24. Apruebo vuestra conducta; conozco vuestra delicadeza; pero yo no puedo tener hacia mi amigo el mismo desinterés que él abriga para si. Confieso que este olvido me sorprende y me aflige. Mme. de Beaumont, sobre su lecho de muerte, os ha hablado, con la elocuencia del postrer adiós, del porvenir y de vuestra suerte futura. Su voz debe tener para vos más fuerza, que la mía. ¿Pero os ha confesado que renunciéis a ocho o diez mil francos de sueldo, cuando vuestra carrera se ve desembarazada de las primeras espinas? ¿Podríais precipitaros, mi querido amigo, a dar un paso tan importante? No dudareis del gran placer que tendré en veros. Si solo consultase mi propia dicha, os diría: venid al instante. —Pero vuestros intereses me son tan caros como los míos, y no veo recursos bastante inmediatos para resarciros las ventajas que voluntariamente perdéis. Sé que vuestro talento, vuestro nombre y el trabajo, no os dejarán nunca a merced de las necesidades más urgentes; pero veo en todo ello más gloria que fortuna.

Vuestra educación, vuestros hábitos exigen ciertos gastos. La fama no hasta para las necesidades de la vida, y esa miserable ciencia de la olla, marcha a la cabeza de todas las demás, cuando uno quiere vivir independientemente y tranquilo. Espero que nada podrá decidiros a buscar fortuna en suelo extranjero. ¡Ah, amigo mío! estad seguro de que pasadas las primeras caricias, valen aún menos que los compatriotas. Si vuestra amiga moribunda ha hecho todas estas reflexiones, sus últimos momentos deben haber sido un tanto agitados; pero espero que a los pies de su tumba hallareis lecciones y luces superiores a las que los amigos que os quedan podrían daros. Esa amable mujer os amaba; ella os aconsejará bien. Su memoria y vuestro corazón os guiarán con seguridad. Adiós mi querido amigo; os abrazo tiernamente.»

Mr. Necker me escribió la única carta que he recibido de él. Había yo sido testigo de la alegría de la corte, cuando la separación de este ministro cuyas honradas opiniones contribuyeron a la caída de la monarquía. Había sido colega de Mr. de Montmorin. Mr. Necker iba a morir bien pronto en el lugar donde fechaba su carta; no teniendo entonces al lado a madame de Staël, halló algunas lágrimas para la amiga de su hija.

Carta de Mr. Necker.

«Mi hija, caballero, al ponerse en camino para Alemania, me ha rogado la abriere las cartas que pudieran dirigírsela, con el objeto de juzgar si valían la pena de mandárselas por el correo: este es el motivo de haber sabido antes que ella la muerte de madame de Beaumont. La he enviado vuestra carta a Fráncfort, de donde se la remitirán más lejos tal vez a Weimar o Berlín. No os extrañe si no recibís la contestación de Mme. de Staël tan pronto como tenéis derecho a esperar. Estáis bien seguro del dolor que experimentará Mme. de Staël al saber la pérdida de una amiga, de la que siempre la he oído hablar con particular cariño. Me asocio a su pena, y me cabe el mayor sentimiento cuando pienso en la desgraciada suerte de toda la familia de mi amigo Mr. de Montmorin.

Veo, caballero, os halláis en vísperas de abandonar a Roma para regresará Francia: deseo que emprendáis vuestro camino por Ginebra, donde voy a pasar el invierno. Tendría un vivo placer en haceros los honores de una ciudad donde os ha precedido vuestra reputación. ¿Pero dónde no sois ya conocido? Vuestra última obra, radiante de incomparables bellezas, se halla en manos de cuantos aman las letras «Tengo el honor de ofreceros las seguridades y el homenaje de mis sentimientos más distinguidos».

Necker.

Coppet 27 de noviembre de 1803.

Carta de Mme. de Staël.

Fráncfort 3 de diciembre de 1803.

