15.
¡Cuántos sucesos fueron necesarios para que yo llegase a los pies de la Estrella de los mares, a quien estuve consagrado en mi infancia! Cuando yo contemplaba esos ex-votos, esas pinturas de naufragios suspendidas a mi alrededor, creía leer la historia, de mi vida. Virgilio coloca bajo los pórticos de Cartago al héroe troyano, conmovido a la vista de un cuadro que representaba el incendio de Troya; y el genio del cantor Hamlet se ha aprovechado del alma del cantor de Dido.
Al pie de esta roca cubierta en otro tiempo de un bosque cantado por Lucano, no reconocí a Marsella: en sus calles rectas, largas, y anchas, no podía ya perderme. El puerto estaba lleno de navíos; treinta y seis años antes me hubiera costado trabajo encontrar una nave que me trasportase a Chipre como Joinville; a despecho de los hombres el tiempo rejuvenece las ciudades. Apreciaba yo mucho a mi vieja Marsella con sus recuerdos de los Berenguer, del duque de Anjou, del rey Renato, de Guisa y de Epernon, con los monumentos de Luis XIV y las virtudes de Belzunce; me agradaban las arrugas sobre su frente. Tal vez al deplorar los años que ella había perdido, no hacía otra cosa que llorar los que yo había encontrado. Marsella me recibió con afabilidad, es cierto; pero la émula de Atenas se ha vuelto demasiado joven para mí.
Si las Memorias de Alfieri se hubiesen publicado en 1802, no hubiera yo abandonado a Marsella sin visitar los Caños del Poeta. Este hombre adusto llegó una vez al encanto de las ilusiones y de la expresión.
«Después de los espectáculos, dice, una de mis diversiones era el bañarme casi todas las tardes en el mar; había encontrado un sitio delicioso en una lengua de tierra situada a la derecha del puerto, en donde sentándome sobre la arena con la espalda apoyada en una roca, que impedía me viesen desde tierra, no tenía delante de mí más que el cielo y el mar. Entre estas dos inmensidades que embellecían los rayos de un sol poniente, pascaba yo horas dichosas entregado a dulces ilusiones; y allí me hubiese yo hecho poeta si hubiese sabido escribir en cualquier idioma.»
Volví por el Languedoc y la Gascuña. En Nimes los Arenes y la Maison Carré existían aun; en este año de 1838 los he visto en su exhumación. Fui también a buscar a Juan Revoul. Desconfiaba yo de esos artesanos poetas que no son por lo regular ni poetas ni artesanos: reparación a Mr. Revoul. Le hallé en su tahona; me dirigí a él sin saber a quien hablaba, no distinguiéndole de sus compañeros de Ceres. Apuntó mi nombre y me dijo que iba a ver si se hallaba en su casa la persona por quien yo preguntaba. Volvió en seguida y se me dio a conocer: condújome a su almacén y después de haberme hecho andar por entre un laberinto de sacos de harina, trepamos por una especie de escalera a un camaranchón como los que hay en la parte alta de los molinos de viento. Allí tobamos asiento y hablamos un rato. Hallábame yo tan dichoso como en mi granero de Londres y más que en mi sillón ministerial de París. Mr. Revoul sacó de una cómoda un manuscrito y me leyó los enérgicos versos de un poema que estaba componiendo sobre el último día. Le felicité por su talento y su amor a la religión». Viniéronseme a la mente estas bellas estrofas suyas aun desterrado.
Quelque chose de grand se couve dans le monde;
Il faut, ó jeune roi, que son ame y réponde;
¡Oh! ce n‘est pas pour rien que, calmant notre deuil.
Le ciel par un mourant fit réveler la vie;
Que quelque temps aprés, de ses enfants suivie,
Aux yeux de l'univers la nation ravie
T‘eleve dans ses bras sur le bord d‘un cercueil!