23.

Nadie puede con más razón que yo quejarse de la naturaleza: rehusándome todo, me ha dado el sentimiento de todo lo que me hace falta. No hay un solo momento en que yo no sienta el peso de la medianía de recursos a que me hallo condenada. Bien sé que la alegría y la felicidad son por lo regular compañeras de esa medianía de que me quejo tan amargamente; pero negándome el don de las ilusiones, la naturaleza me ha proporcionado un suplicio con ella. Aseméjome a un ser caído, que no puede olvidar lo que ha perdido, y que no tiene fuerzas suficientes para reconquistarlo. Esta falta absoluta de ilusiones forma mi desgracia de mil maneras. Yo me juzgo como pudiera juzgarme un indiferente, y veo a mis amigos como son. No hay en mí otra cosa que una extremada bondad, que no tiene la actividad suficiente para ser apreciada, ni para ser verdaderamente útil, y que está desvirtuada enteramente por la impaciencia de mi carácter; esta me hace sufrir tanto más por las desgracias ajenas, cuanto que me quita los medios de repararlas. Debo a ella, sin embargo, los pocos goces que he tenido en mi vida; a ella debo sobre todo el no conocer la envidia, compañera por lo regular inseparable de una medianía sin conformidad.»

Mont-d’Or.

«Tenia el proyecto de entrar en algunos detalles relativos a mí; pero el fastidio me hace dejar caer la pluma de las manos.

Cuanto tiene de penoso y amargo mi situación, se convertiría en felicidad si me hallase segura de cesar de existir dentro de algunos meses.

Aun cuando tuviese el valor suficiente para poner el único término posible a mis penas, no lo emplearía: sería ir contra mi objeto, dar una idea completa de mis sufrimientos, y dejar una herida demasiado dolorosa en el alma que he juzgado digna de consolarme en mis males.

Yo me suplico llorando para tomar un partido tan riguroso como indispensable. Carlota Corday dice que no hay sacrificio que proporcione más placer que aquel cuya decisión ha costado más trabajo; pero ella iba a morir, y yo puedo vivir aun mucho tiempo. ¿Qué será de mí? ¿Dónde me ocultaré? ¿Qué tumba deberé elegir? ¿Cómo escudarme contra la esperanza de entrar en ella? ¿Qué poder podrá tapiar la puerta de esa esperanza?

Alejarme en silencio, dejarme olvidar, enterrarme para siempre: tales son los deberes que me he impuesto y que espero tener el valor de cumplir. Si, el cáliz es demasiado amargo, olvidada una vez, no habrá nada que me obligue a apurarle, y tal vez mi vida no será tan larga como temo.

Si hubiese determinado el sitio de mi retiro, creo que me hallaría más tranquila; pero la dificultad del momento se une a las que emanan de mi debilidad, y es menester un pulso sobrenatural para obrar una contra sí misma con resolución, para tratarse con tanto rigor como pudiera hacerlo un enemigo violento y cruel.»

Roma, 28 de octubre.

«Hace diez meses que no he cesado de sufrir un solo momento; hace seis que tengo todos los síntomas de la enfermedad del pecho, y algunos del último grado; ¡no me faltan más que las ilusiones, y aun esas puede que no del todo!»

Mr. Joubert, asustado de este deseo de morir que atormentaba a Mme. de Beaumont, la dirigía estas palabras en sus Pensamientos: «Amad y respetad la vida, sino por ella, al menos por vuestros amigos: «sea cual fuere el estado en que se halle la vuestra, siempre desearía más veros ocupada en retejerla que en deshilvanarla.»

Mi hermana escribía por entonces a Mme. de Beaumont. Tengo en mi poder esta correspondencia que me ha devuelto la muerte. La antigua poesía representa a no sé qué nereida, como a una flor flotando sobre el abismo: Lucila era esta flor. Comparando estas cartas con los fragmentos citados, se admira uno de aquella semejanza de tristeza de alma expresada en el diferente lenguaje de aquellos ángeles desgraciados. Cuando pienso en que he estado en relaciones con personas de tanto saber, me admiro de valer tan poco. Esas páginas de dos mujeres de una superior inteligencia, que han desaparecido de la tierra tan inmediatamente una después de otra, no se presentan una sola vez a mi vista sin que dejen de afligirme amargamente.

Lascardais, 30 de julio.

