PARÍS, 1839.
AÑOS 1811,1812, 1313, y 1814.
Publicación del Itinerario.— Carta de Beausset.— Muerte de Chenier.— Soy admitido en el número de los miembros del Instituto.— Asunto de mi discurso.
El año 1811 fue uno de los más notables de mi carrera literaria.
Publiqué el Itinerario de París a Jerusalén; reemplacé en el Instituto a Mr. de Chenier, y comencé a escribir las Memorias que ahora concluyo.
El éxito del Itinerario fue tan completo como disputado había sido el de los Mártires. No hay escritorzuelo que a la aparición de su fárrago deje de recibir cartas de felicitación. Entre los cumplidos que se me hicieron, no puedo dejar de mencionar la carta que me escribió un hombre virtuoso y de mérito que ha publicado dos obras, cuya autoridad se halla universalmente reconocida, y que nada dejan que decir sobre Bossuet y Fenelon. El historiador de estos grandes prelados es el obispo de Alais, cardenal de Beausset. Me alaba desmedidamente, según la costumbre admitida cuando se escribe a un autor, y aun cuando este método no sea el más adecuado, el cardenal da por lo menos a conocer la opinión general del momento acerca del Itinerario; preveía, con respecto a Cartago, las objeciones de que sería objeto mi modo de pensar geográfico: sin embargo, este dictamen ha prevalecido, y vuelto a colocar en su verdadero sitio los puestos de Dido. Esta carta agradará indudablemente, porque en ella se encuentran la elocución de una sociedad escogida, y ese estilo que hacen tan grave y dulce la cultura, la religión y las costumbres: excelencia de tono que estamos muy distantes de poseer en el día.
En Villemoisson por Lonjumeau (Sena y Oise).
25 DE MARZO DE 1811.
¡Debíais recibir, señor, y habéis recibido el justo tributo del reconocimiento y de la satisfacción pública. Pero puedo aseguraros que ninguno de vuestros lectores ha gozado como yo una sensación tan agradable y verdadera al ver vuestra interesante obra. Sois el primero y único viajero que no ha tenido necesidad del Auxilio de los dibujos y grabados, para presentar a la vista de sus lectores los lugares y monumentos que producen hermosos recuerdos y grandes imágenes. Vuestra alma lo ha sentido todo, vuestra imaginación todo lo ha pintado y el lector siente con vuestra alma y ve con vuestros ojos.
«No podría expresaros, sino débilmente, la impresión que he experimentado desde las primeras páginas, al dirigirme con vos a lo largo de las costas de la isla de Corcyra, y al ver abordar todos aquellos hombres eternos que contrarios destinos han conducido a ellas sucesivamente. Unas cuantas líneas os han sido suficientes para grabar para siempre las huellas de sus pasos: constantemente se las volverá a encontrar en vuestro Itinerario que las conservará con mucha más fidelidad que muchos mármoles que no han sabido guardar los grandes nombres que se les habían confiado.
«En la actualidad conozco los monumentos de Atenas como se desea conocerlos. Ya los había visto y admirado en hermosos grabados, pero no los penetraba todavía a fondo. Con demasiada frecuencia suele olvidarse que si los arquitectos necesitan una descripción exacta, medidas y proporciones, los hombres tienen necesidad también de descubrir el alma y el genio que concibieron los pensamientos de aquellos grandes monumentos.
«Vos habéis devuelto a las pirámides esa noble y profunda intención, que declamadores triviales ni aun Habían percibido.
«Os agradezco en extremo, señor, el que hayáis entregado a la justa execración de todos los siglos ese pueblo estúpido y feroz que hace mil y doscientos años está esparciendo la desolación por las comarcas más hermosas de la tierra. No puede menos de sonreírse uno con vos cuando anunciáis que tenéis la esperanza de volverle a ver entrar en los desiertos de donde ha salido.
«Me habéis inspirado un sentimiento pasajero de indulgencia para con los árabes, porque los pintáis muy semejantes a los salvajes de la América Septentrional.
«Parece haberos conducido la Providencia a Jerusalén, para asistir a la última representación de la primera escena del cristianismo. Si no es dado a los ojos de los hombres el volver a ver aquel sepulcro, el único que se encontrará desocupado el último día, los cristianos le hallarán siempre en el Evangelio, y las almas meditadoras y sensibles en vuestras pinturas.
«Los críticos no dejarán de censuraros los hombres y los hechos de que habéis cubierto las ruinas de Cartago que no podíais describir puesto que ya no existen. Pero os ruego encarecidamente, señor, que os limitéis tan solo a preguntarles si no se incomodarían ellos mismos de no volverlas a encontrar en esas pinturas tan atractivas.
«Tenéis el derecho de gozar, señor, de un género de gloria que os pertenece exclusivamente por una especie de creación, pero hay un goce todavía más satisfactorio para un carácter como el vuestro, y es el de haber dado a las creaciones de vuestro genio la nobleza de vuestra alma y la elevación de vuestros sentimientos. Esto es lo que en todo tiempo asegurará a vuestro nombre y a vuestra memoria, la estimación, la admiración, y el respeto de todos los amigos de la religión, de la virtud y del honor.
«Con este título os suplico, señor, os dignéis aceptar el homenaje de mis sentimientos.
«L. F. DE BEAUSSET, obispo de Alais.»
Mr. de Chenier murió el 10 de enero de 1811, y mis amigos concibieron la fatal idea de instarme para que le reemplazase en el Instituto. Pretendían que expuesto como estaba a la enemistad del jefe del gobierno, a las sospechas y enredos de la policía, me era necesario entrar en una corporación poderosa entonces por su nombradía y por los hombres que la componían, y que resguardado con este escudo podría trabajar pacíficamente. Tenía una repugnancia invencible a ocupar plaza alguna, aunque no fuese del gobierno, y me acordaba demasiado de lo que me había costado la primera. La herencia de Chenier me parecía peligrosa, no podría decirlo todo sin exponerme: no quería pasar en silencio el regicidio, aunque Cambaceres fuese la segunda persona del Estado: estaba decidido a hacer que se oyesen mis reclamaciones en favor de la libertad, y a elevar mi voz contra la tiranía: quería explicarme acerca de los horrores de 1793, manifestar mi sentimiento por la caída de la familia de nuestros reyes, y gemir por las desgracias de los que le habían permanecido fieles. Mis amigos me respondieron que me engañaba, que algunas alabanzas al jefe del gobierno, imprescindibles en el discurso académico, alabanzas, de que bajo un concepto, encontraba digno a Bonaparte, le harían tragar todas las verdades que yo quisiese decirle, y que tendría al mismo tiempo el honor de haber mantenido mis opiniones, y la felicidad de hacer que cesasen los terrores de madama de Chateaubriand. A fuerza de asediarme me rendí; pero les declaré que se equivocaban, y que Bonaparte no se dejaría engañar por unos lugares comunes acerca de su hijo, su esposa, y su gloria: que sentiría mucho más vivamente la lección: que reconocería al dimisionario cuando la muerte del duque de Enghien, y al autor del artículo, origen de la supresión del Mercurio: y por último, que en vez de asegurar mi reposo, reanimaría las persecuciones contra mí. Bien pronto se vieron obligados a reconocer la exactitud de mis palabras; pero es verdad que no habían previsto la temeridad de mi discurso.
Iba a hacer las visitas de costumbres a los individuos de la Academia. Mme. de Vintimille me condujo a casa del abate Morellet. Le encontramos sentado en un sillón junto a la chimenea: se había dormido, y el Itinerario que estaba leyendo se le había caído de las manos. Despertó medio soñando al oír mi nombre que anunció su criado, y levantando la cabeza gritó: «hay narraciones largas, muy largas.» Yo le dije sonriendo que lo creía así, y que acortaría la nueva edición. Fue buen hombre y me prometió su voto, a pesar de Atala. Cuando después vio la luz pública, La Monarquía, según la Carta, no podía desechar su asombro de que el autor de aquella obra política lo fuese el cantor de la hija de las Floridas. ¿No había escrito Grocio la tragedia de Adán y Eva, y Montesquieu el Templo de Gnido?... Mas es cierto que yo no era ni Grocio ni Montesquieu.
Se verificó la elección, y hecho el escrutinio obtuve una gran mayoría. Enseguida me puse a trabajar en mi discurso, y no contentándome le rehíce veinte veces: unas, queriendo hacer posible su lectura, le encontraba demasiado fuerte, y otras volviendo a encolerizarme me parecía demasiado débil. No sabía cómo medir la dosis del elogio académico. Si a pesar de mi antipatía a Napoleón hubiese querido expresar la admiración que me causaba la parle pública de su vida, me habría excedido en la peroración. Milton, a quien cito en el exordio de mi discurso, me suministraba un modelo: en su Segunda defensa del pueblo inglés hizo un pomposo elogio de Cromwell.
«Tú, no solo has eclipsado las acciones de todos nuestros reyes, dice, sino las que se refieren de nuestros héroes fabulosos. Reflexiona con frecuencia en la rara prenda que la tierra que te ha dado el ser, ha confiado a tu cuidado; la libertad, que esperó en otro tiempo de la flor del talento y de las virtudes, ahora la espera de ti, y se lisonjea obtenerla de ti solo; honra las vivas esperanzas que hemos concebido; honra la solicitud de la anhelante patria; respeta las miradas y las heridas de los bravos compañeros que bajo tu bandera han combatido intrépidamente por la libertad; respeta las sombras de los que perecieron en el campo de batalla; en fio, respétate a ti mismo: no sufras, después de haber arrastrado tantos peligros por amor a la libertad, que sea violada por ti mismo o atacada por otras manos. Tú no puedes ser verdaderamente libre sin que lo seamos también nosotros. Tal es la naturaleza de las cosas: el que usurpa la libertad de los demás, es el primero que pierde la suya y se convierte en esclavo...»
Johnson no ha citado más que las alabanzas dirigidas al protector, para poner al republicano en contradicción consigo mismo. El hermoso pasaje que acabo de traducir muestra lo que formaba el contrapeso de aquellas alabanzas. La crítica de Johnson yace en el olvido, y la defensa de Milton subsiste: todo lo que pertenece a los arrebatos de los partidos y a las pasiones del momento, muere como ellos y con ellas.
