9

 

 

 

 

Después de un día interminable, Damien se reunió con su equipo de fútbol americano en el Icahn Stadium, en Randall’s Island Park, para disputar un partido, como cada miércoles, en la pequeña liga que habían organizado de manera informal con los abogados de Manhattan.

Lake llevaba el número seis en su camiseta y jugaba en la posición de quarterback; era el mariscal de campo, ya que poseía la gran habilidad de leer la defensa, además de ser muy bueno comenzando las jugadas. Esa noche en particular, estaba desconcentrado. Por lo general el juego siempre lo desconectaba de todo, pero, ese día, las complicaciones en uno de los casos que llevaba la firma lo habían irritado y no conseguía desembarazarse de los problemas. El gran cierre del día había sido la discusión que había mantenido por teléfono con la jueza Mac Niall.

Era el turno de ataque para el equipo que lideraban Lake y MacQuoid; la barrera de defensores estaba posicionada en formación estándar en una línea de cinco jugadores en la yarda cuarenta, el jugador que ocupaba la posición de tight end, mezcla entre receptor y bloqueador, se encontraba a la derecha, listo para acorralar a la defensa contraria. En el momento en que comenzó la jugada, el hombre que jugaba en la posición de center le pasó el balón por entre las piernas a Lake, que lo recibió y gritó un número para identificar la jugada que emplearía; había decidido convertir ese pase en un draw play, una maniobra de engaño con un movimiento en el cual simularía que entregaría un pase; no obstante, como había leído entre líneas las intenciones de sus contrarios, astutamente Damien decidió cambiarla a un quarterback draw, así que, utilizando el sistema cifrado de órdenes que su equipo tenía, volvió a gritar a sus compañeros, avisándoles de su estrategia. De esta forma, en vez de entregar el balón a Richard, su corredor, se encargó él mismo de llevarlo; asistido por MacQuoid a mitad de la jugada, Lake tácticamente simuló seguir con la carrera y le dio un pase a Richard, que en ese instante se encontraba mejor posicionado para poder llegar a la anotación. El balón pasó, y fue tan rápido que sus adversarios se tiraron a interceptarlo a él sin percatarse de que ya no poseía la pelota. Damien voló literalmente, dando una voltereta en el aire y cayendo de mala manera. El golpe lo había amortiguado con la cabeza.

La jugada llegó a buen puerto: fue anotación de su equipo, ya que Richard consiguió sortear a todos los adversarios, y alcanzó el tanto. Cuando su amigo y ahora futuro socio regresaba de festejarlo, se percató de que Lake aún permanecía tirado en el suelo. De inmediato todos notaron lo mismo y, presurosos, se acercaron a ver qué le ocurría, pero Damien estaba inconsciente y no reaccionaba.

—No lo toquéis —gritó Richard, claramente afectado por los acontecimientos; sentía el corazón martilleándole en el pecho.

Fueron momentos espantosos, casi eternos. Uno de los jugadores que había quedado como último hombre había visto perfectamente cómo el abogado había caído y relataba el episodio al resto de los allí presentes. El personal de emergencias del estadio se acercó a socorrerlo, cerniéndose de inmediato sobre él, pero, al ver que éste no reaccionaba y sin tiempo que perder, se comunicaron con el 911 para pedir ayuda. Era imperioso trasladarlo, ya que la falta de oxígeno en el cerebro presuponía que podía sufrir un daño cerebral; necesitaban aliviar cuanto antes lo que estaba provocando que Damien permaneciese inconsciente.

Richard se agarraba la cabeza, y el esfuerzo que implicaba respirar parecía rasgarle los pulmones; tenía la garganta seca por la desesperación. Había dejado su casco sobre el césped y estaba en cuclillas junto a su amigo, mientras los socorristas del campo se encargaban de inmovilizarle el cuello con un collarín, para así poder quitarle el casco. Después de fijar unas correas de sujeción a su cuerpo, que estaba ya sobre una dura camilla, y al ver que los minutos transcurrían tediosos y su colega no reaccionaba, MacQuoid empezó a gritar, pidiendo a viva voz que alguno fuera a buscar sus pertenencias para conseguir su móvil y llamar al padre de Lake. No obstante, cuando logró comunicarse con Christopher, comenzaba el aterrizaje de un helicóptero de emergencias sanitarias en el campo de juego, puesto que las ambulancias no podían llegar hasta el lugar porque había un choque automovilístico que les impedía el paso. El traslado debía ser cuanto antes, y eso implicaba llegar de inmediato al hospital.

El ruido era ensordecedor y resultaba casi imposible poder hablar.

—Christopher, acaba de llegar el helicóptero para trasladarlo al hospital —le informó a gritos—. Al parecer los hospitales más cercanos están colapsados por un choque en cadena, así que, en cuanto sepa dónde lo llevan, te informo. Es vital llegar cuanto antes, ya que Damien sigue inconsciente y han pasado muchos minutos.

—Cogeré el primer vuelo que pueda conseguir, te ruego que no lo dejes solo.

Desafortunadamente, su padre no se encontraba en el país.

—Descuida, ni con el equipo S.W.A.T. conseguirían apartarme de él.

El helicóptero aterrizó en el helipuerto de Downtown Manhattan, donde los esperaba una ambulancia para trasladarlos hasta el Presbyterian Lower Manhattan, que se encontraba a tan sólo cinco minutos de allí. Las atronadoras sirenas se abrieron paso en el congestionado tráfico de la ciudad y llegaron diligentemente. Un equipo de médicos los aguardaba en la entrada de Urgencias. El primero en bajar de la ambulancia fue MacQuoid.

—¡Adriel!

—¡Richard!

El encuentro los cogió por sorpresa. De inmediato, la doctora Alcázar miró hacia la camilla y divisó en ella a Damien, que yacía inconsciente y tenía puesta una mascarilla de oxígeno y una vía. Sabía que esperaban a un paciente con pérdida de conocimiento por traumatismo craneoencefálico, pero jamás habría imaginado siquiera que pudiese tratarse de él.

—Por favor, Adriel, no dejes que le pase nada —le rogó el abogado mientras la agarraba de un brazo. Ver ese rostro conocido le infundió algo de confianza.

—Tranquilízate, yo me encargaré.

