20.

Mr. de Laharpe dejó este mundo el 11 de febrero de 1803. El autor de las Estaciones moría casi al mismo tiempo en medio de todos los consuelos de la filosofía, como Mr. de Laharpe entre los de la religión; el uno visitado por los hombres y el otro por Dios.

Mr. de Laharpe fue enterrado el 12 de febrero de 1803 en el cementerio de la barrera de Vaugirard. Colocado el ataúd al borde de la fosa sobre el montón de tierra que debía cubrirle, Mr. de Fontanes pronunció un brillante discurso. Aquella fue una escena lúgubre; torbellinos de nieve caían del cielo y blanqueaban el paño fúnebre que el viento levantaba

Era dejar llegar las últimas palabras de la amistad hasta los oídos de la muerte. El cementerio ha sido demolido y Mr. de Laharpe exhumado: apenas se veían algunas de sus tranquilas cenizas. Casado durante el directorio, Mr. de Laharpe, no había sido muy dichoso con su linda consorte. Esta le tomó horror desde el momento que le vio y no quiso concederle jamás derecho alguno.

PARÍS, 1838.

Años de mi vida, 1802 y 1803.— Entrevista con Bonaparte.

Mientras que nos hallábamos ocupados en vivir y morir vulgarmente, se perpetuaba la marcha gigantesca del mundo el hombre del tiempo ocupaba su alto puesto en la raza humana. En medio de los grandes trastornos precursores de la descomposición universal, había yo desembarcado en Calais, para concurrirá la acción general en la parte asignada a cada soldado. El primer año del siglo llegué al campo en que Bonaparte batía en retirada a los destinos, y pronto fue nombrado primer cónsul perpetuo.

Después de la adopción del concordato por el cuerpo legislativo en 1802, Luciano, ministro de lo Interior, dio una fiesta en honor de su hermano a la que fui convidado, por haber reunido las fuerzas cristianas y llevándolas a la pelea. Hallábame en la galería cuando entró Napoleón: me sorprendió agradablemente; nunca le habían visto sino de lejos: su sonrisa era afable; sus ojos inmejorables, sobre todo por el modo con que se hallaban colocados bajo su frente y bajo sus cejas. No había aun en su mirada ninguna charlatanería, nada de teatral y de afectado. El Genio del Cristianismo, que metía mucho ruido por entonces, había obrado sobre Napoleón. Una imaginación prodigiosa animaba a aquel político tan glacial; no hubiera llegado a ser lo que era, si la musa no hubiera tomado parte; la razón ponía en práctica las ideas del poeta. Todos estos hombres grandes son siempre un compuesto de dos naturalezas, porque es menester que sean capaz de inspiración y de acción: la una engendra la idea; la otra la realiza.

Bonaparte me vio y me reconoció, no sé en qué. Guando se dirigió hacia mi no se sabia a quien buscaba: abríanse sucesivamente las filas de los concurrentes; cada uno de por sí esperaba que el cónsul se detuviera ante él; parecía que Bonaparte experimentaba una cierta impaciencia conociendo estas equivocaciones. Me coloqué detrás de todos; pero Bonaparte alzó la voz, y me dijo: «¡Mr. de Chateaubriand!» Quedeme entonces solo y delante de los demás, porque la concurrencia se retiró, y se colocó formando círculo alrededor de los interlocutores. Bonaparte se acercó a mí con agrado, ahorrando cumplidos, ociosas preguntas, y sin preámbulo alguno habló del Egipto y de los árabes, como si fuese su íntimo amigo, y como si no hiciera otra cosa que seguir una conversación empezada de antemano entre nosotros.

«Me sorprendía, dijo, siempre que veía a los cheiks volverse hacia el Oriente y tocar la arena con su frente. ¿Que sería esa cosa desconocida que adoraban en el Oriente?»

