11
Se estaba esmerando sobremanera por verse espectacular. La doctora Alcázar, en realidad, nunca prestaba demasiada atención a su aspecto exterior, pero sabía que Damien estaba acostumbrado a salir con mujeres muy bellas y, de pronto, tuvo la necesidad de impactarlo. Bastaba como muestra lo elegante que él era, para ansiarlo.
Estaba inquieta, ilusionada. Esa mañana Damien le había demostrado que llevaba un corazón en el pecho, y eso, le había dado esperanzas. Tal vez no era un caso perdido; tal vez, después de todo, él podía involucrarse con alguien seriamente.
Gran parte de la tarde se la había pasado probándose ropa. Su armario no estaba muy surtido, pero había varias cosas que había comprado en los últimos días que podían llegar a funcionar para la ocasión. Sin embargo, después de probárselo todo, nada la satisfizo. Nada parecía suficiente para el impacto que ella pretendía causar esa noche; lo más adecuado que tenía era el vestido rosa que había usado cuando salió con Greg, y ése él ya se lo había visto. Pensó en llamar a Amber para ir a ver su vestidor y escoger entre la infinidad de vestidos que sabía que su amiga tenía. Ella siempre vestía muy sexy, y no sería difícil encontrar allí algo adecuado para la ocasión. No obstante, inmediatamente pasó página, pues había cambiado de opinión al darse cuenta de que no podría justificar su salida. No quería mentirle diciéndole que salía con Greg, cuando en verdad con quien lo haría sería con Damien; estaba segura de que ella no lo aprobaría.
Esa cuestión la ponía de malhumor. Con sólo nombrarle al abogado, Amber destilaba veneno y Adriel no le encontraba sentido a tanta animadversión.
«Amber es muy competitiva, y creo que a él tampoco le gusta perder a nada; sin duda es por eso», concluyó con convencimiento de causa y efecto.
Por un instante pensó en llamar a Margaret, pero no sabía a qué hora terminaba su turno en el hospital. Por otra parte, tampoco podía implicarla, pues tenía que ir a su casa para cuidar de su pequeño. Y, además, la adecuada y experta en moda era su amiga Kipling; le fastidiaba sobremanera no poder contar con Amber.
—¿Por qué seré tan estúpida con este tema? —Estaba frente al espejo mirando cómo le sentaba el último vestido que pensaba probarse—. Es tan fácil como ir a una tienda y escoger ropa. Adriel, no puedes ser tan indecisa.
Se reprendió mientras miraba su imagen reflejada en el espejo. Comenzó a quitarse la ropa cuando el estrépito del timbre la interrumpió.
—¿Quién es? —preguntó a través del telefonillo.
—Soy Greg, preciosa.
«¡Dios, ¿por qué no llama antes de venir?!»
—Ya bajo, Greg. Estaba saliendo de casa.
Se vistió casual, con unos vaqueros desgastados y una blusa negra que se anudaba al cuello, cogió su bolso, las llaves del coche y bajó.
—Hola, Greg. —Él quiso buscar su boca, pero ella lo esquivó.
—¿Qué pasa, Adriel? Hace días que me evitas, no creas que no me he dado cuenta.
Inspiró profundamente y, sin pensarlo demasiado, le soltó lo que pasaba.
—Es que creo que ha sido un error cruzar la línea de la amistad que nos unía.
—Realmente no me esperaba esto. —Se pasó la mano por el pelo.
—Lo siento, Greg. Me cuesta mucho decírtelo, pero creo que es mejor dejar las cosas claras.
—¿He hecho algo mal? No me digas, ya sé... te sientes invadida. Sé que tengo esa tendencia, pero me cuesta quitármela. Tendría que haber llamado antes de venir, lo que sucede es que pensé que todo estaba bien entre nosotros. Me gustas mucho, Adriel, déjame enmendar las cosas. —La tenía sujeta por la cintura—. Incluso me pareció que lo habíamos pasado bien en la cama.
—Sí, pero es sólo que creo que esperas más de esta relación de lo que te puedo dar, y en estos momentos no estoy dispuesta a eso.
El doctor le robó un insulso beso; no quería resignarse a las palabras de Adriel.
—Prometo no forzar nada más —le aseguró cuando se apartó de sus labios—. Si necesitas tiempo, tómatelo, pero sigamos conociéndonos. Hay buena química entre nosotros y lo sabes; perseguimos los mismos ideales, nos gustan las mismas cosas, compartimos la misma profesión.
—Greg... por favor, no insistas, me haces sentir mal.
—Hagamos lo que querías en un principio: salgamos unas cuantas veces más como amigos y dejemos que todo surja de manera natural. Adriel, no me cierres las puertas tan pronto.
Ella no quería herirlo desencantándolo así como así. Greg era un buen hombre y, si ella no hubiese conocido a Damien, estaba casi segura de que las cosas hubieran funcionado con él, o no... ¿cómo saberlo?
—Como amigos, sin forzar nada.
—Como amigos, sin forzar nada —aseveró él—. Me costará mucho contenerme, pero...
—Lo siento.
—Te invito a tomar algo. —La cogió de la mano.
—Ahora no puedo, Greg; ya te he dicho que iba a salir de casa.
—Supongo que me lo merezco por no haberte llamado antes. No te robo más tiempo. Es una pena que todo haya terminado tan pronto.
—Ya quedaremos otro día.
—Perfecto, quiero creer que aún tengo una oportunidad.
Baker se despidió con un beso en la mano y, resignado, se montó en su coche para marcharse. Adriel lo vio irse y sintió pena por romperle el corazón de esa forma, pero consideró que era mejor que seguir haciéndole perder el tiempo. Luego miró la hora; se había demorado más de lo que pensaba, pero de todas formas sabía lo que quería y dónde lo conseguiría, así que salió rauda a buscar su Bentley en el aparcamiento de enfrente y se dirigió en busca de un vestido que Amber había insistido en que se comprara la vez que salieron juntas. En esa ocasión ella lo había descartado por considerarlo demasiado sexy, había pensado que jamás tendría una ocasión para usarlo.
Evaluó cómo el corazón le palpitaba estrepitoso; nunca le había pasado sentir tanta anticipación frente a una cita.