«iAh! my dear Francis: ¡cuán profundo dolor me ha causado vuestra carta! Ya ayer había recibido por los diarios tan espantosa nueva, y vuestra relación desgarradora viene a grabarla para siempre con letras de sangre en mi corazón. ¿Podéis, podéis hablarme de opiniones diversas sobre la religión y sus ministros? ¿Por ventura hay dos opiniones, cuando solo existe un sentimiento? No he leído vuestra carta sino regándola con mis lágrimas. Mi querido Francisco, recordaos el tiempo en que me profesabais una amistad más viva; no olvidéis aquel en que todo mi corazón era vuestro, y decid que esos sentimientos más tiernos, más profundos que nunca, están vivos para vos en el fondo de mi pecho. Amaba, admiraba el carácter de Mme. de Beaumont; no conocía otro más generoso, más agradecido, más apasionadamente sensible. Desde que he entrado en el mundo, no habían cesado mis relaciones con ella, y conocía que no obstante algunas diferencias, me era vivamente simpática. Mi querido Francisco, dadme un lugar en vuestra vida. Os admiro; os amo; amaba a la que lloráis. Soy una verdadera amiga: seré para vos una hermana más que nunca debo respetar vuestras opiniones: Mathieu, que participa de ellas, ha sido un ángel para mí en la última pena que acabo de experimentar. ¿Os han escrito que había sido desterrada a cuarenta leguas de París? He aprovechado esta ocasión para visitar la Alemania; pero en la primavera habré vuelto a París si ha terminado mi destierro, y si no hasta donde este me permita o a Ginebra. Haced de cualquier modo que nos reunamos. ¿No conocéis que mi espíritu y mi alma entienden la vuestra, y que a través de las diferencias de carácter, nuestras almas se parecen? Mr. de Humboldt me escribió hace algunos días una carta, en que me hablaba de vuestra obra con una admiración que os debe lisonjear en un hombre de su mérito y de su opinión. ¡Pero a qué hablaros de vuestros triunfos en este momento! ¡Sin embargo, esos triunfos, ella los amaba y eran su gloria! Continuad haciendo ilustre al que tanto amó. Adiós, mi querido Francisco. Os escribiré desde Weimar, en Sajonia. Respondedme con sobre a Mres. Despot, banqueros. ¡Cuántas frases desgarradoras hay en vuestra relación! Y la resolución de conservar a la pobre Saint-German: la llevareis alguna vez a mi casa.

«¡Adiós tiernamente, dolorosamente adiós!»

N. de Staël.

Esta precipitada carta, afectuosamente rápida, escrita por una mujer ilustre, me enterneció nuevamente. ¡Mme. de Beaumont habría sido bien dichosa en aquel momento, si el cielo la hubiese permitido volver al mundo! Pero nuestro cariño, por más que llegue hasta las tumbas, no tiene el poder de libertar a os que yacen en ellas: cuando Lázaro se levantó de la fosa, tenía los pies y las manos ligadas y el rostro cubierto con un sudario: ahora bien, la amistad no sabría decir como Jesucristo a Marta y a María: «Desatadle y dejadle ir.»

También han pasado los que prodigaban consuelos, y ellos me piden para sí los pesares que daban a otra.

PARÍS, 1838.

Años de mi vida, 1803 y 1804. —Primera idea de mis Memorias. —Me nombran ministro de Francia en el Valais. —Salida de Roma.

Estaba resuelto ya a abandonar la carrera diplomática, en que tantos disgustos personales habían ido a confundirse con mis trabajos ¿de no mucha entidad, y con la mezquindad de los enredos políticos. No ha podido comprender lo que es un corazón lleno de amargura, el que no se ha visto obligado a permanecer solo en los sitios habitados un tiempo por la persona que hacia las delicias de su vida. Se la busca por todas partes, y no se la encuentra; os habla, os sonríe, os acompaña; todo cuanto ella ha llevado o tocado, reproducen su imagen; no hay entre ella y vos más que un velo transparente; pero tan pesado, que no se le puede levantar. El recuerdo del primer amigo que os ha abandonado en el camino es cruel; porque si vuestros días se han prolongado, habréis necesariamente sufrido otras pérdidas; estas muertes que se han ido sucediendo, se acumulan a la primera, y lloráis a la vez en una sola persona todas las que habéis perdido sucesivamente.

Entretanto que yo tomaba mis disposiciones, prolongadas por el espacio que me separaba de Francia, hallábame abandonado sobre las ruinas de Roma. En mi primer paseo todo me parecía cambiado; no reconocía los árboles, ni los monumentos, ni el cielo: me extraviaba en medio de los campos, a lo largo de las cascadas, de los acueductos, como en otro tiempo bajo las verdes bóvedas de los bosques del Nuevo Mundo. Volvía a entrar en la ciudad eterna, que entonces unía a tantas existencias pasadas una nueva existencia destruida. A fuerza de recorrer las soledades del Tíber, grabáronse tan profundamente en mi memoria que las reproducía con bastante exactitud en mi carta a Mr. de Fontanes: «Si el extranjero es desgraciado, decía, si ha confundido las cenizas que amó con otras tantas cenizas ilustres; ¡con qué placer no pasará desde la tumba de Cecilia Metella a la de una mujer desgraciada!»