Preparado ya mi discurso, fui llamado para leerle ante la comisión nombrada para oírle; fue rechazado por ella, excepto dos o tres individuos. Era necesario ver el terror de los fieros republicanos que me escuchaban, y a quienes asustaba la independencia de mis opiniones: temblaban de indignación y espanto a la palabra libertad. Mr. Daru llevó a Saint-Cloud el discurso. Bonaparte declaró que si se hubiese pronunciado, hubiera mandado cerrar las puertas del Instituto, y me hubiera arrojado a una mazmorra por toda mi vida.
Recibí esta esquela de Mr. Daru.
Saint Cloud, 28 de abril de 1811.
«Tengo el honor de participar a Mr. Chateaubriand, que cuando guste venir a Saint-Cloud podré devolverle el discurso que ha tenido la bondad de confiarme. Aprovecho esta ocasión para renovarle la seguridad de la alta consideración con que tengo el honor de saludarle.
«DARU.»
Fui a Saint-Cloud, y Mr. Daru me entregó el manuscrito tachado en varias partes, marcado ab irato con paréntesis y rayas de lápiz por Bonaparte: la uña del león había penetrado por todas partes, y sentía una especie de irritación mezclada de placer al creer que se introducía en mi costado. Mr. Daru no me ocultó la cólera de Napoleón; pero me dijo que conservando la peroración excepto algunas palabras, y alterando casi todo el resto seria recibido con grandes aplausos. Habían copiado el discurso en el palacio, suprimiendo algunos pasajes, e interpolando algunos otros. Poco tiempo después apareció en las provincias impreso de aquel modo.
Este discurso es uno de los mejores títulos de la independencia de mis opiniones y de la constancia de mis principios. Mr. Suard libre y enérgico decía, que si se hubiese leído en plena Academia, hubiera hecho estremecer las bóvedas del salón con la explosión de los aplausos. ¡Figuraos en efecto el exaltado elogio de la libertad, pronunciado en medio del servilismo del imperio!...
Había conservado el tachado manuscrito con un cuidado religioso, la fatalidad quiso que al dejar la enfermería de María Teresa se quemase con otros muchos papeles. Sin embargo, los lectores de estas Memorias no se verán privados de él: uno de mis colegas tuvo la generosidad de sacar una copia: hela aquí:
«Cuando Milton publicó el Paraíso Perdido, ninguna voz se elevó en los tres reinos de la Gran Bretaña para alabar una obra que, a pesar de sus muchos defectos, no por eso deja de ser uno de los mejores monumentos del ingenio humano. El Homero inglés murió olvidado, y sus contemporáneos dejaron al porvenir el cuidado de inmortalizar al cantor de Edén. ¿Es esta acaso una de esas grandes injusticias literarias de que casi todos los siglos ofrecen ejemplos? No, señores: apenas libres de las civiles guerras, los ingleses no pudieron resolverse a celebrar la memoria de un hombre, que se hizo notar por el ardor de sus opiniones en un tiempo de calamidades. ¿Qué reservaremos, dijeron, para la tumba del ciudadano que se sacrifica por la salud de su país, si prodigamos honores a las cenizas del que cuando más, puede exigirnos una generosa indulgencia? La posteridad hará justicia a la memoria de Milton, pero nosotros debemos una lección a nuestros hijos; debemos enseñarles con nuestro silencio, que los talentos son un presente funesto cuando se enlazan con las pasiones, y que vale más condenarse a la oscuridad, que hacerse célebre por las desgracias de su patria.
«¿Imitaré yo, señores, ese memorable ejemplo, en donde os hable de la persona y de las obras de Mr. Chenier? Para conciliar vuestros usos y mis opiniones, creo deber adoptar un justo medio entre un silencio absoluto y un examen profundo. Pero sean cuales fueren mis palabras, ninguna hiel envenenará este discurso. Si volvéis a encontrar en mi la franqueza de Duelos, compatriota mío, espero probaros también que tengo la misma lealtad.
«Curioso hubiera sido sin duda el ver lo que un hombre, colocado en mi posición y con mis ideas y principios, pudiera decir del hombre cuyo puesto ocupo en el día. Seria interesante examinar la influencia de las revoluciones sobre las letras, y demostrar que los sistemas pueden extraviar el talento, extraviarle en las engañosas sendas que parecen guiar a la fama, y solo conducen al olvido. Si Milton, a pesar de sus extravíos políticos, ha dejado obras que la posteridad admira, es porque Milton, sin abjurar sus errores, se retiró de una sociedad que se retiraba de él, para buscar en la religión el alivio de sus males, y el origen de su gloria. Privado de la luz del cielo, se creó una nuera tierra, un nuevo sol, y salió par decirlo así, de un mundo en donde solo había visto desgracias y crímenes. En los emparrados del Edén, colocó esa inocencia primitiva, esa felicidad santa que reinaron en las tiendas de Jacob y de Raquel; y puso en los infiernos los tormentos, las pasiones y los remordimientos de los hombres, cuyos furores había compartido.
«Desgraciadamente, aunque en las obras de monsieur Chenier se descubre el germen de un talento notable, no brillan ni por aquella antigua sencillez ni por aquella majestad sublime. El autor se distinguía por un talento eminentemente clásico. Ninguno conocía mejor los principios de la literatura antigua y moderna: teatro, elocuencia, historia, crítica, sátira, todo lo ha abrazado: pero sus escritos llevan el sello de los desastrosos días que los vieron nacer. Dictados con harta frecuencia por el espíritu de partido, han sido aplaudidos por las facciones. ¿Separaré yo, en los trabajos de mi predecesor, lo que ya ha pasado, como nuestras discordias, y lo que tal vez quedará, como nuestra gloria?... Aquí se hallan confundidos los intereses de la sociedad y los intereses de la literatura. No puedo olvidar bastante los unos para ocuparme únicamente de los otros: entonces, señores, me veo obligado a callar o a agitar cuestiones políticas.
«Hay personas que quisieran hacer de la literatura una cosa abstracta, y aislarla en medio de los negocios humanos. Estas personas me dirán: ¿por qué guardar silencio? No consideréis las obras de monsieur Chenier sino bajo el aspecto literario. Es decir, señores, que es preciso que abuse de vuestra paciencia y de la mía para repetir los lugares comunes que se encuentran por donde quiera, y que conocéis mejor que yo. A otros tiempos, otras costumbres: herederos de una larga serie de años pacíficos, nuestros antepasados podían dedicarse a las discusiones puramente académicas, que probaban mucho mejor su talento que su felicidad. Empero nosotros, restos infortunados de un gran naufragio, nosotros no tenemos ya lo que se necesita para gustar una calma tan perfecta. Nuestras ideas y nuestros espíritus han tomado un giro diferente. El nombre ha reemplazado entre nosotros al académico: despojando a las letras de lo que pueden tener de fútil, no las vemos ya más que a través de nuestros poderosos recuerdos y la experiencia de nuestra adversidad. ¡Qué!... ¿después de una revolución que nos ha hecho recorrer en algunos años los acontecimientos de muchos siglos, se prohibirá al escritor toda consideración elevada? ¿Se le negará examinar la parte seria de los objetos? ¿Pasará su vida frívolamente ocupándose de sutilezas gramaticales, reglas de gusto y sentencias literarias? ¿Envejecerá encadenado en las envolturas de la cuna? ¿No mostrará al fin de sus días la frente surcada por sus continuos trabajos, por sus pensamientos graves, y con frecuencia sus agudos dolores que aumentan la grandeza del hombre? ¿Qué importantes cuidados habrán, pues, encanecido sus cabellos? Las miserables penas del amor propio, y los pueriles juegos del ingenio.
«Ciertamente, señores, esto sería tratarnos con un menosprecio muy extraño. Por lo que a mí hace, no puedo rebajarme ni reducirme al estado de la infancia, en la edad de la fuerza y de la razón. No puedo encerrarme en el estrecho círculo que quiere trazarse en derredor del escritor. Por ejemplo, señores, si yo quisiese hacer el retrato del literato, del funcionario que preside esta asamblea, ¿creéis que me contentaría con alabar en él ese espíritu francés, ligero, ingenioso, que ha recibido de su madre, y de que presenta entre nosotros el más perfecto modelo? No, sin duda alguna: querría además hacer que brillase con todo su esplendor el hermoso nombre que lleva. Citaría, al duque de Boufflers que hizo levantar a los austríacos el sitio de Génova. Hablaría de su padre el mariscal que disputó a los enemigos de la Francia las murallas de Lila, y consoló con aquella defensa memorable la ancianidad de un gran rey. De ese compañero de Turena, es de quien decía, Mme. de Maintenon: «En él lo primero que ha muerto es el corazón.
En fin, llegaría hasta ese Luis de Boufflers, llamado el Robusto, que manifestaba en los combates el vigor y la intrepidez de Hércules. Así, en los dos extremos de esta familia encontraría la fuerza y la gracia, el caballero y el trovador. Se quiere que los franceses sean hijos de Héctor: yo creería más bien que descienden de Aquiles, porque como aquel héroe, manejan la lira y la espada.
«Si quisiese, señores, hablaros del célebre poeta que cantó la naturaleza con voz tan brillante, ¿pensáis que me limitaría a haceros observar la admirable flexibilidad de un talento que supo con un mérito igual copiar las bellezas regulares de Virgilio, y las incorrectas de Milton? No: os mostraría a este poeta negándose a separarse de sus infortunados compatriotas, siguiéndolos con su lira a extranjeras playas, y cantando sus dolores para consolarlos; ilustre desterrado en medio de aquella multitud de desterrados de que aumentaba yo el número. Verdades, que su edad y sus enfermedades, sus talentos y su gloria, no le habían puesto en su patria a cubierto de las persecuciones. Se quería que comprase la paz con versos indignos de su musa; pero su musa no pudo cantar más que la terrible inmortalidad del crimen, y la consoladora inmortalidad de la virtud, «Tranquilizaos, sois inmortales.»