«He tenido tal placer, señora, en recibir al fin una carta vuestra, que no he querido tomarme el tiempo suficiente para tener el placer de leerla de una vez: he interrumpido su lectura para participar a todos los habitantes de esta casa que acabo de recibir noticias vuestras, sin pensar en que mi alegría no les importaba nada, y que ni aun sabían que estuviese en correspondencia con vos. Viéndome rodeada de semblantes indiferentes, volví a subir a mi cuarto, tomando el partido de estar alegre a solas, me puse a acabar de leer vuestra carta, y aunque la he vuelto a leer muchas veces, a deciros verdad, no estoy aun enterada de todo lo que contiene. La alegría que experimento siempre que veo esta carta tan deseada, perjudica a la atención que debiera prestarle.

¿Con que al fin os decidís a marchar? No vayáis, volviendo a Mont-d’Or, a olvidaros de vuestra salud; dedicadla todos vuestros cuidados, os lo suplico con toda la ternura de mi corazón. Mi hermano me dice que esperaba veros en Italia. El destino, lo mismo que la naturaleza, se complace en diferenciarle de mí de un modo bien favorable. A lo menos no me aventaja en la felicidad de amaros; la partiré con él toda mi vida. ¡Oh Dios mío! Cuán oprimido tengo el corazón, y cuán triste me hallo! No sabéis cuanto bien me producen vuestras cartas, y cuánto desprecio me inspiran hacia mis males! La idea de que os ocupáis de mí, de que os intereso, me da un valor increíble. Escribidme, pues, señora, para que pueda yo conservar una idea que me es tan necesaria.

No he visto aun a Mr. Chenodolle; deseo mucho su llegada; podré hablarle de vos y de Mr. Joubert, lo que me causará sumo placer. —Permitid, señora, que os vuelva a recomendar vuestra salud, cuyo mal estado me aflige y me ocupa continuamente.

¿Como es que no os amáis? ¡Sois tan digna del amor de todos!... es preciso que hagáis la justicia de ocuparos más de vos.

Lucila.»

2 de setiembre.

«Lo que me decís, señora, con respecto a vuestra salud, me inquieta y me aflige; sin embargo, me tranquilizo pensando en vuestra juventud, y aunque seáis delicada, os halláis, sin embargo, llena de vida.

Me desespera el que estéis en un país que no es de vuestro agrado. Desearía veros rodeada de objetos que os distrajeran y animaran. Espero que con la vuelta de vuestra salud os reconciliareis con la Auvernia: no hay sin embargo, lugar que no pueda ofrecer encanto a vuestros ojos. Por ahora habito en Rennes, y me hallo bastante bien con mi aislamiento. Cambio muy a menudo de habitación, como ya habréis visto: parezco estar en la tierra como de limosna: efectivamente, no es hoy el primer día que me conceptúo como una de sus producciones superfluas. Creo, señora, haberos hablado ya de mis penas y de mi agitación. Ahora estoy bien; y disfruto de una paz interior que no hay poder humano que me la pueda arrebatar. Aunque habiendo llegado a la edad que tengo, y habiendo, ora por las circunstancias, ora por mi inclinación, tenido siempre una vida solitaria no conocía el mundo: por fin he adquirido este triste conocimiento. Afortunadamente la reflexión ha venido en mi auxilio. Me he preguntado a mi misma qué es lo que había de temible en ese mundo, y en qué consistía su valor, ese mundo, que tanto en la desgracia como en la felicidad, no puede ser sino objeto de compasión. ¿No es cierto, señora, que el juicio del hombre es tan limitado como el resto de su ser, tan móvil y de una incredulidad igual a su ignorancia? Todas estas buenas o malas razones me han hecho arrojar la investidura con que me había ataviado, y me he encontrado henchida de sinceridad y de valor, nada puede ya inquietarme. Trabajo con todas mis fuerzas en apoderarme de mi vida y en colocarla enteramente bajo mi independencia.

«Creed también, señora, que no soy del todo digna de lástima, puesto que mi hermano, que es la mejor parte de mí misma, se halla en una buena posición, me quedan ojos para admirar las maravillas de la naturaleza, Dios por apoyo, y por asilo un corazón lleno de paz y de dulces recuerdos. Si tenéis la bondad de continuar escribiéndome, esto aumentará el número de mis goces.»

