34

 

 

 

 

Hacía una semana que estaba instalada en Water Mill, pero nada parecía mitigar su ánimo quebrantado. Desde que había llegado, lo único que le apetecía era pasarse el día metida en la cama comiendo las galletas que horneaba Sofía, la cocinera. Adriel sentía que no hallaba su rumbo y estaba bastante arrepentida de no haberse quedado en la ciudad, ya que el trabajo intenso y la vorágine del hospital la ayudaban a que las horas del día no se hicieran tan largas.

A pesar de su agobio, no pensaba faltar a la palabra que le había dado a su madre, así que se abocaba con ahínco a preparar el encuentro con la familia de su pareja. Incluso, aunque se sentía empantanada en un lugar donde la tranquilidad le estaba resultando agobiante, ponía todo de su parte para que las cosas salieran de maravilla.

Increíblemente, ese día los preparativos habían obrado de manera beneficiosa, ya que la habían mantenido bastante ocupada. Junto al personal de servicio de la casa, habían organizado un almuerzo suculento para agasajar al día siguiente a los visitantes, y también habían preparado las habitaciones para los huéspedes, que se quedarían a disfrutar del fin de semana en la villa con fantásticas vistas a Mecox Bay.

Tras la llegada del otoño, en aquel lugar a las seis de la tarde comenzaba a anochecer, así que, con todo dispuesto para darle la bienvenida a su madre y recibir a la familia de Topher, Adriel se sentó en la terraza de piedra y columnas romanas de estilo corintio, que le proporcionaba una fabulosa vista del amplio jardín decorado con jarrones franceses. Dirigió la vista hacia la bahía para presenciar el emigrar de los pájaros, que huían apresurados, buscando refugio en los últimos minutos del día, momento que siempre le había causado fascinación desde pequeña. De pronto, se encontró hecha un ovillo en una de las tumbonas y cubierta con una manta que no alcanzaba a resguardarla por completo del frío; los colores del atardecer recubrían el agua de tonalidades amarillentas, añiles y rojizas, y, aunque la espléndida finca se erigía en un páramo exquisito, la tranquilidad y el silencio reinante parecían dolerle demasiado, tanto que daban paso a los recuerdos que se colaban sin permiso en su cerebro.

Hasta los cinco años, Adriel había crecido mirando el Pacífico desde la mansión en la Riviera americana, que por ese entonces ocupaba junto a sus padres en Santa Bárbara. La casa estaba encaramada en las laderas, al pie de las montañas de Santa Ynez, y copiaba un estilo en auge, el colonial español. Sin embargo, las circunstancias vividas habían obligado a su madre y a ella a pasar de una vida cómoda y relajada en aquel lugar a instalarse en la gran urbe que era la ciudad de Nueva York. Luego, Hilarie había encontrado esa villa recién remodelada en Water Mill, que era una clara muestra de las magníficas fachadas que evocaban el poder y la riqueza de la época dorada americana, creando, según el criterio de Hilarie, un escenario propicio en conjunción con la naturaleza para que Adriel pudiera enfrentar y superar el trauma que constituía para ella la muerte de su padre.

Repentinamente, aquel día Adriel sintió una gran nostalgia por regresar a esos sitios de los que guardaba vagos recuerdos de su niñez. Nunca había vuelto a Santa Bárbara; la casa permanecía cerrada desde que ellas se habían mudado, y ella jamás había encontrado la fortaleza suficiente como para regresar allí... pero ahora, inexplicablemente, la idea había surgido en su cabeza. De todas formas no sabía si lo haría, pues sus pensamientos esos días vagaban sin rumbo de un lado a otro buscando un sentido a su existencia; sin embargo, inexorablemente terminaban en el mismo sitio, y en la misma persona, Damien Christopher Lake. Desde que no estaba a su lado, nada parecía tener razón verdadera.

El sonido de su móvil hizo que dejara a un lado sus cavilaciones.

—Hola, Greg.

—Hola, nena. ¿Cómo llevas el descanso?

—Con aflicción; creo que no debí venir, y es que extraño el trabajo. Aquí todo es demasiado silencioso y se está volviendo ominoso, pero por suerte mañana ya llega mi madre y la casa se llenará de otros sonidos.

—Adriel, hace días que se me coló una idea en la cabeza. Sé que lo hemos hablado y también sé lo que piensas, porque me has dicho muchas veces que tanto tu profesión como tu vida las has planeado en Nueva York, pero... ¿y si te vienes conmigo a Barcelona? Quizá ahora sea un buen momento. Podríamos trabajar juntos en la clínica de tu madre, iniciar una nueva vida, recomenzar y planificarlo todo de diferente manera. Probablemente sea el momento de un cambio inherente para ti.