»El cubículo ocho está disponible —gritó la médica; a pesar de tener un aspecto frágil, su voz sonó segura y muy convincente.

Ya en el box de Urgencias, los auxiliares pasaron al paciente a la cama para que Adriel pudiera comenzar con la exploración de las lesiones sufridas. Pidió unas tijeras y cortó con rapidez la ropa deportiva en busca de golpes; ella misma se encargó de monitorizar cada una de las funciones vitales. Damien no presentaba hipoxia; tampoco parecía que otra función estuviera comprometida, ni a nivel pulmonar ni del corazón, pero él continuaba inconsciente. Tras constatar las constantes vitales, ordenó que le extrajeran sangre para solicitar un examen de isoenzimas de la creatina-fosfocinasa, con lo cual se podría determinar la fuente exacta del tejido dañado. Ordenó también una radiografía craneal y otra cervical, y un TAC, o tomografía computarizada, del cerebro. No quería encontrarse con ninguna contingencia inesperada.

Adriel lo miraba atónita; nunca había sentido tanta desesperación frente a un paciente. No obstante, Damien no era un paciente común, tampoco un desconocido... ese hombre despertaba en ella la llama viva que parecía haber estado aletargada en su cuerpo hasta que lo conoció. A pesar de sus conocimientos médicos, la impotencia y la desesperación se habían hecho paso en su interior. Ver su torneado y fuerte cuerpo rendido y yerto le había instalado en la garganta un grito que pugnaba por salir; una sensación insensata que se le había ahondado en el pecho y que le hizo sentir de pronto que no podría lidiar con la desesperación de verlo inmóvil. Temía por un daño irreversible en su cerebro. Ella lo miraba subrepticiamente, y esperaba que los allí presentes no notasen la desesperación que sentía. Incipientes lágrimas batallaban por rebasar de sus ojos, mientras seguía constatando sus funciones. Una enfermera se disponía a extraerle sangre cuando, de pronto, Damien abrió los ojos y comenzó a reaccionar.

—Quédate quieto; tranquilo, ya te estamos asistiendo —le dijo Adriel con un nudo en la garganta; esperaba que su voz hubiese sonado lo más natural posible.

Damien se mostraba confuso, con la mirada un poco perdida. Adriel extrajo una linterna de su bolsillo y alumbró a las pupilas; lo observó con detenimiento, sintiendo claramente el golpeteo persistente de su corazón, que le estallaba en los oídos. Aunque intentaba serenarse, parecía imposible. Lo cierto era que nunca había tenido que atender a alguien que involucrara sus sentimientos más allá de su profesionalismo. Volvió a auscultarlo; mientras lo hacía, una indómita sensación se apoderó de ella. Adriel batallaba por acariciarle el rostro, el pecho, el pelo, los labios... su mano pugnaba por colisionar contra su piel; sin embargo, había sido capaz de contenerse.

—¿Sabes cómo te llamas?

El abogado se quedó mirándola unos instantes, sin saber a ciencia cierta si ése era otro de sus sueños en los que ella aparecía sin permiso.

—Dime tu nombre —le solicitó Adriel.

—Damien Christopher Lake.

Adriel le sonrió satisfecha y sincera. Él no apartaba su mirada cetrina de la de ella.

—¿Recuerdas tu domicilio, tu edad?

—Me duele la cabeza —manifestó Damien, y quiso llevarse la mano a la frente, pero sus movimientos eran torpes, así que su brazo volvió a caer sobre la cama.

—Seguro, te has golpeado. —Adriel aprovechó la situación y le cogió la mano; era grande y fuerte; la suya se había perdido casi por completo en la de él—. ¿No recuerdas lo que te ha ocurrido?

—Tengo sed.

—Tranquilo, déjame terminar de evaluarte y luego, si todo está bien, podrás beber un poco de agua. ¿Cuántos años tienes, Damien?

—Estoy en la última ronda del veinte —bromeo y le sonrió de lado; ella ocultó su sonrisa bajo otra pregunta.

—¿Recuerdas lo que te ha ocurrido? Dime tu dirección. —Damien entrecerró los ojos y habló muy despacio. Adriel no logró oírlo, así que se acercó lo suficiente como para que él le hablase más de cerca. Además, le retiró parcialmente la mascarilla de oxígeno para que pudiera expresarse con mayor facilidad.

—¿Para qué quieres mi dirección, doctora? ¿Acaso piensas aceptar mi invitación a cenar y pretendes que la cena sea en mi casa?

Adriel lo miró con rudeza, sin poder creer que Damien tuviera ese poder absoluto para enfurecerla de un momento a otro, transformándola en alguien que ella desconocía. La verdad era que, si algo necesitaba para constatar que estaba bien y en conexión con la realidad, él acababa de darle la prueba suficiente de que lo estaba. Rogó porque nadie hubiese escuchado la guasa que Damien le había soltado; de todas formas, se sintió aliviada al ver que el abogado, poco a poco, recuperaba sus funciones cognitivas.

La doctora se separó y, ocultando sagazmente sus verdaderos sentimientos, le preguntó en tono menos cordial:

—¿Le duele algo más que la cabeza, señor Lake?

—El cuello.

Damien quiso levantarse de la camilla, pero su cuerpo lucía pesado; por lo tanto, el intento había sido en vano.

—No te he dicho que puedas moverte —lo riñó con una voz que rezumaba enojo—. Aún tenemos que constatar que no tienes un daño severo, ¿podrías quedarte quieto? Intenta ser un buen paciente, porque no tengo ganas de lidiar contigo.

El abogado no insistió; seguía sintiéndose confundido y abotargado. De todas formas, no le fue indiferente la forma en que Adriel se había impuesto; era una cualidad en ella que le encantaba. En apariencia era todo modales, pero de pronto adquiría esos bríos que sacaban a relucir un carácter de hierro.

—Ahora vuelvo —le indicó la médica antes de marcharse, y lo miró con advertencia. Pretendía salir a informar a Richard del estado de Damien para tranquilizarlo.

—¿Cómo está, Adriel? —le preguntó éste, que la abordó nada más verla.

—Tranquilízate, Damien ya ha reaccionado. —Estiró su mano para acariciarle el brazo y reconfortarlo.

