Bonaparte mandaba la ejecución como comandante de la artillería. La humanidad no le hubiera detenido, aunque por gusto no era cruel.
También se ha encontrado esta comunicación a los comisarios de la Convención. «Ciudadanos representantes: desde el campo de la gloria, marchando sobre la sangre de los traidores, os participo con júbilo, que vuestras órdenes quedan ejecutadas y la Francia vengada: no se ha tenido consideración ni con el sexo ni con la edad. Los que solo estaban heridos por el cañón republicano, han sido despachados por la cuchilla de la libertad, y por la bayoneta de la igualdad.
«BRUTO BONAPARTE, ciudadano sans culotte.»
Este parte se insertó por primera vez, según creo, en la Semana, gaceta redactada por Malte-Brun. La vizcondesa de Fors (pseudónimo) le publica en sus Memorias sobre la Revolución francesa, y añade que se escribió sobre un tambor. Fabry le reproduce, artículo Bonaparte, en la Biografía de los hombres que aun viven. Royou, Historia de Francia, declara que no se sabe quien fue el que profirió aquel grito mortífero. Fabry ya citado, dice en los Missionaires del 93, que unos atribuían aquel grito a Freron y otros a Bonaparte. Las ejecuciones del campo de Marte de Tolón, las refieren, Freron en una carta a Moisés Bayle de la Convención, y Mottedo y Barras al comité de salud pública.
¿De quién es en definitivo el primer boletín de las victorias napoleónicas? ¿de Napoleón o de su hermano? Luciano, detestando sus errores, confiesa en sus Memorias, que al principio fue ardiente republicano. Colocado a la cabeza del comité revolucionario en San Maximino, en Provenza. «No economizábamos, dice, las palabras y cartas a los jacobinos de París. Como era moda tomar nombres antiguos, mi ex-monje adoptó, según creo, el de Epaminondas, y yo el de Bruto. Un folleto ha atribuido este último nombre a Napoleón, pero no pertenecía más que a mí. Napoleón pensaba elevar su propio nombre sobre los de la historia antigua, y si hubiera querido figurar en aquellas mascaradas, no creo que hubiera elegido el de Bruto.
En esta confesión se descubre valor. Bonaparte en el Memorial de Santa Elena, guarda un profundo silencio sobre esta parte de su vida. Este silencio, según Mme. la duquesa de Abrantes, se explica porque había algo de escabroso en su posición. «Bonaparte, dice, se había puesto más en evidencia que Luciano, y aunque después ha procurado colocar a Luciano en su lugar no podía engañarse entonces. El Memorial de Santa Elena, habrá pensado, será leído por cien millones de individuos, entre los cuales apenas puede que se cuenten mil que conozcan los hechos que me desagradan. Estas mil personas conservarán la memoria de aquellos hechos de una manera que debe causarme poca inquietud, por la tradición verbal: el Memorial, será pues irrefutable.»
Así es, que quedan dudas lamentables acerca de quien firmó el parte si Luciano o Napoleón: ¿como Luciano no siendo representante de la Convención, se había de arrogar el derecho de dar cuenta de la matanza? ¿Estaba diputado o comisionado por la municipalidad de San Maximino para asistir a aquella carnicería?
¿Entonces, cómo habría resumido la responsabilidad de un proceso verbal, cuando había otro más grande que él ante la vista del anfiteatro y de los testigos de la ejecución llevada a cabo por su hermano? Debía serle muy costoso bajar tanto sus miradas después de elevarlas tan alto.