—No lo creo, Greg; no sé si me podría adaptar a las costumbres de otro país, aunque debo reconocer que tienes razón en cuanto a que me vendría bien un replanteamiento de mi vida, en este período en que voy a la deriva. De todas formas, no puedo pasar por alto que mi madre regresa; ella es mi única familia, y la separación me ha pesado mucho estos años. Ahora es cuando me doy cuenta de que la extraño demasiado; sin embargo, también es cierto que ella vuelve, pero para rehacer su vida sentimental, así que no pretendo inmiscuirme en sus planes. Ay, Greg, no sé, tal vez no sea tan descabellada tu sugerencia, después de todo. La verdad es que no tengo ni idea de lo que quiero hacer con mi vida; estoy en un punto en el que nada me parece estimable, ninguna idea me parece lo suficientemente cautivadora, pero te prometo que me lo pensaré.

—Sería fantástico, porque, si nos vamos juntos, ninguno se sentiría tan solo con el cambio; nos apoyaríamos mutuamente y sería mucho más fácil para ambos.

—Tal vez tengas razón... No sé, déjame pensarlo.

Sus pensamientos saltaban de un sitio a otro; no obstante, continuaba creyendo que ningún sitio era verdaderamente el suyo.

 

 

El viernes por la mañana, Adriel se levantó muy temprano, se colocó los auriculares de su iPod y salió a correr como lo venía haciendo desde que había llegado a Water Mill; era lo único a lo que se obligaba.

Inexplicablemente, continuaba oyendo esa estúpida lista de canciones que, con cada frase, hacían más mella en su estado de ánimo. Joss Stone cantaba Right to be wrong[34] y ella sólo recordaba a Damien Lake, como cada día, como cada minuto en realidad; parecía que se boicoteaba con cada melodía elegida para que él no saliera de sus pensamientos.

Regresaba por Mountouk Highway, pasando por la oficina postal, cuando sonó su móvil.

—Hija, acabo de bajar del avión; en un rato nos veremos.

—Mamá, ¡qué ganas tengo de abrazarte! Aquí todo está listo y os estoy esperando. ¿Ya te has encontrado con Topher?

—Sí, cariño, está aquí a mi lado.

—Por cierto, mamá... anoche estuve pensando que no me has dicho su nombre: es una vergüenza que sólo conozca su alias.

—Topher viene de Christopher, cariño; creí que lo habías deducido. Tengo que colgar, Adriel; nos vemos en un rato.

—Aquí estaré, esperándoos.

«Christopher», repitió después de cortar. Todo parecía un laberinto intrincado donde era casi imposible encontrar la salida. Consideraba increíble que el novio de su madre se llamase como Damien; otra mala jugada del destino, se dijo.

Agitó la cabeza, haciendo a un lado sus pensamientos, y continuó su carrera hasta llegar a Villa María, en Halsey Lane y la Ruta 27. Frente al molino de Water Mill, accionó el mando a distancia del gran portón de hierro y entró en la mansión sin perder el ritmo de su trote; finalmente, en el gran pórtico de dos plantas, dedicó unos minutos a estirar los músculos y luego se dirigió directamente a darse una ducha y ponerse ropa decente, pues quería causar una buena impresión a Christopher y su familia.

Estaba frente al espejo. Había terminado de maquillarse y estaba colocándose una chaqueta de lana que se anudaba en la cintura, la cual combinaba a la perfección con las botas de ante negro y la camiseta y pantalones vaqueros que se ajustaban como un guante a sus formas. Se dio cuenta de que había adelgazado, porque antes le quedaban más ajustados. Se encogió de hombros, no iba a amargarse. En aquel momento tocaron a su puerta.

—Adriel, han llegado —la informó Agnes, una de las empleadas domésticas que trabajaba allí—. Un automóvil acaba de entrar por el portón de hierro y se acerca a la casa.

—Ya bajo, Agnes —le dijo mientras abría la puerta de su dormitorio—. Gracias por avisarme. ¿Cómo me veo?

—Hermosa, como siempre.

Mientras bajaban la escalera, preguntó:

—¿Todo está listo, verdad? ¿Habéis preparado el tapeo y los cócteles? ¿También el almuerzo? ¿Habéis perfumado las habitaciones? Y... ¿los jarrones están todos con las flores favoritas de mamá?