—¿Qué te pasa? ¿Desde cuándo te alteras tanto por una simple salida? —se dijo frente al espejo, mientras se arreglaba el cuello de la camisa tras colocarse la chaqueta—. Desde que deseas las tetas de Adriel Alcázar y ella rehúsa entregártelas.
Se contestó mientras comenzaba a descender por las escaleras; en ese preciso instante, el teléfono vibró en su bolsillo.
—Richard, ¿qué cuentas?
—Hola, Damien. A última hora hemos decidido reunirnos y hacer un campeonato de Xbox en casa de Hyden. Estoy en Whole Foods[19] comprando cervezas y snacks.
—No contéis conmigo, tengo un compromiso.
—Debí imaginarlo. ¿A quién le toca hoy visitar tu cama?
—A nadie, es por trabajo.
—¿Un viernes por la noche? ¿Estás seguro de que el golpe no te afectó al cerebro? Tu trabajo los viernes por la noche, si no estás con nosotros, es bajar bragas y desabrochar sostenes. Bueno, bah... en realidad sé que no tienes un día estipulado para eso, siempre te haces un hueco, pero hoy sé que lo consideras san Viernes.
—¿Ya has acabado de burlarte de mí? En todo caso deberías preguntarte qué haces tú jugando a la Xbox un viernes por la noche. ¿Qué pasa, la abogada ya te ha plantado?
—Sé que no es santo de tu devoción y que es lo que te gustaría, pero lamento informarte de que no: la veo mañana porque es su cumpleaños.
—Mierda, parece que va en serio la cosa entre vosotros.
—Sigue avanzando; por ahora todo está bien, mañana conoceré a sus padres.
Damien silbó.
—Seguro que la doctora irá al cumpleaños de su amiga. —Fue casi un pensamiento en voz alta.
—Si te refieres a Adriel, y presumo que la respuesta es afirmativa, por supuesto que sí, es su mejor amiga. Amber me dijo que irá con un amigo; si no entendí mal, está saliendo con un médico, así que olvídate de sumarla a tus filas.
Damien sonrió jactancioso.
«¡Que ni sueñe el seco ese que irá con ella! Si supieras, amigo, hacia dónde estoy saliendo», pensó, pero le dijo:
—Dile a tu chica que se despreocupe, que puede dejar de hablarle mal de mí a Adriel, porque la doctora no me interesa.
—La verdad es que me incomoda esta rivalidad existente entre vosotros. A ver si vais aflojando un poco con la paranoia, porque realmente me encantaría estar bien con ambos. Eres mi mejor amigo, Damien, y estoy pasando por un momento muy feliz en mi vida.
—Por mí no hay problema, ella es la que no supera las derrotas.
—Eres insoportablemente presumido, no la culpo.
—Puedo hacer el esfuerzo de tolerar a Kipling por ti, no te preocupes. Si es quien te hace feliz, por mí está todo bien. Bueno, te dejo, sabes que no me gusta llegar tarde a ninguna parte. Debo conducir.
—Que tu cena de t-r-a-b-a-j-o —recalcó bien cada letra— sea un éxito. ¿En qué andarás? Te conozco, Damien, y no me trago el cuento que me acabas de contar. Lo que más me intriga es que no me lo digas a mí, a tu amigo. Tú jamás desperdiciarías un viernes por la noche en un negocio; eres un obsesivo, pero sé que hay cosas que no las cambias por nada. Tus bolas tienen memoria y saben que los viernes siempre se aligeran, seguro que deben estar recordándotelo.
—¿De pronto te has vuelto la voz de mis pelotas? Adiós, Richard, que paséis una buena noche. Mis saludos a los amigos; tratad de no beber demasiado, pues acabáis recordando amores imposibles; tenéis esa tendencia, borracheras tristes.
—Adiós, bolas felices y sin sentimientos.
Lake condujo hasta el barrio de TriBeCa. El trayecto desde su casa era muy directo; al llegar, aparcó el coche frente al edificio de apartamentos donde Adriel vivía y de inmediato bajó, rodeando luego el vehículo para acercarse a tocar su timbre. La médica atendió sin hacerse esperar y le indicó que en un momento bajaba. Él la aguardaba anhelante, apoyado en la barandilla de la entrada. De pie en el primer escalón, miró hacia arriba calculando el balcón, estilo Julieta, que pertenecía al piso de Adriel. De pronto ella apareció tras la puerta; parecía una ninfa emergiendo en la noche neoyorquina.
Lucía un ajustadísimo minivestido negro de finos tirantes, con un doble escote que remataba en un borde de delicada pedrería, por el cual asomaba todo lo que tenía que manifestarse. Sus senos resaltaban, redondos y rebosantes, en esa prenda de fina confección, y él pensó al verla que, sin duda, sumergir su cara entre ellos sería la lujuria extrema a la que un hombre podía apelar. Su cintura se veía ceñidísima y sus caderas, vastas y muy concluyentes. Eso hizo que Damien se imaginara aferrado a ellas, y temió que se notara el latido de su entrepierna. Subida en esas altísimas sandalias, el largo de sus piernas se presentaba interminable y torneado; pensó que se daría un verdadero festín recorriéndolas.
Estaba exquisita. Llevaba el cabello suelto y era tan dorado que, al fulgor de las luces, se veía resplandeciente como cuando suele admirarse una pieza de oro.
Lake le sonrió sugerente; su mirada se tornó más oscura y hechicera, hasta que finalmente, con talante bromista, miró su reloj.
—Ni un minuto antes, ni un minuto después. Justo a tiempo. Te dije que era un lord inglés.
—Hola. Aprecio la puntualidad en un hombre, un punto a tu favor.
La tomó del brazo y se acercó para depositarle un beso en el contorno de la mandíbula, casi en el límite donde comenzaba su cuello; de paso aprovechó para llevar hasta su nariz las notas de su perfume.
—Estás muy bonita.
—Unas horas de sueño me sientan de fábula; gracias por lo de bonita.
—Esta mañana también lo estabas, sólo que ahora lo has resaltado.
