1.

Esta mala cuarteta forma con otras dos o tres el único regalo de bodas que pude hacer a mi sobrino en la época de su enlace.

Otro monumento me queda también de aquellas desgracias. Véase lo que me ha escrito Mr. de Contencin, quien encontró en los archivos de París la orden expedida por el tribunal revolucionario para que mi hermano y su familia fuesen al cadalso.

«Señor vizconde:

«Es una especie de crueldad el resucitar en un alma que ha padecido mucho, el recuerdo de las desgracias que mas dolorosamente la afectaron. Esta idea me ha hecho vacilar algún tiempo antes de ofreceros un documento harto triste, que durante mis indagaciones históricas he encontrado. Es una fe de difunto, firmada antes de la muerte, por un hombre que se mostró tan implacable como ella, siempre que encontraba reunidos en una sola cabeza el mérito y la virtud

«Desearé, señor vizconde, no causaros un excesivo disgusto, al añadir a los archivos de vuestra familia un título que despierta tan crueles memorias. Suponiendo que tendría interés para vos, puesto que para mí tenia subido precio me he resuelto por fin a enviároslo. Si no he obrado indiscretamente, me daré un doble parabién, puesto que hoy me ofrece este paso la ocasión de expresaros los sentimientos de profundo respeto y de admiración sincera que hace mucho tiempo me habéis inspirado, y con los cuales soy señor vizconde.

«Vuestro humilde y obediente servidor.

«A. DE CONTENCIN.

«Palacio de la Prefectura del Sena.

«París 23 de marzo de 1835.»

He aquí mi contestación á esta carta:

«Muy señor mío: A petición mía se habían ya buscado en la Santa Capilla las piezas del proceso dé mi infeliz hermano y de su esposa; pero no estaba entre ellas la orden que vos ¿sabéis tenido la bondad de «aviarme. Ella y otras muchas habrán sido ya presentadas con sus borrones y sus nombres estropeados ante el tribunal de Dios, donde le habrá sido forzoso a Fouquier reconocer su firma. ¡Esos son los tiempos que hoy se echan.de menos, y sobre los cuales se escriben tomos enteros de admiración! Por lo demás la suerte de mi hermano me causa envidia, que al fin ya salió hace largos años de este triste mundo. Os doy infinitas gracias por la estimación que me manifestáis en Vuestra noble y hermosa carta, y ruegos que creáis en la sinceridad de mi distinguida consideración, con la cual tengo el honor de ser, etc.»

La orden de muerte citada es especialmente notable, porque prueba la ligereza con que entonces se ajusticiaba, hay nombres con la ortografía equivocada, y otros están completamente borrados. Estos vicios de forma, que bastarían para invalidar la sentencia más insignificante, no detuvieron á los verdugos; solo se fijaban sus pensamientos en la puntualidad de la ejecución; a las cinco en punto.

El documento auténtico es este; lo copio letra por letra:

EJECUCIÓN DE SENTENCIAS CRIMINALES,

Tribunal revolucionario,

«El ejecutor de las sentencias criminales acudirá con puntualidad a la casa de justicia de la Conserjería para llevar a efecto la que condena a Mousset, d‘Esprémenil, Chapelier, Thouret, Ilell, Lamoignon, Malesherbes, la mujer de Lepelletier Rosambo, Chateaubriand y su mujer (el nombre propio está borrado y no se puede leer) la viuda Duchatet, la mujer de Grammont, ex duque, la mujer de Rochechuart (Rochechouart) y Parmentier, total 14, a la pena de muerte. La ejecución tendrá efecto hoy a las cinco en punto, en la plaza de la Revolución de esta capital.

«El acusador público, H.Q. FOUQUIER.

«Dado en el tribunal, a 3 de floreal del año segundo de la república francesa.

«Dos carretas.»

Las ocurrencias del 9 de thermidor salvaron a mi madre, la que quedó, sin embargo, olvidada en la Conserjería, en donde la encontró el comisario convencional. «¿Qué haces ahí, ciudadana? le dijo. ¿Quién eres? ¿Por qué no le has ido?» Mi madre contestó que habiendo perdido a su hijo, no pedía noticias de nada, y que le era indiferente morir allí o en cualquiera otra parte. «Pero acaso tendrás otros hijos», replicó el comisario. Entonces nombró mi madre a mi esposa y mis hermanas presas en Rennes. Diose orden para ponerlas en libertad, y se obligó a mi madre a salir de su calabozo.

En ninguna historiado la revolución se ha cuidado de poner el cuadro de la Francia exterior junto al de la Francia interior; de pintar aquella gran colonia de desterrados que iban variando de industria y de padecimientos, según variaban los climas y las costumbres de los diversos pueblos a que se acogían.

Fuera de Francia, todo se hacia por individuos: metamorfosis de profesiones, aflicciones oscuras, sacrificios sin ruido y sin recompensar una idea fija se destacaba sin embargo de esta confusión de individuos de todas clases, de todas edades y de todos sexos la de la antigua Francia viajando con sus preocupaciones y con sus leales, corno.cu otro tiempo la iglesia de Dios, errante sobre la tierra con sus virtudes y con sus mártires.

Dentro de Francia se consumaba todo por masas; Barrére anunciaba a un tiempo degüellos y conquistas, guerras civiles y guerras extranjeras y a la par ocurrían los combates gigantescos de la Vendés y los de las orillas del Rin; se derrocaban los tronos al estruendo de los pasos de nuestro ejército; se hundían nuestras escuadras en los mares; el pueblo desenterraba a los monarcas en San Dionisio, y arrojaba el polvo de los reyes muertos al rostro de los reyes vivos para cegarlos: y la nueva Francia, enaltecida con sus modernas libertades, y orgullosa hasta con sus crímenes, se asentaba en su propio terreno e iba ensanchando sus fronteras, doblemente armada con el hacha del verdugo y la espada del saldado.

En medio de mis pesadumbres de familia llegaron a tranquilizarme acerca de la suerte de Hingant algunas cartas suyas, notables por más de un concepto En setiembre de 1790 me escribía lo siguiente: «Vuestra carta de 23 de agosto está llena de tierna sensibilidad. Se la he enseñado a algunas personas y les ha hecho llorar. Tentaciones tenía de decirles lo que Diderot do J.J. Rousseau cuando fue éste a visitarlo en su encierro de Vincennes: \Mirad cómo me quieren mis amigos! Mi enfermedad no ha sido realmente más que una de esas calenturas nerviosas que hacen padecer mucho, y que no tienen mejores médicos que el tiempo y la paciencia. Estando en cama me entretenía en leer algunos estrados de Fedon y de Timeo, libros que abren las ganas de morir. Algunas veces decía cuino Calón.

¡It mus be so, Plato! ¡Thou reason'st vell!

