos pasaban con toda su pompa; aquellos aposentos que han decorado tantos artistas inmortales y admirado tantos hombres ilustres; Petrarca, Tasso, Ariosto, Montaigne, Milton, Montesquieu, y después reinas y reyes, o poderosos o destronados; en fin, un pueblo de peregrinos llegado de las cuatro partes del mundo; todo esto inmóvil y silencioso ahora, teatro cuyo proscenio abandonado, y descubierto ante la soledad, es apenas visitado por un rayo de luz.
Me habían recomendado que me pasease a la luz de la luna: desde lo alto de la Trinidad del Monte, los lejanos edificios aparecían como los bocetos de un pintor o como las costas nebulosas vistas desde la mar a bordo de un buque. El astro de la noche, ese globo que se supone ser un mundo que ha perecido, paseaba sus pálidos desiertos sobre los desiertos de Roma, e iluminaba las calles sin habitantes, las plazas, los jardines solitarios, los monasterios donde no se oía la voz de los cenobitas, los claustros tan silenciosos y tan despoblados como los pórticos del Coliseo.
¿Qué sucedió hace diez y ocho siglos en aquel sitio y a aquella hora? ¿Qué hombres han franqueado aquí las sombras de esos obeliscos, después que esta sombra hubo cesado de dibujarse sobre las arenas de Egipto? No solo la Italia antigua ha cesado de existir sino que ha desaparecido también la Italia de la edad media. Sin embargo, la raza de esas dos Italias está aun diseñada en la ciudad eterna: si la Roma moderna presenta su San Pedro y sus obras maestras la Roma antigua le opone su Panteón y sus ruinas; si la una hace descender del Capitolio sus cónsules, la otra saca del Vaticano sus pontífices. El Tíber separa ambas glorias asentadas sobre el mismo polvo; Roma pagana se hunde cada vez más en sus sepulcros, y Roma cristiana vuelve a descender poco a poco a sus catacumbas.
Palacio del cardenal Fesch.— Mis ocupaciones.
El cardenal Fesch había alquilado, muy cerca del Tíber, el palacio Lancelotti. Allí vi después en 1827, a la princesa de este nombre. Diéronme habitación en el piso más alto: al entrar en ella, se volvió negro mi pantalón blanco, lo cual puede dar una idea de la infinidad de bichos inmundos que allí había. El abate de Bonnevie y yo hicimos limpiar nuestro alojamiento lo mejor que se pudo. Me creía trasplantado segunda vez a mi camaranchón de New-Road: este recuerdo de mi pobreza no me era desagradable. Instalado en aquel gabinete diplomático, comencé a expedir pasaportes y a ocuparme de otros asuntos la misma importancia. Mi letra era un obstáculo para mi talento, y el cardenal Fesch se encogía de hombros al ver mi firma, No teniendo casi nada que hacer en mi aérea habitación, me entretenía en mirar por cima de los tejados a unas vecinas planchadoras, con quienes había establecido una especie de telégrafo: una futura cantante, ejercitando su voz, me perseguía con su eterno solfeo, ¡dichoso yo cuando por casualidad pasaba algún entierro para dar alguna tregua a mi fastidio! De lo alto de mi ventana vi cierto día en el fondo de la calle el cortejo fúnebre de una joven madre: conducíanla con la cara descubierta entre dos filas de peregrinos vestidos de blanco; su hijo recién nacido y muerto también, iba a sus pies coronado de flores.
En aquélla ocasión cometí una gran falta: sin saber lo que me hacia, creí deber ir a ofrecer mis respetos al rey abdicatario de Cerdeña. Este paso causó una horrible alharaca: todos los diplomáticos se alarmaron; «¡Se ha perdido, se ha perdido!» repetían con la piadosa alegría que se experimenta por las desgracias de un hombre, sea quien sea. No hubo saltimbanqui diplomático que no se creyese superior a mí desde la cumbre de su ignorancia. Esperaban mi caída aun cuando yo nada significase: pero esto no importa; caía alguno, y esto siempre causa alegría. En mi sencillez no me apercibía yo de mi crimen. Los reyes a quienes se creía daba yo una gran importancia, no tenían otra a mis ojos que la de la desgracia. Escribieron desde Roma a París mis increíbles desaciertos: ¡Afortunadamente escribían a Bonaparte; lo que debía ahogarme me salvó!