En Roma fue también donde concebí por la primera vez la idea de escribir las Memorias de mi vida. Guardo aun algunas líneas de ellas, de las que transmito estas pocas palabras: «Después de haber andado errante sobre la tierra, pasado los mejores años de mi juventud lejos de mi país, y sufrido cuanto un hombre puede sufrir, incluso el hambre, volví a París en 1800».

En una carta dirigida a Mr. Joubert, presentaba mi plan del modo siguiente:

«Mi sola felicidad consiste en tener algunas horas para ocuparme en un trabajo, el único que puede dulcificar mis penas; este es las Memorias de mi vida. Roma estará comprendida en ellas; solo así puedo ya hablar de Roma. Estad tranquilo; mis confesiones no causarán disgusto a mis amigos: si he de llegar algún día a figurar, mis amigo ocuparán también en el porvenir un lugar tan bello como respetable. No molestaré a la posteridad con los pormenores de mis debilidades; no hablaré de mí, sino en la parte que conviene a mi dignidad de hombre, y, me atrevo a decirlo, a la elevación de mi corazón. Al mando no se le debe presentar sino lo que es bello; no es mentir & Dios el descubrir únicamente la parte de la vida que puede inspirar a nuestros semejantes sentimientos notes y generosos.

Seguramente, en el fondo, no tengo nada que ocultarme; no he hecho despedir a ninguna criada por el robo de una cinta, ni abandonado a un amigo moribundo en medio de la calle, ni deshonrado a la mujer que me ha acogido, ni entregado mis hijos bastardos a la Inclusa; pero he tenido debilidades, flaquezas de corazón: una ojeada de compasión sobre mí bastará para hacer comprender al mundo estas miserias humanas, que necesitan estar protegidas por un velo. ¿Qué ganaría la sociedad en la reproducción de estas llagas que la afligen, y que en todas partes se encuentran? —No faltan ejemplos cuando se quiere triunfar de la pobre naturaleza humana.»

En este plan que me había trazado olvidaba a mi familia, mi infancia, mi juventud, mis viajes y mi destierro, en cuya narración me he complacido después.

Había sido como un esclavo feliz, que, acostumbrado a poner su libertad en el cepo, no sabe qué hacer de ella cuando ve rotas sus cadenas. Siempre que quería abandonarme a mi trabajo, un fantasma llegaba A colocarse delante de mí, yo no podía separar de él mis ojos; únicamente la religión me fijaba por su importancia y por las reflexiones de un orden superior que me sugería.

Sin embargo, al ocuparme en la idea de escribir mis Memorias, comprendí el valor que los antiguos daban a su nombre: hay, tal vez, una tierna realidad en esta sucesión de recuerdos que pueden dejarse al pasar. Tal vez entre los grandes hombres de la antigüedad, la idea de una vida inmortal en la raza humana, ocupaba el lugar de la inmortalidad del alma, que para ellos es un problema. Si la fama es poca cosa cuando se concreta únicamente a nosotros, es menester convenir, sin embargo, en que es un hermoso privilegio, concedido a la amistad del genio, el dar una existencia imperecedera a todo cuanto hay amado. Yo empecé un comentario de algunos libros de la Biblia, principiando por el Génesis sobre este versículo:

He aquí que Adán ha llegado a ser como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; ahora no conviene que lleve su mano al fruto de la vida, que le coja, que coma de él, y que viva eternamente; fijé mucho mi atención en la imponente ironía del Creador: He aquí que Adán ha llegado a ser como uno de nosotros, etc. No conviene que el hombre lleve su mano al fruto de la vida. ¿Por qué? Porque ha gustado el fruto de la ciencia, y conoce el bien y el mal; ahora se halla agobia de de males; por lo tanto, no conviene que viva eternamente. ¡Qué bondadoso ha sido Dios en conceder la muerte!

Hay en el mismo comentario oraciones empezadas; unas para las aflicciones del alma, otras para fortificarse contra la prosperidad de los malos: procuraba reunir en un centro de reposo los pensamientos errantes fuera de mí.