Me forjaba ideas sobre mi viaje, como pudiera sobre otro a las Lidias Orientales, y pensaba en la multitud de objetos nuevos qué debía ver en aquel mundo de los espíritus (según lo llamaba Sweden-borg), y sobre todo, en que el camino estaría exento de fatigas y de peligros.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Carlota.

A cuatro leguas de Beccles, y en una población, pequeña llamada Bungay, vivía el reverendo ministro anglicano, Mr. Ibes, gran helenista y matemático. Tenía una esposa joven todavía, y encantadora por su rostro, su conversación y sus modales, y una hija única, que a la sazón contaba quince años. Me presentaron en su casa, y fui recibido por aquella familia mejor que por ninguna otra de la población: todavía se conservaban allí las antiguas tradiciones inglesas respecto a beber, y se pasaban dos horas de sobremesa después de retirarse las mujeres. Mr. Ibes, que había estado en América, gustad de referir sus viajes, de oír la relación de los míos y de hablar de Newton y de Homero. Su hija, que por agradarle había adquirido una vasta erudición, era además excelente profesora de música, y cantaba como hoy canta Mme. Pasta. A la hora de tomar el té volvía a presentarse en el comedor, y deleitaba con sus armonías el sueño del anciano ministro: yo la escuchaba silenciosamente, apoyado en una esquina del piano.

Concluida la música, solía la young lady interrogarme acerca de Francia y de la literatura, y me pedía planes a que arreglar sus estudios: deseando particularmente conocer los autores italianos, rae suplicó le diese algunas notas sobre la Divina Comedia y la Gierusalemme. Poco a poco fui sintiendo la tímida influencia de un afecto nacido todo del alma; a las floridianas las ayudaba en su tocado; pero estando con miss Ibes, no me hubiera atrevido siquiera a levantar del suelo un guante suyo, y hasta me costaba rubor el traducir con ella algún trozo del Tasso; con Dante, genio casto y varonil, me hallaba mas a gusto.

Mi edad y la de Carlota Ibes concordaban entre sí. En todas las relaciones que se forman a la mitad de la vida, entra siempre una- parte de la melancolía; sino data el conocimiento desde los primeros años, los recuerdos de la persona amada se desprenden de aquellos días en que se respiró sin conocerla; días que, perteneciendo a otra sociedad, causan dolor a la memoria y están como segregados de nuestra existencia. Y si a esto se añade alguna desproporción de edad, entonces crecen los inconvenientes: el mas viejo comenzó a vivir antes que el mas joven viniera al mundo, y éste se halla destinado a existir solo también: el uno atravesó una soledad mas acá de una cuna; el otro atravesará otra mas allá de la tumba: lo pasado fue un desierto para el primero, y lo porvenir lo será para el segando. Es muy difícil amar con todas las condiciones de suerte, juventud, belleza, oportunidad y armonía de corazón, de afecciones, de carácter, de gracias y de años.

Resultas de haberme caído de un caballo, durante aquel invierno, pasé una temporada en casa de Mr. Ibes. Los sueños de mi vida comenzaron a desvanecerse ante la realidad, miss lves se fue haciendo cada vez mas reservada, cesó de llevarme flores y no volvió a cantar.

Si me hubiesen dicho que había de pasar el resto de mi vida en la mayor oscuridad y en el seno de aquella solitaria, familia, me habría muerto de gozo; al amor solo le falta la estabilidad para ser al mismo tiempo el Edén antes del pecado, y el Hosanna sin fin. Lógrese que dure la belleza, que se conserve la juventud, que el corazón no pueda cansarse y fe reproducirá el cielo. Tan cierto es que en el amor se encierra la felicidad soberana, cuanto que su quimera es el vivir eternamente; no pronuncia juramentos que no sean en la intención convocables; a falta de sus goces, quiere eternizar sus dolores: ángel caído, habla todavía el idioma a que estaba acostumbrado en la morada incorruptible; sus esperanzas se cifran en no cesar jamás; y en medio de su naturaleza y de su doble ilusión terrena, pretende perpetuarse con inmortales pensamientos y con generaciones interminables.

Íbase acercando, con gran consternación mía, el momento de despedirme. La víspera del día señalado para mi marcha reinó gran tristeza en la comida. Mr. es se retiró a los postres; llevándose a su hija, y dejándome lleno de asombro con Mme. Ibes, la que daba visibles muestras de turbación. Creí que iría a reconvenirme por una inclinación de que yo no le había dicho una palabra, pero que ella podía fácilmente haber descubierto. Me miraba ruborizada y con los ojos bajos, en actitud tan seductora, que seguramente no existe ningún sentimiento que en aquel instante no hubiera podido ella reclamar para sí misma. Venciendo por fin el obstáculo que le impedía el habla: «Caballero, me dijo en inglés, ya veis mi confusión, no sé si Carlota os agrada, pero es imposible engañar a una madre; mi hija os tiene indudablemente cariño. Miss Ibes y yo hemos -conferenciado sobre esto; nos convenís por todos conceptos, y creemos que liareis feliz a nuestra bija. Os halláis sin patria, acabáis de perder vuestros parientes, y han sido vendidos vuestros bienes: ningún motivo, pues, os llama a Francia. Hasta tanto que recojáis nuestra herencia, podréis vivir con nosotros.»

De cuantas aflicciones había yo sufrido hasta entornes, aquella fue la mayor y la mas viva. Caí de rodillas a los pies de Mine. Ibes, y cubrí sus manos de besos y lagrimas. Creyendo ella que mi llanto era de júbilo empezó también a sollozar de gozo, y alargó el brazo para tirar de la campanilla. Ya llamaba a voces a su esposo y a su hija: «¡Deteneos, exclamé; estoy casado!» A estas palabras perdió el sentido.

Salí de la estancia, y sin volver siquiera a mi cuarto emprendí mi viaje a pie. En Beccles tomé el correo para Londres, después de escribir a Mme. Ibes una carta, de la que siento ahora no haber guardado copia.

Me queda de este suceso el recuerdo más dulce, más tierno, mas impregnado en sentimientos de gratitud. La familia de Mr. Ibes es la única, que me ha querido bien» y que me ha acogido con verdadero afecto antes de mi celebridad. Pobre, oscuro, proscrito, privado de seducciones y de. belleza, se me ofrecieron de pronto un porvenir seguro, una patria, una esposa encantadora que me sacase de mi aislamiento; una madre, ras tan hermosa como ella, que hiciera las veces de mi anciana madre; un padre instruido, afectuoso y amigo de las tetras, para reemplazar al padre de que me había privado el cielo. ¡Y con que compensaba yo todo esto! En la preferencia que se me otorgaba, no podía influir ilusión ninguna, y debo creer que la dictaba el amor. Desde entonces solo otra vez he sido objeto de un afecto bastante elevado para inspirarme igual confianza. Por lo que hace al interés con que al parecer se me ha mirado luego, nunca he podido averiguar si se fundaba o no en el barniz de causas externas, en el atronador estruendo de la fama, la prestada pompa de los partidos, o el brillo propio de toda alta posición política o literaria.