«Si quisiese por fin, señores, hablaros de un amigo muy querido a mi corazón, de uno de esos amigos que, según Cicerón, hacen la prosperidad más esplendorosa, y la adversidad más ligera, encomiaría la finura y pureza de su gusto, la exquisita elegancia de su prosa, la hermosura, la fuerza, y la armonía de sus versos, que formados por los grandes modelos, se distinguen sin embargo por un carácter original. Alabaría ese talento superior que jamás conoció la envidia, ese talento feliz con las prosperidades que no eran suyas, ese talento que hace diez años siente cuanto favorable me acaece, con esa alegría natural y profunda, conocida únicamente por los caracteres más generosos, y por la más viva amistad. Pero no omitiría la parte política de mi amigo. Le presentaría al frente de uno de los primeros cuerpos del Estado, pronunciando esos discursos que son obras maestras de decoro, comedimiento y nobleza. Le representaría sacrificando sus dulces coloquios con las musas, por ocupaciones que sin duda no tendrían atractivos, sino se dedicase a ellas con la esperanza de formar jóvenes capaces de seguir algún día las gloriosas huellas de sus padres, y de evitar sus errores.
«Hablando de los hombres de talento de que se compone esta asamblea, no podría dispensarme de considerarlos con respecto a la moral y la sociedad. El uno se distingue en medio de vosotros por su talento fino, delicado y sabio, por una gran urbanidad tan rara en el día, y sobre todo por la más honrosa constancia en sus opiniones moderadas. Otro, aunque resfriado por la edad, ha recobrado todo el ardor de la juventud para abogar la causa de los desgraciados. Este, historiador elegante y agradable poeta, se nos hace más respetable y querido por el recuerdo de un padre y un hijo mutilados en servicio de la patria.
Aquel, devolviendo el oído a los sordos y la palabra a los mudos, nos recuerda los milagros del culto evangélico a que se ha consagrado. ¿No existen entre vosotros, señores, testigos de vuestros antiguos triunfos, que puedan referir al digno heredero del canciller D’ Aguesseau, cuan aplaudido fue en otro tiempo el nombre de su abuelo en esta asamblea? Paso a los hijos predilectos de las nueve hermanas y diviso al venerable autor del Edipo, retirado en la soledad, y a Sófocles olvidando en Colonna la gloria que le llama a Atenas. ¿Cuánto debemos amar a los demás hijos de Melpómene, que tanto interés nos han hecho tomar en las desgracias de nuestros padres? Todos los corazones franceses han temblado de nuevo al presentimiento de la muerte de Enrique IV. La musa trágica ha restablecido el honor de esos esforzados caballeros cobardemente olvidados y vendidos por la historia, y noblemente vengados por uno de nuestros modernos Eurípides.
«Descendiendo a los sucesores de Anacreonte, me detendré en ese hombre amable, que semejante al anciano de Teos, repite aun, después de quince lustros, los amorosos cantares que se entonan a los quince años. Iría, señores, a buscar vuestra fama en esos mares borrascosos que guardaba en otro tiempo el gigante Adamastor, y que se ha apaciguado con los encantadores nombres de Eleonora y de Virginia. Tibi rident aequora.
«¡Ay! ¡Demasiados talentos entre nosotros andan errantes y fugitivos!... ¿No ha cantado la poesía en armoniosos versos el arte de Neptuno, ese arte tan fatal que la trasportó a remotos climas? ¿Y la elocuencia francesa, después de haber defendido el estado y el altar, no se retira como a su cuna, a la patria de San Ambrosio? ¡Que no pueda yo colocar aquí todos los miembros de esta asamblea en un cuadro cuyos colores no ha embellecido la lisonja!.. Porque si es cierto que la envidia oscurece algunas veces las cualidades apreciables de los literatos, lo es todavía mucho más que esta clase de hombres se distingue por sentimientos elevados, por virtudes desinteresadas, por su odio a la opresión, su sincera amistad, y la fidelidad en la desgracia. Así es, señores, como yo deseo considerar un asuntó bajo todos sus aspectos, y sobre todo revestir de gravedad a las letras aplicándolas a los asuntos más elevados de la moral, de la filosofía y de la historia. Con esta independencia de ánimo, preciso es que yo me abstenga de tocar a obras que es imposible examinar sin exasperar las pasiones. Si hablase de la tragedia de Carlos IX, ¿podría dejar de vengar la memoria del cardenal de Lorena, y discutir aquella extraña lección dada a los reyes? Cayó Graco, Calas, Enrique VIII y Fenelon, me ofrecerían en muchos puntos la misma alteración de la historia para apoyar las mismas doctrinas. Si leo las sátiras encuentro sacrificados hombres colocados en primera línea en esta asamblea: sin embargo, escritas con estilo puro, elegante y fácil, recuerdan agradablemente la escuela de Voltaire, y tendría tanto más placer en alabarlas, cuanto que mi nombre no ha podido sustraerse a la malicia del autor. Pero dejemos unas obras que darían lugar a penosas recriminaciones: no turbaré la memoria de un escritor que fue vuestro colega, y que cuenta todavía entre vosotros admiradores y amigos: a esa religión que le pareció tan despreciable en los escritos de los que la defienden, deberá la paz que yo le deseo en su tumba. Pero aquí mismo, señores, ¿no seré yo bastante desgraciado para tropezar en un escollo? porque al tributar a Mr. Chenier el respeto que todos los muertos merecen, temo volver a encontrar al paso otras cenizas ilustres por otro concepto. Si interpretaciones poco generosas quisiesen imputarme como un crimen esta emoción involuntaria, me refugiaría al pie de esos altares expiatorios que un poderoso monarca eleva a los inanes de las dinastías ultrajadas. ¡Ah! ¡Cuánto más feliz hubiera sido para Mr. Chenier no haber participado de esas calamidades públicas que cayeron en fin sobre su cabeza!... El supo como yo lo que es perder en las tempestades un hermano tiernamente amado. ¿Qué habrían dicho nuestros desgraciados hermanos si Dios los hubiera llamado en un mismo día a su tribunal? Si se hubiesen encontrado en el momento supremo antes de confundir su sangre y nos hubieran gritado sin duda: cesad en vuestras guerras intestinas; volved a los sentimientos de amor y de paz: la muerte hiere igualmente a todos, los partidos, y vuestras crueles divisiones nos cuestan la juventud y la vida. Tales hubieran sido sus fraternales lamentos.
«Si mi predecesor pudiese oír estas palabras que no consuelan más que a su sombra, seria sensible al homenaje que tributo aquí a su hermano porque era naturalmente generoso: esa misma generosidad fue sin duda la que le impulsó a lanzarse en unas novedades seductoras en verdad, pues nos prometían las virtudes de Fabricio, más engañado bien pronto en sus esperanzas, se agrió su humor, y su talento se desnaturalizó. Trasladado desde la soledad del poeta al medio de las facciones, ¡cómo hubiera podido entregarse a los sentimientos que forman las delicias de la vida! ¡Dichoso si hubiese visto otro cielo que el de la Grecia, bajo el cual había nacido! ¡Si no hubiese contemplado más ruinas que las de Esparta y Atenas! Yo le hubiera quizás encontrado en la hermosa patria de su madre, y nos habríamos jurado amistad en las orillas del Permesso, o bien puesto que debía volver al hogar paterno, ¿por qué no me siguió a los desiertos, adonde fui arrojado por nuestras tempestades? El silencio de los bosques habría calmado aquella alma perturbada, y las cabañas de los salvajes le hubieran reconciliado tal vez con los palacios de los reyes. ¡Vanos deseos! Mr. Chenier permaneció en el teatro de nuestras agitaciones y de nuestros dolores! Atacado, siendo todavía joven, de una enfermedad mortal, le visteis, señores, inclinarse lentamente hacia el sepulcro y dejar para siempre... No se me han referido sus últimos momentos.
«Nosotros, todos los que vivimos en las turbulencias y las agitaciones, no escaparemos de las miradas de la historiar. ¿Quién puede lisonjearse de encontrarse sin mancha en un tiempo de delirio en que nadie tenía el completo uso de su razón? Seamos, pues, indulgentes para los demás, y excusemos lo que no podemos aprobar. Tal es la debilidad humana que el talento, el genio y la virtud, pueden algunas veces traspasar los límites del deber. Mr. Chenier adoró la libertad: ¿podría imputársele como un crimen? Los mismos caballeros, si saliesen de sus sepulcros, seguirían la luz de nuestro siglo. Veríase entonces formarse esa alianza ilustre entre el hombre y la libertad, como en el reinado de los Valois las almenas góticas coronaban con infinita gracia en nuestros monumentos las órdenes de arquitectura tomadas de los griegos. ¿La libertad no es el mayor de los bienes y la primera necesidad del hombre? Inflama el genio, eleva el corazón, y es tan necesaria al amigo de las musas, como el aire que respira. Las artes pueden, hasta cierto punto, vivir en la dependencia, porque se sirven de un lenguaje particular que no entiende la multitud; pero las letras que hablan un lenguaje universal se aniquilan y mueren en los hierros. ¿Cómo se trazarán líneas dignas del porvenir, si al escribirlas está prohibido todo sentimiento magnánimo, todo pensamiento fuerte y grandioso? La libertad es naturalmente tan amiga de las ciencias y las letras que se refugia a su lado cuando se ve des terrada de los pueblos, y a nosotros, señores, es a quienes encarga escribir sus anales vengarla de sus enemigos y trasmitir su nombre y su culto hasta la más remata posteridad. Para que no pueda haber equivocación en la interpretación de mi pensamiento, declaro aquí que solo hablo de la libertad que nace del orden y que forma las leyes, y no de esa libertad hija del desenfreno y madre de la esclavitud. Lo peor que hizo el autor de Carlos IX no fue, pues, el ofrecer sus respetos a la primera de aquellas divinidades, sino el haber creído que los derechos que nos da son incompatibles con un gobierno monárquico. Los franceses colocan su independencia en las opiniones, al paso que los demás pueblos la hacen consistir en las leyes. La libertad es para ellos un sentimiento más bien que un principio y son ciudadanos por instinto, y súbditos por elección. Si el escritor, cuya pérdida deplorarnos hubiese hecho esta reflexión, no hubiera comprendido en un mismo amor la libertad que funda y la libertad que destruye.