Aun cuando admitamos que el narrador de las expediciones de Napoleón sea Luciano, siempre resultaría que el primer cañonazo de Bonaparte fue dirigido contra los franceses: por lo menos es seguro, que Napoleón fue llamado otra vez a derramar su sangre el 13 vendimiario, y con ella volvió a teñirse las manos en la muerte del duque de Enghien. Los primeros sacrificios revelaron a Bonaparte; la segunda hecatombe le elevó al rango que le hizo dueño de la Italia, y la tercera le facilitó la entrada del imperio. Ha crecido con nuestra carne, ha quebrantado nuestros huesos, y se ha alimentado con la médula de los leones. Es una cosa deplorable, pero que es preciso reconocer, sino se quieren ignorar los misterios de la naturaleza humana y el carácter de los tiempos: una parte del poder de Napoleón provino de haber figurado en el terror. La revolución sirve con gusto a los que han pasado por medio de sus crímenes: un origen inocente es un obstáculo.
Robespierre el joven había cobrado afecto a Bonaparte, y quería que ocupase el mando de París en lugar de Henriot. La familia de Napoleón se había establecido en la quinta de Salle, cerca de Antibes. «Yo había ido desde San Maximino, dice Luciano, a pasar algunos días con mi familia y mi hermano. Estábamos todos reunidos, y el general nos dedicaba todos los momentos de que podía disponer. Un día vino más preocupado que de costumbre, y paseándose entre José y yo, nos anunció que solo dependía de él el marchar a París al día siguiente, y que se encontraba en posición de colocarnos a todos ventajosamente. Por mi parte me agradaba mucho esta noticia: vivir en la capital me parecía un bien que nada podía balancear. «Se me ofrece, dijo Napoleón, el puesto de Henriot, y debo dar la contestación esta tarde. ¿Pues bien, qué me decís?» Nosotros titubeamos un momento. «Esto merece la pena de pensarlo bien, repuso el general: no se trata de hacer el entusiasta; no es tan fácil salvar la cabeza en París como en San Maximino. Robespierre el joven es honrado, pero su hermano no sufre chanzas: sería preciso servirle. ¿Yo sostener a ese hombre? Jamás. Conozco cuán útil le sería reemplazando a su imbécil comandante de París; pero es lo que yo no quiero ser. Aun no es tiempo: ahora no hay para mí ningún puesto honroso más que en el ejército. Tened paciencia: Yo mandaré en París más tarde.» Tales fueron las palabras de Napoleón. En seguida nos manifestó su indignación contra el régimen del terror, cuya próxima caída nos anunció, y concluyó repitiendo muchas veces entre melancólico y risueño: ¿Qué iría yo a hacer en esa galera?
Bonaparte después del sitio de Tolón, se encontró en todos los movimientos del ejército de los Alpes. Recibió la orden de trasladarse a Génova, e instrucciones secretas le prevenían que reconociese el estado de la fortaleza de Savona, y recogiese noticias acerca del espíritu que animaba al gobierno genovés con respecto a la coalición. Aquellas instrucciones entregadas en Loano el 25 messidor, año II de la república, están firmadas por Ricord.
Bonaparte desempeñó su comisiona. Llegó el 9 thermidor: los diputados terroristas fueron remplazados por Albitte, Salicetti y Laporte. De repente declararon en nombre del pueblo francés, que el general Bonaparte, comandante de la artillería del ejército de Italia, había perdido totalmente su confianza por su conducta sospechosa, y sobre todo por el viaje que últimamente había hecho a Génova.
El acuerdo del 9 thermidor, año 11 de la república francesa, una, indivisible y democrática (6 de agosto de 1794), dice, «que el general Bonaparte será reducido a prisión, y presentado en el comité de salud pública de París con buena y segura escolta. Salicetti reconoció los papeles de Bonaparte: contestaba a los que se interesaban por el preso, que se veía obligado a obrar con rigor por una acusación de espionaje que había llegado de Niza y Córcega. Esta acusación era consecuencia de las instrucciones secretas comunicadas por Ricord, era fácil insinuar que Napoleón en vez de servir a la Francia servía al extranjero: el emperador hizo un gran abuso de las acusaciones de espionaje: debiera acordarse de los peligros a que semejantes acusaciones le habían expuesto.