Bonaparte se paró un momento, y pasando sin transición a otra idea: —«¡El cristianismo! ¿Los ideólogos no han querido hacer de él un sistema de astronomía? Aun cuando fuera así, ¿podrían acaso persuadirme de que él cristianismo es mezquino? Si el cristianismo es una alegoría del movimiento de las esferas, la geometría de los astros, los espíritus fuertes han concedido a su pesar demasiada: grandeza al infame.»

Bonaparte se alejó en seguida. Gomo a Job, durante la noche, «un espíritu pasó delante de mí; las carnes se me estremecían; allí estuvo, no conozco su semblante, y he oído su voz como un ligero soplo.»

Mi vida no ha sido otra cosa que una serie de fantasmas, el infierno y el ciclo se han abierto continuamente bajo mis pies o sobre mi cabeza, sin que haya tenido tiempo para sondear sus tinieblas o sus resplandores. Una sola vez he encontrado al hombre del siglo pasado y al hombre del nuevo siglo sobre las riberas de ambos mundos; Washington y Napoleón. Hablé un breve rato con uno y con otro; ambos me enviaron a la soledad: el primero por medio de una benévola despedida, el segundo por un crimen.

Noté yo que al cruzar por entre la concurrencia, Bonaparte fijaba sobre mí miradas más profundas que las que me había dirigido al hablarme. Seguíale yo también con la vista.

PARÍS, 1837.

Años de mi Vida, 1803 y 1804.— Soy nombrado primer secretario de embajada en Roma.

A consecuencia de esta entrevista, Bonaparte pensó en mí para enviarme a Roma; había conocido al primer golpe de vista cómo y en dónde podía serle útil. Importábale poco que me hubiese anteriormente ocupado en los negocios, y que ignorase hasta la primera palabra de la diplomacia práctica; creía que ciertos talentos saben siempre y que no necesitan aprendizaje. Era un gran conocedor de los hombres, pero quería que no tuviesen talento más que para él, y con la condición de que se hablase poco de este talento; celoso de toda reputación, la miraba como una usurpación de lo suyo; no debía haber en el universo nadie más que Napoleón.

Fontanes y Mme. Bacciochi me hablaron de lo satisfecho que había quedado el cónsul de mi conversación: yo no había desplegado mi boca, y esto quería decir que Bonaparte se hallaba satisfecho de sí mismo. Me instaron a que me aprovechase de mi fortuna.— Jamás había pasado por mi imaginación la idea de llegar a ser algo: así es que rehusé. Entonces interpusieron una autoridad a la que me era difícil resistir.

El abate Emery, director del seminario de San Sulpicio, vino a rogarme a nombre del clero, que aceptase por el bien de la religión la plaza de primer secretario de la embajada que Bonaparte destinaba a su tío, el cardenal Fesch. Hízome notar que no siendo gran cosa la aptitud del cardenal, llegaría a hacerme dueño absoluto de los negocios. Una extraña casualidad me había relacionado con el abate Emery: había pasado, como ya llevo dicho, a los Estados Unidos en compañía del abate Nagoty de algunos seminaristas... Este recuerdo de mi oscuridad, de mi juventud, de mi vida de viajero, que se reflejaba mi vida pública, me ocupaba el espíritu y el corazón. El abate Emery, estimado por Bonaparte, era astuto por su naturaleza, por su traje y por la revolución; pero esta triple astucia no le servía sino en provecho de su verdadero mérito: ambicioso únicamente de hacer bien, no obraba sino para la mayor prosperidad del seminario. Circunspecto en sus acciones y en sus palabras, hubiera sido infructuoso el intentar violentarle, porque siempre presentaba fácil acceso en sus giros, en cambio de una voluntad que jamás cedía: su fuerza consistía es esperar sentado sobre su tumba.