Como Dios no quería concluir allí mi vida, reservándola para largas pruebas, las tempestades que se habían levantado se calmaron. Repentinamente el cardenal embajador cambió de comportamiento conmigo: tuvimos una explicación, en la que le declaré mi resolución de retirarme. Opúsose diciendo que mi dimisión en aquel momento parecería una caída; que llenaría de júbilo a mis enemigos; que el primer cónsul se incomodaría, lo cual me impediría el vivir tranquilo en el sitio a que quisiera retirarme. Me propuso el ir a pasar quince días o un mes a Nápoles.

En este mismo momento, la Rusia me sondeaba para saber si aceptaría el puesto de ayo de un gran duque; solo a Enrique V hubiera yo hecho en todo caso el sacrificio de los últimos años de mi vida.

En tanto que fluctuaba entre mil partidos diversos, recibí la noticia de que el primer cónsul me había nombrado ministro en el Valais. Había al principio dado algún crédito a mis detractores; pero volviendo a la razón, comprendió que yo pertenecía a la raza de hombres que no sirve más que para estar en primer término; que no debía asociarme a nadie si quería sacar algún partido de mí. No había plaza alguna vacante; creó una, y escogiéndola en conformidad a mis instintos de aislamiento e independencia me colocó en los Alpes, y me dio una república católica en medio de un mundo de torrentes; el Ródano y nuestros soldados se cruzaban a mis pies; el primero descendiendo hacia la Francia; los segundos subiendo hacia Italia; el Simplón abría delante de mí su atrevido camino. El cónsul se obligaba a concederme todas las licencias que pidiera para viajar por Italia, y Mme. de Bacciochi me mandaba a decir par conducto de Fontanes que me estaba reservada la primera gran embajada disponible. Obtuve, pues, esta primera victoria diplomática, sin esperarla y sin desearla; verdad es que se bailaba a la cabeza del estado un hombre de elevada inteligencia, que no quería abandonar a intrigas de oficina a otra inteligencia que veía dispuesta a separarse del poder.

Esta observación es tanto más exacta, cuanto que el cardenal Fesch, a quien hago en las presentes Memorias una justicia con la cual no debía él contar, había enviado pliegos a París poco favorables a mi persona, casi en el mismo momento en que mudó de conducta conmigo, después de la muerte de Mme. de Beaumont. ¿Su verdadero pensamiento sus conversaciones, cuando me daba permiso para ir a Nápoles, o en sus misivas diplomáticas? Conversaciones y misivas de la misma fecha se hallaban en contradicción.

De mí únicamente hubiera dependido el poner de acuerdo consigo mismo al señor cardenal, haciendo desaparecer hasta las huellas de las comunicaciones que trataban de mí; bastábame sacar de los legajos, cuando fui ministro de negocios extranjeros las elucubraciones del embajador, y no habría hecho más que lo que hizo Mr. de Talleyrand con su correspondencia con el emperador. Pero no creí tener derecho para usar del poder en beneficio mío. Si alguna vez se registran aquellos documentos, se hallarán en su sitio. Tal vez esta manera de obrar será una necedad perjudicial, pero para no hacer mérito de una virtud que no tengo, es menester que se sepa que el haber respetado esas correspondencias de mis detractores depende más de mi desprecio que de mi generosidad. También he visto en los archivos de la embajada francesa en Berlín cartas del señor marqués de Rennay ofensivas a mi persona, y lejos de hacer un misterio de ellas, las daré a conocer.

El cardenal Fesch no aguardaba más consideraciones que conmigo con el pobre abate Guillon (obispo de Marruecos), a quien se señalaba como agente de Rusia. Del mismo modo llamaba Bonaparte a Mr. Lainé agente de Inglaterra, porque aquel grande, hombre había aprendido de los informes de la policía a entretenerse en esta especie de chismografía. ¿Pero por ventura, o no podía objetarse nada centra el mismo Mr. Fesch? ¿Qué caso hacia de él su propia familia? El cardenal de Clermont-Tonnerre se hallaba en Roma como yo, en 1803; y ¿qué de cosas no escribió sobre el tío de Napoleón? Aún conservo las cartas.

Por lo demás, ¿a quién interesan ya estas empequeñeces, sepultadas hace cuarenta años en unos legajos carcomidos? De los diversos actores que figuraron en aquella época, uno solo sobrevivirá, Bonaparte. Todos los demás que aspiramos a la vida estamos ya muertos. ¿Quién lee el nombre del insecto al débil resplandor que suele dejar tras sí cuando rastrea?