El misterio del estilo, misterio que se advierte en todas partes, que no está presente en ninguna; la revelación de una naturaleza dolorosamente privilegiada; la ingenuidad de una mujer a quien se creería en la primera juventud, y la humilde sencillez de un genio que se desconoce, respiran en todas estas cartas, de las que solo cito algunas. ¿Mme. de Sevigné escribía por ventura a Mme. de Griguan con un cariño más afectuoso que Mme. de Caud a Mme. de Beaumont? La ternura de una podía muy bien colocarse al lado de la de la otra. Mi hermana amaba a mi amiga con toda la pasión de la tumba, porque conocía que iba a morir. Lucila casi nunca había dejado de habitar cerca de las rocas, pero era la hija de su siglo, y la Sevigné de su soledad.

PARÍS, 1837

Llegada de Mme. de Beaumont a Roma.— Cartas de mi hermana.

Una carta de Mr. Ballanche, del 30 de fructidor, me anunció la llegada de Mme. de Beaumont desde Mont-d’Or a Lyon, dirigiéndose a Italia. Me decía en ella que la desgracia que tanto temía no era ya de temer, y que la salud de la enferma parecía muy mejorada. Habiendo Mme. de Beaumont, llegado a Milán, encontró a Mr. Bertin, que había ido allí a ciertos negocios: tuvo la bondad de encargarse de la pobre viajera, y la condujo a Florencia, donde había ido yo a esperarla. Me quedé horrorizado al verla; no tenía fuerzas más que para sonreír. Después de algunos días de descanso, nos pusimos en camino para Roma, andando al paso para evitar las dificultades del camino. Mme. de Beaumont era objeto de los más afectuosos cuidados en todas parles por donde pasaba; tenía un singular atractivo aquella mujer tan melancólica y tan doliente. En las posadas las mismas criadas se dejaban arrastrar por aquella dulce simpatía.

Fácil es de adivinar lo que yo sufriría; he cerrado los ojos a algunos amigos moribundos, pero estaban mudos, y un resto de inexplicable esperanza venía a hacer más punzante mi dolor. No dirigía la vista sobre el hermoso país que atravesábamos; había tomado el camino de Perouse; ¿qué me importaba la Italia? Hallaba aun el clima poco agradable, y si el viento soplaba un poco, las brisas se me antojaban tempestades.

En Terni Mme. de Beaumont manifestó deseos de ir a ver la cascada: habiendo hecho un esfuerzo para apoyarse en mi brazo, se volvió a sentar, diciendo: «¡Es preciso dejar que se precipiten las aguas!» había alquilado para ella en Roma una casa solitaria, cerca de la plaza de España, bajo el monte Pincio; había en ella un jardincito con naranjos y un patio plantado con una higuera. Allí dejé a la moribunda. Me había costado mucho trabajo el proporcionarla esta habitación, porque hay en Roma una preocupación contra las enfermedades del pecho, miradas como contagiosas.

En esta época del renacimiento del orden social buscaban lo que había pertenecido a la vieja monarquía. El papa envió a pedir noticia de la hija de Montmorin; el cardenal Consalvi y los miembros del sacro colegio imitaron a Su Santidad; el mismo cardenal Fesch dio a Mme. de Beaumont, hasta su muerte, pruebas de deferencia y de respeto de que seguramente no le hubiera creído capaz, y que me han hecho olvidar los insustanciales disturbios de primeros tiempos de mi estancia en Roma había escrito a Mr. Joubert, participándole las inquietudes de que me hallaba atormentado antes de la llegada de Mme. de Beaumont: «Nuestra amiga nos escribe desde Mont-d‘Or, le decía, cartas que me destrozan el alma: dice en ellas que conoce que no hay ya aceite la lámpara; habla de los últimos latidos de su corazón. ¿Por qué la han dejado sola en ese viaje? ¿por qué no la habéis escrito? ¿Qué será de nosotros si la perdemos? ¿Quién podrá consolarnos de esa pérdida? No conocemos el precio de nuestros amigos sino en el momento en que nos hallamos amenazados de perderlos. Somos lo suficientemente locos, cuando todo va bien, para creer que podemos alejarnos de ellos impunemente: el cielo nos castiga: nos los arrebata, y nos deja asustados de la soledad en que quedamos, Perdonad, mi querido Joubert, siento hoy latir en mi pecho un corazón de veinte años; esta Italia me ha rejuvenecido; amo todo lo que me es caro con la misma violencia que en mis primeros años. El dolor es mi elemento, y no me reconozco sino cuando soy desgraciado. Mis amigos actuales son de un género tan singular, que la sola idea de que pueda perderlos me hiela la sangre. Dispensad mis lamentaciones; estoy seguro de que sois tan desgraciado como yo. Escribidme, escribid también a esa desgraciada de Bretaña.»