«Señores, he concluido la tarea que los usos de la Academia me han impuesto. Próximo a terminar este discurro, una idea desconsoladora llena mi alma de pesar: no hace mucho tiempo que Mr. Chenier pronunciaba sobre mis obras fallos que se preparaba a publicar, y yo soy el que ahora juzgo a mi juez. Lo digo con toda la sinceridad de mi corazón: quisiera más verme es puesto a las sátiras de un enemigo, y vivir en paz en mi soledad, que haceros observar con mi presencia en medio de vosotros, la rápida sucesión de los hombres sobre la tierra, y la súbita aparición de esa muerte que destruye nuestros proyectos y nuestras esperanzas, que nos arrebata de repente, y confía algunas veces nuestra memoria a hombres enteramente opuestos a nuestros sentimientos y principios. Esta tribuna es una especie de campo de batalla adonde los talentos vienen a brillar y morir alternativamente. ¿Cuántos ingenios y cuán diversos ha visto desaparecer? Corneille, Racine, Boileau, La Bruyere, Bossuet, Fenelon, Voltaire, Buffon, Montesquieu... ¿Quién no se asustará, señores, al pensar que va a formar uno de los eslabones de esta ilustre cadena? Abrumado con el peso de estos nombres inmortales, y no pudiendo hacer que por mis talentos se me reconozca por heredero legítimo, procuraré al menos probar mi descendencia por medio de mis sentimientos.
«Cuando me llegue el turno de ceder el puesto al orador que debe hablar sobre mi tumba, podrá tratar con toda severidad mis obras; pero no podrá menos de decir que amaba con delirio a mi patria, y que hubiera sufrido mil males antes que hacer derramar una sola lágrima a mi país, y que hubiera sin titubear sacrificado mi vida a estos nobles sentimientos, que son los únicos que dan precio a la vida, y dignidad a la muerte.
«Pero ¿qué tiempo he escogido, señores, para hablaros de duelo y de funerales? ¿No estamos rodeados de fiestas? Viajero solitario, meditaba hace algunos días sobre las ruinas de los imperios destruidos, y veo elevarse un nuevo imperio. Apenas dejo aquellos sepulcros en donde duermen sepultadas las naciones diviso una cuna encargada de los destinos del porvenir. Por todas partes resuenan las aclamaciones del soldado. César sube al Capitolio: los pueblos refieren las maravillas, los monumentos erigidos, las ciudades adornadas, las fronteras de la patria bañadas por esos lejanos mares, que sostenían las naves de Escipión, y por los otros mares más remotos que no vio Germánico.
«En tanto que el triunfador se adelanta rodeado de sus legiones, ¿qué harán los tranquilos hijos de las Musas? Marcharán al encuentro del carro para enlazar el olivo de la paz con las palmas de la victoria, para presentar al vencedor la sagrada copa, para mezclar a las narraciones guerreras las patéticas y afectuosas imágenes que hacían llorar a Paulo Emilio por las desgracias de Perseo.
«Y vos, hija de los Césares, salid de vuestro palacio con el tierno hijo en los brazos: venid a unir la gracia con la grandeza, venid a enternecer la victoria y templar el brillo de las armas con la dulce majestad de una reina y de una madre.»
El manuscrito que me fue devuelto, tenía tachado desde un extremo a otro por mano de Bonaparte, el exordio del discurso que tenía relación con las opiniones de Milton. Una parte de mi reclamación contra el aislamiento de los negocios en que se quería tener a la literatura estaba también borrada con lápiz. El elogio del abate Delille que recordaba la emigración, la fidelidad del poeta a las desgracias de la familia real y a los padecimientos de sus compañeros de destierro, se hallaba entre paréntesis: el elogio de Mr. de Fontanes, tenía una cruz. Casi todo lo que decía de Mr. de Chenier, de su hermano, del mío, y de los altares expiatorios que se preparaban en San Dionisio estaba picado. El párrafo que comenzaba con estas palabras: «Mr. de Chenier adoró la libertad,» tenía una tachadura longitudinal duplicada. Sin embargo, los agentes del gobierno, al publicar el discurso, conservaron bastante correctamente este párrafo.
Cuando se me entregó el discurso no estaba aun todo concluido: quería obligárseme a que hiriese otro. Declaré que insistía en el primero y no haría ninguno más. La comisión entonces me manifestó que no seria admitido en la Academia.
Personas llenas de gracias, de generosidad y da valor, a quienes no conocía, se interesaban por mí.
Mme. Lindsay, que cuando mi vuelta a Francia en 1800 me había acompañado desde Calais a París, habló a Mme. Gay: ésta se dirigió a Mme. Regnault de Saint Jean-d’Angely, la cual invitó al duque de Rovigo a que me dejase y se desentendiese de aquel negocio. Las señoras de aquel tiempo interponían su Belleza entre el poder y la desgracia.
Todo aquel ruido se prolongó hasta el año 1812 por los premios decenales. Bonaparte que me perseguía hizo preguntar a la Academia con motivo de aquellos premios, porque no había colocado El Genio del Cristianismo entre las demás obras que debían ser premiadas. La Academia se explicó, y muchos de mis compañeros emitieron por escrito su dictamen, que era muy desfavorable. Hubiera podido decirles lo que un poeta griego dijo a una ave: «Hija del Ática, alimentada con miel, tú que cantas tan bien, arrebatas una cigarra, buena cantora como tú, y la llevas por alimento a tus hijuelos. Ambas tenéis alas, las dos habitáis estos lugares y celebráis el nacimiento de la primavera, ¿por qué no la vuelves la libertad? No es justo que una cantora perezca a impulsos del pico de una semejante suya.»
Premios decenales.— El Ensayo sobre las revoluciones.— Los Natchez.
Aquella constante mezcla de cólera y deferencia que Bonaparte manifestaba con respecto a mí, era sumamente extraña. Poco tiempo hacia qué me amenazaba y de repente pregunté al Instituto por qué no hablaba de mí en los premios decenales. Hizo mas, declaró a Mr. de Fontanes, que puesto que el Instituto no me conceptuaba digno de optar a los premios. Él me daría uno, y me nombraría superintendente general de las bibliotecas de Francia, destino que tenía el mismo sueldo que las embajadas de primera clase. La idea que Bonaparte había tenido, de emplearme en la carrera diplomática no se le había desvanecido, y por razones que él conocía muy bien, quisiera que yo no hubiese dejado de formar parte del ministerio de Relaciones exteriores. No obstante aquellas proyectadas munificencias, su prefecto de policía me invité algún tiempo después a salir de París, y fui a continuar mis memorias en Dieppe.
Bonaparte se rebajó hasta a hacer el papel de un estudiante truhán: desenterró, por decirlo así, el Ensayo sobre las revoluciones, y se regocijó de la persecución que de este modo me atraía. Un tal Mr. de Raymond se hizo mi campeón y fui a darle las gracias a la calle Vivienne: tenía en la chimenea entre varias bagatelas una calavera: algún tiempo después fue muerto en un desafío, y su interesante figura fue a reunirse con la espantosa cabeza que parecía llamarle. Entonces se batía todo el mundo. Uno de los agentes de policía encargado de la prisión de Georges recibió de éste un balazo en la cabeza.
Para evitar el ataque de mala ley de mi poderoso adversario, me dirigí a Mr. de Pommereul, de quien ya hablé en mi primera llegada a París: era a la sazón director general de imprenta, y le pedí permiso para reimprimir el Ensayo entero. Mi correspondencia y el resultado de ella, puede verse en el Ensayo sobre las revoluciones, edición de 1826, tomo 2° de las obras completas. El gobierno imperial tenía mucha razón en no dejarme imprimir la obra por entero; el Ensayo, ni con respecto a las libertades, ni con respecto, a la monarquía legítima, era un libro que debía publicarse cuando reinaba el despotismo y la usurpación. La policía aparentaba imparcialidad dejando que se hablara en mi favor, y se reía impidiéndome hacer lo único que podía defenderme. Cuando regresó Luis XVIII, volviose a desenterrar el Ensayo: como habían querido servirse de él contra mí en tiempo del imperio por lo tocante a la política, se trataba de oponérmele en el día de la restauración, en cuanto a la parte religiosa. Hice una retractación pública y completa de mis errores en las notas de la nueva edición del Ensayo histórico, y ya nada puede censurárseme. La posteridad pronunciará su fallo sobre el libro y sobre el comentario, si acaso pueden ocuparla cosas tan insignificantes. Me atrevo a esperar que juzgará el Ensayo como mi encanecida cabeza le ha juzgado: porque según se va avanzando en la carrera de la vida se adquiere la equidad del porvenir a que nos vamos aproximando. El libro y las notas me presentan a la vista de los hombres, como fui al principio, y como soy en el último tercio de mi vida.
Esta obra que he tratado con desapiadado rigor, ofrece el compendio de mi existencia como poeta moralista y futuro hombre político. La savia del trabajo es superabundante, y la audacia de las opiniones llega hasta tan lejos cómo adonde puede llevarse. Forzoso es reconocer que en los diversos senderos en que me he empeñado, jamás me han guiado las preocupaciones, que no me he obcecado por ninguna causa, que no he tenido por móvil al interés, y que los partidos que he tomado han sido siempre por mi elección.