Napoleón procurando sincerarse decía a los representantes: «Salicetti, tú me conoces... Albitte, tú no me conoces, pero conoces, sin embargo, con qué destreza obra a veces la calumnia. Escuchadme, restituidme la estimación de los patriotas. Una hora después, si los malvados quieren mi vida... ¡la estimo en tan poco!., ¡la he despreciado tantas veces!..»
Recayó sentencia absolutoria. Entre los documentos que en aquellos años sirvieron de comprobantes de la buena conducta de Bonaparte, se halla un certificado de Pozzo di Borgo. Bonaparte no fue puesto en libertad más que provisionalmente; pero en aquel intervalo tuvo tiempo para aprisionar al mundo.
Salicetti, el acusador, no tardó mucho en adherirse al acusado, pero Bonaparte no confió jamás en su antiguo enemigo, más tarde escribió al general Dumas: «Que se quede en Nápoles Salicetti, allí debe encontrarse feliz. Ha contenido a los lazzaroni, lo creo: los ha causado miedo, es más malo que ellos.
Que sepa que yo no tenga bastante poderío para defender del desprecio y de la indignación pública, a los miserables que votaron la muerte de Luis XVI 33.» Corrió Bonaparte a París, y se alojó en la calle de Mail, en donde yo paré también cuando llegué de Bretaña con Mme. Rose. Bourienne se reunió con él, como asimismo Murat, sospechoso de terrorismo, y que había abandonado su guarnición de Abbeville. El gobierno trató de transformar a Napoleón en general de brigada de infantería, y quiso enviarle a la Vendee. Este rehusó el honor bajo pretexto de que no quería cambiar de arma. El comité de salud pública borró el decreto que le excluía de la lista de los oficiales generales empleados. Uno de los firmantes de esta medida fue Cambaceres que llegó a ser el segundo personaje del imperio.
Irritado por las persecuciones, Napoleón pensó en emigrar, pero lo impidió Volney. Si hubiera ejecutado su resolución, la corte fugitiva le habría despreciado: por este lado no había corona que ceñirse: yo hubiera tenido un enorme compañero, gigante a mi lado en el destierro.
Abandonada la idea de la emigración, Bonaparte volvió la vista hacia el Oriente, que congeniaba doblemente con su naturaleza, por el despotismo y el esplendor. Ocupose en una memoria para ofrecer su espada al gran señor. La inacción y la oscuridad eran mortales para él. «Seré útil a mi país, decía, si puedo hacer la fuerza de los turcos más temible a la Europa.» El gobierno no respondió a esta nota de un loco, según se decía.
Defraudadas sus esperanzas en varios proyectos, Bonaparte vio aumentarse su desgracia: era muy difícil de socorrer porque recibía mal los favores, por la misma razón que le era muy sensible deber su educación a la munificencia real. No quería al que se veía más favorecido que él por la fortuna: en el alma del hombro para quien iban a agotarse los tesoros de las naciones, se descubrían los movimientos de odio que los comunistas y proletarios manifiestan ahora contra los ricos. Cuando se participa de las privaciones y padecimientos del pobre, se adquiere el sentimiento de la desigualdad social, más apenas se sube a un carruaje, se desprecia a los que van a pie. Bonaparte aborrecía a los elegantes e increíbles, jóvenes fatuos, que ponían gran esmero en sus cabellos, y se complacía en desanimar su felicidad. Tuvo relaciones con Batiste mayor y con Talma. La familia Bonaparte era aficionada al teatro: la ociosidad de las guarniciones condujo muchas veces a Napoleón a los espectáculos.
Sean cuales fueren los esfuerzos de la democracia para realzar las costumbres por el gran objeto que se propone, sus hábitos las rebajan: para hacer olvidar el vivo sentimiento de su insuficiencia, vertió en la revolución torrentes de sangre, remedio inútil, porque no pudo matarlo todo, y en último resultado, se encontró de frente con la insolencia de los cadáveres. La necesidad de pasar por las condiciones pequeñas, comunica algo de común a la vida: un pensamiento raro se ve reducido a expresarse en un lenguaje vulgar: el genio se encuentra aprisionado en el patues, como en la aristocracia gastada, se encierran sentimientos abyectos en palabras nobles. Cuando se quiere ensalzar cierta cualidad inferior de Napoleón, con ejemplos tomados de la antigüedad, no se encuentra con quien compararle más que con el hijo de Agripina, y sin embargo, las legiones adoraron al esposo de Octavia, y el imperio romano se estremecía con su recuerdo.