Pasando ahora a otras consideraciones, mi matrimonio con Carlota hubiera alterado completamente mi destino en el mundo: perdido en un condado de la Gran Bretaña, me hubiera convertido en un gentleman cazador; nunca habría brotado una sola palabra de mi pluma, y hasta se me hubiera olvidado mi lengua, porque entonces escribía yo en inglés, y con forma inglesa comenzaban las ideas a presentarse en mi mente. ¿Hubiera perdido mucho mi patria con mi desaparición? Si me fuera dable prescindir de los momentos que me han servido de consuelo diría que, en lugar de los días agitados que me han cabido en suerte, contaría hoy numerosos días de calma. ¿Qué me importaran entonces el imperio, la restauración, las divisiones y las luchas de Francia? Nadie me hubiera obligado una y otra mañana a paliar faltas, a combatir errores... ¿Será o no cierto que tengo un talento positivo, y que ha merecido este talento el sacrificio de mi vida? ¿Iré más allá de mi tumba?

Y si voy, ¿habrá, en m dio de la transformación que se está verificando, y en un mundo que no es el mío y que piensa en cosas harto distintas, habrá en ese mundo un público que me oiga? ¿No pasaré por un hombre de otros siglos, incomprensibles para las generaciones presentes? ¿No serán mis ideas, mis sentimientos y hasta mi estilo cosas cansadas y envejecidas para la desdeñosa posteridad? ¿Podrá mi sombra decir como la de Virgilio a Dante: Poeta fui et cantai, «fui poeta y canté?...

Vuelta a Londres.

No encontré mi perdida tranquilidad en Londres, a dónde volví prófugo de mi destino, como un malhechor de su crimen. ¡Cuán dolorosa debía haber sido para una familia tan digna de mis homenajes, de mi respecto y de mi gratitud, el recibir aquella especie de desaire del hombre desconocido a quien había ella acogido y franqueado nuevos hogares, con una sencillez y una falta de recelo y precauciones propias solo de las costumbres patriarcales! Me figuraba la pesadumbre de Carlota y la justas reconvenciones que su familia podía y debía dirigirme; porque yo, en suma, me había abandonado con cieno deleite a una inclinación de cuya insuperable ilegitimidad estaba convencido ¿Traté por ventura vagamente de llevará cabo una seducción, sin darme cuenta de mi vituperable conducta? En este caso, ya fuera que me detuviese, como lo hice, por no faltar a la honradez, ya que salvara el obstáculo para abandonarme a una propensión anticipadamente mancillada por mi conducta, el objeto de aquella seducción estaba predestinado al dolor o al arrepentimiento, solo por mi culpa.

De tan amargas reflexiones pasaba mi espíritu a otro orden de ideas, no menos llenas de amargura, y maldecía mis bodas, que según la falsa luz de mi entendimiento, muy enfermo a la sazón, me hablan apartado de mi verdadero camino y me privaban de la felicidad. No advertía que por razón de mi naturaleza irritable y de las novelescas nociones de libertad que profesaba, mi enlace con miss Ibes hubiera sido para mí tan penoso como cualquier otra unión más independiente.

Una sola cosa se conservaba pura y hechicera, aunque triste, en mi mente; la imagen de Carlota, que siempre calmaba al fin mi irritación contra la suerte. Cien veces tuve impulsos de volver a Bungay, no para presentarme a aquella afligida familia, sino para ver pasar a Carlota, escondido junto a un camino, para seguirla al templo en que adorábamos al mismo Dios, ya que no en el mismo altar, para ofrecer a aquella mujer el indescriptible ardor de mis votos, haciéndolos atravesar el cielo, para pronunciar, mentalmente al menos, la plegaria de la bendición nupcial que hubiera yo podido oír de boca de algún ministro de aquel templo.

«¡Oh, Dios mío! unid, si os place, los espíritus de estos esposos, e inspirad a sus corazones una sincera amistad. Mirad con favorables ojos a vuestra sierva; haced que su yugo sea un yugo de amor y de paz, y que obtenga en su seno una fecundidad venturosa; haced, Señor, que estos dos esposos vean los hijos de sus hijos hasta la tercera y cuarta generación, y que alcancen una ancianidad feliz.»

Pasando de resolución en resolución escribí a Carlota largas epístolas, que desgarré en seguida. Algunas esquelas insignificantes suyas me, servían de talismán: la tierna y graciosa Carlota se apegaba a mis pasos por obra de mi pensamiento, y me seguía purificándolos, por los senderos de la sílfide. Ella absorbía todas mis facultades, ella era el centro a que tendía y por donde circulaba mi inteligencia, como la sangre por el corazón; ella me hastiaba de todo, hirviéndome de objeto de una comparación perpetua que redundaba en ventaja suya. Una pasión verdadera e infeliz es una ponzoñosa levadura que queda en el fondo del alma, y que bastaría para dañar el pan de los ángeles.

Los sitios que con Carlota había recorrido, las horas pasadas con ella, las palabras que entre nosotros habían mediado, vivían eternamente en mi memoria: me parecía ver la sonrisa de aquella esposa que el destino quiso depararme, y ora tocaba respetuosamente sus negros cabellos, ora oprimía sus mórbidos brazos contra mi pecho, como una cadena de lirios ceñida a mi cuello. No bien llegaba a un sitio desierto, cuando la Carlota de blancas manos acudía a ponerse a raí lado, adivinando yo su presencia, como por la noche ni respira el perfume de las flores, aunque no las distingue la vista.

Privado de la compañía de Hingant, me hallaba en completa libertad de llevar la imagen de Carlota a mis paseos, más solitarios que nunca. No hay un matorral, un camino ni una iglesia a treinta millas de Londres que no haya yo visitado. Los sitios mas incultos, cualquier erial de ortigas, cualquier zanja cubierta de cardos, cualquier lugar desdeñado de los hombres, eran mis sitios predilectos; en ellos respiraba va Byron. Apoyada la cabeza en una mano, pasaba las horas contemplando aquellos lugares de todos despreciados, v si su aspecto aflictivo me conmovía con exceso, alzábase en mi mente el recuerdo de Carlota y me llenaba de delicias, cuales las de aquel peregrino que al llegar frente a los peñascos del Sinaí, oyó el canto de un ruiseñor en medio de las soledades.

En Londres estaban todos asombrados con mi conducta: no miraba ni hablaba con nadie, ni entendía lo que me decían: mis camaradas antiguos creyeron que tenía un ramo de locura.

Encuentro extraordinario.

¿Qué pasó en Bungay después de mi partida? ¿Qué fue de aquella familia a cuyo seno llevé el júbilo y la tristeza?

