11.

Jamás se acostaba sin golpear antes en tierra tres veces con su chinela diciendo al autor de las Estaciones: «¡Buenas noches, amigo mío!» A esto se reducía en 1803 la filosofía del siglo XVIII.

La sociedad de Mme. de Houdetot, de Diderot, de Saint-Lambert, de Rousseau, de Grimm y de Mme. de Epinay me hicieron insoportable el valle de Montmorency, y aunque bajo el aspecto de los hechos, me alegro de que se haya presentado a mi vista una reliquia de los tiempos voltairianos, no echo de menos para nada aquellos tiempos. Últimamente he visto en Sannois la casa que habitaba Mme. de Houdetot reducida a cuatro paredes. Un atrio desierto interesa siempre; pero ¿qué es un hogar donde no reside la belleza, ni la madre de familia, ni la religión, y cuyas cenizas si no se hubiesen dispersado nos recordarían solamente los días que no han sabido hacer más que destruir?

PARÍS, 1838.

Viaje al Mediodía de Francia.

Era el mes de octubre de 1802, cuando una impresión furtiva de El Genio del Cristianismo, hecha en Aviñón, me condujo al Mediodía de Francia. Yo, que no conocía más que mi pobre Bretaña, y las provincias del Norte, que atravesé al dejar mi país, iba a ver el cielo de Provenza, ese cielo en el que iba a encontrar un reflejo de Italia y de Grecia, hacia donde mi instinto y la inspiración me arrastraban. Hallábame en una feliz disposición; mi reputación hacia mi vida dichosa; en el primer éxtasis de la fama, hay una multitud de sueños, y los ojos gozan sobremanera con luz que se levanta; pero que se eslinga esta luz, y os dejará en la más sombría oscuridad: si persiste, la costumbre de verla os hará insensible a su resplandor.

Lyon me causó un placer indecible. Volví a hallar esas obras de los romanos que no había visto desde el día en que leí en el anfiteatro de Tréveris algunas páginas de la Atala, sacadas de mi mochila. Barcos entoldados, cada uno con su luz, atravesaban el Saona; conducíanlos mujeres; una barquera de diez y ocho años que me tomó a bordo arreglaba a cada golpe de remo unas flores atadas a su sombrero. Por la mañana me despertaron las campanas. Parecía que los conventos de los alrededores habían recobrado sus solitarios monjes. El hijo de Mr. Ballange, propietario después de Mr. Migneret, del Genio del Cristianismo, era mi huésped; después fue mi amigo. ¿Quién no conoce hoy al filósofo cristiano, cuyos escritos brillan con esa dulce claridad, sobre la que se deleita uno en fijar sus miradas, como sobre el rayo de luz de un astro querido?

El barco que me conducía a Aviñón, se vio obligado a detenerse en Tain el 27 de octubre, a causa de una tempestad. Me figuraba estar en el centro de la América; el Ródano me representaba mis caudalosos ríos salvajes. Estaba alojado en una pequeña posada a la orilla misma del agua; un conscripto se hallaba de pie, en un rincón de la cocina; llevaba un saco a la espalda, e iba a reunirse al ejército de Italia. Yo escribía sobre el fuelle de la chimenea, teniendo delante de mí a la posadera sentada y silenciosa, la que por consideración al viajero amenazaba al gato y al perro para que no hiciesen ruido.

Un artículo que había hecho bajando el Ródano, relativo a la legislación primitiva de Mr. Bonald, me ocupaba entonces; yo preveía lo que sucedió después: «La literatura francesa, decía yo, va a cambiar de aspecto; con la revolución van a nacer otros pensamientos, otro modo de mirar las cosas y los hombres. Es fácil de prever que los escritores se dividirán. Mientras unos se esforzarán por salir de las antiguas sendas, otros procurarán seguir los modelos antiguos; pero presentándolos bajo un nuevo aspecto. Es bastante probable que estos últimos concluyan por alcanzar la victoria sobre sus adversarios; porque apoyándose en las grandes tradiciones y en los grandes hombres, tendrán guías más seguros y documentos más fecundos.»

De la historia son las líneas con que termina mi critica: mi espíritu marchaba desde entonces con mi siglo: «¡El autor de este artículo, proseguía, no puede rehusar una imagen que le ofrece la posición en que se encuentra. En el momento de escribir estas últimas líneas, se ve arrastrado por la corriente de uno de los mayores ríos de Francia. Sobre dos opuestas montañas descuellan dos torres ruinosas, en lo alto de las cuales vense suspendidas unas pequeñas campanas que repican los campesinos a nuestro tránsito. Este río, estas montañas, estos sonidos, estos monumentos góticos, entretienen un momento los ojos del espectador; pero nadie se detiene para llegar adonde la campana le invita. Así los hombres que hoy día predican la moral y la religión, dan inútilmente la seña desde lo alto de sus ruinas a los que arrastra el torrente del siglo: asómbrase el viajero de la grandeza de las ruinas, de la suavidad de los sonidos que de ellas emanan, de la majestad de los recuerdos que se elevan de ellas, pero no interrumpe su marcha y todo lo olvida al primer recodo del río.»

Habiendo llegado a Aviñón la víspera de Todos los Santos, un muchacho que llevaba libros me presentó algunos, y le compré tres ediciones distintas y falsificadas de una novelita titulada Atala. Recorriendo librería por librería, encontré al raptor, para el que yo era desconocido. Me vendió los cuatro tomos del Genio del cristianismo al precio razonable de nueve francos el ejemplar, haciéndome un grande elogio de la obra y de su autor. Vivía en una hermosa casa con patio y jardín. Pensé que había hallado el pájaro en su nido: al cabo de veinte y cuatro horas me fatigué de perseguir la fortuna y me convine con el falsificador por una friolera.

Visité a Mme. de Jauson, mujer de corta estatura, delgada, blanca, activa, la que habitaba en su quinta, luchando con el Ródano al mismo tiempo que se defendía contra los años y se batía a escopetados con los habitantes de la ribera.

Antes de ahora, los viajes transalpinos comenzaban siempre por Aviñón, que era la puerta de Italia. Dicen los geógrafos: «El Ródano pertenece al rey; pero la ciudad de Aviñón está regada por un ramal el Sorgue que pertenece al papa.» ¿Está el papa muy seguro de poseer por largo tiempo la propiedad del Tíber? En Aviñón se acostumbraba visitar el convento de los Celestinos. El buen rey Renato, que cuando soplaba el viento ultramontano disminuía los impuestos, pintó en un salón del convento de los Celestinos un esqueleto: era el de cierta mujer de singular hermosura a la que había amado.

El sepulcro de Madona Laura hallábase en el templo de los Franciscanos: Francisco I mandó abrirlo y saludó a aquellas cenizas inmortalizadas. El vencedor de Marignan, dejó sobre la nueva tumba que mandó construir el epitafio siguiente:

En petit lieu compris vous pouvez voir

Ce qui comprend beaucoup par renommée:

¡O gentille ame!, estant tant estimée,

¿Qui se pourra louer que en se saissant?

Car la parole est tousjours réprimée

Quand le sujet surmonte le disant

Memorias de ultratumba Tomo II
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