—Eres un gran adulador. Eso resta, no suma. Tan sólo demuestra que estás acostumbrado a decirle a una mujer lo que le gusta escuchar.
—Estoy siendo sincero, Adriel. No acostumbro a adular a una mujer más de la cuenta. No quiero ser vanidoso, pero en realidad no necesito hacerlo, si es lo que piensas.
Adriel tarareó mentalmente el estribillo de la canción You’re so vaine,[20] el clásico de los setenta de Carly Simon; le iba perfecta.
—Me alegra saber que no utilizas recursos tan manidos, te hace más interesante, pero... déjame decirte que tus palabras te condenan, eres un gran engreído.
—No se puede ser perfecto en esta vida, ¿no? Algún defectillo siempre sale a la luz.
Una intensa y sonora carcajada escapó de sus gargantas. Luego él la guio por la cintura y la invitó a que subiera a su vehículo. Cuando Damien se acomodó a su lado, mientras ella se abrochaba el cinturón de seguridad, le dijo:
—Tu coche es otra clara muestra de tu falta de modestia.
—Es fabuloso, ¿verdad?
—¡¡Pseee!!
Llegaron a Gotham Bar and Grill.
—¿Otro acto no premeditado, traerme a cenar frente a la universidad donde he estudiado?
—En realidad tuve que apelar a mis contactos, por eso estamos aquí. No tenía reserva anticipada en ningún sitio, y recordé que el gerente de aquí es cliente mío, así que cogí el teléfono para que me guardasen una mesa en el último momento. —Frunció la nariz—. No deseaba tener que estar esperando en otro sitio, odio esperar para comer. Así que, sí, ha sido improvisado. Espera que te ayude a bajar.
Damien bordeó su coche de la escudería del Cavallino y le ofreció su mano.
—Gracias.
—Un placer.
La condujo por la cintura. Al posar su mano sobre su talle, una vez más notó lo estrecha que era y se imaginó rodeándola con sus brazos mientras se enterraba en la gloria entre sus piernas. Se sintió incómodo por abrigar tanta inacabable anticipación, y también un inexperto, porque parecía evidente que no cesarían de aparecer esas imágenes en su mente. Tal vez era porque todavía no se la había follado, pensó.
Entraron y el gerente, desde lejos, los divisó al instante. Solícito, al ver a Lake se acercó él mismo para atenderlos.
—Damien, es un honor ser sus anfitriones esta noche.
Se estrecharon la mano.
—Gracias, Trey. Te presento a la doctora Adriel Alcázar.
—Un placer, señorita Alcázar. ¿Su primera vez en nuestro local?
—Puede creer que sí, y eso que he estudiado aquí enfrente.
—Entonces, bienvenida. Espero que no sea la última vez que nos visite. Acompáñenme, tengo la mejor mesa del local reservada para ustedes.
—Muy considerado de tu parte, Trey.
El gerente esperó a que ellos se acomodaran. Para ese entonces, un camarero ya estaba a su lado con una botella del mejor champán francés de la carta, un Grand Cellier d’Or Brut, cosecha de 2009, y una fuente de caviar Petrossian sumergida en hielo picado; el manjar estaba muy bien presentado, con acompañamientos tradicionales.
—La casa invita. El champán y el entrante corren de nuestra cuenta.
—Si siempre vas a atenderme de este modo, creo que vendré más a menudo, Trey. Gracias. —Los tres sonrieron—. Adriel, ¿te gusta esto o prefieres pedir otra cosa? ¿Un cóctel, otro entrante tal vez?
—Está todo perfecto.
El camarero sirvió las copas.
—Bien, en ese caso, que disfruten. Para cualquier cosa, me mandan llamar. ¿Les envío al sumiller?
—No es necesario, Trey. Un placer verte, muchas gracias.
Cuando se quedaron solos, Damien levantó la copa y la invitó a hacer un brindis.
—Te concedo el brindis, me encantaría saber tus anhelos.
—Sólo si tú después haces el tuyo.
—Acepto, pero con una condición: ambos debemos ser sinceros y no guardarnos nada.
Se miraron desafiantes y entonces ella comenzó a hablar, aceptando el reto.
—Brindo porque el encanto no desaparezca a medianoche; espero que no seas Ceniciento. —Chocaron las copas y luego bebieron de ellas. Adriel sólo se mojó los labios, dando un corto sorbo—. Tu turno —le dijo ofreciendo la copa para un nuevo brindis.
—Brindo porque mi encanto te demuestre que no soy sólo un gran especulador.
Volvieron a beber sin dejar de mirarse a los ojos; luego dejaron las copas y comenzaron a preparar los manjares con que los habían provisto. Mientras untaban los blinis y las minitostadas con la crema y demás ingredientes, leían la carta para decidir qué ordenarían.
—Bien, pediré un vino para acompañar lo que pidamos. Déjame ver...
—No lo tomes a mal, pero hazlo para ti si lo deseas; lo cierto es que casi no tomo alcohol y prefiero no mezclar.
—En ese caso, seguiremos con el champán, o te pido un agua, ¿qué deseas?
—Te acompañaré con el champán, y un agua sin gas para luego estaría muy bien.
Él tomó su mano y se la besó.
—En determinado momento, una copa de excelente champán o vino es un placer. Si se toma en su justa medida, incluso ayuda a realzar los sabores de las comidas y hasta suaviza el momento.
—Lo sé, no es que no me guste ni que no beba, simplemente no tengo costumbre. El alcohol y mi profesión no van de la mano; ya sabes, disminuye las funciones cognitivas, así que una copa, para mí, es más que suficiente.
—En la medida justa sirve para dar vigor, brío, empuje, como quieras llamarlo. No mezclaremos entonces, seguiremos con el champán.
Ella asintió con la cabeza y probó a iniciar una conversación.
—Así que... ¿no vienes a menudo por aquí? Eso deduje de tu conversación con quien nos recibió.
—No te he traído aquí por lo que estás conjeturando. —Damien untó un blinis con crema y caviar y se lo ofreció en la boca—. Si lo deseas, podemos planear la próxima cena en Daniel, o donde tú elijas. Te di los motivos cuando estábamos aparcando, Adriel. De verdad que no tengo de qué, ni de quién, esconderme. Soy tan libre como una gaviota.