Recuerda, por supuesto el lector que soy embajador cerca de Jorge IV, y que escribo en Londres en 1822, lo que me sucedía en Londres en 1795.

Algunos negocios me forzaron hace ocho días a suspender la narración que hoy continuo. Durante este intervalo, llegó mi ayuda de cámara cierta mañana entre doce y una, a anunciarme que se había parado un carruaje a la puerta, y que una señora inglesa solicitaba hablarme. Como en virtud de mi posición pública, me he impuesto el deber de no negarme a nadie, respondí que podía pasar adelante aquella señora.

Me hallaba ala sazón en mi gabinete; anuncian a lady Sultoir, y veo entrar una mujer vestida de lulo, acompañada de dos agraciados muchachos, de luto también: el uno podía tener diez y seis años y el, otro catorce. Notando que la desconocida estaba tan conmovida que apenas podrá andar, me acerqué a ella; entonces me dijo con voz alterada: «Mylord, ¿do you remember me? (¿Me conocéis?) ¡Si, conocí & miss Ives! Los años, al pasar sobre su cabeza, le habían dejado solo sus primaveras. La tomé por la mano, hícela sentarse y me coloqué a su lado; no acertaba a decirle una palabra; mis ojos estaban cargados de lágrimas, a través de los cuales la contemplaba silenciosamente, por lo que entonces sentí, conocí que la había amado profundamente. Por fin pude preguntarle, como ella antes a mí «¿Y vos, me conocéis?» Alzó entonces los; ojos que tenia fijos en el suelo, y me dirigió una mirada risueña y melancólica a la par, como un intenso recuerdo. Su mano seguía sujeta entre las mías. Luego me dijo Carlota: «Llevo el luto de mi madre; mi padre murió hace muchos años; estos son mis hijos.» Y al pronunciar las últimas palabras, retiró su mano y se recostó en su sillón, cubriéndose los ojos con su pañuelo.

Poco después, prosiguió: «Milord, ahora os hablo en el idioma que quise aprender con vos en Bungay. Perdonad mi conclusión. Mis dos niños son hijos del almirante Sulton, con quien me casé tres años después que salisteis de Inglaterra. Pero hoy no tengo las fuerzas necesarias para entrar en pormenores. Permitidme que vuelva otro día.» Le pedí sus señas, ofreciéndole el brazo para acompañarla hasta su carruaje: noté que temblaba, y estreché su mano sobre mi corazón.

Al otro día fluí a casa de lady Sulton, a quien encontré sola. Entonces comenzó esa serie de ¿os acordáis? que dan nuevo ser a toda una vida. Al pronunciar cada ¿os acordáis? nos mirábamos como buscando en nuestro rostro las señales del tiempo que tan cruelmente marcan la distancia del punto de partida y el camino recorrido. «¿Cómo, pregunté a Carlota, cómo os anunció vuestra madre? Ruborizose ella y me atajó vivamente, diciendo: «He venido a Londres a suplicaros que os intereséis por los hijos del almirante Sulton: el mayor desearía pasar a Bombay, y como Mr. Canning, nuevo gobernador de las Indias, es amigo vuestro, pudiera llevarlo consigo. Mucho os lo agradecería: tendría gusto en deberos la felicidad de mi primer hijo.» Y recalcó estas últimas palabras.

¡Ah señora! le respondí. ¿Qué me recordáis! ¡Qué trastorno en nuestra suerte! ¿Vos que acogisteis en la mesa hospitalaria de vuestro padre a un pobre desterrado, que no mirasteis con desdén sus padecimientos, que tal vez pensasteis en elevarlo hasta una posición gloriosa e inesperada, vos reclamáis hoy su protección en vuestro propio país?...Veré a Mr. Canning, y vuestro hijo, por mucho que me cueste darle este nombre, irá a las Indias, si de mi depende. Pero, decidme, señora, ¿qué efectos obra sobre vos mi nueva posición, o como me miráis? La palabra milord de que os valéis para hablarme, me parece harto dura.»

«Ni os encuentro desfigurado, replicó Carlota, ni siquiera más envejecido. Siempre que hablé de vos con mis padres, durante vuestra ausencia, os di el título de milord porque creía que debíais llevarlo; ¿y no erais para mí como un marido, my lord and master, mi señor y dueño?»

Aquella encantadora mujer tenía algo de la Eva de Milton al pronunciar estas palabras; no había salido del vientre de otra mortal, y su belleza conservaba la impresión de la mano divina que la formó.

De allí corrí a casa de Mr. Canning y de lord Lodonderry, lo que me pusieron dificultades para un mezquino empleo, ni más ni menos que en Francia, pero me hicieron promesas como en todas las cortes. Di cuenta de mi visita a lady Sulton, y volví tres veces a verla; a la cuarta me anunció que iba a regresará Bungay. Esta última entrevista fue muy dolorosa para mí. Carlota me habló como acostumbraba, de lo pasado, de nuestra vida secreta; nuestras lecturas, paseos y cantos, de las flores y de las esperanzas antiguas. Cuando yo os conocí, decía, nadie pronunciaba vuestro nombre: ¿quién lo ignora hoy?

¿Sabéis que poseo una obra y varias cartas escritas por vuestra mano? Aquí están.» Y me entregó un paquete de pápeles. «Nos os agraviéis, porque no quiero conservar nada vuestro,» añadió llorando: «¡Farewell, farewell! exclamó luego; no os olvidéis de mi hijo. Nunca os volveré a ver, porque seguramente no iréis a buscarme a Bungay.—Iré, respondí; iré a llevaros el despacho de vuestro hijo.» Carlota meneó la cabeza como dudándolo, y se retiró.

Devuelta en la embajada, me encerré en mi cuarto y abrí el paquete, que solo contenía algunas cartas insignificantes y un plan de estudios, con observaciones sobre los poetas ingleses e italianos. Esperaba yo que acompañase a estos papeles una carta de Carlota, pero no la hallé; había únicamente algunas notas marginales en el manuscrito, escritas en inglés, francés y latín, y cuya tinta pasada y letra juvenil indicaban su antigüedad.

Esta es mi historia con miss Ibes. Al concluir de referirla, me parece que por segunda vez pierdo a Carlota, aquí, en la misma isla en que la perdí la primera. Pero desde lo que ahora siento hasta lo que sentía en aquellas horas, cuyo dulce recuerdo he invocado, media todo el espacio de la inocencia; las pasiones se han atravesado entre miss Ibes y lady Sulton. Ya no puedo ofrecer a ninguna mujer candorosa los castos deseos, la apacible ignorancia de ese amor que no pasa los límites de un celestial ensueño. Escribía yo entonces con la vaguedad de la tristeza» y hoy ya no tiene la vida vaguedad para mí. Y a pesar de todo, si estrechara en mis brazos, esposa y madre, a la que pude estrechar virgen y esposa, lo haría con una especie de rabia, anhelando marchitar, llenar de duelo y ahogar frenéticamente esos veinte y siete años dados a otro, después que a mi se me ofrecieron.