En el Ensayo es completa mi independencia en religión y en política, todo lo examino: republicano, sirvo a la monarquía; filósofo honro a la religión. Estas no son contradicciones, son consecuencias forzosas de la incertidumbre de la teoría y de la certeza de la práctica entre los hombres: mi espíritu formado para no creer en nada, ni aun en mí mismo, formado para despreciarlo todo, grandezas y miserias, pueblos y reyes, ha sido, no obstante, dominado por un instinto de razón que le mandaba someterse a lo que hay reconocido como bueno y hermoso: religión, justicia, humanidad, igualdad, libertad y gloria. Lo que en el día se sueña acerca del porvenir, lo que la generación actual se imagina haber descubierto de una sociedad por nacer, fundada en principios enteramente diferentes de los de la sociedad antigua, se encuentra positivamente anunciado en el Ensayo. Yo he precedido treinta anos a los que se creen los proclamadores de un mundo desconocido. Mis actos han sido de la ciudad antigua: mis pensamientos de la nueva: los primeros de mi deber, los segundos de mi naturaleza.
El Ensayo no era un libro impío: era un libro de duda y de dolor. Ya lo he dicho 27. Por lo demás, he debido exagerarme mi falta, y compensar con ideas de orden tantas ideas apasionadas esparcidas en mis obras. Temo haber hecho daño a la juventud en el principio de mi carrera: tengo que hacerla una reparación, y la debo al menos otras lecciones. Que sepa que puede lucharse con buen éxito contra una naturaleza alterada: yo he visto la belleza moral, la belleza divina, superior a todas las ilusiones de la tierra: solo se necesita un poco de (ánimo para alcanzarla y asirse a ella.
Para concluir lo que tengo que decir sobre mi carrera literaria, debo hacer mención de la obra que la comenzó, y que quedó manuscrita hasta el año en que la incluí en mis Obras completas.
El prefacio que se halla al frente de los Natchez, refiere de qué modo se encontró la obra en Inglaterra, por los obsequiosos desvelos e indagaciones de Mr. de Thuizy.
Un manuscrito de que he podido sacar a Atala, René, y muchas descripciones colocadas en El Genio del Cristianismo, no es enteramente estéril. Este primer manuscrito era todo seguido y sin sección alguna: todos los asuntos se hallaban confundidos en él; viajes, historia natural, parte dramática, etc.; pero junto a este manuscrito había otro dividido en libros. En este segundo trabajo, no solo procedí a la división de la materia, sino que varié el género de la composición, haciéndola pasar desde la novela a la epopeya.
Un joven que acumula mezcladas sus ideas, sus invenciones, sus estudios, y sus lecturas, debe producir un caos; pero también en este caos hay cierta fecundidad que participa de la fuerza de la edad.
Me ha ocurrido lo que quizá ha pasado jamás a ningún autor, y es el volver a leer después de treinta años un manuscrito que había ya olvidado.
Tenia que temer un peligro: al retocar el cuadro podía apagar los colores: una mano más segura, pero menos rápida, podía, borrando algunos perfiles incorrectos, hacer que desapareciesen los toques más vivos de la juventud. Era preciso conservar a la composición su independencia, y por decirlo así, su impetuosidad: era necesario dejar la espuma en el freno del fogoso corcel. Si hay en los Natchez cosas que solo temblando aventuraría en el día, hay también otras que ya no querría escribir, especialmente la carta de René en el segundo volumen. Es de mi primer estilo, y reproduce enteramente a René: no sé lo que los Renés que me han seguido han podido decir para acercarme más a la multitud.
Los Natchez comienzan por una invocación a el desierto y al astro de la noche, divinidades supremas de mi juventud.
«A la sombra de los americanos bosques quiero cantar las canciones de la soledad, como no las han escuchado todavía los oídos de los mortales: quiero referir vuestras desgracias. ¡Oh Natchez!... ¡Oh nación de la Luisiana, de que ya no quedan mas que recuerdos!... ¿Los infortunios de un oscuro, habitante de los bosques, tendrán menos derecho a nuestras lágrimas que los de los demás hombres?... y los mausoleos de los reyes en nuestros templos, son más atractivos que el sepulcro de un indiano bajo la encina de su patria.
«¡Y tú antorcha de las meditaciones, astro de las noches, sé para mí el astro del Pindo!... Marcha dejante de mis pasos por medio de las regiones desconocidas del Nuevo Mundo, para descubrirme a tu luz, los maravillosos secretos de estos desiertos.»
Mis dos naturalezas se hallan confundidas en esta caprichosa obra, particularmente en el original primitivo: en él se descubren incidentes políticos é intrigas de novela: pero a través de la narración se oye por donde quiera una voz que canta, y que parece venir de una región desconocida.
Fin de mi carrera literaria.
De 1812 a 1814, solo faltan dos años para concluir el imperio, y estos dos años de que anticipadamente se ha visto algo, los empleé en observaciones sobre la Francia, y en la redacción de algunos libros de estas Memorias; pero no imprimí nada. Mi vida de poesía y de erudición quedó verdaderamente cerrada con la publicación de mis tres grandes obras, El Genio del Cristianismo, los Mártires y el Itinerario. Mis escritos políticos comenzaron en la restauración: con ellos principio igualmente mi vida política, activa. Aquí pues, termina mi carrera literaria propiamente dicha: arrebatado por la corriente de los días la había omitido hasta este año 1831, no me he acordado del tiempo pasado que medió de 1800 a 1814.
Esta carrera literaria, como os habrá sido fácil convenceros, no fue menos agitada que la de viajero y de soldado; hubo también fatigas, encuentros y sangro en la arena: no todo fue musas y fuente Castalia: mi carrera política fue todavía más borrascosa.
Tal vez algunos fragmentos marcarán el lugar que ocuparon mis jardines de Academo. El Genio del Cristianismo principia la revolución religiosa contra el filosofismo del siglo XVIII. Al mismo tiempo preparaba esa revolución que amenaza a nuestra lengua, porque no podía haber renovación en la idea, sin que hubiese innovación en el estilo. ¿Habrá después e mí otras formas del arte ahora desconocidas? ¿So podrá partir de nuestros estudios actuales para avanzar, como partimos de los estudios pasados para adelantar un paso? ¿Hay límites que no podrían traspasarse, porque seria fácil estrellarse contra la naturaleza de las cosas? ¿Estos límites no se encuentran en la división de las lenguas modernas, en la caducidad de esas mismas lenguas, y en las vanidades humanas tales como la nueva sociedad las ha creado? Las lenguas no siguen el movimiento de la civilización, sino antes de la época de su perfección: cuando han llegado a su apogeo, permanecen por algunos momentos estacionarios, y después descienden sin poder ya volver a subir.
Ahora la relación que concluye reúne los primeros libros de mi vida política, escritos anteriormente en épocas diversas. Me siento con un poco más de valor al entrar en la parte sólida de mi edificio. Cuando volví a emprender el trabajo, temblaba como el hijo de Caelo, que vio convertirse en plomo la llana de oro del arquitecto de Troya. Sin embargo, me parece que mi memoria no me ha sido infiel en mis recuerdos: con todo, ¿habéis advertido gran frialdad en mi narración? ¿Encontráis una enorme diferencia entre las apagadas cenizas que he tratado de volver a encender y los personajes que os he hecho ver al referiros mi primera juventud? Mis años son mis secretarios, cuando uno de ellos concluye, pasa la pluma a su hermano segundo, y continúo dictando: como son hermanos tienen poco más o menos la misma mano.
De Bonaparte.
La juventud es una cosa encantadora: parte al principio de la vida coronada de flores, como la flota ateniense cuando fue a conquistar la Sicilia y las deliciosas campiñas del Enna. El sacerdote de Neptuno recita la oración en voz alta: hácense las libaciones en copas oro: la multitud que ocupa las orillas del mar une sus invocaciones a las del piloto: cántase el poema mientras se despliegan las velas a los rayos y el soplo de la Aurora: Alcibíades vestido de púrpura y hermoso como el amor llama la atención en los trirremes, envanecidos con los siete carros que a la carrera dirigió en Olimpia. Más apenas pasó la isla de Alcínoo se desvaneció la ilusión: Alcibíades desterrado va a envejecer lejos de su patria, y a morir atravesado de flechas en el seno de Timandra. Los compañeros de sus primeras esperanzas, esclavos en Siracusa, no tienen para aligerar el peso de sus cadenas, más que algunos versos de Eurípides.
Habéis visto a mi juventud dejar la ribera: no tenía la hermosura del pupilo de Pericles, criado en las rodillas de Aspasia, pero tenía deseos y sueños. Ya os he pintado aquellos sueños: ahora al regresar de mi destino no tengo que contaros más que verdades tristes como mi edad. Si alguna vez dejo oír todavía los dulces sonidos de la lira, son las últimas armonías del poeta que procura curarse la herida de la flecha de los tiempos o consolarse de la servidumbre de los años.
Sabéis ya mi vida en el estado de viajero y de soldado: conocéis mi existencia literaria desde 1800 hasta 1813, en cuyo año me habéis dejado en el Vallée aux Loups que todavía me pertenecía cuando principió mi carrera política. Ahora entramos en esta carrera: pero antes de penetrar en ella, me es forzoso retroceder a los hechos generales, por los que he saltado ocupándome únicamente de mis trabajos y de mis propias aventuras: estos hechos son en su mayor parte relativos a Napoleón. Pasemos pues a él: hablemos del vasto edificio que se construía fuera del recinto de mis sueños. En la actualidad vuelvo a ser historiador sin dejar de ser escritor de memorias; el interés público sostendrá mi confidencia privada, mis cortos relatos se agruparán en derredor de la narración.
Cuando estalló la guerra de la revolución, los reyes no la comprendieron: vieron una rebelión en donde debieron ver una mudanza de las naciones, el fin y el principio de un mundo: creyeron que con respecto a ellos no se trataba más que de aumentar sus estados con algunas provincias arrancadas a la Francia: tenían fe en la antigua táctica militar, en los antiguos tratados diplomáticos, en las negociaciones de los gabinetes; y sin embargo, unos conscriptos iban a hacer retirarse a los granaderos de Federico, los monarcas iban a pedir la paz en las antesalas de oscuros demagogos, y la terrible opinión revolucionaria iba a desatar sobre los cadalsos las intrigas de la Europa. Esta antigua Europa pensaba no combatir más que a la Francia, y no se apercibía de que un nuevo siglo marchaba contra ella.