Él comía una minitostada, cuando le preguntó:
—Mañana es el cumpleaños de tu amiga; me he enterado gracias a Richard de que dará una fiesta. ¿Irás?
—Sí, por supuesto.
—¿Sola? ¿O con el seco ese?
Adriel se carcajeó sin poder evitarlo.
—Eso ha sonado a estreñido.
—Pues tiene cara.
La sonrisa de Damien se convirtió en una de suficiencia.
—Supongo que hablas de Greg, y no, no iré con él. ¿Por qué te interesa saberlo?
—Simple curiosidad, no me parece un hombre para ti.
—¿Y cómo debería ser un hombre para mí?
—No lo sé, pero él no me lo parece. ¿Cómo tendría que ser?, ¿cómo es el hombre ideal para Adriel Alcázar?
«Si estás esperando que te diga como tú, ni lo sueñes.»
—Nunca me he puesto a pensar en eso; no tengo un ideal de hombre. Creo que, simplemente, debe atraerme, y llegarme al corazón.
»Y tú mujer ideal, ¿cómo es, Damien?
—Rubia, de ojos color aguamarina, con una boca que deja ver sus incisivos superiores y que, cuando sonríe, se le forman unos hoyuelos en los extremos.
—Eres un tonto, estoy preguntándote en serio.
—Estoy contestándote en serio.
—No te pongas vulgar, quedamos en que no apelarías a cosas trilladas.
—Si te dijese que observar a una mujer con tanto detenimiento no es algo corriente para mí, ¿me creerías?
—Por supuesto que no.
—¡Qué pena!
Entre conversación y conversación, les trajeron los siguientes platos: cóctel de gambas y bacalao negro marinado en miso. Durante toda la noche no pararon de reír; hacía demasiado tiempo que Adriel no disfrutaba tanto una salida con alguien. Él también se sentía muy a gusto, laxo, cómodo a su lado, y deseando que la noche nunca acabara.
—¡Dios, Dami! Por favor, tendré que ir al baño; me voy a hacer pis de tanto reírme. Perdón, quise decir Damien.
—Me gusta que me llames así. Lo estoy pasando muy bien, Adriel. Te prometo que hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una cena.
—¿Con la del otro día no lo pasaste bien?
—¿Te refieres a Jane?
—Sí, la alta; no sé cómo se llama.
—A ver, sé que no te tragaste el cuento de que sólo era una colega mía, así que voy a explicarte algo: por lo general no soy amigo de mis conquistas, ni doy demasiados detalles de mi vida privada a nadie. Soy práctico. Cuando conozco a una mujer con quien puedo pasar un buen rato, pongo las cartas sobre la mesa, le digo lo que pretendo y, si acepta, nos vamos a la cama sin ningún tipo de compromiso. Satisfacción mutua de común acuerdo. Simplemente eso. Ni ellas esperan que las vuelva a llamar, ni me llaman, si es que tienen mi número o yo el suyo. Sexo sin ataduras y sin compromisos. Cuando se vuelve a dar la oportunidad, la aprovechamos o la dejamos pasar.
—Pero ella fue al hospital a ver cómo estabas. Si eso no es compartir tu intimidad, se parece mucho.
—Mi equipo de fútbol está formado por abogados; ella lo es y se enteró del accidente. Se presentó sin previo aviso.
—¿Por qué me das tantas explicaciones? Se supone que no se las das a ninguna mujer.
Él estiró un brazo y, con el pulgar, le acarició los labios.
—No lo sé —acompañó su respuesta negando con la cabeza—, te juro que no lo sé. Tal vez porque no quieres ser una de mis conquistas.
Se quedaron mirando. Damien indagaba en su mente el verdadero por qué, pero se aterró. Se negaba a que fuera así como se le cruzó por la mente. Prefería seguir pensando que este cambio en su proceder se debía a una simple atracción porque ella aún no había accedido a estar con él.
Lake cogió la botella de champán y volvió a servir.
—No, Damien, para mí es suficiente.
—Terminemos esta botella, que el día de hoy sea diferente para ambos.
Ella consintió con un movimiento de cabeza.
—¿Pedimos postre? ¡Puaj! El champán se ha calentado; no lo bebas, te sentará mal. Ya sé, pidamos un trago en vez del postre.
—Estás loco, te digo que nunca bebo más de una copa.
—Pedimos una copa para los dos.
—Está bien; si la compartimos, accedo.
Damien llamó al camarero que los estaba atendiendo, hizo que se llevase el champán y le pidió la carta de los cócteles.
—Algo que no sea muy fuerte, por favor. No quiero que te rías de mí por hacer muecas cuando lo beba.
—Entonces haré trampa y pediré algo bien fuerte.
Ella le quitó la carta; sus ojos brillaban mientras le sonreía y Damien se mostró muy divertido por su espontaneidad.
—Déjame elegir a mí. —Leyó en voz alta los ingredientes, pero no podía decidirse—. Pidamos un Apollo o un Pom Pom. ¿Qué dices?
—El Pom Pom es más dulce, creo que te gustará más.
—Ése entonces.
Adriel cerró la carta y Damien llamó al camarero para que les trajese la copa.
Finalmente llegó el pedido a la mesa.
—¿Y si no me gusta?
—Te gustará. Toma un sorbo, espárcelo por la boca y luego trágatelo.
—Huele rico. —Lo probó—. Humm, sabe bien.
—Has visto, es cuestión de experimentar.
Charlaron un rato más. Adriel parecía una chica sin reservas, de mente rápida, y su compañía resultaba muy entretenida. Damien se alegró de darse la oportunidad de conocerla un poco más a fondo.
—¿Así que eres de Boston?
—Hasta la adolescencia, vivimos ahí. Luego comencé a meterme en problemas y mi padre, para alejarme de ciertas amistades que no eran del todo buenas, trasladó la sede principal de su empresa a Nueva York, donde finalmente nos instalamos. Él siempre ha dicho que yo, eternamente, seré como un caballo desbocado que no asume que le pongan riendas. Le he dado muchos dolores de cabeza a mi padre. Finalmente me asenté y logré encaminarme. ¿Tú siempre has vivido en Nueva York?