No le salió bien la primera tentativa; pero volvió a la carga, y su paciencia me venció. Acepté el empleo que tenía encargo de proponerme, aunque siempre convencido de mi inutilidad para el puesto a que me destinaban: no valgo para nada hallándome en segunda línea. Hubiera tal vez retrocedido aun, si la idea de Mme. de Beaumont no hubiese venido a poner término a mis escrúpulos. La hija de Mr. de Montmorin se hallaba a las puertas de la muerte; el clima de Italia debía serle, según decían, sumamente favorable; yendo yo a Roma se decidiría ella a pasar los Alpes, y me sacrifiqué con la esperanza de salvarla. Madama de Chateaubriand se preparaba para ir a reunirse conmigo; Mr. Foubert hablaba de acompañarla, y Mme. de Beaumont partió para Mont-Dor, con el objeto de terminar su curación a orillas del Tíber.

Mr. de Talleyrand ocupaba el ministerio de Negocios extranjeros; me expidió el nombramiento, y comí en su casa: quedó siempre fijo en mi imaginación tal como lo había ella colocado desde el primer momento. Por lo demás, sus buenos modales hacían un raro contraste con los de los canallas que le rodeaban; sus truhanerías eran de una grande importancia; a los ojos de un enjambre de ignorantes, la corrupción de las costumbres pasaba por genio; la superficialidad del talento, por profundidad. La revolución era demasiado modesta; no apreciaba lo bastante su superioridad; no es gran cosa, a pesar de todo, el hallarse a mayor o menor altura que el crimen.

Vi a los eclesiásticos apegados al cardenal; conocí al alegre abate de Bonnevie, limosnero en otro tiempo del ejército de los príncipes, se había hallado en la retirada de Verdún; había sido también gran vicario del obispo de Chalón, Mr. de Clermont-Tonnerre, que se embarcó después que nosotros para reclamar una pensión de la Santa Sede, en calidad de Chiaramonte. Terminados todos mis preparativos, me puse en camino; debía hallarme en Roma antes que el tío de Napoleón.

PARÍS, 1838.

Año de mi vida, 1803.— Viaje de París a los Alpes de Saboya.

En Lyon volví a ver mi amigo Mr. Ballanche. Fui testigo de la renaciente festividad del Corpus; me creía con derecho a aquellos ramilletes de flores, a aquella alegría del cielo que había respetado la tierra.

Continué mi camino; hallaba en todas partes una cordial acogida; mi nombre se hallaba mezclado al restablecimiento de los altares. El placer más vivo que he experimentado es el de haber sido honrado en Francia y en el extranjero con las muestras de un interés como el que me profesaban. Sucedíame alguna vez, en tanto que descansaba en alguna posada de un pueblo, ver entrar a un padre y a una madre con su hijo; traíanme aquel hijo, decían, para que me diese gracias. ¿Era amor propio el placer que entonces experimentaba? ¿Qué importaba a mi vanidad el que oscuras y honradas gentes me manifestasen su satisfacción en un camino real, en un sitio en que nadie las oía? Lo que me enternecía, a lo menos así me atrevo a creerlo, era el haber hecho algún bien, haber consolado a algunos afligidos, hecho renacer en el fondo de las entrañas de una madre la esperanza de criar un hijo cristiano; esto es, un hijo sumiso, respetuoso y amante de su familia. ¿Hubiera experimentado esta satisfacción pura si hubiese escrito un libro en que se hubieran menoscabado las costumbres y la religión?

Saliendo de Lyon, el camino es muy triste; desde la Cour-du-Pin hasta Pont de Beauvoisin, es frondoso y ameno.

En Chambery, donde el alma caballeresca de Bayard se presentó tan sublime, una mujer recogió a un pobre hombre, quien por premio de la hospitalidad que había recibido, se creyó filosóficamente obligado a deshonrarla. Tal es el peligro de las letras; el deseo de hacer ruido se sobrepone a todos los sentimientos de generosidad; si Rousseau no hubiese llegado a ser un escritor célebre, hubiera ocultado en los valles de Saboya las debilidades de la mujer que había alimentado; hubiérase sacrificado a los defectos de su amiga; la hubiera consolado en su vejez en lugar de darla una caja de tabaco y huir. ¡Ah, que la voz de la amistad ultrajada no se alce jamás contra nuestra tumba!