Debo considerar el sentimiento que acabo de describir, como el primero de su especie que penetró en mi corazón; pero no era compatible con mi naturaleza indómita que hubiera corrompido, incapacitándome de saborear por largo tiempo sus santos deleites. Irritado por la adversidad, peregrino ya en ultramar, y habiendo dado principio a mi solitario viaje, justamente me asediaran entonces las ideas de locura, expresadas en la misteriosa historia de Renato, y merced a las cuales fui el ser mas atormentado que hubo nunca en la tierra. De todos modos, la casta imagen de Carlota, que envió a lo profundo de mi alma algunos rayos de luz verdadera, disipó por el pronto una nube de fantasmas, y mi duende se sumergió como un mal genio en el abismo, aguardando los efectos del tiempo para renovar sus apariciones

LONDRES, de abril a setiembre de 1832.

Revisado en diciembre de 1822.

Mis relaciones con Mr. Deboffe no habían sido interrumpidas jamás completamente por el Ensayo sobre las revoluciones, y tenia yo un interés directo en reanudarlas en Londres lo antes posible para sostener mi vida material. Porque, ¿de dónde provenía mi última desgracia? De mi obstinado silencio. Para comprender esto bien, es preciso examinar mi carácter.

En cierta época de mi vida me ha sido de todo punto imposible dominar este espíritu de reserva y e aislamiento interno, que me impide hablar de todo aquello que me concierne personalmente. Nadie puede afirmar, sin mentir, que yo he contado a loro aquello que la mayor parte de los hombres se apresuran a comunicar en un momento de vanidad, de pena o de placer. De mi boca no sale jamás, o sale raras veces, un nombre, una confesión, sea cual fuere su importancia. Nunca acostumbro a hablar con los indiferentes de mis intereses, de mis designios, de mis trabajos, de mis ideas de mis afecciones, de mis goces, de mis disgustos porque estoy convencido del fastidio profundo que se causa a los mío, cuando se les habla de uno mismo. Aunque sincero y verídico, mi corazón no es propenso a expansiones: mi alma tiende incesantemente a replegarse hacia sí misma: nunca digo todo lo que tengo que decir: los secretos de mi vida entera únicamente han sido y serán revelados en estas Memorias. Cuando trato de empezar una narración, me espanta de improviso la idea de su latitud, se me hace insoportable a las cuatro palabras el sonido de mi voz, y me callo. Como no creo en nada, excepto en religión; de todo desconfío: la malevolencia y la infamación son los dos caracteres del espíritu francés: la burla y la calumnia es resultado seguro de una confianza.

Pero ¿qué he ganado yo con mi natural reservado? Nada más que el haber llegado a ser por mi impenetrabilidad una especie de ente fantástico que no tiene con mi realidad analogía alguna. Mis amigos mismos tienen acerca de mí una idea muy equivocada, cuando, para darme mejor a conocer, tratan de embellecerme con ilusiones forjadas a su capricho. Todas las medianías de antecámaras, de oficinas, de periódicos y de cafés, han supuesto ambición en mí, y puedo asegurar que no la conozco. Frío y seco en las escenas comunes de la vida, carezco de entusiasmo y de sentimentalismo: mi percepción rápida, y distinta se penetra pronto del hombre y del hecho, y los despoja de toda aparente importancia. Lejos de dejarse arrastrar idealizando las verdades aplicables, mi imaginación rebaja los más altos acontecimientos y me los hace ver a mí mismo bajo su verdadero prisma: el lado mezquino y ridículo de los objetos es el primero que se ofrece a mis ojos: los grandes genios y las grandes cosas apenas existen para mí. Atento siempre, y dispuesto a aplaudir y admirar los talentos que se proclaman inteligencias superiores, mi encubierto desprecio, se ríe y cubre todos esos semblantes, ennegrecidos por el incienso, con las máscaras de Callot. En política, el calor de mis opiniones no se ha excedido de los límites de mis discursos o de mis folletos. En la existencia eterna y teórica, soy el hombre de las ilusiones; en la existencia exterior y práctica, el hombre de las realidades. Amigo de aventuras, y de la vida arreglada al mismo tiempo, apasionado y metódico, no ha habido jamás un ser mas quimérico, al par que mas positivo que yo, ni que reúna tanto ardor, tanta frialdad; andrógino extravagante, amasado con la sangre tan diferente que corría por las venas de los autores de mis días.

La inexactitud de las biografías que de mí se han hecho, procede de la reticencia de mis palabras. La multitud es demasiado ligera, demasiado descuidada para tomarse el tiempo necesario de ver los hombres tales como son, sino hay quien le ahorre este trabajo. Cuando alguna vez he tratado de rectificar en mis prefacios algunos de estos falsos juicios, no se me ha dado crédito. El resultado de esto ha sido, que siéndome todo igual, no he querido insistir; un como mejor os parezca me ha libertado siempre del enojoso trabajó de persuadir a nadie, o del de poner los medios para dejar establecida una verdad. Yo me refugio a mi fuero interno, cono una liebre i su subterránea guarida, y desde El me pongo a contemplar las hojas que se menean en los árboles, o las hebras de yerba que sé inclinan agitadas por el viento

No trato de hacer una virtud de mi circunspección tan invencible como involuntaria, porque, sino es una falsedad, tiene al menos todas las apariencias, puesto que no está en armonía con otras naturalezas mas felices, mas cándidas, mas amables, mas fáciles, mas fecundas y mas comunicativas que la mía. Me ha perjudicado muchas veces en mis afecciones, y en mis asuntos particulares, porque jamás he podido sufrir explicaciones, ni transacciones arregladas por medio de protestas y averiguaciones recíprocas, ni lamentos y lágrimas, ni habladurías y reconvenciones, ni detalles y apologías.

En el asunto de la familia Ibes, éste silencio obstinado sobre mi mismo me fue en extremo fatal. Más de veinte veces me preguntó la madre de Carlota acerca de mi familia, facilitándome el camino de las revelaciones, y sin prever a donde me conduciría mi reserva, me contenté con responder, como siempre, algunas palabras vagas y breves. Si no me hubiese dejado llevar de esta odiosa extravagancia de mi carácter, siendo, como era imposible, una equivocación, no hubiera tenido en contra mía las apariencias de haber querido engañar la hospitalidad más generosa: la verdad dicha por mí en el momento decisivo, no me servía de escusa, puesto que el mal real ya estaba hecho.