—Después de que mi padre muriera, mi madre y yo nos trasladamos aquí; antes vivíamos en California. Cuando comencé la universidad, empecé a ansiar mi propia independencia, así que me fui de su casa; al principio me instalé en un apartamento que compartía con otras dos estudiantes, pero mi madre se empecinó en comprarme el piso que hoy tengo. —Él se sonrió con burla y, cuando se disponía a hablar, ella lo interrumpió—: Sé lo que estás pensando, también he necesitado ayuda. Ahora ella vive en Barcelona.
—Todos necesitamos ayuda en determinados momentos de nuestras vidas, hasta que iniciamos nuestro camino y estamos a salvo para continuarlo solos.
Finalmente, cuando terminaron el cóctel, decidieron marcharse.
—Lo he pasado maravillosamente bien; gracias por la cena, Damien. De verdad, me alegra haber aceptado finalmente.
—Me complace mucho haber dejado una buena impresión en ti. Yo también lo he pasado increíble, Adriel.
Estaban en la puerta de entrada del apartamento de ella. Había llegado el momento de despedirse. Él le dio un beso en la comisura del labio, tal cual como había hecho esa mañana cuando pasó a buscarla por el hospital; lo hizo con suavidad, mientras cerraba los ojos ansiando que el contacto no terminara nunca. Ella lo contemplaba en silencio; luego también cerró los ojos, para que el contacto fuera más íntimo. Damien se obligó a apartarse.
—Adiós.
—Adiós, Adriel.
La médica metió la llave en la cerradura y abrió la puerta; estaba a punto de entrar cuando sintió un tirón en el brazo y una fuerza estrepitosa que la jalaba y le daba media vuelta. Damien la apresó entre sus brazos y la pegó a él sujetándola por la cintura.
—Pídeme un beso, Adriel, pídemelo, o te juro que no te lo daré.
—No lo haré —contestó ella muy segura de sí misma.
—Mierda, no seas tan terca, pídemelo.
—¿Por qué debo hacerlo?
—Porque así funciona para mí.
—Pero hoy todo ha funcionado diferente, al menos eso me has dicho en el restaurante, así que hazlo si lo deseas, porque no te lo pediré. Después de todo, eres tú el que está rogando; de alguna forma ya has perdido la apuesta.
Adriel tenía razón, él era el que rogaba, él era el que reclamaba por favor que se lo pidiera, él era el que no podía irse con tantas ansias. Al parecer esa mujer ejercía en él un dominio realmente peligroso. Ella le había sabido decir que él olía a peligro; Damien pensaba todo lo contrario: ella era el peligro en su máximo exponente. Debía tomar una determinación: coger todo lo que ambicionaba, o darse media vuelta y marcharse. Lo cierto, lo increíble, era que la codiciaba como jamás había ansiado a ninguna otra. Estaba a punto de renunciar a sus credos, estaba a punto de ceder a la voluptuosidad de la carne de esa fémina; sentía que se encontraba cayendo en un precipicio, ya que consideraba que Adriel, con sólo mirarlo, lo devoraba, como si se tratase de un ser sobrenatural que tuviera poderes infrahumanos y le robase la propia voluntad, manejándolo a su antojo.
La cogió por la nuca y capturó sus labios; los devoró con los suyos sin su beneplácito. Se abrió paso y hundió su lengua anhelante en busca de la de ella, asombrándose del frenesí que sentía. Palpitantes, permitieron indagarse por completo, entregándose a la pasión de un beso pretencioso y demandante que parecía no tener fin, y que a cada instante tiraba por tierra la determinación que tenían de apartarse. Nada de lo que obtenían del otro parecía ser suficiente, nada parecía ser saciado. Damien la empujó dentro del hall del edificio, sin desacoplar su boca; tanteó la llave que había quedado puesta en la cerradura y la quitó para luego, de un puntapié, cerrar la puerta. La aprisionó con su cuerpo contra el muro del edificio, y su fuerza fue tanta que el suelo pareció temblar cuando la arrinconó. El abogado abandonó su exquisita boca, pero sólo por un instante; aún no había acabado con ella. De inmediato, se dedicó con ahínco a chupar su cuello; se lo lamió por completo mientras movía sus manos para coger el tirante del vestido y bajárselo. Le mordió el hombro; ella tenía metidas las manos bajo su chaqueta y le acariciaba la espalda; recorría con sus dedos ávidos la perfecta tensión de su musculatura. De un rápido movimiento, Lake se trasladó de su hombro a la redondez de sus senos; había enterrado su cara y su boca en medio de ellos y profanaba con su lengua la hendidura que formaban al juntarse. Adriel echó la cabeza hacia atrás. Gemía mientras él, desquiciado, intentaba abrirle las piernas con las suyas; no tuvo éxito, el vestido era demasiado estrecho y no se lo permitió. Se frotaba en ella; rozaba su miembro congestionado contra su vientre. Había perdido ya toda compostura.
—Subamos —sugirió ella con un hilo de voz; el deseo le robaba el aliento.
Damien aceptó apartarse a regañadientes, maldiciendo para sí por tener que detenerse. Con apremio, arreglaron levemente el desorden de sus ropas y el de sus cabellos y se dirigieron al ascensor, donde recomenzaron con los besos. Llegaron al cuarto piso y ella, con las manos aún temblorosas, destrabó los cerrojos. Nada más entrar, Adriel se despojó de sus zapatos y los tiró mientras tomaba a Damien de una mano y lo conducía hacia su dormitorio. Traspasaron la puerta y entonces él la rodeó por detrás con sus brazos y acarició sus pechos mientras volvía a apresar su cuello; Adriel arqueó la espalda y le apoyó su trasero, fregándolo contra su bragueta.
—Te deseo demasiado, ¿qué estás haciendo conmigo, Adriel?
—No sé, pero al parecer es lo mismo que tú haces conmigo.