Mme. de Beaumont se encontró al pronto algo aliviada. Ella misma empezó a creer en la posibilidad de vivir. Tenia yo la satisfacción de creer que al menos Mme. de Beaumont no se separaría ya de mí; pencaba llevarla a Nápoles en la primavera, y desde allí enviar mi dimisión al ministro de Negocios extranjeros. Mr. de Agincourt, ese verdadero filósofo, se acercó a ver la ligera ave de paso que se había detenido en Roma antes de pasar a una tierra desconocida; Mr. Boquet, ya entonces decano de nuestros pintores, se presentó también. Estos refuerzos de esperanzas sostuvieron a la enferma, y la inspiraron en cierto modo una ilusión que no existía en el fondo de su alma. De todas partes fue recibiendo cartas crueles llenas de temores y esperanza. El 4 de octubre Ludia me escribía desde Rennes.

«Había empezado días atrás una carta para ti; la he buscado inútilmente; te hablaba en ella de madama de Beaumont, y me quejaba de tu silencio conmigo. Amigo mío; que vida paso tan triste y tan singular desde hace algunos meses. Aquellas palabras del profeta se presentan sin cesar a mi imaginación: El Señor os coronará de males y os arrojará como una, pelota. Pero dejemos a un lado mis penas, y hablemos de tus temores. No puedo persuadirme de que sean fundados; veo siempre a Mme. de Beaumont llena de vida y de juventud, y casi inmaterial: ningún presagio funesto puede abrigar mi corazón con respecto a ella. El cielo que conoce nuestros sentimientos hacia nuestra amiga, nos la conservará, no lo dado. Espero que no la perderemos y tengo en mi interior esa seguridad. Me complazco en pensar que cuando recibas esta carta, tus temores se habrán disipado. Asegúrala en mi nombre del sincero y tierno interés que tengo por ella, de que su porvenir es para mí una de las cosas de más importancia en este mundo. Cumple tu promesa, y no dejes de darme noticias suyas siempre que puedas. ¡Dios mío! ¡Cuán largo va a ser el tiempo que pasará antes de que pueda recibir contestación a esta carta! ¡Qué cruel es la distancia!, ¿De qué proviene el que me hables de tu vuelta a Francia? Sin duda quieres halagar mi cariño, y te engañas. En medio de todas mis penas se eleva del fondo de mi alma un dulce pensamiento, el de que estoy presente en tu memoria, tal como a Dios le plugo formarme. Amigo mío, no hay para mí en toda la tierra otro asilo seguro que tu corazón: en cualquiera otra parte soy una persona extraña y desconocida. ¡A Dios, pobre hermano mío! ¿Te volveré a ver? Esta idea no se presenta a mi imaginación de una manera bien clara. Si me vuelves ver, te pareceré enteramente una loca ¡Adiós, tu a quien tanto debo! ¡Adiós, felicidad purísima! Recuerdos de mis hermosos días, ¡no podréis iluminar un poco mis presentes y tristes horas!

«No soy yo una de esas personas que agotan todo su dolor en el momento de la separación, cada día que pasa aumenta el dolor de tu ausencia, y si cien años estuvieras en Roma, no se debilitaría por eso. Para hacerme ilusiones sobre tu ausencia no pasa un solo día en que no lea algunas páginas en tu obra y haga todos los esfuerzos imaginables para figurarme que te estoy escuchando. La amistad que te profeso es muy natural: desde nuestra infancia has sido siempre mi defensa y mi amigo; nunca me has costado una sola lágrima, y jamás has tenido un amigo que no lo haya sido mío. Querido hermano, el cielo que se complace en privarme de todas las felicidades, quiere sin duda que la encuentre solo en ti, que me confíe a tu corazón. Dame cuanto antes noticias de Mme, de Beaumont. Dirígeme las cartas a casa de Mme. Lamotte, aunque no sé el tiempo que en ella permaneceré. Desde nuestra última separación, estoy siempre como la arena movediza que se escapa bajo mis pies; bien es verdad que para el que no me conozca debo parecer un ser inexplicable; pero a pesar de todo no varío sino en la forma, pues en el fondo soy siempre la misma.»