Volví, pues, a emprender mis trabajos en medio de los disgustos y de las justas reconvenciones que a mí mismo me dirigía, y experimentaba trabajando cierta satisfacción, porque me ocurrió la idea de que, adquiriendo renombre, se mostraría menos arrepentida la familia Ibes del interés que me había manifestado. Carlota con quien aspiraba yo a reconciliarme por medio de la gloria, presidia mis estudios; su imagen sé hallaba sentada al frente de mi siempre que escribía. Cuando levantaba los ojos del papel, era para dirigirlos sobre su adorado retrato como si se hallase presente su modelo. Los habitantes de Ceylan vieron una mañana al astro del día levantarse con una pompa extraordinaria, abrirse su globo y salir de él una brillante criatura que dijo a los ceylaneses: «Vengo a reinar sobre vosotros.» Carlota, circundada de una aureola luminosa, reinaba sobre mí.

Pero abandonemos estos recuerdos que envejecen y se borran como las esperanzas. Mi vida va a cambiar, y a deslizarse bajo otros cielos y en otros valles. ¡Amor primero de mi juventud, ya vas huyendo con todos tus encantos! Acabo de ver a Carlota, es verdad; pero ¿al cabo de cuantos años? ¡Dulce resplandor de lo pasado, rosa pálida del crepúsculo que bordea la noche, después que el sol hace tiempo ya que llegó a su ocaso!

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

El Ensayo histórico sobre las revoluciones.— Su efecto.— Carta de Lemiére, sobrino del poeta.

Frecuentemente se ha comparado la vida (y yo el primero) a una montaña que se sube por un lado y se baja por el otro: esta comparación seria también exacta tratándose de los Alpes, cuyas peladas cimas coronadas de nieve son inaccesibles. Siguiendo esta imagen, el viajero que sube siempre y no baja jamás, descubre mejor el espacio que ha recorrido, los senderos que se han escapado a su vista, por los cuales hubiera podido hacer más suave el declive, y mira con sentamiento y dolor el punto desde el cual empezó a extraviarse. Del mismo modo debo yo contar la publicación del Ensayo histórico, como el primer paso que me descarrió del camino de la paz. Acabé la primera parte del trabajo que me había trazado; la última palabra la escribí entre la idea de la muerte (había vuelto a caer enfermo) y un sueño desvanecido, in somnis venit imago conjugis. Impreso por Baylie, el Ensayo fue dado a luz por Deboffe en 1797. Esta fecha es la de una de las transformaciones de mi vida. Hay momentos en que nuestro destino, ora ceda a la sociedad, ora obedezca a la naturaleza, se separa de su primera línea, tal como un río que cambia su curso por una súbita inflexión.

El Ensayo ofrece el compendio de mi existencia como poeta, como moralista, y tomo publicista y político. Decir que yo esperaba, tanto cuanto me era dado, que la obra tuviese un gran éxito, excusado el decirlo: nosotros los autores prodigios pequeños de una era prodigiosa, tenemos la pretensión de hablar de las inteligencias con las razas futuras; pero ignoramos, así lo creo yo al menos, la morada de la posteridad, y nos dirigimos a ella por equivocadas sendas. Cuando nos hallemos encerrados en la tumba, la muerte congelará de tal modo nuestras palabras cantadas o escritas que no llegarán a derretirse como las palabras heladas de Rabelais.

El Ensayo debía ser una especie de enciclopedia histórica. El único tomo que ha visto la luz pública, es una grande investigación: el manuscrito, continuación de aquella obra, quedó en mi poder sin publicarse; en el segundo tomo, y después de los apuntes notas, e indagaciones del analista, venían los Natchez, etc. Apenas acierto a comprender en la actualidad como pude entregarme a unos estudios tan considerables en medio de una vida activa, errante y sujeta a tantos reveses. La tenacidad con que me empeñé en escribir la obra, explica esta fecundidad: en mi juventud he escrito de doce a quince horas sin dejar la mesa a la cual me hallaba sentado, y tachando y corrigiendo diez veces una misma página. La edad no ha disminuido nada esta aplicación: en el día escribo de mi puño y letra toda mi correspondencia diplomática, la que no sirve de obstáculo alguno a mis composiciones literarias.

El Ensayo cobró fama entre los emigrados, porque estaba en contradicción con los sentimientos de mis compañeros de infortunio: mi independencia en mis diversas posiciones sociales ha herido casi siempre la susceptibilidad de mis correligionarios. He sido sucesivamente el jefe de diferentes ejércitos, cuyos soldados no eran de mi partido: he conducido a los realistas antiguos a la conquista de las libertades públicas, y de la libertad de la prensa con especialidad, que ellos detestaban y en nombre de esta misma libertad he reunido a los liberales bajo la bandera de los Borbones, a quienes profesan estos un horror invencible. La opinión de los emigrados me fue favorable en cierta época, merced a su amor propio: habiendo hecho de mí un elogio las Revistas inglesas, estas alabanzas recayeron sobre todo el cuerpo de los leales.

Había remitido los ejemplares del Ensayo a Laharpe, Ginguené y de Sales. Lemiére, sobrino del poeta del mismo nombre, y traductor de las poesías de Gray, me escribió desde París el 15 de julio de 1797, que mi obra había alcanzado un gran éxito. Verdad es que el Ensayó fue conocido y apreciado en el primer momento; pero también lo es que fue relegado al olvido con la misma facilidad: una sombra súbita absorbió el primer rayo de mi gloria.

Habiendo llegado a ser un semi-personaje, la flor y nata de los emigrados empezó a distinguirme en Londres buscando mi trato, y fui haciendo mi carrera gradualmente, de calle en calle: primeramente dejé a Holborn-Tottentham-Court-road, y avancé hasta la vía de Hamsteadt, en donde permanecí estacionado algunos meses en casa de Mme. O'Larry, viuda irlandesa, madre de una linda muchacha, y la que tenia una pasión ciega por los gatos. Unidos por esta conformidad de pasiones, tuvimos la desgracia de perder dos elegantes michos, blancos como dos armiños, y con la punta del rabo negra. Mme. O'Larry recibía las visitas de unas viejas vecinas, con las cuales me veía obligado a tomar el te a la antigua usanza. Mme. Staël ha descrito ya esta escena en su Corina, refiriéndose a la casa de lady Edgermond: «¿Creéis, querida mía, que el agua cuece ya lo bastante para echar el te en ella?— Creo que aun es demasiado pronto, querida mía.»

También formaba parte de nuestra tertulia una hermosa joven irlandesa de desmesurada talla, llamada María Neale, que estaba bajo la salvaguardia de un tutor, y que debía hallar en mis ojos algo que la chocase, puesto que solía decirme: You carry your heart in a sling (lleváis vuestro corazón como si fuera una banda). El hecho es que yo no sabia cómo llevaba mi corazón.

Mme. O'Larry partió para Dublín: me alejé entonces del cantón de la colonia de la pobre emigración del Este, y llegué de alojamiento en alojamiento hasta el barrio de la rica emigración del Oeste, en donde alternaba con los obispos, las familias cortesanas y los colonos de la Martinica.