Lake la giró descontrolado; necesitaba mirarla a los ojos para grabar en su memoria todas sus emociones. Buscó presuroso el cierre del vestido para bajarlo, y lo dejó caer al suelo mientras admiraba sus curvas, que iban descubriéndose ante sus ojos. Era perfecta, era verdaderamente una ninfa. Con un movimiento mecánico, echó los hombros hacia atrás y dejó que su chaqueta se deslizara. Sin pérdida de tiempo, llevó sus manos a la abotonadura de su camisa para desabrocharla y quitársela. Adriel, impaciente, ya estaba trabajando con sus manos anhelantes para librarle del cinturón; acto seguido, hizo lo propio con su bragueta. Enterró las manos en su cintura para bajarle el pantalón y, como un acto inconsciente, rodó la vista; era un espectáculo que no quería perderse. Lo había imaginado muchas veces con una erección, pero ahora iba por fin a verlo en vivo. El bóxer estaba muy abultado. Le pasó la mano por encima de la tela y acarició su miembro, tieso y palpitante. Lake gruñó con la caricia, luego se inclinó y se quitó los zapatos, los calcetines y terminó de despojarse del pantalón; había sido muy rápido. Su cuerpo atlético, esbelto y trabajado estaba en completa tensión. Sin que el momento les diera muchas posibilidades para pensar, se dejaron llevar una vez más por el anhelo. La sujetó de las caderas y la unió a su cuerpo; Adriel, jadeante, enredó sus manos sosteniéndose de su cuello. Damien bajó las de él y la agarró por las nalgas para que trepara; obediente, ella enroscó de inmediato las piernas a sus caderas y él se movió, haciendo crecer la expectativa mientras fregaba su miembro en la entrada de su sexo. Volvió a capturar sus labios sin dejar de estimularla con su pene.
Versado, caminó y la dejó caer sobre la cama, tendiéndose sobre ella.
—Voy a regalarte una noche inolvidable en todos los aspectos.
—No me provoques, puedo hacer lo mismo por ti; no eres el único capaz de poder conseguirlo.
—¿Tan segura estás de que sabes cómo hacerlo?
—Tanto como tú te crees el más experto.
Damien le robó un beso antes de apartarse y quitarse el bóxer. Su erección era muy dolorosa, necesitaba liberarla. Se movió ágil, arrodillándose sobre la cama, y le quitó las bragas; simultáneamente deslizó su mano, acariciando su plano abdomen, le delimitó los huesos de las caderas y pasó a su monte de Venus. Lo llevaba depilado; su piel era rosada, casi transparente, y tersa como el nácar. Adriel, mientras tanto, tenía su vista clavada en su masculino cuerpo; ya había admirado su torso desnudo en el hospital, pero tenerlo ahí, para ella, era una visión diferente. Estiró una mano y le acarició el estómago, mitigando su anhelo y familiarizándose con su piel y su musculatura. Damien creyó que ella tenía algo en los dedos, porque había sentido descargas eléctricas sobre su abdomen que circularon por el resto de su cuerpo. Tiró la cabeza hacia atrás y cerró los ojos para disfrutar más de sus caricias; luego los abrió y le dedicó una mirada penetrante. Mientras lo hacía, sabedor del camino que debía recorrer, movió su mano en busca del botón que sin duda encendería todo su placer. Antes de dedicarse a él, pasó los dedos por su hendidura para comprobar su vasta humedad; sagaz, con sus manos separó sus pliegues para luego, con el pulgar, rodearle el clítoris. Lo acarició con cuidado, sin hacer mucha presión; quería establecer un patrón de ansiedad en ella, y que Adriel simplemente terminara rogándole para que no se detuviera jamás. Inconformista, inclinó su cuerpo para volver a acaparar su boca; sin embargo, Adriel no lo dejó llegar: le enmarcó el rostro con ambas manos, le acarició la frente y lo admiró. Luego, cuando ella lo quiso, le dio su permiso y lo invitó a besarla con una mirada que no necesitaba expresar nada más que el propio deseo llameante que despedían sus ojos. Damien sincronizaba las caricias en su clítoris con el movimiento de la lengua en su boca. Estaban por quedarse sin aliento. El abogado incrementó la presión y el ritmo, hasta que la sintió tensarse y arquearse contra el colchón. Adriel estaba entregada a sus caricias y, sin poder contenerse, gimió en su boca. Se apartó de él en busca de oxígeno, Lake estaba quitándoselo todo. Apretó los ojos y volvió a arquearse mientras con sus manos se aferró a sus bíceps; habituándose con su dureza, le enterró las uñas y, sin más voluntad que la de conseguir el propio alivio, se dejó ir. Cuando abrió los ojos, él la miraba satisfecho, y no era para menos: había conseguido que sus manos se empaparan con su placer.
Adriel se movió; no tenía pensado faltar a su promesa, así que lo tumbó y se subió a horcajadas sobre Damien. Las manos de él se aferraron a sus caderas mientras ella, con un movimiento casi natural, se desprendía de su sujetador, dejando expuestos ante la mirada abrasadora de Lake sus senos redondos y llenos. Como consecuencia de esa visión enloquecedora, él movió sus manos para apresarlos; necesitaba palparlos. Los apretó, sosteniéndolos; luego deslizó su agarre hasta quedarse con los pezones entre los dedos, y los pellizcó con fuerza hasta que ella emitió un quejido. La piel de Adriel se veía enrojecida por la falta de cuidado en las caricias; le gustó ver que sus manos eran las causantes de la transformación. La doctora se inclinó para morderle los labios; simultáneamente se movió, fregando su vientre contra el sexo del abogado. Damien sentía que estaba a punto de enloquecer; su prepucio, con el hábil movimiento, cubría y descubría su glande, proporcionándole una caricia sensorial que amenazaba con hacerle perder todos los estribos. La sostuvo por las caderas para que se detuviera, mientras hundía los dedos en su carne. La humedad de su pene se derramaba sin que él pudiera evitarlo; el líquido preseminal era la anticipación del extremo placer que muy pronto conseguiría. Ella se movió sobre él, y a él le gustó saber que no era una mujer pasiva, y sí muy resuelta; deslizándose de una manera muy sugestiva, se dedicó a mirar su lujuriosa erección.
—Adriel, eres extremadamente caliente —dijo él mientras ella se acomodaba para encerrar su polla en su tibia y húmeda boca.