—Gracias a Dios, ¿puedo verlo? —preguntó Richard, respirando aliviado, mientras la abrazaba agradecido por la buena noticia; aquel hombre parecía desesperado.

En ese momento Adriel echo un vistazo a la sala de espera de Urgencias y vio que estaba invadida por un equipo entero de fornidos jugadores de fútbol americano, que vestían camisetas naranjas y azules y mallas muy ajustadas.

—Te pido que esperes un rato. He salido para tranquilizarte, pero aún no he terminado de evaluarlo; hay algunas pruebas que quisiera hacerle. Sin embargo, en líneas generales, parece estar bien. De todas formas han sido muchos minutos los que ha permanecido inconsciente, así que deseo constatar que no hay ningún daño significativo del que debamos estar atentos. Necesito descartar que no haya algún deterioro en el encéfalo ni en la médula espinal. Espérame aquí, por favor; ya te diré cuándo puedes pasar.

Adriel regresó al cubículo. Damien se encontraba con los ojos entornados.

—¿Tienes sueño?

Su voz lo había sustraído de sus reflexiones. Realmente estaba tan aturdido que continuaba dilucidando si no había sido una alucinación ver el rostro de Adriel cuando había despertado. Por fin comprendía que no, ya que ahí estaba ella otra vez, junto a él, hablándole con esa voz tan dulce que se le anidaba en el alma y en cada poro de su piel. La miró fijamente, recorriéndole el rostro con la mirada, y ansió poseer locamente su boca. Comprendió que su boca le gustaba demasiado y podía perderse muchos minutos mirándola. Se imaginó humedeciéndola con su saliva, consumiéndola, enredando su lengua a la suya, y la deseó como nunca había deseado a otra.

—Un poco de pesadez —contestó, velando sus genuinos pensamientos.

—Intenta permanecer despierto.

Ella se acercó un poco más. Antes se había colocado unos guantes de látex, aunque lo que en realidad ansiaba era tocarlo sin que nada se interpusiera entre ellos; obviamente eso no era lo más sensato, pues ante todo debía mostrarse profesional. Estiró sus brazos y los llevó hacia la cabeza de él para inspeccionar y palpar, a fin de identificar heridas o signos que evidenciaran fracturas en la base del cráneo. Lake no le quitaba la vista de encima; estaba estudiando con detenimiento las facciones de la médica que se encontraba a escasos centímetros de él. Le pareció más hermosa aún ese día; se veía avezada en lo que hacía. Su pelo estaba recogido en una cola alta, y era dorado como el sol; imaginó soltándoselo y cayéndole por sus hombros. Le estudió la forma de corazón de su rostro, los ojos redondos y enormes que enmarcaban sus pupilas aguamarina; de tan cerca pudo apreciar que tenían una luz especial que antes no había notado. Aspiró con fuerza para atestarse de su perfume. Su cercanía era inquietante y tentadora.

Adriel estaba muy concentrada en su labor. Después de terminar con la inspección en la cabeza, le revisó los oídos y, a posteriori, siguió con un reconocimiento en los huesos faciales. Buscaba movimientos anormales de los huesos o un escalón a nivel del reborde orbitario. Las manos le ardían; tocar sus facciones era un estímulo turbador. Finalmente hizo una auscultación carotidea en busca de soplos. Cerró los ojos para concentrarse mejor, puesto que el torso desnudo de Damien le resultaba realmente perturbador; cada músculo se marcaba de forma taxativa, como si se tratase de un terreno con elevaciones y depresiones. Él, mientras tanto, continuaba estudiándola en silencio. Adriel, finalmente, lo miró mientras se quitaba el estetoscopio de los oídos y lo dejaba colgando de su cuello.

—Vuelvo a preguntarte, ¿recuerdas lo que te ha ocurrido?

—Estoy un poco confundido. Supongo que me lesioné jugando al fútbol, pero eso lo estoy deduciendo porque, a decir verdad, no recuerdo el momento en que me golpeé. —Entrecerró los ojos—. Recuerdo cuando comenzó la jugada, pero luego tengo un agujero negro en mi memoria... hasta que desperté y te vi, entonces creí que estaba soñando.

Adriel intentó apartar sus últimas palabras, que decididas pugnaban por arraigarse en su pecho para provocarle sensaciones que no sabía cómo manejar. Tenerlo tan cerca resultaba muy difícil; aunque quería pasar por alto lo que le había dicho, ese hombre la atraía demasiado.

—Tranquilo, poco a poco irás recordando. Está dentro de lo normal que tengas una amnesia temporal del momento del traumatismo. Has sufrido una conmoción cerebral. Aunque parece que no ha sido nada grave, he dispuesto que te lleven a hacer un TAC; luego te haré un examen neurológico, pero por ahora no quiero moverte hasta que no haya visto las imágenes de tu cerebro.

—¿Aceptarás cenar conmigo?

Adriel lo miró circunspecta. Aunque podía haberle contestado porque estaban solos, no lo hizo; a cambio, le ofreció otra pregunta:

—Dime, ¿ves bien? ¿No notas la visión borrosa?

—Te veo perfectamente. Creo que el golpe me ha sentado muy bien, porque te veo más hermosa aún de lo que recordaba. Eres perfecta, Adriel, eres un ángel.

La doctora Alcázar agitó la cabeza e intentó esconder una sonrisa que tiraba de la comisura de sus labios.

—En un rato regresaré; te vendrán a buscar para hacerte las pruebas. Mantente quieto, por favor, y no intentes levantarte aún. Ahora mando a tu amigo para que te haga compañía.

Le habló demostrándole que ella estaba al mando allí.

Adriel salió y le dijo a Richard que podía pasar; éste estaba temblando, pero intentaba dominarse.

—Al parecer todo está bien; de todas formas, he pedido una tomografía del cerebro y algunas radiografías para constatar el diagnóstico. Por favor, intenta que esté tranquilo y que no se mueva hasta que tengamos todos los resultados de las pruebas.

Adriel fue hacia la recepción, donde estaba su amiga Margaret, con disimulo; mientras rellenaba unas planillas, se acercó y le susurró al oído:

—¡No creerás lo que voy a decirte! Estoy por morir de hipoxia, siento que no puedo respirar.

—¿Qué sucede?