Bonaparte, en el curso de sus ventajas siempre crecientes, parecía llamado a cambiar las dinastías reales y a hacer la suya la más antigua de todas. había hecho reyes a los electores de Baviera, Wurtemberg y Sajonia: había dado la corona de Nápoles a Murat, la de España a José, la de Holanda a Luis, y la de Westfalia a Gerónimo: su hermana Elisa Bacciochi, era princesa de Luca, él mismo se había erigido en emperador de los franceses y rey de Italia, en cuyo reino se hallaban comprendidos Venecia, la Toscana, Parma, y Plasencia: el Piamonte había sido incorporado a la Francia; había consentido que reinase en Suecia Bernardotte, uno de sus capitanes: por el tratado de la Confederación de Rin, ejercía los derechos de la casa de Austria sobre la Alemania: se había declarado mediador de la Confederación helvética había abatido a la Prusia, y sin poseer una barca había declarado a las islas Británicas en estado de bloqueo. Hubo momentos en que la Inglaterra a pesar de sus escuadras, no tenía un puerto en donde descargar un fardo de sus mercaderías, ni en donde poner una carta en el correo.
Los estados del papa formaban parte del imperio francés, y el Tíber era un departamento de la Francia. Por las calles de París se veían cardenales medio prisioneros que sacando la cabeza por la portezuela de su fiacre preguntaban: «es aquí donde vive el rey de...» No, respondía el portero interrogado, es más arriba. El emperador de Austria solo pudo librarse entregando su hija: el cabalgador del Mediodía reclamó Honoria de Valentiniano con la mitad de las provincias del imperio.
¿Cómo se habían obrado estos milagros? ¿Qué cualidades poseía el hombre que los produjo? ¿Cuáles le fallaban para completarlos? Voy a seguir la inmensa fortuna de Bonaparte, que no obstante, ha pasado tan ligera, que sus días ocupan un corto período del tiempo comprendido en estas Memorias. Genealogías fastidiosas, frías indagaciones de los hechos, e insípidas rectificaciones de fechas, he aquí la penosa carga de los escritores.
Bonaparte.— Su familia.
El primer Buonaparte (Bonaparte) de que se hace mención en los anales modernos, es Jacobo Buonaparte, el cual, augurio del futuro conquistador, nos ha dejado la historia del Saco de Roma en 1527, del que había sido testigo ocular. Napoleón Luis Bonaparte, hijo primogénito de la duquesa de Saint-Leu, que murió después de la insurrección de Romaña, traducido al francés este curioso documento: a la cabeza de la traducción ha colocado una genealogía de los Buonaparte.
El traductor dice: «que se contentará con llenar los vacíos del prefacio del editor de Colonia, publicando sobre la familia Bonaparte pormenores auténticos: trozos de historia, dice, casi enteramente olvidados pero interesantes al menos para los que desean encontrar en los anales de los tiempos pasados, el origen de una ilustración más reciente.»
Sigue una genealogía en donde se ve un caballero Nordilo Buonaparte, quien en 2 de abril de 1265 salió por fiador del príncipe Conradino de Suabia (el mismo a que el duque de Anjou hizo cortar la cabeza por el valor de los derechos de aduana de los efectos del dicho príncipe. Hacia el año de 1255, principiaron las proscripciones de las familias de Treviso: una rama de los Bonaparte fue a establecerse en Toscana, en donde se los encuentra en los puestos más elevados del Estado. Luís María Fortunato Buonaparte, de la rama establecida en Sarzana, pasó a Córcega en 1612, fijó su residencia en Ajaccio, y llegó a ser el jefe de la rama de los Bonaparte de Córcega. Los Bonaparte llevan en su escudo, campo de gules, con dos barras de oro y dos estrellas.
Hay otra genealogía que Mr. Panckouke ha coloreado al frente de la colección de los escritos de Bonaparte: se diferencia en muchos puntos de la que ha dado Napoleón Luis. Pero la señora de Abrantes quiere que Bonaparte, sea un Comneno, alegando que el nombre de Bonaparte es la traducción literal del griego Calomeros, sobre nombre de Comneno.
Napoleón Luis cree deber terminar su genealogía con estas palabras: «he omitido muchos pormenores, porque los títulos de nobleza no son objeto de curiosidad sino para un corto número de personas, y además ningún lustre sacaría de ellos la familia Bonaparte.»
«El que sirve bien a su país, no necesita abuelos.»
No obstante este verso filosófico, la genealogía subsiste. Napoleón Luis quiere hacer a su siglo la concesión de un apotegma democrático sin que por eso trate de ser consecuente.
Todo es aquí singular. Jacobo Buonaparte historiador del saco de Roma y de la prisión del papa Clemente VII por los soldados del condestable de Borbón, es de la misma sangre que Napoleón Bonaparte destructor de tantas ciudades, dueño de Roma convertida en prefectura, rey de Italia, dominador de la corona de los Borbones, y carcelero de Pío VII, después de haber sido consagrado emperador de los franceses por mano de aquel pontífice. El traductor de la obra de Jacobo Buonaparte, es Napoleón Luis Buonaparte sobrino de Napoleón, e hijo del rey de Holanda hermano de aquel y este joven murió en la última insurrección de la Romaña, a alguna distancia de las dos ciudades adonde la madre y la viuda de Napoleón fueron desterradas, en el momento en que los Borbones caen del trono por tercera vez.
Como hubiera sido bastante difícil hacer de Napoleón el hijo de Júpiter Ammón por la serpiente amada de Olimpia, o el nieto de Venus por Anquises, algunos sabios 28 encontraron otra maravilla de que podían hacer uso: demostraron al emperador que descendía en línea recta de la Máscara de hierro. El gobernador de las islas de Santa Margarita se llamaba Bonpart y tenía una hija: la Máscara de hierro, hermano gemelo de Luis XIV, llegó a enamorarse de la hija de su carcelero, y se casó con ella en secreto. Los hijos que nacieron de aquella unión, fueron llevados clandestinamente a Córcega con el nombre de su madre. Los Bonpart se transformaron en Bonaparte por la diferencia del lenguaje. De este modo, la Máscara de hierro, hubiera llegado a ser el misterioso abuelo del grande hombre, unido así a un gran rey, por los vínculos del parentesco.
La rama de los Franchint-Bonaparte tiene en su escudo tres flores de lis de oro. Napoleón se sonreía con aire de incredulidad al ver aquella genealogía; pero se sonreía porque siempre era reivindicar un reino para su familia. Napoleón afectaba una indiferencia que no tenía, parque él mismo hacía provenir su genealogía de Toscana. Precisamente porque fallaba la divinidad al nacimiento de Bonaparte era aquel maravilloso. «Veía, dice Demóstenes, a ese Filipo contra quien combatíamos por la libertad de la Grecia, y la salud de sus repúblicas, saltado un ojo, quebrada la espada, la mano debilitada, y el muslo dislocado, presentar con inalterable firmeza todos sus miembros a los golpes de la suerte, satisfecho de vivir para el honor, y coronarse con las palmas de la victoria.»
Ahora bien, Filipo era padre de Alejandro; Alejandro era, pues, hijo de rey, y de un rey digno de serlo: por esta doble circunstancia merecía la obediencia. Alejandro, que nació en el trono, no tuvo, como Bonaparte que atravesar una vida corta para llegar a otra mayor. Alejandro no ofrece la extravagancia de dos carreras. Aristóteles fue su preceptor: una de las diversiones de su infancia fue domar a Bucéfalo. Napoleón para instruirse no tuvo más que un maestro vulgar, no tenía corceles a su disposición, y era el menos rico de sus compañeros de estudios. Este subteniente de artillería sin criados, va a obligar inmediatamente a la Europa que le reconozca: este subalterno mandará desde sus antesalas a los mayores soberanos de Europa.
¿No han venido nuestros dos reyes? pues decidles que se hacen esperar demasiado, y que Atila se incomoda.
Napoleón que solía exclamar. «¡Oh si fuese mi nieto!...» No encontró el poder en su familia, y lo creó: ¿cuán diversas facultades supone esta creación? ¿Se pretende que Napoleón no haya sido más que el que puso en práctica la inteligencia social esparcida en derredor suyo, inteligencia que acontecimientos y peligros extraordinarios habían desarrollado? Admitida esta suposición no sería menos asombrosa: en efecto, ¿qué llegaría a ser un hombre capaz de dirigir y apropiarse tantas superioridades entrañas?
Rama particular de los Bonapartes de Córcega.
Sin embargo, si Napoleón no había nacido príncipe, era, según la antigua expresión, hijo de familia. Mr. de Marbaeuf, gobernador de la isla de Córcega, hizo entrar a Napoleón en un colegio cerca de Autun, y después fue admitido en la escuela militar de Brienne. Elisa, Mme. Bacciochi, recibió su educación en Saint-Cyr: cuando la revolución rompió las puertas de los retiros religiosos, Napoleón reclamó a su hermana. Así es, que encontramos a una hermana de Bonaparte entre las últimas alumnas de una institución a cuyas primeras discípulas había oído cantar Luis XIV los coros de Racine.
Hiciéronse las pruebas de nobleza que se exigieron para la admisión de Napoleón en un colegio militar: contenían la partida de bautismo de Carlos Bonaparte, padre de Napoleón e hijo de Francisco, segundo ascendiente: un certificado de los principales nobles de Ajaccio, en que declaraban que a la familia de Bonaparte se la había contado siempre en el número de las más antiguas y nobles; y una acta en que se reconocía a la familia Bonaparte de Toscana el goce del patriciado, y que su origen era común con el de la familia Bonaparte de Córcega, etc., etc.
Cuando Bonaparte entró en Treviso, dice Mr. de Las Cases, se le dijo que su familia había sido allí poderosa, y en Bolonia, que había sido inscripta en el libro de oro. En la entrevista de Dresde, el emperador Francisco participó al emperador Napoleón que su familia había sido soberana en Treviso, y que él había hecho que le presentasen los documentos: añadió que era inapreciable el haber sido soberano, y que era preciso decírselo a María Luisa, a quien causaría mucho placer.»