—¿Quieres que te lo haga con la boca? —le preguntó con una voz traviesa.
—Sí, por favor, déjame verte —contestó él casi sin aliento.
Adriel, desinhibida por completo, se dedicó a lamerlo, de arriba abajo y de abajo arriba; finalmente, volvió a aprisionar su miembro dentro de su boca, sacándolo y enterrándolo muy profundo.
A esas alturas, Damien era un desgobierno de sensaciones... gruñía, se movía, le pedía que no se detuviera, maldecía, resoplaba. Finalmente hizo un moño con su pelo y la detuvo, la atrajo hacia él y le mordió los labios. Se volvió a arrodillar y volvió a recostarla de espaldas, ahora era su turno para probarla. Antes, colocó un nuevo y húmedo beso en su boca, y al instante la acomodó bajo su cuerpo. Codicioso, reptó sobre ella acomodándose entre sus muslos; había decidido invadir con la lengua toda su intimidad. Le dio lametazos grandes que luego convirtió en unos más pequeños, hasta que tensó la lengua y rodeó su botón para encender su piloto automático. Ahora era ella la que gruñía, se movía, le pedía que no se detuviera, maldecía, resoplaba y se estremecía. Damien ya había estirado la mano en busca de su pantalón, que había quedado en el suelo. Con prontitud y práctica, sacó un preservativo que rodó con ligereza sobre su glande y a través de su longitud. Le abrió las piernas, cogiéndola de la cara interna de los muslos, la acomodó a su antojo y luego agarró su pene con una mano y le enseñó lo que le entregaría mientras se acariciaba de arriba abajo. Pasó su glande por la entrada de su vagina y después, muy despacio, comenzó a enterrarse en ella. La sujetó por la cintura mientras comenzaba con un vaivén rítmico de su pelvis. Entraba lento, muy lento, y salía aún más despacio; se hundía profundo, y volvía a salir sin terminar de hacerlo. La ansiedad la estaba descontrolando; por tal motivo, intentó moverse más rápido, pero era él quien aplicaba el ritmo, maniobrándola por las caderas. La apretó con fuerza, mientras miraba extasiado el meneo de sus senos cada vez que él la embestía. No le extrañó saber que su fina piel, sin duda, quedaría marcada; de todas formas, no le importó, debía enseñarle que era él quien regía los movimientos de su cuerpo.
—Más rápido, Damien.
—No te he oído —le dijo mientras se arqueaba para morderle el labio inferior.
—Más rápido, por favor.
—Pídemelo otra vez.
—Más rápido, por favor; hazlo más rápido, ¡joder!
—Ruégame un poco más; vamos, hazlo. No aceptaste rogarme por un beso, pero ahora me rogarás alivio; quiero que me ruegues, necesito oírte.
Él necesitaba saber que aún era dueño de su voluntad, necesitaba saber que ella no era la gran embaucadora que sospechaba, y que simplemente con sus buenos modos y su sonrisa angelical se había adueñado de toda su persona.
Adriel lo agarró de las nalgas hundiendo sus dedos en ellas, levantó más la pelvis y rotó las caderas bajo su cuerpo; con la ayuda de los codos, se dio un empujón para salir a su encuentro. No iba a rogarle, lo haría ceder, estaba segura de que podía hacerlo. Damien gimió cuando su forma de proceder lo tomó desprevenido.
Temió rendirse, temió que verdaderamente ella lo hubiera doblegado.
Buscando un último artilugio, la médica enredó sus piernas a su cintura y metió la mano en medio de ambos para tocarle los testículos. Eso había sido realmente muy desestabilizante, pero él no era un amante inexperto.
—Muévete, lo deseas tanto como yo —lo provocó ella un poco más.
Sin embargo, esa mujer no podría con él. Recordó que llevaba el nombre de un ángel, pero también recordó que así se llamaba el ángel de la muerte y, aunque en algunas teologías era considerado bondadoso, no dejaba de poseer oscuridad. Supo entonces que lo llevaba con designio divino, que había llegado a esta tierra con el firme propósito de doblegarlo a él; no obstante, él no iba a dejarse exorcizar por ella, no iba a caer en su conjuro. Su nombre también tenía poder, era el nombre con el que se conocía al demonio, y, en esa lucha entre el bien y el mal que imaginaba en su atormentada cabeza, ellos se encontraban pujando por el control de sus almas, por el poderío de sus cuerpos, por el dominio de sus sentimientos. Se empecinó más aún; sus brazos fuertes permanecieron en tensión al costado de su cuerpo. Damien apeló a todo su autocontrol y la miró desafiante; era más fuerte que ella, en peso y en voluntad, e iba a demostrárselo. Frenó sus envites mientras la miraba arqueando las cejas.
—Ruégame o tendrás que terminar tú sola.
Le demostró que lo haría: probó a salirse de sus confines y ella se aferró más a su trasero.
—Por favor, Damien, no me dejes así; continúa moviéndote, por favor.
Él la miró satisfecho por su súplica.
—Dilo una vez más.
—Por favor, no me hagas esperar más. Te deseo, necesito que alivies este fuego que has encendido en mí; muévete fuerte y rápido.
Apresó mordaz sus labios y enterró su lengua victoriosa en su boca casi sin dejarla respirar. Con poderío de saberse el vencedor de la segunda batalla librada entre ellos, abandonó sus caderas para cogerla por las muñecas, se las llevó hacia atrás por encima de la cabeza y la sostuvo con fuerza mientras comenzaba a moverse dentro y fuera con embates despiadados, tormentosos, agonizantes; ambos jadeaban, gritaban, bramaban lujuriosos. La excitación parecía no tener fin. Él notó cómo, poco a poco, sus músculos vaginales comenzaban a ponerse rígidos y envolvían con fuerza su pene; se movió más profundo, más duro, más rápido, como ella le había rogado que lo hiciera. Entonces, se dejó ir él también cuando oyó que ella rezaba su nombre una y otra vez, mientras su cuerpo se tornaba líquido y exánime. Enterró la cara en su cuello, y ahogó un grito a medias, mientras terminaba de vaciarse por completo.