Bonaparte había vuelto a encontrar en París a la señorita de Fermont-Comnene, que casó con Junot, con quien Napoleón había contraído relaciones en el Mediodía.
«En esta época de su vida, dice la duquesa de Abrantes, Napoleón era feo. Después se efectuó en él un cambio total. No hablo de su prestigio ni de su aureola de gloria, solo trato de la mudanza física que tuvo lugar en el espacio de siete años gradualmente. Así es, que todo lo que tenía de huesudo, amarillento y aun enfermizo, se redondeó, aclaró y embelleció. Sus facciones, que casi eran angulosas y punteagudas, tomaron una forma redonda porque se cubrieron de carne. Su mirada y su sonrisa siempre fueron admirables. Su peinado que nos parece tan extraño en el día cuando le vemos en los grabados que representan el paso del puente de Arcola, era entonces muy sencillo, porque los elegantes, contra quienes tanto hablaba, llevaban los cabellos mucho más largos: pero su tez era tan amarilla en aquella época y se cuidaba tan poco, que su pelo mal peinado y peor empolvado le daba un aspecto desagradable. Sus manos sufrieron también la metamorfosis, pues eran flacas, largas y negras, y se volvieron pequeñas. Bien sabido es hasta qué punto se había envanecido, y con razón, desde aquel tiempo. En fin, cuando me represento a Napoleón entrando en 1705 en el patio de la hostería de la Tranquilidad, calle de las Monjas de Santo Tomás, atravesándole con incierto paso, con un mal sombrero redondo encajado hasta las cejas, y dejando ver sus orejas de perro mal empolvadas y que caían sobre el cuello de aquel redingote cenizoso, que después llegó a ser una bandera gloriosa, tanto por lo menos como el blanco penacho de Enrique IV: sin guantes, porque decía que era un gasto inútil, con las botas de muy mala hechura, mal lustradas y todo aquel conjunto enfermizo, resultado de sus pocas carnes, y su tez pálida: en fin, cuando evoco el recuerdo de aquella época, y vuelvo a mirarle más tarde, no puedo ver al mismo hombre en estos dos retratos.»
Jornadas de vendimiario
La muerte de Robespierre no le había concluido todo: las prisiones volvían a abrirse con mucha lentitud: la víspera del día en que el tribuno espirante fue conducido al cadalso, fueron inmoladas ochenta víctimas: ¡tan bien organizados estaban los asesinatos!... ¡con tanto orden y obediencia procedía la muerte!... Los dos verdugos Sansón, fueron sujetos a un juicio: más afortunados que Rousseau, ejecutor de Tarde, en tiempo del duque de Mayeane, fueron absueltos: la sangre de Luis XVI los había lavado.
Los condenados puestos en libertad no sabían en qué emplear su vida, y los jacobinos desocupados en qué divertir el tiempo: de aquí aquellos bailes y pesares del Terror. Solo se conseguía arrancar la justicia gota a gota a los convencionales: no querían dejar libre al crimen por temor de perder el poder. El tribunal revolucionario fue abolido.