Posteriormente el cardenal Fesch me vio de embajador cerca de León XII. Diome pruebas de aprecio, y por mi parte procuré anticiparme a ellas y tratarle con deferencia. Por otra parte, es muy natural que se me haya juzgado con una severidad con que yo misma me trato. Todo esto tiene una antigüedad fabulosa: hoy día ni aun quiero conocer la letra de los que en 1803 sirvieron de secretarios, oficiales u oficiosos al cardenal Fesch.

Salí para Nápoles, y allí viví un año sin Mme. de Beaumont. Año de ausencia, al cual debían seguir tantos otros. No he vuelto a ver a Nápoles desde aquella época, a pesar de que en 1827 llegué hasta sus puertas con intención de visitarle en compañía de madame de Chateaubriand. Los naranjos estaban cargados de fruta y los mirtos de flores. Las bahías, los campos Elíseos y el mar tenían encantos que ya no podía yo comunicar a nadie. En los Mártires he descrito la bahía de Nápoles. Subí al Vesubio, y bajé hasta su cráter. En esto no hice más que plagiarme; representaba la escena de René. En Pompeya me enseñaron un esqueleto cargado de cadenas, y varias frases latinas escritas con mala ortografía por los soldados, sobre las paredes. Regresé a Roma, Canova me permitió la entrada en su taller, al tiempo que trabajaba en la estatua de una ninfa. A otro lado estaban los modelos de los mármoles sepulcrales que yo le había encargado, los cuales estaban ya muy adelantados. De allí fui a San Luis a rezar sobre unas cenizas, y en 21 de enero de 1804, día también desgraciado para mí, salí en dirección a París.

¡Cuán grande es la miseria humana! treinta y cinco años han pasado desde la fecha de estos sucesos. En medio de mi dolor me lisonjeaba yo en aquellos lejanos días de que el lazo que acababa de romperse seria el último que contrajera: y sin embargo, ¡qué pronto he reemplazado, ya que no olvidado, el objeto de mi cariño! Así camina el hombre de flaqueza en flaqueza; cuando es joven y lleva por delante su vida, todavía le queda una sombra de escusa, pero cuando amarrado a su yugo le arrastra penosamente tras de sí, ¿qué escusa tiene? Es tal la indigencia de nuestra naturaleza, que afligidos por nuestros transitorios achaques, al pretender expresar nuestros nuevos afectos, no podemos emplear otras palabras que las que hemos empleado en los antiguos. Y sin embargo, hay expresiones que no debieran servir más de una vez, y que se profanan repitiéndose. Las amistades a que hicimos traición o que abandonamos nos echan continuamente en cara las nuevas relaciones que hemos contraído; nuestras horas se acusan unas a otras; la vida es un perpetuo sonrojo, porque es una falta continua.

PARÍS, 1838.

Revisado en 22 de febrero de 1845.

Año de mi vida, 1804. —República del Valais. —Visita al palacio de las Tullerías. —Palacio de Montmorin. —Oigo pregonar la muerte del duque de Enghien. —Presento mi dimisión.

Como no era mi intención detenerme en París, me apeé en la fonda de Francia, calle de Beaume, a donde fue Mme. de Chateaubriand a reunirse conmigo para marchar juntos al Valais. Mis antiguas relaciones ya medio dispersas habían perdido el lazo que las reunía.

Bonaparte caminaba hacia el imperio; su genio se elevaba a medida que iban creciendo los acontecimientos, y pedía como la pólvora al dilatarse, trastornar el mundo. Inmenso ya y conociendo no obstante que aún no había llegado el apogeo, sentíase atormentado por sus propias fuerzas. Marchaba a tientas y parecía como que buscaba un camino. Cuando llevado de una mezquina envidia. Moreau, Pichegru y Jorge Cadoudal, que era muy superior a los dos anteriores, fueron reducidos a prisión.

Esa porción de conspiraciones que se ven en todos los negocios de la vida no cuadraba a mi naturaleza, y con gran pacer aproveché la ocasión de refugiarme a las montañas.

El consejo municipal de Sión me dirigió una carta; su sencillez me ha hecho mirarla como importante documento; entraba yo en la política por la religión; El Genio del Cristianismo me ha abierto las puertas.

Memorias de ultratumba Tomo II
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