El canto del cisne, que se preparaba a morir, fue trasmitido por mí al cisne moribundo; ¡yo era el eco de estos inefables y postreros conciertos!

Carta de Mme. de Krudner.

Otra carta bien diferente de esta, pero escrita por una mujer cuya misión ha sido extraordinaria, por Mme. de Krudner, demuestra la superioridad, que Mme. de Beaumont, sin ningunas ventajas de hermosura, de fama, de poder ni de riqueza, ejercía sobre los espíritus.

París, 24 de noviembre de 1803.

«Antes de ayer supe por Mr. de Michaud, que ha vuelto de Lyon, que se encontraba en Roma Mme. de Beaumont, y por cierto muy enferma. Me ha causado una profunda aflicción; mis nervios se han resentido, y no he hecho más que pensar en esa mujer encantadora a quien amé mucho antes de conocer. ¡Cuántas veces la he deseado la dicha! ¡Cuántas he ansiado que pudiera atravesar con felicidad los Alpes, y hallar bajo el cielo de Italia las dulces y profundas emociones que yo misma he experimentado! ¡Ay! ¿Será posible que haya llegado a ese país para exponerse a los peligros que temo? Me es imposible expresaros lo que me aflige esta idea. Perdonad si he estado tan distraída que no os haya hablado aun de vos, mi querido Chateaubriand; debéis ya conocer el sincero cariño que os profeso, y demostrándoos el vivo interés que me inspira Mme. de Beaumont, espero daros una prueba del mejor que ocupándome de vos mismo, tengo ante mis ojos ese triste espectáculo; tengo el secreto del dolor, y mi alma se detiene siempre acongojada ante esas almas ante quienes la naturaleza ha dado el poder de sufrir más que las otras. Esperaba que Mme. de Beaumont gozaría del privilegio que había recibido para ser más dichosa; esperaba que hallase un poco de salud con el sol de Italia y la felicidad de vuestra presencia. ¡Ah! tranquilizadme, escribidme, decidla que la amo sinceramente, que hago votos por su felicidad. ¿Ha recibido mi respuesta a la carta que me escribió desde Clermont? Dirigid la contestación a Michaud; no os exijo más que unas pocas palabras, porque conozco lo sensible que sois y cuánto debéis sufrir. Creía que seguiría mejor y no la he escrito. Hallábame abrumada de negocios, pero pensaba siempre en la felicidad que experimentaría al volveros a ver, y sabía comprenderla. Decidme algo de vuestra salud; creed en mi amistad, en el interés que siempre me he tomado por vos y no me olvidéis.»

B. Krudner.»

PARÍS, 1838.

Muerte de Mme. de Beaumont.

El alivio que los aires de Roma habían hecho experimentar a Mme. de Beaumont no duró mucho tiempo; las señales de una destrucción inmediata desaparecieron, es verdad; pero parece que el postrer momento se detiene siempre para engañarnos. había yo ensayado dos o tres veces un paseo en carruaje con la enferma; me esforzaba por distraerla, haciéndola notar los campos y el cielo; pero nada le agradaba ya. Un día la conduje al Coliseo; era uno de esos días de octubre, como solo se ven en Roma. Consiguió bajar, y fue a sentarse sobre una piedra frente a uno de los altares colocados alrededor del edificio. Alzó los ojos, los paseó lentamente sobre aquellos pórticos, muertos también hacía tantos años, y que tantas cosas habían visto morir: las ruinas estaban adornadas de espinos y pajarillas azafranadas por el otoño e inundado de luz. La mujer expirante bajó después de grada en grada hasta la arena sus miradas, que huían del sol; las detuvo sobre la cruz del altar y me dijo: «Vámonos, tengo frío.» La conduje a su casa, y se acostó para no volverse a levantar.

Me había relacionado con el conde de Luzerne, y le enviaba desde Roma todos los correos el boletín de la salud de su cuñada; cuando había estado encargado por Luis XVI de una misión diplomática en Londres, había llevado consigo a su hermano: Andrés Chenier, formaba también parte de esta embajada.