Andrés Dumont formuló la proposición de perseguir a los que continuasen el sistema de Robespierre: la Convención, impulsada por un informe de Saladir, decreta a pesar suyo y contra su gusto, que había lugar a proceder a la prisión de Barrere, Billaud de Varennes y Collot d‘ Herbois, los dos últimos amigos de Robespierre, y que sin embargo habían contribuido a su caída. Carrier, Fouquier-Tinville y José Leban fueron juzgados: reveláronse atentados y crímenes inauditos, especialmente los matrimonios republicanos y el haber ahogado seiscientos niños en Nantes. Las secciones, entre las cuales se hallaban divididos los guardias nacionales, acusaban a la Convención de los males pasados y temían verlos reproducidos. La sociedad de los jacobinos combatía todavía: no podía resignarse a la muerte. Legendre, en otro tiempo tan violento, se había vuelto humano, y había entrado en el comité de seguridad general. La misma noche del suplicio de Robespierre cerró la madriguera; pero ocho días después los jacobinos se reorganizaron con el nombre de jacobinos regenerados. Freron publicaba su Diario resucitado, el Orador del pueblo, y aplaudiendo la caída de Robespierre se colocaba en el partido de la Convención. El busto de Marat permanecía aun expuesto, y existían los diversos comités, aunque con alguna alteración en las formas.
El hambre y un frío riguroso, mezclados a los padecimientos públicos, complicaban las calamidades: Grupos armados, entre los que se vetan mochas mujeres, gritaban: ¡pan!... ¡pan!... En fin, el 1º prairial (20 de mayo de 1795) fue forzada la puerta de la Convención, asesinado Feraud, y colocada su cabeza sobre la mesa del presidente. Boissy d‘ Anglas manifestó una impasibilidad estoica.
Esta vegetación revolucionaria brotaba vigorosamente sobre la capa de estiércol que le servía de base regada con sangre humana. Rossignol, Houchet, Grignon, Moisés Bayle, Amar, Choudieu, Hentz, Granet, Leonardo Bourdon y todos los que se habían distinguido por sus excesos, se habían cerrado entre las barreras; y sin embargo, nuestro renombre crecía en lo exterior. Cuando la voz de la opinión se elevaba contra los convencionales, los triunfos sobre el extranjero ahogaban el clamor público. Había dos Francias, una horrible en lo interior y otra admirable en lo exterior: a nuestros crímenes se oponía la gloria, como Bonaparte la oponía a nuestras libertades. Siempre hemos encontrado escollos delante de nuestras victorias.
Conviene observar que atribuyéndose nuestros triunfos a nuestras enormidades se comete un anacronismo: consiguiéronse antes y después del Terror pues no tuvo parte alguna en la dominación de nuestras armas. Estas ventajas tuvieron un inconveniente: produjeron una aureola que ciñó la frente de los espectros revolucionarios. Sin examinar la fecha se creyó que aquella luz les pertenecía. La toma de Holanda y el paso del Rin, parecían ser la conquista del hacha, no de la espada. En aquella confusión no podía adivinarse como conseguiría la Francia desembarazarse de las trabas que a pesar de la catástrofe de los primeros culpables, continuaban oprimiéndola: sin embargo, el libertador se encontraba allí.
Bonaparte había conservado la mayor y la peor parte de los amigos con quienes se había relacionado en el Mediodía, y que como él se habían refugiado en la capital. Salicetti, que conservaba su poderosa influencia por la fraternidad jacobina, se había reconciliado con Napoleón, y Freron que deseaba casarse con Paulina Bonaparte, (la princesa Borghese) prestaba su apoyo al joven general.
Lejos de los altercados del foro y de la tribuna, Bonaparte se paseaba por la tarde en el jardín de las Plantas con Junot: éste le refería su pasión por Paulina, y Napoleón le confiaba su inclinación a Madama de Beauharnais: los acontecimientos iban a producir un grande hombre. Mme. de Beauharnais tenía relaciones de amistad con Barras, y es probable que estas ayudasen a la memoria del comisario de la Convención cuando llegaron las jornadas decisivas.
Prosecución.
