PRIMERA PARTE
LONDRES, de abril a setiembre de 1822.
Mis ocupaciones en provincia.— Muerte de mi hermano.— Desgracias de mi familia.— Dos Francias.— Cartas de Hingant.
Con las excursiones que empecé a hacer a caballo, recobré algunas, fuerzas y se restableció un poco mi salud. La Inglaterra, vista con detención, era triste, pero me hechizaba: en todas partes se me ofrecían los mismos objetos y los mismos paisajes. El estudio endulzó principalmente mis pesares: bien hacia Cicerón en recomendar el comercio de las letras en las aflicciones de la vida. Las mujeres estaban contentísimas con haber encontrado un francés a quien hablar en su lengua.
Las desventuras de mi familia, que supe por los periódicos, me obligaron a descubrir mi verdadero nombre (pues me fue imposible ocultar mi dolor), y aumentaron el interés de aquella gente en favor mío. Los papeles públicos anunciaron la muerte de Mr. de Malesherbes, la de su hija la señora presidenta Rosambo, la de su nieta la señora condesa de Chateaubriand, y la del conde de Chateaubriand, esposo de esta y hermano mío, inmolados juntos el mismo día, a la misma hora y en el mismo cadalso; Mr. de Malesherbes era un objeto de veneración para los ingleses, y mi alianza con el defensor de Luis XVI hizo subir de punto la benevolencia con que me trataban mis huéspedes.
Por mi tío Mr. de Bedée supe las persecuciones que sufrían mis demás parientes. Mi anciana e incomparable madre se había visto precisada a subir a una carreta con otras victimas, y a pasar desde el fondo de Bretaña a los calabozos de París, para compartir la suerte de aquel hijo a quien tanto había amado. Mi esposa y mi hermana Lucila aguardaban su sentencia en los calabozos de Rennes, desde los cuales se pensó trasladarlas al castillo de Combourg, convertido en fortaleza del estado, culpándose a su inocencia por el crimen de mi emigración. ¡Qué valían nuestras aflicciones en tierra extraña comparadas con las de los franceses que residían en su patria!
Y sin embargo, ¡qué desgracia no era saber, en medio de los padecimientos del destierro, que aquel destierro mismo servía de pretexto para perseguir a nuestros allegados!
La sortija que recibió en arras mi cuñada cuando se casó la encontraron hace dos años en medio del arroyo de la calle Cassette. Estaba rota cuando me la llevaron, y sus dos arillos pendían abiertos y enlazados uno con otro; pero aun se leían perfectamente los nombres en ellos grabados. ¿Cómo pareció esta sortija? ¿En qué sitio y época se perdió? ¿Pasó la víctima, que estaba presa en Luxemburgo, por la calle Cassette al marchar al suplicio? ¿Dejó caer el anillo desde la carreta, o se lo quitaron del dedo después de la ejecución? El aspecto de aquel símbolo, que por su quebradura y su inscripción evocaba en mi mente tan crueles recuerdos, me enterneció en extremo. Parecía que mi cufiada me lo enviaba misteriosa y fatídicamente desde la morada de los muertos, en memoria suya y de su hermana. ¡Ojalá que no sea fatal para su hijo a quien se lo he enviado!
Chere orphelin, image de ta mére,
au ciel pour toi je demaude ici-bas
les jours heureux retranchés a ton pére
et les enfans que tan oncle n‘a pas