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Así que el jorobado acababa el ritornelo, le daban un sueldo por vía de salario. Tal es en el fondo aquella sociedad humana, que se entusiasmó con Alejandro y con Napoleón.

Complaciame en recorrer los lugares, por los cuales había paseado los sueños de mis primeros años.

Caminando sin dirección fija por detrás del Luxemburgo, fui a parar a la Cartuja, que acababa de ser demolida.

La plaza de las Victorias y la Vendome lloraban las efigies ausentes del gran rey; la comunidad de capuchinos había sido saqueada; el claustro interior servía de retirada al fantasmagórico Robertson. En los Franciscanos buscaba en vano la nave gótica donde había oído a Marat y Danton decir primores. La iglesia de los Teatinos, situada sobre los malecones del mismo nombre, se hallaba convertida en café, y en teatro de saltimbanquis.

Cambio de la sociedad.

La revolución se dividió en tres grandes partidos que no tienen nada de común entre sí: la República, el Imperio y la Restauración: estos tres mundos diferentes, y tan completamente disueltos los tres, parecen separados por una infinidad de siglos. Cada uno de ellos tuvo un principio fijo: el principio de la república, era la igualdad; el del imperio, la fuerza; el de la restauración, la libertad. La época de la república es la más original y la que ha quedado más profundamente grabada, porque ha sido única en la historia.

Jamás se había visto hasta entonces, ni volverá a verse, el orden físico producido por el desorden moral, la unidad procedente del gobierno de la multitud, y el patíbulo sustituyendo a la ley, y obedecido en nombre de la humanidad.

En 1801 asistí a la segunda transformación social. La barahúnda que se armó no podía ser más grande; por medio de un disfraz, de un embuste cualquiera, se hacían personajes una porción de gentes que no lo eran, ni podían haberlo sido; todo el mundo llevaba su nombre de guerra, propio o prestado, pendiente del cuello, como llevaban los venecianos en el Carnaval en la mano una careta para dar a entender que iban enmascarados. El uno pagaba por italiano o español, y el otro por holandés o prusiana. La madre pasaba por tía de su hijo, y el padre por tío de su hija: el propietario de una finca no era más que el administrador. Este movimiento, en sentido contrario, me recordaba el movimiento de 1789, cuando los frailes salieron de sus conventos, y la antigua sociedad fue invadida por la sociedad moderna; esta, después de haber reemplazado a aquella, era a su vez reemplazada por otra.

El mundo ordenado empezaba no obstante a renacer; las gentes abandonaban las calles y los cafés para volverse a sus casas; cada cual iba recogiendo como podía los restos de su familia y de su propiedad, a la manera que se toca llamada después de una batalla para reunir la gente y enumerar las pérdidas. Las iglesias que habían quedado en pie, principiaban a abrirse. Las generaciones republicanas se iban retirando, y avanzaban las generaciones imperiales. Los generales de los alistados, pobres en la verdadera acepción de la palabra, y que no habían sacado de todas sus campañas mas que heridas y las casacas hechas pedazos, andaban revueltos y se cruzaban con los oficiales brillantes y llenos de bordados del ejército consular. El emigrado que había regresado a su patria, hallaba tranquilamente con alguno de de los asesinos de sus próximos parientes. Todos los porteros, partidarios acérrimos del difunto Mr. de Robespierre, echaban de menos los espectáculos de la plaza de Luis XV, donde se cortaba la cabeza a las mujeres, que (así me lo decía el conserje de mi casa de la calle de Lille) tenían el cuello blanco como la carne de pollo. Los setembristas, que habían cambiado de nombre, de barrio, se habían hecho comerciantes de frutas cocidas; se veían, empero, precisados a levantar los reales a cada instante, porque el pueblo los reconocía con facilidad, y después de echarles el ato por tierra, quería aporrearlos. Los revolucionarios enriquecidos empezaban a alojarse en los grandes palacios del barrio de San German, vendidos durante la revolución. Los jacobinos que se hallaban inclinados y próximos a hacerse condes y marqueses, se hacían lenguas lamentando los horrores de 1793 y probando la necesidad de castigar a los proletarios y de reprimir los excesos del populacho. Bonaparte, al colocar a los Brutos y los Scevolas en su policía, se preparaba a variar los colores de sus cintas, a emporcarlas de títulos, y a precisarlos a vender sus opiniones y a deshonrar sus crímenes. Todo esto iba produciendo una generación vigorosa sembrada en la sangre, que crecía para no derramar otra que la de los extranjeros; de día en día iba completándose la metamorfosis de los republicanos en imperialistas, y la de la tiranía de todos en el despotismo de uno solo.

Memorias de ultratumba Tomo II
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