Pasado Chambery, se presenta la contente del Isere. Vense por todas partes y en medio de los valles cruces sobre los caminos y madonas en los troncos de los árboles. Las pequeñas iglesias, rodeadas de arboleda, forman un bello contraste con las elevadas montañas. Cuando los torbellinos del invierno descienden de estas cimas, cubiertas de témpanos de hielo, el saboyano se pone a cubierto en su templo campestre y reza.

Los valles que se atraviesan más allá de Montmeliar hállanse bordeados por montes de variadas formas, ya desnudos y ya vestidos de espesas selvas.

Aiguebelle parece terminar los Alpes; pero al volver una roca aislada caída en el camino, se dejan ver nuevos valles que siguen el curso del Arche.

A entrambos lados del río se ven montes elevados; sus flancos se van haciendo cada vez más perpendiculares; sus cimas estériles empiezan a presentarse cubiertas de nieve; precipítanse desde ellas torrentes que van a engrosar el Arche. En medio de este tumulto de las aguas, se nota una pequeña cascada que se desliza con gracia indecible bajo un toldo de sauces.

Habiendo atravesado por Saint-Jean-de-Maurienne y llegado a Saint-Michel al ponerse el sol, no pude hallar caballos: viéndome precisado a detenerme, salí a dar una vuelta por fuera del pueblo. La atmósfera aparecía trasparente en la cresta de las montañas; sus picos se dibujaban con una limpieza asombrosa, en tanto que una densa oscuridad, partiendo de sus pies, se elevaba hacia sus cimas. El cauto del ruiseñor resonaba abajo; el grito del águila arriba; el almez florido destacábase en el valle; la blanca nieve sobre la montaña. Un castillo, obra de los cartagineses, según tradición popular, presentábase sobre las obras exteriores cortadas en picos. Allí se había incorporado a la roca el odio de un hombre más poderoso que todos los obstáculos. La venganza del género humano pesaba sobre un pueblo libre que no podía elevar el edificio de su grandeza sino con la esclavitud y la sangre del resto del mundo.

Partí al amanecer y llegué a las dos a Lans-le- Bourg, al pie del Monte Cenis. Al entrar en el pueblo vi a un paisano que tenía cogido un aguilucho por las patas; una multitud cruel maltrataba al joven rey insultando la debilidad de la edad y la majestad caída; el padre y la madre del noble huérfano, habían sido muertos; propusiéronme que si quería comprarlo: después murió de resultas de los malos tratamientos que la habían hecho sufrir antes de mi llegada. Acordome entonces del desgraciado niño, de Luis XVII; hoy pienso en Enrique V. ¡Qué rapidez de caída y de desgracia!

En este punto empiézase a subir el Monte Cenis, y se deja el riachuelo Arche, que conduce al pie de a montaña. Al otro lado del Monte Cenis, el Doira, os abre las puertas de Italia. Los ríos no solo son grandes caminos que andan, como los llama Pascal, sino que trazan además el camino a los hombres.

Cuando me vi por primera vez en la cima de los Alpes, apoderose de mí una emoción extraña; hallábame como la alondra que cruzaba al mismo tiempo que yo la helada plataforma, y que después de haber entonado su canción en la llanura se arrojaba sobre la nieve en vez de bajar sobre las mieses. Las estancias que me inspiraron estas montañas en 1822, pintan bastante bien los sentimientos que me agitaban en los mismos sitios en 1803:

Alpes, vous n’avez point, subi mes destinées!

Le temps ne vous peut rien;

Vos fronts legérement vut porté Ies années

Qui pésent sur le mien.

Pour la premiére, quand, rempli d'esperance,

Je franchis vos rempart,

Ainsi que l‘horizon, un avenir inmense S'ouvrait á mes regards.

L'Italie á mes pieds, et devant moi lo monde!

Memorias de ultratumba Tomo II
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