—En el cubículo ocho está la razón de mi falta de sueño, de mi falta de concentración... y de mi ahogo, y es el mismo que, además, es responsable de mis noches en vela y el autor de los mensajes más insolentes y depravados que en mi vida me han enviado.

—¿El abogado?

Adriel asintió con la cabeza.

—Quiero verlo. ¿Cómo es que está aquí?

—Ha sufrido un accidente jugando al fútbol, pero parece estar bien. Igual sigo haciéndole pruebas; casi me he muerto del susto cuando no reaccionaba.

—Aprovecha y hazle una exploración en todo su cuerpo.

—Está consciente.

—Mucho mejor, así lo dejas tiritando.

—¡Margaret! Te juro que soy yo la que está tiritando, me arden las manos cada vez que lo toco.

—Estás jodida. Perdón, pero se te nota en la cara; ese hombre te tiene muy mala.

—Sí, es como dices, no voy a refutarte. No pierde oportunidad para lanzarse y es condenadamente irresistible; te juro que no sé cómo me contengo para no besarlo... sus labios son tan tentadores y, cuando me habla, me vuelve loca, su cuerpo es... perfecto. —Inspiró con fuerza—. Te juro que me desconozco, creo que será mejor que me vaya a trabajar.

La médica cogió unas carpetas y se retiró para ver a otros pacientes.

Estaba saliendo del cubículo cinco, donde monitoreaba a una anciana con la glucosa elevada, cuando una de las enfermeras la avisó de que ya estaban los estudios del paciente del ocho, así que se trasladó hacia allí.

—Buenas noches. ¿Cómo sigue, señor Lake?

—Bien, con mucha sed.

—Aún se siente confundido, Adriel, ¿es eso normal? —preguntó su amigo.

—Traigo los estudios que le hemos practicado; permíteme verlos, Richard, luego daré un diagnóstico.

Adriel encendió la luz del negatoscopio y se puso a ver las radiografías y tomografías; luego miró los resultados del laboratorio. Finalmente se acercó a la cama del paciente, se detuvo muy cerca y volvió a alumbrar sus pupilas con la linterna; exploró el tamaño, la forma, la simetría y, por supuesto, prestó atención a la respuesta a la luz. A continuación cogió un bolígrafo y le pidió que lo siguiera con la mirada.

—Bien, sus estudios están correctos, señor Lake. La amnesia temporal que presenta puede decirse que es normal. —Se dirigió también a Richard—. Con el trascurso de las horas, irá recordando el episodio. ¿Ha tenido náuseas, vómitos? —le preguntó a él en particular.

—No —contestó Damien—. Pero tutéame, por favor, nos conocemos. —Se sostuvieron la mirada.

—Me gustaría que se pusiera de pie. Primero siéntese lentamente en el borde de la cama, y luego incorpórese; no haga movimientos bruscos, no olvide que acaba de sufrir un traumatismo en la cabeza. —Lo miró a los ojos mientras él se incorporaba—. ¿Te sientes mareado?

—No, un poco temblorosas las piernas.

Adriel asintió con la cabeza y de pronto se dio cuenta de que, de nuevo, lo estaba tuteando, y es que simplemente le costaba poner distancia entre ellos. Aunque lo intentaba, no lograba verlo como a un paciente más.

—Camina en línea recta, poniendo un talón frente a la punta del otro pie.

Damien lo hizo sin problema.

—Perfecto, puedes regresar a la cama.

Cuando Lake giró, se sintió inestable, pero Adriel estaba atenta y lo sostuvo de la cintura. Él se apoyó en sus hombros; los dos se miraron a los ojos, mientras respiraban con dificultad.

«Eres demasiado perfecto», pensó Adriel. Richard quiso ayudarla, pero ella le hizo una seña para indicarle que podía sola. Lo ayudó a recostarse y le pidió que se quedara en posición de decúbito dorsal.

—Levanta ambos brazos a noventa grados respecto a tu cuerpo y flexiona las piernas. —Le mostró cómo, cogiéndolo de una pantorrilla y poniéndolo en posición—. Ahora veremos tu resistencia.

Sus abdominales, en esa postura, se marcaban mucho más, y era una visión atrayente que invitaba a pasar la mano, recorriéndolos.

Lo que Adriel estaba haciendo, además de admirar su abdomen, era lo que se conoce en medicina como la maniobra de Mingazzini; dicha prueba consiste en que el paciente mantenga los cuatro miembros flexionados contra la gravedad durante un rato, para comprobar si alguno claudica. La prueba servía para poder evaluar su sistema motor.

—Perfecto, descansa. Ahora intenta apartar mi brazo. —Ella se posicionó junto a él y puso su brazo en alto; luego, con el de ella, le ofreció una fuerza equiparable para evaluar la tonicidad muscular, que, al parecer, estaba intacta. Lo mismo hizo sosteniéndole las piernas e invitándolo a que hiciera fuerza para apartarla.

Acto seguido, evaluó el reflejo cutáneo-plantar.

—¿Estoy bien?

Damien clavó su mirada inquisitiva en sus ojos.

—Todo normal, señor Lake. —Adriel volvió a marcar una distancia al llamarlo por su apellido y él sintió un tirón en sus testículos cuando ella lo llamó de esa forma—; sin embargo, me gustaría que se quedase unas horas para seguir evaluando su evolución. No nos olvidemos de que sufrió pérdida de conciencia durante bastantes minutos y, aunque una parte considerable de las lesiones se producen de forma inmediata al impacto, muchas de ellas aparecen en un período variable de tiempo después del traumatismo. Por eso mismo, quisiera tenerlo esta noche en observación y mañana repetirle los estudios.

—Si no tiene nada, ¿por qué la pérdida de conciencia?

—Richard, el cerebro está protegido por el cráneo —paseó la vista, explicándoselo a los dos—; cuando un impacto muy fuerte tiene lugar, aunque no haya fractura, el movimiento brusco y el golpe pueden causar un hematoma o una inflamación, y, como el cerebro no tiene hacia dónde expandirse, se produce una concusión cerebral, así la llamamos en medicina, y muchas veces va acompañada de la pérdida de conciencia. Por eso quiero que Damien —lo miró al pronunciar su nombre y, al hacerlo, sintió unas cosquillas desconocidas anidársele en el pecho y a lo largo de su columna vertebral— se quede esta noche para continuar evaluando la evolución del golpe.