Permanecían recostados de lado, uno frente al otro, recorriendo con sus miradas mudas las facciones de cada uno. Sus cuerpos aún estaban agitados, sus pechos parecían incapaces de relajarse. Él llevó una mano a su escápula y la acarició; ella repasó sus labios con los dedos sin decir nada, mientras él se los besaba muy suave. Seguían respirando con dificultad.
De pronto, Adriel supo que tenía que tomar una determinación, lo leyó en sus ojos. Esa mirada entre pícara y oscura que tanto le agradaba le expresaba el peligro al que se había aventurado y, aunque no se arrepentía de haberse entregado a la pasión que su cuerpo en parte había calmado, fue consciente de que debía hacer algo antes de que terminara destrozada.
Pestañeó dos o tres veces y se movió con rapidez, levantándose de la cama. Damien la miró recorriendo el cuerpo que hacía tan sólo unos instantes le había pertenecido por completo; deliberó que era perfecta, y, si no lo era, él así la veía. La médica se perdió en el baño; allí abrió la ducha y se refrescó, debía ordenar sus pensamientos. No tardó casi nada. Salió con un moño improvisado en el pelo y envuelta en una corta bata de seda que apenas tapaba sus muslos.
Damien seguía recostado en la cama. Se había quitado el condón, y su cuerpo torneado, aún brillante por el sudor, aparecía laxo en su cama. Tenía los brazos tras la nuca mientras, despreocupado, exponía su desnudez. Adriel salió de la habitación y regresó con dos botellas de agua; le entregó una.
—Gracias —susurró Lake, mientras se sentaba contra el respaldo para beber. Ella también bebió de su botella y luego comenzó a juntar las prendas de ambos, que estaban desperdigadas por el suelo. Sin mirarlo, le dijo:
—Hemos pasado un buen rato. Ha estado muy bien.
—Yo también lo creo.
Él continuó bebiendo.
—Puedes darte una ducha antes de irte, si lo deseas. —Damien dejó de beber y la miró confundido; Adriel le sostuvo la mirada y continuó diciendo—: No acostumbro a dormir con nadie en mi cama.
—No acostumbro a quedarme a dormir en casa de nadie —aclaró él, mientras intentaba ocultar su destemplanza.
Ella lo estaba echando; lo había usado para su satisfacción y ahora le decía que se fuera. Si Richard se enteraba, sin duda alguna que se burlaría de por vida de él.
—No lo tomes a mal, pero... también tengo mis reglas, y creo recordar muy bien las tuyas; me las comentaste en el restaurante, ¿recuerdas?
»Por lo general no eres amigo de tus conquistas, y no das demasiados detalles de tu vida privada a nadie. Eres práctico. Cuando conoces a una mujer con quien puedes pasar un buen rato, pones las cartas sobre la mesa, le dices lo que pretendes y, si acepta, os vais a la cama sin ningún tipo de compromiso. Satisfacción mutua de común acuerdo. Simplemente eso. Ni ellas esperan que las vuelvas a llamar, ni te llaman, si es que tienen tu número o tú el suyo. Sexo sin ataduras y sin compromiso. Y cuando se vuelve a dar la oportunidad, la aprovecháis o la dejáis pasar.
Adriel había demostrado tener muy buena memoria. Lo cierto era que esas palabras se habían clavado en su pecho como una lanza y la habían atravesado de principio a fin mientras él las había pronunciado en la cena, por eso no las había olvidado, porque durante toda la noche las había repetido en silencio una y otra vez. Aún recordaba la facilidad con la que él las había expresado; con mucho tacto y soltura, le había sabido decir que nada podía esperar si algo más pasaba entre ellos. Aunque ella ya lo sabía, igual habían dolido.
Damien ya estaba de pie colocándose los pantalones y la camisa.
—Me alegra no tener que volver a recitar mis reglas.
—Despreocúpate, las entendí perfectamente, y además me parecen geniales.
—¡¿Te parecen geniales?!
—Sí, a la medida de las circunstancias.
Damien fue al baño a tirar el condón que había usado; luego terminó de vestirse mientras ella, bajo su atenta mirada, se bebía el resto del agua.
—Me voy.
Comprobó que tenía todas sus pertenencias en los bolsillos, teniendo en cuenta que algo podía habérsele caído y, sin más tardanza, salieron de la habitación.
—Adiós —dijo Adriel al tiempo que abría la puerta del apartamento y, de puntillas, le dejaba un beso sobre los labios.
—Te llamaré —le dijo él, restando importancia a sus palabras.
—No es necesario que arruines todo lo bien que lo hemos pasado con una tonta mentira. Sin compromiso ni llamadas —le aclaró de forma desdeñosa—. Te dije que me gustaban tus reglas.
—Genial, es agradable no tener que hacer promesas que no cumpliré.
Él se marchó y, mientras esperaba el ascensor, oyó cómo ella cerraba la puerta y ponía el cerrojo. Damien no podía creer que, después de lo que habían tenido, Adriel se mostrara tan fría e indiferente y lo echara en medio de la noche. Lo que había pasado en esa habitación había sido fabuloso, pero ella ni siquiera había querido repetir.
Llegó a la calle; necesitaba aire fresco, pero no lo encontró, pues la noche estival era muy agobiante y el aire denso no hacía más que avivar su malhumor y quemarle los pulmones. Se sentó en su coche y lo puso en marcha; muy pocas veces se había sentido tan confundido. Miró por la luna delantera hacia arriba, hacia el balcón de Adriel; ninguna luz se veía en el edificio. Comenzó de pronto a reírse a carcajadas mientras se pasaba la mano por el pelo. Se miró en el retrovisor; una energía enviciada lo circundaba, y le habló a su reflejo:
—Te han dado a beber de tu propia medicina. Ahora sabes lo que sintieron tantas mujeres a las que les has hecho esto mismo.
»¡Jódete! Al mejor cazador se le acaba de escapar la liebre. Finalmente llegó una que por fin te plantó cara.
Exhaló el aire con violencia, apretó el acelerador y los neumáticos chirriaron en el pavimento cuando salió de allí con la furia que descarga un rayo.