Vástago de una raza de nobles, enlazada con los Orsini, los Lomelli y los Médicis, Napoleón, violentado por la revolución, solo fue demócrata un momento: esto es lo que se deduce de lo que él dice y escribe: dominado por su rango, sus inclinaciones eran aristocráticas. Pascual Paolí no fue el padrino de Napoleón como se ha dicho, lo fue el oscuro Lorenzo Giubega, de Calvi: esta particularidad se sabe por la partida de bautismo de Ajaccio.
Temo comprometer a Napoleón colocando su rango en la aristocracia. Cromwell en su discurso pronunciado el 12 de setiembre de 1654 en el parlamento, declaró haber nacido noble: Mirabeau, Lafayette, Dessaix, y otros cien partidarios de la revolución, eran también nobles. Los ingleses han supuesto que el primer nombre del emperador era Nicolás, del que por irrisión decían Nic. El hermoso nombre de Napoleón, le venia al emperador de un tío suyo, que casó su hija con un Ornano. San Napoleón es mártir griego. Según los comentadores del Dante, el conde Orso era hijo de Napoleón de Cerbaja. Nadie antiguamente al leer la historia se detenía con este nombre que han llevado muchos cardenales, pero en el día choca. La gloria de un hombre, no se remonta, baja. El Nilo en su origen, solo es conocido de algunos etíopes, en su embocadura, ¿de qué pueblo es ignorado?
Nacimiento e infancia de Bonaparte.
Está probado que el verdadero nombre de Bonaparte es Buonaparte: él mismo se firmó así durante su campaña de Italia, y hasta la edad de treinta y tres años: después le afrancesó y ya no se firmó más que Bonaparte: le dejo el nombre que se ha dado y que grabo al pie de su indestructible estatua 29.
Bonaparte se quitó un año para ser francés, es decir; para que su nacimiento no fuese anterior a la fecha de la reunión de la Córcega a la Francia. Monsieur Eckard ha tratado a fondo esta cuestión de una manera concisa pero ingeniosa: puede leerse su folleto. De él resulta, que Bonaparte nació el 5 de febrero de 1768, y no el 25 de agosto de 1769, a pesar de la positiva aserción de Mr. de Bourienne. Por esto el senado conservador en su proclama de 3 de abril, trata a Napoleón de extranjero.
La acta de celebración del matrimonio de Bonaparte, con María Josefa Rosa de Tascher, inscripta en el registro del estado civil del segundo distrito de París, 19 ventoso, año IV (9 de marzo de 1796), dice que Napoleón Buonaparte nació en Ajaccio, el 5 de febrero de 1768, y que su partida de bautismo, visada por el oficial civil, comprueba aquella fecha. La cual concuerda perfectamente con lo que se lee en el acta de matrimonio, de que el esposo tenía veinte y ocho años.
La partida de nacimiento de Napoleón, presentada en la mairia del segundo distrito cuando celebró su matrimonio con Josefina, fue recogida por uno de los ayudantes de campo del emperador, a principios de 1810, al tiempo de procederse a la anulación del matrimonio con Josefina. Mr. Duclos no atreviéndose a resistir la orden imperial, escribió en el legajo Bonaparte: su partida de nacimiento le ha sido devuelta, no siendo posible entregarle copia en el acto de su petición. La fecha del nacimiento de Josefina se halla alterada en el acta de matrimonio, raspada en algunas partes, aunque se lee muy bien lo primero que estaba escrito. La emperatriz se quitó cuatro años. Las burlas que sobre esto se hicieron en el palacio de las Tullerías y en Santa Elena, fueron muy pesadas y de mal género.
La partida de bautismo de Bonaparte que recogió su ayudante de campo en 1810, ha desaparecido: cuantas diligencias se han practicado para encontrarla han sido infructuosas.
Estos hechos son irrefragables, y según ellos creo que Napoleón nació en Ajaccio el 5 de febrero de 1768. Sin embargo, no niego que adoptando esta fecha se suscitan muchos embarazos históricos.
José, hermano mayor de Bonaparte, nació el 5 de enero de 1768: Napoleón no pudo nacer en el mismo año, a menos que la fecha del nacimiento de José no esté también alterada: esto puede suponerse, porque todas las actas del estado civil de Napoleón y Josefina se sospecha que fueron falsas. No obstante, esta justa sospecha de fraude, el conde de Beaumont, subprefecto de Calvi, en sus observaciones sobre la Córcega, afirma que el registro del estado civil de Ajaccio, señala el nacimiento dé Napoleón en el 15 de agosto de 1769. En fin, los papeles que prestó Mr. Libri, demostraban que el mismo Bonaparte estaba en la creencia de que había nacido el 20 de agosto de 1769, en una época en que ningún motivo podía tener para desear rejuvenecerse. Pero siempre queda la fecha oficial de los documentos de su primer matrimonio, y la extracción de su partida de bautismo.
Sea como quiera, Bonaparte no ganaría nada en esta trasposición de vida: si se fija su nacimiento en el 15 de agosto de 1769; es preciso referir su concepción al 15 de noviembre de 1768; ahora bien, La Córcega no fue cedida a la Francia hasta el tratado de 15 de mayo de 1768, y la sumisión de los últimos cantones no se efectuó hasta el 14 de junio de 1769. Según los cálculos más indulgentes, Napoleón no sería francés sino algunas horas en el vientre de su madre. Pues bien, sino ha sido más que ciudadano de una patria dudosa forma una excepción de la naturaleza, existencia singular que puede pertenecer a todos los tiempos y a todos los países.
Con todo, Bonaparte se inclinó hacia la patria italiana, y aborreció a los franceses hasta la época en que su denuedo le dio el imperio. Las pruebas de esta aversión abundan en los escritos de su juventud. En una nota que Napoleón escribió sobre el suicidio, se encuentra este pasaje:
«Mis compatriotas cargados de cadenas, abrazan temblando la mano que los oprime... Franceses, no contentos con habernos arrebatado todo lo que más queríamos, habéis corrompido hasta nuestras costumbres.»
Una carta escrita a Paolí en Inglaterra, en 1780; carta que se hizo pública, principia de esta manera: «General, yo nací cuando la patria sucumbía; treinta mil franceses que arribaron a nuestras costas; ahogando el trono de la libertad en ríos de sangre, fue el primero y odioso espectáculo que se ofreció a mis miradas.»
Otra carta de Napoleón a Mr. Gubica, notario mayor de los estados de Córcega, dice: «mientras que la Francia renace, ¿qué llegaremos nosotros a ser, infortunados corsos? Siempre viles, ¿continuaremos besando la insolente mano que nos oprime? ¿continuaremos viendo todos los empleos que el derecho natural nos destinaba ocupados por extranjeros tan despreciables por sus costumbres y su conducta, como por su abyecto nacimiento?»
En fin, el borrador de otra carta escrita por el mismo Bonaparte acerca del reconocimiento por los corsos, de la Asamblea nacional de 1789, principia así:
«Señores:
«Por medio de la sangre llegaron a gobernarnos los franceses: derramando sangre quisieron asegurar su conquista. El militar, el magistrado, el hacendista, se reunieron para oprimirnos, para despreciarnos, y hacernos apurar la copa de la ignominia. Bastante tiempo hemos sufrido sus vejaciones: más puesto que no hemos tenido valor para sacudir el yugo, olvidémosles para siempre: que vuelvan a caer en el desprecio que se merecen, o por lo menos que vayan a buscar en su patria la confianza de los pueblos: la nuestra seguramente no la obtendrán jamás.»
Las prevenciones de Napoleón contra la madre patria, no se disiparon enteramente: aun en el trono parecía olvidarla: ya no habló más que de sí, de su imperio, de sus soldados, y casi nunca de los franceses, alguna vez solía escapársele esta frase: «Vosotros franceses.»
En los papeles de Santa Elena, refiere el emperador, que sorprendida su madre por los dolores del parto, le había dejado caer desde sus entrañas en un tapiz en que estaban representados los héroes de la Ilíada: no hubiera dejado de ser lo que fue, aunque hubiera caído en la paja de un rastrojo.
Acabo de hablar de unos papeles que felizmente pudieron encontrarse cuando estaba de embajador en Roma en 1828. Enseñándome el cardenal Fesch sus cuadros y sus libros, me dijo que tenía manuscritos de cuando Napoleón era joven: los apreciaba tan poco, que prometió hacérmelos ver, pero salí de Roma y no tuve tiempo de compulsarlos. Cuando murió el cardenal Fesch, desaparecieron muchas cosas pertenecientes a la herencia: las carpetas que contenían los Ensayos de Napoleón, fueron llevadas a Lyon con otras muchas, y cayeron en manos de Mr. Libri, quien insertó en la Revista de ambos mundos del 1º de marzo de 1842, una noticia circunstanciada de los papeles del cardenal Fesch: después me remitió el legajo. De él me he aprovechado para aumentar el antiguo texto de mis Memorias, concerniente Napoleón, dejando a salvo los informes más amplios que puedan adquirirse en cuanto a las objeciones y noticias contradictorias.
La Córcega de Bonaparte.
Beuson, en su Bosquejo de la Córcega (Sketches of Corsica), habló de la casa de campo en que habitaba la familia de Bonaparte, y se expresa en estos términos:
«Yendo desde Ajaccio por la orilla del mar, hacia la isla de Sanguinieri, a cerca de una milla de la ciudad se encuentran dos pilastras de piedra, fragmentos de una puerta que había en el mismo camino, y que conducía a una ciudad arruinada, residencia en otro tiempo de un hermano uterino de Mme. Bonaparte, a quien Napoleón creó cardenal Fesch. Por debajo de una peña existen todavía visibles los restos de un pequeño pabellón, cuya entrada se halla medio obstruida por una grande y hermosa higuera: este era el retiro habitual de Bonaparte cuando las vacaciones del colegio en que estudiaba, le permitían volver al hogar paterno.»