»Hematoma no hay, al menos no se ve nada en los estudios, pero, como dije, con estos golpes debemos ser prudentes. Quiero empezar a darte también una dieta líquida —lo miró a los ojos una vez más— y ver que toleras bien lo que ingieres. Son traumatismos que necesitan ser observados las primeras veinticuatro horas para estar seguros de que no tendrán consecuencias en el futuro.

Llamaron a la puerta y Adriel dio paso a quien fuera que llamaba. Margaret se asomó con una carpeta, y ésta supo en seguida que sólo se trataba de una excusa para ver a Damien. Lo cubrió con una sábana, puesto que él sólo llevaba el bóxer puesto, y contuvo la sonrisa irónica que casi se le escapó al verla.

—Necesitamos algunos datos para la admisión del paciente, ¿podría algún familiar acercarse a recepción?

—Sí, por supuesto, yo la acompaño —dijo Richard diligente—. Aprovecharé para llamar a tu padre y tranquilizarlo. Ha sido una suerte encontrarnos contigo, Adriel —expresó Richard con sinceridad; apoyó su mano sobre el hombro de la médica, y ella le sonrió.

—Cualquier profesional de la medicina hubiera obrado de la misma forma que lo hice yo; son procedimientos secuenciales que se emplean en un traumatismo craneoencefálico.

Richard los dejó solos durante un rato.

—Me gusta saberme tu paciente —ratificó Damien, y se quedó mirándola a los ojos; ella no le esquivó la vista. Se sintió hipnótica por sus palabras y por su mirada; su boca estaba entreabierta, y él sacó la lengua para humedecerse los labios.

—Ya que tiene la oportunidad de hacerlo, sería bueno que se disculpara por la forma ofensiva en que se dirigió a mí por texto; jamás le he dado confianza suficiente como para que me incomodara de la forma en que lo hizo.

Él la miró demostrándole que sus palabras sonaban insípidas, e incrédulas, pero no dijo nada, simplemente sonrió presumido.

 

 

—Dios, Richard, gracias por llamarme, estoy volviéndome loco. No puedo conseguir ningún vuelo porque están todos suspendidos de momento, debido a la fuerte tormenta que azota Barcelona.

—No te preocupes, Christopher, yo estoy aquí con él.

—Gracias por todo, Richard.

—No tienes nada que agradecer, y... quédate tranquilo, Damien ya está bien.

—No estaré tranquilo hasta que lo vea con mis propios ojos.

 

 

Tras pasar por la oficina de admisión, MacQuoid regresó al cubículo con su amigo.

—¿Has podido hablar con mi padre?

—Sí, está atrapado en Barcelona por culpa de un temporal, todos los vuelos están suspendidos.

—¿Quieres hablar con él?

—Por favor, así lo dejo tranquilo. Gracias por todo, Richard.

—Bah, no tienes que agradecerme nada; tremendo susto nos has dado, casi me muero cuando he visto que no reaccionabas.

Adriel había regresado para hacer algunas anotaciones en la hoja de anamnesis; se la veía muy profesional.

De pronto, la puerta de la habitación se abrió y de ella emergió Greg. La médica le hizo una seña con la mano para que la esperara fuera. Damien lo reconoció al instante como el acompañante de la otra noche en el restaurante, y una punzada de ira y celos se instaló en su pecho; no le gustó saber que ellos coincidían a diario en el trabajo. Se sintió extraño, confuso... se sintió como un cavernícola que necesitara marcar territorio golpeándose el pecho mientras batía su garrote. Se preguntó por qué tenía esos sentimientos por ella, si nunca los había tenido por ninguna otra mujer. Eso lo irritó y su rostro se tornó sombrío, sin poder disimular su fastidio.

—Señor Lake, en un rato regresaré para verlo. Puede tomar agua.

Salió de la habitación y, fuera, Greg se despidió de ella.

—Me voy. ¿Cenamos juntos mañana? Es tu día libre, ¿verdad?

—He cambiado mi turno, Greg; mañana no será posible.

—¡Qué pena, preciosa! Me muero por que estemos solos —la miró con picardía—, fuera de todas estas miradas curiosas.

Mientras hablaban, caminaban hacia el aparcamiento. Ya fuera, Baker miró hacia todos lados y le depositó un furtivo y contenido beso en los labios. Adriel se lo respondió a regañadientes, sin sacar las manos de sus bolsillos; no quería estar allí con él, ansiaba permanecer atenta ante cualquier cosa que Damien pudiera necesitar. Lo cierto era que debía contenerse, ya que era necio e insensato pensar y sentir como lo estaba haciendo.

Cuando volvió a entrar, Margaret conversó con ella con complicidad.

—Óyeme bien: si no te tiras a ese hombre, te juro que me disfrazo de ti y le permito hacerme lo que quiera. Adriel... es un bombonazo, ¿dónde estaba escondido?

—Es guapo, ¿verdad?

—Mi Doc, te digo que es el pecado original hecho hombre.

Rieron cómplices.

 

 

En la habitación, Richard conversaba con Lake.

—¿Qué ha sido eso, cuando antes ha entrado el doctor ese?

—No sé de qué hablas.

—Pues tu mirada ha sido muy clara; por un momento he pensado que te levantarías de la cama y la reclamarías de tu propiedad.

—Deja de decir estupideces... las mujeres, para mí, sólo son un buen polvo. Jamás he reclamado a ninguna y, aunque la doctora está apetecible, no creo que sea mi tipo.

—Pues recuerda que Amber te capará si le haces daño, y yo también. Adriel es una buena chica, no la hagas sufrir.

—¿Te has erigido como su defensor ahora? Me parece que la mala influencia de Kipling te está afectando. ¿Desde cuándo te preocupa con quién consigo acostarme?

—Desde que has puesto tus ojos en alguien que no merece ser humillada. Adriel se ve una buena chavala, decente y seria.

Richard tenía razón, Damien jugaba con fuego y parecía no ser capaz de alejarse de él; estaba a punto de quemarse, pero no podía resistirse por mucho que lo intentara.