Allí volví a encontrar a Pelletier, casado, hablador como siempre, como siempre despilfarrado, y más amigo de frecuentar el bolsillo de sus vecinos, que el trato de sus personas.

Contraje además una porción de nuevos conocimientos, especialmente en la sociedad con la cual tenía algunas relaciones de familia. Cristian de Lamoignon, herido gravemente de una pierna en la acción de Quiberon, y colega mío actualmente en la cámara de los pares, llegó a hacerse amigo mío: él fue quien me presentó a Mme. Lindsay, la que se había unido a Augusto de Lamoignon, su hermano: el presidente Guillermo no se hallaba mejor en Basville entre Boileau, Mme. de Sevigné y Bourdaloue.

Mme. Lindsay, irlandesa de nacimiento, de carácter seco, genio un poco adusto, elegante talle, y de agradable figura, tenía nobleza de alma y sentimientos elevados: los emigrados de algún mérito pasaban la noche en las reuniones de la última de las Ninon. La vieja monarquía perecía con todos sus abusos y todas sus gracias. Algún día la desenterrarán, como a aquellos esqueletos de reinas adornadas con collares, pendientes y brazaletes, que se exhuman en Etruria. En casa de Mme. Lindsay encontré a Mr. Malouet y Mme. del Belloy, mujer apreciabilísima por varios títulos, al conde de Montlosier y al caballero de Panat. Este último gozaba de una merecida reputación de talento, de poco aseado y de goloso, y pertenecía a esa caterva de hombres de gusto, que permanecían en otro tiempo con los brazos cruzados ante la sociedad francesa; ociosos, cuya misión era fisgarlo y juzgarlo todo; ejercían las mismas funciones que ejercen hoy los periódicos, pero sin la grande influencia popular de estos, Montlosier continuaba gozando aun del renombre adquirido por su famosa frase de la cruz de palo; frase que yo he limado un poco cuando la he reproducido, pero la que es verdadera en el fondo. Al dejar la Francia se dirigió a Coblentz, en donde no fue bien acogido por los príncipes; tuvo un desafío, se batió de noche á la orilla del Rin y fue atravesado por su adversario. No pudiendo moverse v no viéndose nada por la oscuridad de la noche, preguntó á los testigos si la punta de la espada salía por su espalda: «como unos tres dedos, le dijeron estos, después de haberle palpado. Entonces no es cosa de cuidado, respondió Montlosier: caballero, retirad vuestra estocada.»

Recibido Montlosier de esta suerte, a pesar de su realismo, pasó a Inglaterra, y se refugió a las letras, grande hospital de los emigrados, donde tenía yo un jergón inmediato al suyo. En Londres obtuvo la redacción del Courrier francais, y además de su periódico, escribía obras físico-político-filosóficas, en una de las cuales probaba que el color azul era el color de la vida, por la sencilla razón de que las venas se vuelven azuladas después de la muerte, lo que indica que la vida sale a la superficie del cuerpo para evaporarse y volver al azulado cielo. Yo que soy apasionado al color azul, le escuchaba lleno de encanto.

Montlosier, feudalmente liberal, aristócrata y demócrata, espíritu abigarrado, compuesto de retazos y tejuelos, produce con dificultad ideas disparatadas: pero si llega a despojarlas de lo que tienen de grotesco, son magníficas a veces y enérgicas sobre todo: enemigo del clero, como noble; cristiano sofístico, como amante de los viejos siglos, hubiera sido en tiempo del paganismo, ardiente partidario de la independencia en teoría, y de la esclavitud en practica, y hubiera hecho arrojar los esclavos al mar para pasto de los peces, en nombre de la libertad del genero humano. El antiguo diputado por la nobleza de Riom, a pesar de esto, y de ser un destripa-cuentas, un ergotista y un burlón de primera tijera, se permite sin embargo, algunas condescendencias con el poder; sabe cuidar de sus intereses, pero no sufre que nadie lo conozca, y pone sus debilidades de hombre al abrigo de su honor de hidalgo. Pero no quiero hablar de mi presumido Auvernat, enorgullecido con sus novelas del Monte de Oro, y su polémica de la Plaine, porque soy muy adicto a su persona heteróclita. Sus largos y oscuros comentarios, su tergiversación de ideas, sus paréntesis y sus ¡Oh! ¡Oh! capaces de hacer perder a un santo la paciencia, no me causan, francamente, el mejor efecto (lo tenebroso, lo embrollado, lo vaporoso, es para mí abominable); pero por otro lado me divierte en extremo este naturalista volcánico, ese pequeño Pascal, ese orador de montaña que perora en la tribuna como sus compatriotas cantan en lo alto de una chimenea, ese liberal que explica la carta a través de una ventana gótica, ese caballero pastor, en fin, casi casado con su vaquera, que siembra por sí mismo su cebada entre la nieve, en su reducido campo de pedernales: siempre le agradeceré el que me haya consagrado en su Puy de Dome una vieja roca negra, tomada de un cementerio de las Gaulas descubierto por él.

El abate de Delille, otro compatriota de Sidoine Apollinaire del canciller de L’Hospital, de La Fayette, de Thomas, y de Chamfort, lanzado del continente por el desbordamiento de las victorias republicanas, había venido también a establecerse a Londres. La emigración le contaba con orgullo entre sus filas: cantaba nuestras desgracias, y esta era una razón más para que gustáramos de su musa. Era laborioso en extremo, en lo cual hacia muy bien, porque Mme. Delille le encerraba, y no lo ponía en libertad hasta que había ganado su jornal naciendo cierto número de versos. Un día que fui a su casa a visitarle, y que se hizo esperar largo rato, le vi salir con las mejillas encarnadas como la grana; dices que Mme. Delille solía abofetearle; ignoro lo que habrá en esto de cierto: yo no hago más que referir lo que he visto. ¿Quién no ha oído al abate Delille recitar sus versos? Era un excelente narrador: su semblante feo y lleno de arrugas, animado por su imaginación, cuadraba perfectamente a su fácil manera de decir, al carácter de su talento y a su profesión de abate. La obra capital del abate Delille, es su traducción de las Geórgicas, en la que hay trozos que casi revelan sentimiento; pero es como si leyeseis a Racine traducido en la lengua de Luis XV.

La literatura del siglo XVIII, a excepción de algunos genios elevados que la dominan, colocada entre la literatura clásica del siglo XVII y la literatura romántica del XIX, sin carecer de naturalidad, carece de naturaleza; pagada únicamente de la belleza de las frases, no es bastante original, como escuela nueva, ni bastante pura como escuela antigua. El ábate Delille, era el poeta de los palacios modernos, así como lo era el trovador de los viejos castillos; los versos del uno, y las baladas del otro, hacen conocer la diferencia que existía entre la aristocracia en el vigor de su edad, y la aristocracia en la decrepitud, el abate describe las lecturas y partidas de ajedrez de los salones, en los cuales cantaban los trovadores las cruzadas y torneos.