—Tranquila, Adriel, Sofía tiene la cocina organizada para que Betsy y yo lo sirvamos todo y la casa está reluciente. Relájate, todo está dispuesto y saldrá de maravilla.

Bajó la escalera de caracol aferrada a la barandilla de hierro forjado que desembocaba en el imponente hall de entrada y, de inmediato, se lanzó hacia la puerta de la residencia. En ese preciso instante, un automóvil se detuvo en la entrada y de él descendió Hilarie, precipitada al ver a Adriel.

Madre e hija se fundieron en un abrazo interminable y se llenaron de besos y caricias. Era obvio que a ambas les habían pesado los meses sin verse.

—Adriel, tesoro mío, estás más delgada.

—Abrázame fuerte, mamá. Todo lo que necesito es sentir la calidez de tu abrazo; necesitaba tanto verte, necesitaba tanto saber que no estoy sola en la vida...

—Hija, te quiero tanto. ¿Sigues angustiada? —Adriel asintió con la cabeza—. Luego hablaremos tú y yo.

—Te quiero, mami, y ahora estoy feliz porque ya estás aquí conmigo.

Christopher se ocupaba de bajar las maletas de Hilarie, dándoles un momento íntimo antes de acercarse.

—Te presento a Christopher, cariño.

—Hola, bienvenido. Es un gran placer conocerte por fin.

—El placer es todo mío. No sabes las ganas que tenía de que ocurriera este encuentro, hace tiempo que le insisto a Hillie.

—Mamá, ¿pero cómo lo has hecho esperar? Mira que si llega a arrepentirse... —bromeó Adriel.

—Es que tu madre sabe que estoy coladito por ella.

Los tres rieron.

—¡Qué revelación, Christopher! No te aconsejo que sigas diciendo eso, porque mi madre, cuando se siente poderosa, es peligrosa. ¿Ya has conocido su mal genio?

—¡Qué concepto tienes de tu madre!

—Hablando en serio, déjame decirte que estaba muy intrigada desde que mamá me contó de tu existencia; hacéis una hermosa pareja.

—¿Te parece, hija? —Hilarie, que no había soltado a Adriel, le pasó la mano por la cintura a Christopher y los tres quedaron unidos en su abrazo.

—Oh, sí, mamá. Te lo has buscado muy guapo y con una sonrisa muy seductora —bromeó.

—Has visto —miró a Topher y él le besó la mejilla—; ya te contaré con lujo de detalles cómo nos conocimos, pero te adelanto que su sonrisa fue lo primero que me encandiló de él.

Él le hizo un guiño.

—Gracias por los halagos, Adriel; a mi edad se hace lo que se puede.

—No sé cuántos años tienes, Christopher, pero te ves en muy buena forma. Lo que estés haciendo te está dando resultado.

—Pues debo confesar que conocer a tu madre me ha quitado unos cuantos años de encima.

Los tres siguieron riendo.

—Tú también te ves radiante, mamá. Me gusta el corte que le has hecho a tu pelo.

—¿En serio te gusta?, ¿no está demasiado corto? —Se pasó la mano por entre los mechones de su nuca.

—Te da un aire muy interesante, pero... entremos, que hace frío aquí fuera.

—Deja las maletas ahí, Topher, el personal luego se encargará.

—Hillie, cariño —dijo mientras miraba la fachada—: tu casa es realmente hermosa, y enorme; tenías razón cuando dijiste que era mejor venir aquí para que nuestras familias se conocieran... se respira calma en este sitio.

—Luego te llevaré a recorrerla, verás las fantásticas vistas que tenemos de Mecox Bay.

El personal de servicio se acercó a darle la bienvenida a su patrona y, después de recoger los abrigos de los recién llegados, se marcharon.

Los tres permanecían sentados en la gran sala, conversando animadamente de cosas insustanciales, intentando entablar una charla que les permitiera establecer un poco de confianza.

—¿Y tu familia, Christopher? Tenía entendido que también vendrían.

—Llegarán de un momento a otro. El vuelo de mis padres llegaba más tarde, así que mi hijo iba a recogerlos al aeropuerto y luego venían para aquí.

 

 

—Hola abuela, abuelo, ¡qué alegría veros! —les hizo saber Damien mientras les daba un beso a cada uno. Apenas los saludó, se encargó de darle una propina al empleado del aeropuerto y se hizo cargo del equipaje de los ancianos.

—Hola —contestaron parcamente ellos.

—¿Aún seguís enfadados conmigo?