Devuelta momentáneamente la libertad a la prensa, trabajaba en sentido de la libertad; pero como los demócratas jamás la Habían querido porque atacaba sus errores, acusaban de realista a la prensa periódica. El abate Morellet y Laharpe publicaron folletos que se mezclaban con los del español Marchena, sabio inmundo e ingenioso aborto. Los jóvenes llevaban traje gris con cuello negro, que se tenía por el uniforme de los chuanes. La apertura de la nueva legislatura era el pretexto para las reuniones de las secciones. La de Lepelletier, conocida poco antes con el nombre de sección de las Monjas de Santo Tomas, se presentó muchas veces en la barra de la Convención para quejarse: Lacrelelle el joven elevó en su favor su voz con el misino valor que manifestó el día en que Bonaparte ametralló a los parisienses en las gradas de San Roque. Las secciones, previendo que se acercaba el momento del combate, hicieron venir de Rouen al general Danican para colocarle a su cabeza. Puede formarse una idea del miedo y de los sentimientos de la Convención por los defensores que convocó en derredor suyo. «A la cabeza de aquellos republicanos, dice Real en su Ensayo sobre las jornadas de vendimiario, que se llamó el batallón sagrado de los patriotas del 89, y en sus filas se hacia un llamamiento a los veteranos de la revolución que habían hecho las seis campañas, que se habían batido bajo las tapias de la Bastilla, que Habían derrocado la tiranía, y que entonces se armaban para defender el mismo palacio que habían atacado el 19 de agosto. Allí encontré los restos preciosos de aquellos antiguos batallones de los liejenses y belgas a las órdenes de su antiguo general Fyon.»
Real concluye su enumeración con el siguiente apóstrofe: «¡Oh tú, por quien hemos vencido a la Europa con un gobierno sin gobernantes y unos ejércitos sin paga, genio de la libertad, tú velabas todavía por nosotros.» Estos fieros campeones de la libertad habían vivido bastantes días, y fueron a cantar sus himnos a la independencia en las oficinas de la policía de un tirano. Este tiempo no es ahora más que un escalón roto por el que ha pasado la revolución: ¡cuántos hombres han hablado, obrado con energía y se han apasionado por unos hechos de que ya no se habla en el día! Los vivos recogen el fruto de la existencia de los que yacen olvidados en el sepulcro y que se han sacrificado por ellos.
Se acercaba el momento de la renovación de la Convención: estaban convocadas las asambleas primarias, comités, clubs y secciones formaban una confusión espantosa.
La Convención, amenazada por la aversión general vio que era preciso defenderse: a Danican opuso a Barras, que fue nombrado jefe de la fuerza armada de París y de lo interior. Habiendo encontrado a Napoleón en Tolón, y recordádosele Mme. de Beauharnais, Barras conoció desde luego que semejante hombre podía serle muy útil, le nombró su segundo. Hablando a la Convención el futuro director de las jornadas de vendimiario, declaró que a las acertadas y prontas disposiciones de Bonaparte se debía la salvación del recinto en cuyo derredor lo había dispuesto todo con mucha habilidad. Napoleón ametralló a las secciones y dijo: «He puesto mi sello sobre la Francia.» Atila había dicho: «Yo soy el martillo del universo.» Ego malleus orbis.
Después de la victoria, Napoleón temió haberse hecho impopular, y aseguró que daría muchos años de su vida por borrar aquella página de su historia.
Existe una narración de las jornadas de vendimiario escrita por Napoleón y en ella se esfuerza en probar que las secciones fueron las que rompieron el fuego. En la acción se le figuraría tal vez que todavía se hallaba en Tolón: el general Carteaux estaba a la cabeza de una columna en el Puente Nuevo: una compañía de marselleses marchaba sobre San Roque, y los puestos ocupados por los guardias nacionales fueren sucesivamente tomados. Real, de cuya relación ya he hablado, concluye su exposición con estas simplezas que los parisienses creen ciegamente: que un herido que atravesaba por el salón de las Victorias, reconoció una bandera que había cogido, y dijo con voz espirante: «No pasemos más allá, quiero morir aquí»; que la esposa del general Dufraisse hizo pedazos su camisa para vendas, y que las dos hijas de Durocher distribuían vinagre y aguardiente. Real se lo atribuye todo a Barras: reticencia aduladora, que prueba que en el año IV no se hacia todavía mucho aprecio de Napoleón, vencedor en provecho de otro.