Después del ensayo de paseo, reuní nuevamente los médicos, quienes me declararon que solo por un milagro podía salvarse Mme. de Beaumont. Tenía fija su mente en la idea de que no pasaría del 2 de noviembre, día de los difuntos: después recordó que uno de sus parientes había muerto el 4 de noviembre. Yo le decía que su miedo era infundado; que pronto reconocería la falsedad de sus pronósticos, y ella me respondía para consolarme: «¡Oh, sí, iré más lejos!» Distinguió algunas lágrimas que yo procuraba ocultarla; me tendió su mano, y me dijo: «Sois un niño; pues qué ¿no esperabais esto?»

El jueves 3 de noviembre, víspera de su muerte, me pareció más tranquila. Me habló de arreglar su fortuna, y me dijo hablando de su testamento: Que todo había concluido para ella; pero que todo le quedaba por hacer, y que habría deseado tener solo dos horas para ocuparse de ello. Por la noche el médico me advirtió que se creía obligado a manifestar a la enferma era ya tiempo de pensar en su conciencia: tuve un momento de flaqueza; el temor de precipitar por el aparato lúgubre los cortos instantes que Mme. de Beaumont debía vivir, me causó profundo desaliento. Me irrité con el facultativo, y le supliqué después esperase al siguiente día.

Pasé aquella noche muy cruelmente con el secreto que guardaba mi corazón. La enferma no me permitió pasarla en su cuarto. Permanecí fuera temblando a cada rumor que oía; cuando entreabrían la puerta, distinguía solo la tenue claridad de la lamparilla que se apagaba.

El viernes 4 de noviembre entré seguido por el médico. Mme. de Beaumont conoció mi turbación y me dijo: «¿Por qué estáis de esa suerte? he pasado buena noche.» El médico afectó entonces que tenía que hablarme de cosas importantes en la sala inmediata. Salí, y al volver no sabía lo que me pasaba. Mme. de Beaumont me preguntó qué era lo que me quería el médico, y entonces me arrojé llorando sobre su lecho. Estuvo un momento sin hablar, me miró y dijo con voz firme, como si hubiese querido prestarme fuerzas. «No creía que fuese tan pronto: vamos es preciso despedirnos. Llamad al abate Bonnevie.»

El abate Bonnevie, autorizado en regla, se dirigió a casa de Mme. de Beaumont. La enferma le declaró que había abrigado siempre en su corazón vivos sentimientos religiosos; pero que las terribles desgracias que la habían afligido durante la revolución, la habían hecho dudar alguna vez de la justicia de la Providencia; que estaba pronta a reconocer sus errores y a recomendarse a la misericordia divina; pero que esperaba que las penalidades que había sufrido en este mundo harían más corta su expiación en el otro.

Me hizo seña de que me retirase y permaneció sola con su confesor.

Una hora después le vi volver; enjugábase sus ojos y decía que jamás había oído un lenguaje más hermoso ni visto semejante heroísmo. Enviaron a buscar al cura para administrarla los sacramentos. Volví al lado de su lecho. Al distinguirme me dijo: «Y bien, ¿estáis contento de mí?» Se enterneció hablando de lo que llamaba mis bondades hacia ella. ¡Ah! si hubiese podido, en aquel momento, comprar uno solo de sus días con el sacrificio de todos los míos, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Los demás amigos de Mme. de Beaumont que no asistían a este espectáculo no tenían que llorar al menos más que una vez; ¿e pie, a la cabecera de su lecho de dolor, donde el hombre oye sonar su hora suprema, cada sonrisa de la enferma me devolvía la vida y me la robaba al disiparse. Una idea deplorable vino a agitarme: adivine que Mme. de Beaumont, no se había apercibido hasta su postrer suspiro del amor que la profesaba: no cesaba de manifestar su sorpresa y parecía morir desesperada y gozosa a un tiempo. Había creído ser una carga para mí y había deseado desaparecer para desembarazarme de ella.

