19.
Veíanse apenas algunos restos de los Arenes. Si se consagrase un sentimiento a cada cosa que perece seria preciso llorar demasiado.
Me embarqué para Blaye. Vi el castillo, entonces desconocido, al cual en 1833 dirigí estas palabras: «Cautivo de Blaye! siento no poder hacer nada por vuestros destinos presentes!» Encamineme a Rochefort y fui a Nantes por la Vendée.
Este país, como un antiguo guerrero, mostraba las heridas y cicatrices de su valor. Huesos blanqueados por el tiempo, y ruinas ennegrecidas por las llamas, sorprendían las miradas del viajero. Cuando los vendeanos estaban próximos a atacar al enemigo, se arrodillaban y recibían la bendición de un sacerdote; la oración pronunciada sobre las armas no era tenida por debilidad, porque el vendeano que levantaba su espada hacia el cielo pedía la victoria y no la vida.
La diligencia en que iba se hallaba llena de viajeros que referían las violencias y los asesinatos con que habían glorificado su vida en las guerras de la Vendée. Me latía con fuerza el corazón cuando después de atravesar el Loira, en Nantes, entré en Bretaña. Pasé a lo largo de esas paredes del colegio de Rennes, que vieron los últimos años de mi infancia. No pude estar más que veinte y cuatro horas en compañía de mi esposa y de mis hermanas y volví a París.
PARÍS, 1838
Años de mi vida, 1802 y 1803.— Mr. de Laharpe.— Su muerte.
Llegué a tiempo de ver morir a un hombre que pertenecía a esos nombres superiores de segundo orden en el siglo XVlll, que constituyendo una sólida retaguardia de la sociedad daban a ésta extensión y consistencia.
Conocí a Mr. de Laharpe en 1789; como Flins, se había apasionado con extremo de mi hermana, la condesa de Farcy. Llegaba con tres gruesos tomos de sus obras debajo de sus pequeños brazos, admirado de que su gloria no triunfase de los corazones más empedernidos. Hablando alto, con animado rostro, se desataba contra los abusos, mandando hacerse una tortilla en casa de los ministros, cuya mesa solo le agradaba comiendo con los dedos, metiendo las mangas en los platos, y diciendo groserías filosóficas a los más altos funcionarios, que se enfadaban de sus insolencias; pero por lo demás era recto, ilustrado, imparcial en medio de sus pasiones, capaz de apreciar el talento, de admirarlo, de llorar al leer unos buenos versos, o al ver una bella acción, y tenía en fin, uno de esos genios dispuestos al arrepentimiento. Su fin correspondió a su vida, le vi morir con un valor cristiano, no habiendo conservado orgullo sino contra la impiedad, ni odio sino contra el lenguaje revolucionario.
A mi vuelta de la emigración, la religión había convertido a Mr. de Laharpe en admirador de mis obras; la enfermedad que padecía no le estorbaba trabajar; recitábame trozos de un poema que traía entre manos sobre la revolución: advertíanse en él algunos versos enérgicos contra los crímenes de la época y contra las honradas gentes que los habían consentido:
Mais s'ils ont tout osé, vous avez tout permis:
Plus l‘oppresseur est vil plus l‘esclavo est infame