También se hallaban entonces en Inglaterra los personajes distinguidos de nuestra iglesia militante; el abate Carron, de quien ya he hecho referencia al hablar de mi hermana Julia, escrita por El mismo; el obispo de Saint Pol-de-Leon, prelado severo y limitado, que contribuía a hacer al conde d 'Artois cada vez más extraño a su siglo; el arzobispo de Aix, calumniado tal vez por sus triunfos en el mundo; otro obispo sabio y piadoso, pero tan avaro, que si hubiera tenido la desgracia de perder su alma, no la hubiera rescatado jamás. Casi todos los avaros son personas de talento; preciso es por lo tanto que yo sea un irracional.

Entre las francesas del Oeste figuraba Mme. de Boignes, amable jovial, llena de talento, linda en extremo, y la mas joven de todas. Algún tiempo después representó con su padre a la corte de Francia en Inglaterra, mucho mejor que yo con mi rudeza. Madama de Boignes escribe en la actualidad, y su talento reproducirá de una manera admirable todo cuanto ha visto.

Madames de Caumont, de Gontaut y del Cluzet habitaban también en el barrio de los emigrados dichosos, si es que yo no me confundo respecto a Mme. de Caumont y a Mme. Cluzel, a las cuales vi una o dos veces en Bruselas.

La duquesa de Duras se hallaba asimismo en Londres, pero yo no debía conocerla hasta diez años mas tarde ¡Cuántas veces pasa uno en la vida al lado do aquello que constituiría nuestro encanto, así como el navegante atraviesa las aguas de una tierra protegida por el cielo, sin faltarle para arribar a ella más que un horizonte y un día de vela! Escribo esto a la orilla del Támesis, y mañana irá por el correo una carta a decir a Mme. de Duras, que se halla en las orillas del Sena, que he encontrado su primer recuerdo.

LONDRES, de abril a setiembre de 1822.

Fontanes.— Clery.

De vez en cuando solía enviarnos la revolución algunos emigrados de nueva especie y de nuevas opiniones: había desterrados de todas clases y condiciones, y de ellos podían formarse algunas capas, semejantes a las que guarda la tierra en su seno, y que fueron depositadas en ella por el diluvio. Una de estas avenidas me trajo un hombre cuya pérdida estoy deplorando en la actualidad, un hombre que fue mi guía en literatura, y cuya amistad ha sido uno de los honores y consuelos de mi vida.

El lector habrá visto ya en uno de los libros de estas Memoras, que ya había conocido a Mr. de Fontanes en 1789: la noticia de su muerte la recibí en Berlín el año último. Mr. de Fontanes nació en Niort de una familia noble y protestante; su padre había tenido la desgracia de dar muerte en un duelo a su cuñado, y el joven Fontanes, educado por un hermano suyo de relevante mérito, fue a París. Presenció la muerte de Voltaire, y aquel gran representante del siglo XVIII le inspiró sus primeros versos: sus ensayos poéticos merecieron llamar la atención de Laharpe. Más tarde emprendió algunas obras para el teatro, y contrajo relaciones con una linda actriz llamada mademoiselle Desgarcins. Hallábase alojada cerca del Odeón, y habiendo andado errante en torno de la Cartuja, celebró su soledad. Allí se hizo amiga de Mr. Joubert, que estaba destinado a serlo también mío. Así que llegó la revolución, el joven poeta se afilió en uno de esos partidos estacionarios que perecen siempre desgarrados entre El partido del progreso que los impele hacia adelante, y el retrógrado que los tira hacia atrás. Los monárquicos agregaron a Mr. de Fontanes a la redacción del Moderateur. Cuando los tiempos se presentaron borrascosos, se refugió a Lyon donde contrajo matrimonio. Tuve un hijo de su mujer, y durante el sitio de la ciudad (a la cual llamaban los revolucionarios la Municipalidad exenta, así como Luis XI apellidó a la ciudad de Arras la Ciudad libre, cuando desterró de ella a los ciudadanos)

Mme. de Fontanes se veía obligada a trasladar de un lado a otro la cuna de su hija para ponerla a cubierto de las bombas. Habiendo regresada a París el 9 thermidor, Mr. de Fontanes fundó el Memorial con Mr. de Laharpe, y el abate de Veuxelles. Proscrito 18 fructidor, su puerto de salvación fue la Inglaterra.

Mr. de Fontanes y Chenier fueron los últimos escritores de la escuela clásica: su prosa y sus versos se parecen bastante, y tienen un mérito de la misma naturaleza. Sus pensamientos y sus imágenes están llenos de una melancolía ignorada en el siglo de Luis XIV, que únicamente conocía la austeridad y la santa tristeza de la elocuencia religiosa. Esta melancolía que resalta sobre todo en las obras del cantor del Día de los difuntos, imprime un «sello de la época en que vivió, fija la fecha de su advenimiento, demuestra evidentemente que había nacido después de J. J. Rousseau, y su gusto a las obras de Fenelon. Si se redujesen los escritos de Mr. de Fontanes a dos o tres tomitos; uno en prosa y otro en verso, serian el mejor monumento fúnebre que pudiera erigirse sobre la tumba de la escuela clásica 2.

Entre los papeles que dejó mi amigo se hallan algunos cantos del poema La Grecia libertada, libros de odas, de poesías diferentes, etc. Mr. de Fontanes no las hubiera publicado a buen seguro, porque este crítico tan delicado, tan ilustrado y tan imparcial, cuando las opiniones políticas no le arrebataban aun, tenia a la crítica un miedo espantoso. Fue excesivamente injusto con Mme. Staël. Un artículo de Garat inspirado por la envidia y referente, a la Floresta de Navarra, estuvo a pique de detenerlo al principio de su carrera poética. Al parecer Fontanes en la arena literaria, mató la escuela afectada de Dorat, pero no pudo restablecer la escuela clásica que tocaba a su término, así como el idioma de Racine.

Entre las odas póstumas de Mr. de Fontanes, hay una sobre el aniversario de su nacimiento, que participa de la belleza del Día de los difuntos, y que la excede en el sentimiento, porque en aquella es más penetrante y más individual. Únicamente recuerdo de ella estas dos estrofas.

La vieillesse dejá vient avec ses souffrances:

¿Qué m‘offre l‘avanir? De courtes espérances.

¿Qué m‘offre le passeé? Des fautes, des regrets.

Tel est le sort de l‘homme; il s‘instruit avec l'áge:

Mais que sert d‘etre sage,

Quand le terme est si prés

Le passé, le present, l'avenir, tout m‘afflige;

La vie a son declin est pour moi sans prestige;

Dans le miroir du temps elle perd ses appas;

Plaisirs! allez chercher l‘amour et la jeunesse;

Laissez moi ma tristesse,

Et ue l'insultez pas!

Memorias de ultratumba Tomo II
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