A las once llegó el cura: esa multitud de curiosos y de indiferentes que siguen a todo sacerdote en Roma, llenó la habitación. Mme. Beaumont vio sin la menor señal de espanto aquella formidable solemnidad. Nosotros dos arrodillamos y la enferma recibió a la vez la sagrada Eucaristía y la extremaunción. Cuando todos se hubieron retirado, me hizo sentar a la orilla de su lecho, hablándome durante media hora de mis negocios y de mis proyectos con la mayor elevación de ideas y la amistad más tierna: me recomendó especialmente viviese al lado de Mme. Chateaubriand y de Mr. Joubert; ¿pero debía éste vivir? Luego me rogó que abriese el balcón porque se sentía oprimida. Un rayo de sol vino a alumbrar su lecho y pareció alegrarla. Me recordó entonces sus proyectos de retiro al campo de que algunas veces nos habíamos ocupado, y rompió a llorar.

Entre las dos y las tres de la tarde, Mme. de Beaumont pidió a la Saint-Germain, antigua doncella española que la servía con un cariño digno de tan excelente señora, que la mudase de cama, a lo que se opuso el médico, temiendo que muriese la enferma durante esta traslación. Entonces me dijo sentía aproximarse la agonía. De repente se descubrió, me tendió una mano, apretó la mía convulsivamente y sus miradas se extraviaron. Con la mano que le quedaba libre hacia señales a uno que se le figuraba ver al pie de su lecho: después poniendo aquella mano sobre su corazón, decía: ¡Aquí es! Consternado, la pregunté si me reconocía; el bosquejo de una sonrisa se proyectó en sus labios en medio de su agonía: me hizo una ligera señal afirmativa con la cabeza; su palabra había ya huido de este mundo. Las convulsiones solo duraron algunos minutos. Nosotros la sosteníamos en nuestros brazos, una de mis manos se hallaba apoyada sobre su corazón que tocaba a sus ligeros huesos; palpitaba con rapidez como un reloj que gasta su cuerda rota. ¡Oh momento de horror y de espanto! ¡sentí pararse aquella máquina! Inclinamos sobre la almohada el cuerpo de la mujer cuya alma había volado ya. Algunos bucles de sus destrenzados cabellos caían sobre su frente; sus ojos estaban ya cerrados: la eterna noche había ya descendido hasta ellos. El médico presentó un espejo y una luz a la boca de la extranjera: el espejo no se empañó con el aliento vital y la luz permaneció inmóvil. Todo había concluido.

PARÍS.

Funerales.

Los que lloran pueden, en general, gozar en paz de sus lágrimas, otros se encargan de atender a los cuidados postreros de la religión. Como representante de la Francia ausente el cardenal ministro, como el único amigo de la hija de Mr. de Montmorin, y responsable a su familia, me vi obligado a dirigirlo todo: me fue preciso designar el lugar de la sepultura, ocuparme de la profundidad de la huesa y de su longitud; entregar la mortaja y dar a los operarios las dimensiones del féretro.

Dos religiosos velaron al lado de aquel féretro que debía ser conducido al templo de San Luis de los Franceses. Uno de aquellos padres era de Auvernia y había nacido en el mismo Montmorin. Mme. de Beaumont había deseado que se la envolviese en una tela que su hermano Augusto, único que se había librado del cadalso, le había enviado de la isla de Borbón. Esta tela no se hallaba en Roma, y solo se encontró un pedazo que llevaba siempre consigo. La doncella ciñó a su cuerpo esta tela, y metió en el féretro una cornelina que contenía pelo de Mr. de Montmorin. Los eclesiásticos franceses se hallaban convocados; la princesa Borghese, prestó el carro fúnebre de su familia, el cardenal Fesch había dejado la orden en caso de un accidente harto previsto por desgracia, de enviar sus carruajes y criados. El sábado 5 de noviembre a las siete de la tarde, a la luz de las antorchas, y en medio de una gran multitud, pasó Mme. de Beaumont por el camino por donde todos pasamos. El domingo 6 de noviembre se celebró la misa de Réquiem Los funerales hubieran sido menos franceses en París de lo que lo fueron en Roma. Aquella arquitectura religiosa que lleva en sus adornos las armas y las inscripciones de nuestra antigua patria; aquellos sepulcros donde están grabados los nombres de algunas de las razas más históricas en nuestros anales; aquella iglesia bajo la protección de un gran santo, de un gran rey, y de un gran hombre; todo esto no consolaba, pero Honraba la desgracia. Deseaba que el último vástago de una familia, poderosa un día, hallase al menos algún apoyo en mi oscura adhesión, y que no le faltara la amistad, ya que le fallaba la fortuna.