 

 

Miraba continuamente la hora. La noche se presentaba tranquila y apacible, parecía casi increíble que la sala de Urgencias no estuviera abarrotada de enfermos. Fue hasta la cafetería, donde se compró un sándwich de pollo y un agua sin gas, y, cuando fue a coger la botella del refrigerador, vio una gelatina y pensó que sin duda Damien estaría muerto de hambre. La cogió sin recapacitar más de la cuenta y salió hacia el dormitorio que utilizaba cuando estaba de guardia por las noches; necesitaba recoger algo de allí. Luego se dirigió hacia la habitación que ocupaba él.

Entró sigilosamente y dejó todo lo que llevaba sobre una mesilla. Miró alrededor y advirtió que Richard dormitaba en el sofá sin percatarse de su presencia. Se había cambiado, pues ya no llevaba puesto su uniforme de fútbol. Lake también estaba adormecido, así que aprovechó para admirarlo sin reservas. Su torso desnudo transgredía su mente entre el lechoso blanco de las sábanas; apenas estaba cubierto con ellas hasta las caderas.

Con el corazón batallando en su pecho, se acercó un poco más para observarlo detenidamente. Se lo veía tranquilo, su respiración era acompasada, y el pecho se le insuflaba con cada inspiración, resaltando su vigorosa musculatura. La doctora se mordió el labio mientras lo miraba con detenimiento y tragó con dificultad; sabía que ésa era una imagen que le costaría borrar de su cerebro. Extasiada, levantó la vista y recorrió sus facciones para admirar su nariz recta y perfecta. Damien era verdaderamente un buen prototipo del género masculino: poseía un rostro apuesto de severas líneas marcadas que le imprimían una virilidad inquietante; por sus poros asomaba una incipiente barba, que le otorgaba un aspecto hosco pero sumamente interesante, y sus labios surgían carnosos, con el volumen ecuánime para la boca de un hombre. Adriel inspiró tomando coraje, puesto que, junto a él, de pronto se sentía embargada por una inseguridad abrumadora. Le habló casi en un susurro, no quería que se despertara sobresaltado.

—Damien... despierta. —Le tocó el hombro, y percibió en su mano una descarga eléctrica cuando hizo contacto con su piel; en consecuencia, un centenar de chispazos le recorrieron de punta a punta cada fibra de su cuerpo.

Él abrió los ojos y los entrecerró sin perderla de vista.

—Creo que estoy en el Edén, porque tengo frente a mí a un ángel.

—Vengo a controlarte. —Le habló susurrándole para evitar despertar a Richard, y haciendo caso omiso a su cortesía—. Dime, ¿cómo te sientes? ¿Sigue doliéndote la cabeza? ¿Te has sentido mareado? ¿Has probado a levantarte de la cama?

—He ido al baño, pero me sentí bien; de todas formas, me acompañó Rich.

Damien ladeó la cabeza y vio que su amigo estaba agotado y rendido en el sofá de la habitación. Adriel le controlaba el pulso.

Sin saber por qué, a su mente acudió el recuerdo de cuando era niño y se enfermaba; era su padre quien siempre lo cuidaba, jamás había permitido que su babushka se desvelara; a pesar del tiempo transcurrido, aún podía recordar con claridad las peleas con su abuela por atenderlo...

«мама,[12] soy su padre; si su madre no está para cuidarlo, es a mí a quien le toca hacer de madre y de padre. Agradezco tu ayuda, y reconozco que sin ella realmente no me sería posible criar a Damien, ya que debo trabajar; por eso te doy las gracias por que, durante el día, te ocupes de mi hijo, pero, cuando estoy, déjame responsabilizarme de lo que me corresponde, demasiado hacéis tú y мой отец.»[13]

—Déjame verte las pupilas.

Adriel le habló y entonces Lake volvió la vista hacia ella, dejando de lado sus recuerdos de la infancia. La médica se cernió sobre él para enfocarlo nuevamente con su linterna; lo observaba experimentada, haciéndole mover los ojos a un lado y a otro.

—Y, ¿qué has encontrado en mis ojos?

—Nada anormal, todo está bien.

—Entonces me temo que no te has fijado muy bien, que digamos; estoy seguro de que, si miras mejor, descubrirías que me arden de deseo por ti.

—Damien, Richard está durmiendo en el sofá.

—No oye.

De pronto su amigo emitió un resoplido y ambos sonrieron; luego él le guiñó un ojo, dando por sentado lo dicho.

Adriel se dirigió a la mesilla y tomó un poco de algodón, también un tubo con crema facial que había cogido de su bolso antes de acudir a verlo.

—He traído esto para que te quites la cera negra de los pómulos; aún tienes dos rayas de tinte muy marcadas.

Adriel se refería a las líneas que se pintan los jugadores de fútbol americano en el rostro, para contrarrestar el reflejo de las luces o del sol; ella embebió el algodón y se lo facilitó, pero él se quedó mirándola y no lo cogió.

—¿A todos tus pacientes los atiendes así, tan personalmente, doctora?

—Soy una médica responsable.

Damien miró el trozo de algodón de nuevo y luego a ella, que seguía con la mano tendida.

—No creo que esto sea algo curativo. —Chasqueó la lengua y frunció la nariz mientras negaba con la cabeza—. En tal caso, si lo es, tú eres la experta en curar, así que te toca quitarme la cera. Atiéndeme.

—No soy tu enfermera personal. Simplemente estoy siendo gentil.

—Por supuesto que no, eres mi médica y me gusta mucho más; las enfermeras sólo se dedican a dar pinchazos; por el contrario, las médicas se encargan de explorar el cuerpo. —Se quedaron mirando—. Vamos, doctora, demuéstrame lo buena que eres; no tengo espejo y no me veo para hacerlo yo.

Ella intentó sofocar una sonrisa, pero no lo consiguió muy bien. Lo cierto era que se derretía por él; era astuto, su lengua afilada de abogado era resuelta y había sabido encontrar un buen argumento para convencerla. Dio un paso tímido y se acercó a Damien, luego comenzó a limpiarlo.

—¿En verdad da resultado contra los reflejos lumínicos?

—Hasta hoy creía que sí, pero, teniéndote aquí frente a mí, me doy cuenta de que tu luz es cegadora.