El amor del país natal, siguió en Napoleón su marcha ordinaria: Bonaparte, hablando dé Mr. de Sussy, escribía en 1788; que la Córcega disfrutaba de una primavera perpetua: cuando fue feliz, ya no hablaba de su isla, y aun la tenía antipatía, porque le recordaba una cuna demasiado estrecha. Pero en Santa Elena volvió a acordarse de su isla. «La Córcega tenía mil atractivos para Napoleón 30, describía minuciosamente sus grandes lineamientos, y el atrevido corte de su estructura física. Todo era allí excelente, decía, hasta el olor del terreno; era fácil distinguirla con los ojos cerrados, y en ninguna parle había encontrado cosa que se la pareciese. Veíase en ella durante sus primeros años y sus primeros amores; en su juventud frecuentaba los precipicios, y atravesaba las elevadas cimas y los profundos valles... Napoleón encontró en su cuna la novela que dio principio en Vannina, asesinada por su marido Sampietro. El barón de Neuhof, o el rey Teodoro, recorrió todas las costas, pidiendo socorros a la Inglaterra, al papa, al gran turco y al bey de Túnez, después de haberse hecho coronar rey de los corsos, que no sabían a qué atenerse. Voltaire se ríe de él. Los dos Paolí, Jacinto, y particularmente Pascal, habían hecho resonar su nombre en toda la Europa. Buttafuoco rogó a J. J. Rousseau que fuese el -legislador de la Córcega. El filósofo de Ginebra pensaba establecerse en la patria del que sacando de su sitio los Alpes, se llevó a Ginebra debajo del brazo. «Todavía hay en Europa, escribía Rousseau, un país capaz de legislación, y este país es la isla de Córcega. El valor y la constancia con que este heroico pueblo ha sabido defender y recobrar su libertad, merecen que cualquier hombre sabio, le enseñe a conservarla. Tengo cierto presentimiento de que esta isla asombrará algún día a la Europa.»
Criado en medio de la Córcega, Napoleón fue educado en aquella escuela primaria de las revoluciones: no trajo al aparecer por la vez primera la calma o las pasiones de la edad juvenil, sino un espíritu impregnado ya de las pasiones políticas. Esto hace cambiar la idea que se tiene formada de Napoleón.
Cuando un hombre ha llegado a hacerse famoso, se le procuran componer antecedentes; los niños predestinados, según los biógrafos, son intrépidos, camorristas, e indomables; lo aprenden todo, o no aprenden nada: lo más frecuente también suele ser, que sean unos niños tristes, taciturnos, que no toman parte en los juegos de sus compañeros, que se separan de ellos y se sienten ya perseguidos por el nombre que los amenaza. Un entusiasta ha desenterrado cartas de Napoleón a sus abuelos, bastante comunes (y sin duda italianos), y es preciso que traguemos aquellas pueriles necedades. Los pronósticos de nuestro futuro son muy vanos: somos lo que las circunstancias quieren que seamos: de que un niño sea triste, silencioso o alborotador, de que manifieste o no aplicación, y más o menos aptitud para el trabajo, no puede sacarse ningún agüero. Suspéndase la educación literaria de un estudiante a los diez y seis años, y por más inteligencia que se le conceda, aquel niño prodigio a los tres lustros, será un imbécil: el niño carece hasta de la más hermosa de las gracias, la sonrisa; se ríe, pero nunca se sonríe.
Napoleón era, pues, un muchacho ni más ni menos distinguido que sus émulos. «No era, dice él mismo, más que un niño terco y curioso.» Le gustaban los ranúnculos y comía cerezas con la señorita Colombier. Cuando dejó la casa paterna no sabía más que el italiano: su ignorancia de la lengua de Turena era casi completa: como el mariscal de Sajonia alemán, Bonaparte italiano no ponía una palabra con ortografía. Enrique IV, Luis XIV y el mariscal de Richelieu, menos imperdonables, no eran mucho más correctos. Indudablemente para ocultar el descuido de su instrucción, ha hecho Napoleón indescifrable su modo de escribir. Salió de Córcega a los nueve años, y hasta pasados ocho, no volvió a ver su isla. En la escuela de Brienne no tenía nada de extraordinario, ni en su modo de estudiar, ni en su exterior. Sus compañeros le dirigían chanzonetas por su nombre de Napoleón y por su país, y él decía a su amigo Bourienne: «Yo haré a tus franceses todo el mal que pueda.» En una relación dirigida al rey en 1784, Mr. de Keralio asegura que el joven Bonaparte sería un excelente marino: esta frase es sospechosa, porque aquella relación o informe no se encontró hasta que Napoleón inspeccionaba la escuadrilla de Boloña.
El 14 de octubre de 1784, Bonaparte salió de Brienne y pasó a la Escuela militar de París: la lista civil pagaba su pensión, y se afligía de ser sostenido por el Estado. La pensión le fue conservada, como lo acredita el siguiente modelo de recibo encontrado en el legajo Fesch, (legajo de Mr. Libri).
«Confieso, yo el abajo firmado, haber recibido de Mr. Biercourt la suma de doscientas libras procedentes de la pensión que el rey me ha concedido sobre los fondos de la Escuela militar, en calidad de antiguo cadete de la escuela de París.»
La señorita Fermont-Comnene, (Mme. de Abrantes) que residía alternativamente en casa de su madre en Montpellier, Tolosa y París, no perdía de vista a su compatriota Bonaparte. «cuando paso en el día por el malecón de Conti, no puedo menos de mirar el tejado plano del ángulo izquierdo de la casa en cuyo piso tercero habitaba Napoleón, cuantas veces venía a casa de mis padres.»
Bonaparte no era amado en su nuevo Prytaneo: melancólico y murmurador disgustaba a sus maestros: todo lo criticaba sin miramiento. Dirigió una memoria al subdirector sobre los vicios de la educación que allí se recibía. «¿No seria mejor obligar a los alumnos a servirse a sí mismos, excepto en lo perteneciente a la cocina, hacerles comer pan de munición u otro semejante, y acostumbrarlos a cepillarse su ropa limpiar sus zapatos y botas?» Esto fue lo que mandó después en Fontainebleau y en San German.
Por fin, la escuela se vio libre de su presencia por haber sido nombrado subteniente de artillería en el regimiento de la Fere.
Desde 1784 a 1793 se extiende la carrera literaria de Napoleón, corta por su espacio, larga por los trabajos. Errante con el cuerpo de artillería a que pertenecía, por Auxonne, Dole, Seurres y Lyon, Bonaparte acudía adonde había ruido, como las aves acuden al reclamo. Atento a las cuestiones académicas, respondía a ellas: se dirigía con seguridad a las personas poderosas a quienes no conocía, y se hacia igual a los demás antes de constituirse en su señor. Unas veces hablaba con un nombre supuesto, y otras se firmaba con el suyo. Escribía al abate Raynal y a Mr. Necker: enviaba a los ministros memorias sobre la organización de la Córcega, sobre proyectos de defensa de Saint-Florent, de la Mortella, del golfo de Ajaccio, y sobre modo de preparar el cañón para arrojar las bombas. No se le escuchaba, cómo no se escuchó a Mirabeau, cuando redactaba en Berlín proyectos relativos a la Prusia y a la Holanda. Estudiaba la geografía, y es notable, que al hablar de Santa Elena solo dijese estas palabras: «isla muy pequeña.» Se ocupaba de la China, las Indias, y las Arabias. Hacía algunos trabajos acerca de los historiadores, filósofos y economistas, Heródoto, Estrabón, Diodoro de Sicilia, Filangieri, Mably y Smith: refutaba el discurso sobre el origen y fundamentos de la igualdad del hombre, y escribía, no creo esto, no creo nada de esto. Luciano Bonaparte refiere que él había sacado dos copias de una historia trazada por Napoleón: el manuscrito se ha encontrado en gran parte entre el legajo del cardenal Fesch: las observaciones son poco curiosas, el estilo común y el episodio de Vannina se halla reproducido sin efecto. Las palabras que Sampietro dirige a los grandes señores de la corte de Enrique II, después del asesinato de Vannina, vale tanto como toda la narración de Napoleón: «¿Qué le importan al rey de Francia las disensiones de Sampietro y de su mujer?»
Bonaparte no tenía al principio de su vida el menos presentimiento de su porvenir: hasta no subir un escalón no pensaba en el inmediato; pero si no esperaba subir, tampoco quería descender: no se le podía arrancar del sitio en donde una vez había puesto los pies. Tres cuadernos manuscritos del legajo Fesch, están destinados a observaciones sobre la Sorbona y las libertades galicanas. Hay también correspondencia con Paolí, Salicetti, y especialmente con el padre Dupuy, mínimo subdirector de la escuela de Brienne, hombre religioso, de buen juicio, que daba consejos a su joven discípulo, y que llamaba a Napoleón su querido amigo.
A estos ingratos estudios, Bonaparte mezclaba algunas páginas de imaginación, en que habla de las mujeres. Escribió La Máscara profeta, La Novela corsa y El Conde de Essex, novela inglesa: también compuso diálogos sobre el amor, que trata con desprecio, y sin embargo escribió el borrador de una apasionada carta a una desconocida: hacia poco caso de la gloria, y solo colocaba en primera línea al amor de la patria: esta patria era la Córcega.
Todo el mundo ha podido ver en Ginebra una carta dirigida a un librero: en ella el novelesco teniente pedía le informasen de las Memorias de Mme. Waresn. Napoleón era también poeta, como lo fueron César y Federico. Prefería Ariosto al Tasso, porque encontraba en él los retratos de sus futuros capitanes, y un caballo completamente enjaezado para su viaje a los astros. Se atribuye también a Bonaparte el siguiente madrigal, dirigido a Mme. de Saint-Huberty desempeñando el papel de Dido: el fondo puede pertenecer al emperador, la forma es de una mano más diestra que la suya:
Romains, qui vous vantez d‘ une iIlustre origine,
Voyez d' oú dependait votre empire naissant?
Didon n‘a pas d‘ attrait assez puissant
poni retarder la fuite ou son amanti s’ obstine
Mais si l‘ autre Didon, ornement de ces lieux
Eut eté reine de Garthage,
Il eut, pour la servir, abandonné ses dieux;
Et votre beau pays serait encor sauvage