Sin embargo, aunque de repente y de un salto había llegado a ser primer secretario de embajada a las órdenes de un príncipe de la iglesia, tío de Napoleón, y por extraño que esto pareciese, yo no era en realidad más que un expedicionario de una prefectura. En las controversias que se preparaban hubiera podido tener en que ocuparme, pero no se me iniciaba en ninguno de los misterios diplomáticos. Yo me plegaba sin esfuerzo a los asuntos contenciosos de chancillería; ¿mas para qué perder el tiempo en pormenores que se hallan al alcance de todos?
Después de mis largos paseos y mis visitas al Tíber no encontraba al volver más ocupación que los parsimoniosos enredos del cardenal, las baladronadas del obispo de Chalons, y las increíbles mentiras del futuro obispo de Marruecos. El abate Guillen aprovechándose de una semejanza de nombres que sonaban al oído del mismo modo que el suyo, pretendía después de haberse escapado milagrosamente de los asesinatos de los Carmelitas, haber dado la absolución a Mme. de Lamballe en la Force; vanagloriábase de ser el autor del discurso de Robespierre al Ser Supremo. Aposté un día a que le haría decir que había estado en Rusia; y aunque del todo no convino en ello, confesó modestamente que había pasado algunos meses en San Petersburgo.
Mr. de la Maisenfort, nombre de talento, pero desconocido entonces, se unió a mí y bien pronto Mr. Bertin el mayor, propietario del Diario de los Debates, me favoreció con su amistad en circunstancias bien tristes. Desterrado a la isla de Elba por el hombre que, volviendo a su vez de aquella isla se trasladó a Gante, Mr. Bertin había obtenido en 1803 del republicano Mr. Briot, a quien conoció, el permiso de terminar su destierro en Italia. Con él fue con quien visité las ruinas de Roma, y con quien vi morir a Mme. de Beaumont; dos cosas que han unido su vida a la mía. Crítico lleno de buen gusto, me dio lo mismo que su hermano, excelentes consejos sobre mis obras. Hubiera demostrado seguramente grandes dotes oratorias si hubiese sido llamado a la tribuna. Legitimista hacia muchos años, habiendo sufrido las pruebas de la prisión en el Temple y de la deportación a la isla de Elba, sus principios continuaban siendo los mismos en su esencia, siempre permaneceré fiel al compañero de mis malos tiempos: todas las opiniones políticas de la tierra, serian demasiado pagadas con el sacrificio de una hora de amistad sincera: basta que permanezca invariable en mis opiniones, como permanezco fiel a mis recuerdos.
A mediados de mi permanencia en Roma, llegó allí la princesa Borghese; estaba yo encargado de proporcionarla zapatos de París. Fui presentado a ella y concluyó su tocador a mi presencia: el joven y elegante calzado que colocó en sus pies, no debía pisar más que un momento aquella tierra decrépita.
Por fin vino una desgracia a ocupar mi tiempo, este es un recurso con el que se puede siempre contar.
Revisado en 22 de febrero de 1845.
Año de mi vida, 1803.— Manuscrito de Mme. de Beaumont. — Cartas de Mme. de Caud.
A mi salida de Francia estábamos todos muy equivocados con respecto a Mme. de Beaumont; esta derramó muchas lágrimas, y su testamento ha probado que se creía herida de muerte. Sus amigos, sin embargo, sin participarse sus temores, procuraban tranquilizarse; creían en los milagros de las aguas, terminados después por el sol de Italia; separáronse y tomó cada uno su camino, quedando citados en Roma.
Algunos fragmentos, escritos en París, en el Mont-d’Or y en Roma por Mad. de Beaumont, y hallados entre sus papeles, demuestran cual era el estado de su alma.
París.
«Desde hace muchos años mi salud empeora de un modo sensible. Síntomas que yo creía eran la señal de despedida, han sobrevenido sin hallarme aun próxima a partir. Las ilusiones se aumentan con los progresos de la enfermedad. He visto muchos ejemplos de esta singular debilidad, y me convenzo de que no me servirán de nada. Ya me presto a hacer remedios tan fastidiosos como inútiles, y sin duda tampoco yo tendré la fuerza suficiente para excusarme de los remedios crueles con que se martiriza a las personas destinadas, a morir de una afección de pecho. Lo mismo que ellas me entregaré a la esperanza; ¡a la esperanza! ¿Puedo yo por ventura desear vivir? Mi vida pasada ha sido una serie de desgracias; mi vida actual está llena de agitación y de disgustos; el reposo del alma ha huido de mí para siempre. Mi muerte será un disgusto momentáneo para algunos, un bien para otros y para mí el bien más apetecible.
«El 21 florear, 10 de mayo, es el aniversario de la muerte de mi madre y de mi hermano:
¡Je peris la derniere et la plus miserable!