Con un rápido movimiento, la cogió por la nuca y la atrajo hacia él. La tentación por poseer su boca era inmensa; su fuerte brazo la sostenía con garra, pero, apelando a su control, no la besó.

—¿Aceptarás cenar conmigo?

—No.

—Eres una mujer muy terca. —La acercó un poco más a él y les resultó imposible disimular lo desacompasado que ambos respiraban—. No voy a besarte, si es eso lo que estás esperando.

—No quiero un beso tuyo. —Él se rio, sardónico; obviamente no la había creído, pero, aun así, aceptó sus palabras.

—Lo querrás, lo desearás, me lo pedirás, rogarás por uno y sólo así lo obtendrás.

—Puede que lo desee —terminó finalmente por aceptar—, pero sé perfectamente lo que quiero... Hueles a peligro, Damien Lake; me abstengo de los hombres como tú. Escúchame... no te creas tan fuerte, mira que quien puede terminar rogando por un beso puedes ser tú.

—Yo no ruego, Adriel, simplemente cojo lo que me place.

—No conmigo.

—Me complacerás.

Ella se quitó la mano de la nuca y se alejó.

—Veo que tu tonicidad muscular está en perfecto estado, tienes un brazo fuerte.

—Soy el mariscal de campo, es necesario.

Adriel decidió cambiar el cariz de la conversación.

—¿Tienes hambre?

—Mucha. —Damien empleó un tono concluyente.

—¿No has tenido náuseas, vómitos?

—Nada.

—Eso está bien. Te he traído esta gelatina; si la toleras, en un rato te conseguiré algo más consistente.

Cuando Adriel le alcanzó el envase y la cuchara, él la agarró de la muñeca y escudriñó en sus ojos, clavándole una mirada arrasadora. Quería escanciársela allí mismo, de ser posible; su corazón se agitó al encontrarse con su mirada. Inmutable, ella le hizo frente y Damien se estremeció por lo que esa mujer le provocaba; podría pasarse la vida mirándola. Se sentía incapaz de dominar sus deseos; no quería que se fuera, pero, a la vez, sabía que tenía que dejarla ir. Si ella no aceptaba sus condiciones, jamás la tendría, porque él sólo podía ofrecerle placer. Quizá Adriel tenía razón y debía alejarse de ella; él era peligroso, nadie mejor que él para saberlo. Por una vez en la vida debía ser sensato y no encapricharse con lo que codiciaba; la doctora no era una mujer para pasar el rato... por el contrario, sospechaba que tenía muy firmes principios. Así mismo no pensaba que fuera una santurrona, ya que sabía fehacientemente que estaba frente a una mujer muy audaz y muy bien plantada.

Ella también se asustó de sus sentimientos. De pronto se encontró indagando en su corazón; había estado tentada de arrojarse a sus brazos y ceder a su petición. El abogado ejercía sobre ella una atracción casi irrefrenable y había estado a un ápice de rogarle por un beso; anhelaba con demencia probar su boca y ambicionaba con lujuria sentir su anhelo. La ansiedad por hacer lo que él quisiera le palpitaba en las entrañas, pero sabía que, si cedía, saldría demasiado dañada, ya que Damien no era un hombre de compromisos y ella no estaba para perder el tiempo retozando al lado de uno que no le podía ofrecer nada.

Demasiada solitaria era su vida ya como para agregarle más soledad y desamparo. Sabía indiscutiblemente que eso era lo que conseguiría tras un encuentro con él, y estaba decidida a no darle el gusto de tenerla y luego rechazarla. Se extrañó aún más de su conclusión, puesto que, una noche de placer con Damien Lake seguro que no podía salir mal, pero de pronto se dio cuenta de que prefería todo o nada. Así de simple era la decisión que había tomado, y, como Damien no estaba dispuesto a dar más que breves momentos de lujuria, entonces no quería nada... no iba a dejarla dañada y con la miel en los labios, no lo permitiría.

—Tengo que atender a otros pacientes. —Damien la soltó y permitió que se fuera—. Volveré en unas horas a ver cómo sigues; es necesario evaluar durante la noche tu conexión al despertar.

Adriel salió de allí y caminó, trémula, hasta su dormitorio; se dejó caer en la cama y se cubrió los ojos con el antebrazo. Lo deseaba, era inútil negarlo; su cuerpo se sentía exánime por la energía empleada en rechazarlo, puesto que ese hombre era una feroz amenaza que iba a terminar con su sensatez y hasta con su idiosincrasia.

Se levantó con ímpetu y se sentó en la cama decidida a dejar atrás esa incertidumbre que la invadía. Fue hasta el lavabo y se refrescó la cara; luego cogió la bolsa con el sándwich y se dispuso a comérselo. Debía alejar a Damien de sus pensamientos.

A lo largo de la madrugada, cada vez que fue a verlo, asistió a la habitación acompañada de un residente o una enfermera. Finalmente, por la mañana, antes de marcharse y ya habiendo entregado la guardia al médico adscrito de sala, pasó por el cubículo. No tenía por qué hacerlo, pero la tentación era grande, y eso era más que una despedida de médico-paciente, ella iba a despedirse del hombre.

Damien estaba enajenado hablando por teléfono. Podía advertirse claramente que trabajaba desde el hospital, ya que tenía su Mac abierto sobre la mesilla. Se encontraba solo. Cuando Adriel entró, él percibió de inmediato su presencia y levantó la cabeza, fijó su vista en ella y, sin más aplazamiento, concluyó la llamada, no sin antes impartir unas últimas órdenes a alguien que trabajaba para él.

—Veo que estás muy bien, se te ve muy conectado; eso es un excelente síntoma.

—Sí, me siento bien. ¿Te vas? —La miró de pies a cabeza.

Adriel iba vestida de calle; llevaba puestos unos vaqueros oscuros muy ajustados y una camiseta azul sin mangas, que se le adhería perfectamente al torso, marcando nítidamente sus formas. De su hombro colgaba un bolso marrón que combinaba con sus zapatos y el cinturón. Se había soltado el pelo y llevaba los labios pintados con gloss.

—Sí, ha terminado mi turno. Debo regresar por la noche, porque tengo guardia de nuevo. ¿Y Richard?