Parece que Bonaparte no esperaba sacar una gran ventaja de su victoria sobre las secciones, porque escribía a Bourienne: «Busca alguna haciendita en el hermoso valle del Yonna, pues la compraré en cuanto tenga dinero: pero no olvides que no quiero bienes nacionales.» Bonaparte varió de opinión en el imperio porque apreció mucho los bienes nacionales.
Las jornadas de vendimiario terminan la época de los motines, que no se renovaron hasta 1830 para concluir con la monarquía.
Cuatro meses después de aquellas jornadas, el 19 ventoso (9 de marzo) año IV, Bonaparte casó con María Josefa Rosa de Tascher. El acta no hace mención alguna de la viuda del conde de Beauharnais. Tallien y Barras fueron los testigos del contrato. En el mes de junio, Bonaparte recibió el nombramiento de general en jefe de las tropas acantonadas en los Alpes marítimos. Carnot reclamaba el honor de aquel nombramiento, a lo que se oponía Barras. Llamábase el mando del ejército de Italia, el dote de Mme. de Beauharnais. Cuando Napoleón refería en Santa Elena con el mayor desprecio, que había creído enlazarse con una gran señora, se mostraba muy poco agradecido.
Napoleón entra ahora en el lleno de su destino, había necesitado a los hombres, y los hombres van a tener necesidad de él: los acontecimientos le habían hecho, y él iba a hacer los sucesos. Ahora ya ha atravesado todas esas desgracias a que están condenadas las naturalezas superiores antes de que sean conocidas, que se ven obligadas a humillarse ante medianías cuyo patronato les es indispensable. La semilla de la más elevada palmera, ha sido conservada y cuidada por el árabe en un vaso de arcilla.
Campañas de Italia.
Cuando Bonaparte llegó a Niza, al cuartel general del ejército de Italia, encontró a los soldados desprovistos de todo, desnudos, descalzos, sin pan y sin disciplina. Tenia entonces veinte y ocho años, y a sus órdenes a Massena con treinta y seis mil hombres. Era el año 1796. Abrió su primera campaña el 20 de marzo, fecha famosa que debía recordar muchas veces en su vida. Batió a Beaulieu en Montenotte, y dos días después en Millesimo separó a los dos ejércitos austríaco y sardo. En Ceva, Mondovi, Fossano y Cherasco continuaron las ventajas: parecía que había descendido a la tierra el mismo genio de la guerra. Esta proclama hizo oír una voz nueva, como los combates, habían anunciado un hombre nuevo.
«Soldados: en quince días habéis conseguido seis victorias, cogido veinte y una banderas, cincuenta y cinco cañones, quince mil prisioneros, y muerto y herido más de diez mil hombres. Habéis ganado batallas sin artillería, pasado ríos sin puentes, hecho marchas forzadas sin zapatos, y vivaqueado sin aguardiente, y aun sin pan. Solo las falanges republicanas, los soldados de la libertad son capaces de sufrir lo que habéis sufrido. ¡Os doy las gracias, soldados!
«¡Pueblos de Italia!... el ejército francés viene a romper vuestras cadenas: el pueblo francés, es amigo de todos los pueblos. Nosotros no combatimos más que a los tiranos que os subyugan.»
El 15 de mayo se concluyó la paz entre la república francesa y el rey de Cerdeña, y fue cedida a la Francia la Saboya con Niza y Tende. Napoleón avanzaba siempre, y escribió a Carnot:
«Cuartel general de Plasencia, 9 de mayo de 1796.»