—Creo haber sido bastante claro la última vez que hablamos por teléfono —le indicó Abott, sin pelos en la lengua.

Dedushka, soy adulto para decidir con quién quiero estar y con quién no. Además, me parece un poco exagerado que llevéis un mes sin hablarme. ¿No os parece que es un poco infantil?

—¡Ja! ¿Lo estás oyendo, Abott? —dijo Maisha.

—Sí, lo he oído; nosotros somos infantiles y él es muy maduro, por eso afronta sus problemas con gallardía.

—Hoy es un día especial para papá, creo que deberíamos dejar de lado esto por él.

—Tú despreocúpate, que yo sé comportarme. Lo único que nos falta es que nos trates de maleducados también —comentó Abott, mostrándose ofendido.

—Ok, de acuerdo, tengamos la fiesta en paz. Si preferís seguir sin hablarme, lo acepto. Pero no os preocupéis, que seré vuestro chófer; después de todo, para eso he venido.

—Tu padre se empeñó en que nos vinieses a buscar; nosotros queríamos coger un coche de alquiler. Si lo prefieres, puedes irte; no será difícil conseguir transporte.

Damien elevó una ceja, bufó ruidoso, se colocó las Ray-Ban antes de salir al exterior y les indicó que lo aguardaran en la entrada mientras él iba a por su coche. Cuando llegó, éste bajó rápido para abrirle la puerta del copiloto a su abuelo y lo ayudó a sentarse; también le ajustó el cinturón de seguridad, puesto que sabía que la artrosis en sus manos le complicaba la tarea. Demostrándole que no estaba enfadado, Damien le besó la frente, pero éste permaneció inmutable y persistió en esa actitud molesta que le había demostrado al verlo. Luego le abrió la puerta a Maisha y ella se acomodó en el asiento trasero; por último se ocupó de meter el equipaje en el maletero y partieron.

 

 

Hilarie y Christopher estaban de regreso en la sala tras recorrer todos los ambientes de la casa, los jardines, la cancha de tenis, la piscina, la caseta de la piscina y el muelle.

—¿Estás feliz?

—Muchísimo, Topher.

—Tu hija es encantadora, me ha caído muy bien.

—Creo que es recíproco. ¿Sabes?, mi hija es poco diplomática; cuando alguien o algo no le gusta, no sabe disimular.

Adriel no andaba por allí; había ido a la cocina para disponer que les sirvieran algo para beber y para ir picoteando. En aquel momento sonó el timbre de la casa y Betsy se ocupó de atender la llamada desde el telefonillo en la cocina.

—Son los familiares del señor —le indicó a Adriel.

—Bien; llevemos igualmente todo esto a la sala y que luego se instalen. Mamá está hambrienta; me ha dicho que sólo ha comido el escaso desayuno que le han dado en el avión. Permitidme que os ayude con alguna bandeja —se ofreció, solícita.

—Deja, Adriel, nosotras podemos.

—No faltaba más, Betsy, sabes que siempre colaboro con gusto. Por cierto, Sofía, la comida huele muy bien; sin duda que te llevarás muchos elogios, y todo esto —dijo señalando las fuentes que estaban sobre el mármol en la isla de la cocina— tiene muy buena pinta, se come con los ojos.

—Espero que no te quedes en los elogios y comas, porque últimamente sólo picoteas. ¿Quieres probar la salsa de vino tinto? Come una seta.

Adriel se acercó al fogón y puso los ojos en blanco al degustar.

—Humm, mujer, siempre te luces con esta salsa, es una de mis preferidas.

La joven no desistió de llevar ella misma una bandeja llena de cosas para picar.

Mientras se aproximaba a la sala, los ecos de las voces se hacían familiares y más sonoros. Betsy y Agnes caminaban por delante, y las notas graves de esa voz que tanto añoraba de pronto fue lo único que oyó.

—Encantado, Hilarie, tienes una casa muy bonita.

—Ahí está. Adriel, tesoro, ¿me preguntaba dónde te habías metido?

Damien se giró de inmediato al escuchar ese nombre y se topó con la mirada atónita de Adriel. Pocas veces había experimentado un desconcierto tan profundo como el que palpaba; ambos se quedaron de piedra, mirándose. Maisha y Abott se echaron un vistazo sin decir palabra; también habían quedado sumidos en su estupor. Damien, por su parte, tragó el nudo que se le había formado en la garganta, sin poder creer que el destino los pusiera cara a cara en una situación tan descabellada.

 

Quod finiem no semper finiem / El final no siempre es el final.

 

Continuará...