Acostumbrado el pueblo romano a tratar extranjeros, les sirve de hermanos. Mme. de Beaumont, ha dejado una piadosa memoria sobre aquella tierra hospitalaria para los muertos; aun se la conserva memoria: he visto a León XII orando sobre su sepulcro. En 1827 visitaba yo el monumento de la que fue el alma de una sociedad destruida: el ruido de mis pasos en derredor de aquel mudo monumento, en una iglesia solitaria, era para mí una especie de consejo. «Te amaré siempre, dice el epitafio griego; pero tú, en la mansión de los muertos, no bebas, te ruego, en esa copa, que te haría olvidar tus antiguos amigos.»

PARÍS, 1838.

Año de mi vida, 1803. Cartas de Mr. Chenedollé, de Mr. de Fontanes, de Mr. Necker, y de Mme. de Staël.

Si las calamidades de una vida privada se elevasen a la altura de los acontecimientos públicos, estas calamidades apenas deberían ocupar una línea en mis Memorias. ¿Quién no ha perdido un amigó? ¿Quién no lo ha visto morir? ¿Quién no podrá pintar una escena igual de duelo? La reflexión es justa, más sin embargo, nadie se ha corregido dejando de cantar sus propias aventuras: sobre el buque que los lleva, los marineros tienen una familia en tierra de la que hablan entre si. Cada nombre guarda en su interior un mundo aparte extraño a las leyes y al destino general de los siglos. Es además un error el creer que las revoluciones, los sucesos famosos, las grandes catástrofes, sean los únicos fastos de nuestra naturaleza; todos trabajamos, uno tras otro, en esa cadena de la historia común, y de todas esas existencias individuales, se compone a los ojos de Dios el universo humano.

Al reunir la expresión de los diferentes sentimientos que produjo su muerte alrededor de las cenizas de Mme. de Beaumont, no hago más que colocar sobre su sepulcro las coronas a ella destinadas.

Carta de Mr. Chenedolle.

«No dudáis, mi querido y desgraciado amigo, de toda la parte que tomo en vuestra aflicción. Mi dolor no es tan grande como el vuestro, porque esto no era posible; pero me aflige profundamente esta pérdida, y ella viene a oscurecer más esta vida que hace tiempo no es más que un sufrimiento para mí. Así pasa y se borra todo lo que sobre la tierra hay de bueno, amable y de sensible. ¡Pobre amigo mío, apresuraos a volver a Francia, venid a buscar algunos consuelos cerca de nuestros antiguos amigos! Sabéis cuanto os amo, venid.

«Estaba muy inquieto con respecto a vos; hacia mas de tres meses que no había recibido noticias vuestras, y tres cartas mías han quedado sin respuesta, ¿Las habéis recibido? Mme. de Caud hace dos meses que ha dejado de escribirme. Esto me ha causado una profunda pena, y no obstante, creo que de nada tengo que acusarme respecto a ella. Pero por más que haga, no podrá arrancar de mi la tierna y respetuosa amistad que la he consagrado toda mi vida. Fontanes y Joubert, han dejado también de escribirme: así todo lo que yo amaba, parece haberse reunido para olvidarme a un tiempo. ¡No me olvidéis, vos, amigo mío, y que en esta tierra de lágrimas me quede un corazón con el que al menos pueda contar! ¡Adiós! Os abrazo llorando. Estad seguro mi buen amigo de que siento vuestra pérdida cual debe sentirse.»

23 de diciembre de 1803.

Carta de Mr. de Fontanes

«Mi querido amigo, participo de vuestro pesar; siento lo doloroso de vuestra situación. ¡Morir tan joven, y después de haber sobrevivido a toda su familia! Pero a lo menos esa interesante e infeliz mujer no habrá carecido de los auxilios y de los recuerdos de la amistad. Su memoria vivirá en corazones dignos de ella. He hecho ver a Mr. de la Luzerne la tierna relación que le estaba destinada. El anciano Saint-German, criado de vuestra amiga, fue quien le llevó la nueva. Este buen servidor me ha hecho llorar hablándome de su señora. Le he dicho que tenía un legado de 10.000 francos; pero ni un momento se ha ocupado de esto. Si fuese posible hablar de negocios en tan lúgubres circunstancias, os diría que era muy natural daros al menos el usufructo de unos bienes que deben pasar a colaterales lejanos y casi desconocidos

Memorias de ultratumba Tomo II
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