«Por fin hemos pasado el Po y se ha comenzado la segunda campaña. Beaulieu se halla desconcertado, calcula bastante mal, y continuamente cae en los lazos que se le tienden. Tal vez querrá dar una batalla, porque ese hombre tiene la audacia del furor, pero no la del genio. Otra victoria, y somos dueños de la Italia. En cuanto detenga mis movimientos daré nuevo vestuario al ejército: está que da lástima el mirarle, pero el soldado está gordo porque come buen pan y abundante rancho. La disciplina se restablece de día en día, pero es preciso fusilar con frecuencia, porque hay hombres intratables a quienes no so puede mandar. Lo que hemos tomado al enemigo es incalculable. Cuantos más hombres me enviéis con más facilidad los mantendré. Os remito veinte cuadros de los primeros maestros, de Correggio y de Miguel Ángel. Os debo mil gracias por las atenciones que os dignáis tener con mi esposa: os la recomiendo: es una patriota sincera, y la amo con delirio. Espero poderos enviar a París una docena de millones; no os vendrán mal para el ejército del Rin. Enviadme cuatro mil jinetes desmontados, que yo procuraré remontarlos aquí, No debo ocultaros que desde la muerte de Stenge no tengo ningún jefe superior de caballería que se bata. Desearía que pudieseis enviar dos o tres ayudantes generales, que tengan ardimiento y una firme resolución de no emprender nunca prudentes retiradas.»
Esta carta es una de las más notables de Napoleón. ¿Qué vivacidad? ¿Qué diversidad de genio? con la inteligencia del héroe, se hallan mezclados sin la profusión triunfal, los cuadros de Miguel Ángel y una alusión picante contra su rival, en lo de aquellos ayudantes generales que tuviesen la firme resolución de no emprender prudentes retiradas. El mismo día, Bonaparte escribió al Directorio participándole la suspensión de hostilidades concedida al duque de Parma y la remesa del San Jerónimo del Correggio. El 11 de mayo anunció a Carnot el paso del puente Lodi, que nos hizo poseedores de la Lombardía. Si no fue directamente a Milán, era porque no quería dejar descansar a Beaulieu hasta destruirle. «Si tomo a Mantua, nada me detiene ya para penetrar en la Baviera: en veinte días puedo encontrarme en el corazón de la Alemania. Si los dos ejércitos del Rin entran en campaña, os suplico me participéis su posición. Sería digno de la república ir a firmar el tratado de paz de los tres ejércitos reunidos, en el corazón de la Baviera y del Austria asombradas.»
El águila no anda, vuela con las banderolas de las victorias colgadas del cuello y de las alas.
Se quejaba de que se le quisiese agregar a Kellermann: «No puedo servir con gusto con un hombre que se conceptúa el primer general de Europa, y yo creo que un mal general solo, vale más que dos buenos juntos.»
El 1° de junio de 1796 los austríacos fueron completamente arrojados de Italia, y nuestros puestos avanzados llegaron a los montes de la Alemania. «Nuestros granaderos y carabineros, escribió Bonaparte al Directorio, juegan y se ríen con la muerte. Nada iguala a su intrepidez sino la alegría con que hacen las marchas más forzadas. Creeréis que en cuanto llegan al vivac deben por lo menos dormir: nada de eso: cada uno se forma su plan para el día siguiente, y algunos hoy que son bastante exactos. El otro día estaba viendo desfilar una media brigada; un cazador se acercó a mi caballo: General, me dijo, es necesario hacer esto —Infeliz, le contesté, ¿quieres callarte? desapareció al momento, y le hice buscar aunque en vano: era justamente lo que yo había mandado que se hiciese.»
Los soldados graduaron a su comandante; en Lodi le hicieron cabo, y en Castiglione sargento.
El 17 de noviembre se desembocó en Arcola, y el joven general pasó el puente que le ha hecho famoso. Diez mil hombres quedaron en el campo. «Era un canto de la Ilíada,» exclamaba Bonaparte al recordar aquella acción.
En Alemania, Moreau, efectuaba la célebre retirada que Napoleón llamaba retirada de sargento. Este se preparaba a decir a su rival batiendo al archiduque Carlos:
Je suivrai d' assez prés votre illustre retraite
Pour traiter avec lui sans besoin d' intérprete