—Se ha ido. Esta mañana ha llegado mi padre, que se encontraba fuera del país; ahora está en mi casa, ha ido a buscarme algunas cosas.

Ella hizo un asentimiento con la cabeza.

—He dejado la prescripción para que te repitan los estudios. De todas formas, estoy convencida de que todo saldrá muy bien, ya que tu evolución así lo demuestra, así que, seguramente, el médico adscrito firmará tu alta nada más ver los resultados. Adiós, Damien, cuídate. Sé que el deporte que practicas es sumamente apasionado, pero también es muy violento. Has tenido suerte, teniendo en cuenta el golpe que te has dado. Haz reposo durante unos días y, en lo posible, tómate un descanso en el trabajo. La contusión que sufriste tiene su importancia, y el cerebro sana con sosiego. Sería bueno que, a lo largo de esta semana, pidas una consulta con un neurólogo, para que el especialista siga de cerca este episodio.

Él la escuchó inmutable; cuando estaba por abrir la boca, la puerta se abrió y tras ella apareció Jane, altanera.

—Buenos días.

—Buenos días —contestó Adriel.

La recién llegada se quedó mirándola, escrutando quién era ella.

—¿Puedo pasar? —preguntó la joven de manera soberbia.

—Pasa, Jane —Lake la invitó solícito—, la doctora ya se iba.

La doctora Alcázar la reconoció de inmediato: era la alta y elegante mujer que lo acompañaba esa noche en Daniel. En aquel momento comprendió que, aunque no abandonaba sus mañas de seductor, evidentemente esa mujer era alguien significativo en su vida. Estaba segura de que no se trataba precisamente de una de sus mujerzuelas; casi podía aseverar que ésta era la que tenía posibilidades de ser alguien más que un ave de paso, y es que ciertamente se tomaba atribuciones que seguro que otras no tenían. No era ilógico creerlo, ya que, evidentemente, él le daba paso a su intimidad y, tan pronto como había aparecido, se había encargado de aclarar que ella era su médica. Una punzada infundada de celos anidó en su pecho; era absurdo sentirse así, puesto que entre ellos sólo existía un simple tira y afloja que los llevaba a palpar una extraña tensión de sensaciones.

—Adiós, señor Lake. Seguramente en un rato vendrán a buscarlo para repetirle el TAC.

—Adiós, doctora. Gracias por todo, tendré en cuenta sus recomendaciones —señaló Damien mientras emitía un suspiro profundo. Jane ya estaba a su lado y acababa de saludarlo con un beso fugaz en los labios.

Como espectro deambulando, cruzó la sala de espera del hospital y se dirigió hacia el aparcamiento, donde estaba su automóvil. Necesitaba alejarse, necesitaba poner un freno al nerviosismo que significaba Damien Lake desde que había aparecido en su vida. En la calle, el aire denso de la mañana estival le golpeó con fuerza la cara, haciéndola salir de su zozobra, y lo agradeció.

Mientras buscaba las llaves de su coche, sonó su teléfono. Rebuscó en el interior hasta dar con él y, cuando miró la pantalla, pudo constatar que se trataba de Greg. Lo volvió a tirar dentro del bolso, desestimando la llamada. No tenía la cabeza como para atenderlo. Se dijo que debía poner las cartas sobre la mesa de una vez por todas con Baker, y no seguir alimentando algo entre ellos que no estaba dispuesta a sostener.

Antes de irse a su casa a descansar, se fue hasta la Quinta Avenida, donde estaban las tiendas con las marcas preferidas de Amber. Pasado mañana era su cumpleaños y necesitaba comprarle un obsequio; de paso, ese encargo serviría para desembotarse y alejar todos los pensamientos que batallaban por invadir su cabeza una y otra vez.

 

 

—¿Cómo te has enterado de que estaba aquí?

—Cariño, estabas jugando a fútbol con un equipo entero de abogados. En los pasillos de los juzgados no se habla más que de tu accidente. Casi me muero cuando me he enterado. Por suerte, te veo bien.

—Estoy bien. Hubiese sido mejor que me hubieras llamado antes de venir.

—Me preocupo por ti, ¿y encima te molestas?

—Sabes que no me gusta que invadan mi intimidad.

—Estaba intranquila, Damien. No seas injusto conmigo; cuando me enteré, sólo atiné a venir a verte porque me asusté mucho.

—Lo siento, ya ves que estoy bien.

—Por lo visto estás más que bien y con un humor de perros.

—Vuelvo a repetírtelo: no me gusta que irrumpan en mi intimidad.

—Pero bien que te gusta irrumpir en la mía. El sábado en la gala no te importó que nos relacionaran.

—No creo que haya habido suspicacias por mi presencia allí; nos comportamos muy correctamente, así que nadie podrá opinar nada más de lo que se vio.

—Ya sé que te encargaste muy bien de eso; no me lo recuerdes, porque me vuelvo a enajenar. Te estás pasando, Damien; mi paciencia tiene un límite.

—No, Jane, no empieces. Tú y yo tenemos un trato, cero compromisos que vayan más allá de la cama.

»Accedí a ir a la gala porque me dijiste que tu padre me había invitado. Sé que él sabe que somos amigos y espero que en verdad no se te haya ocurrido decirle que somos algo más que eso, porque no sería cierto. Tú y yo somos amigos con derecho a cama y nada más. Y no vuelvas a besarme nunca más delante de nadie, ¿está claro?

—Estás más grosero que nunca conmigo. No es justo, no me lo merezco.

La puerta se abrió y entró Christopher Lake por ella. Traía una bolsa con algunas pertenencias de Damien y, además, lucía recién duchado; había aprovechado para refrescarse un poco y quitarse los resabios del viaje y la angustia que había significado estar lejos cuando su hijo lo necesitaba.

—Buenos días.

—Hola, papá. Te presento a una colega, ella es Jane Hart.

—Encantado, Jane.

—El gusto es mío, señor Lake.

Una enfermera entró en ese instante con una silla de ruedas para recoger a Damien; tenía que llevarlo a realizarse un nuevo TAC. Estaba en pijama, pero con el torso desnudo, así que se puso una camiseta y, antes de sentarse, se despidió de Jane; quería que le quedara claro que, cuando regresara, no deseaba verla allí.

—Me alegro de que estés bien.

—Gracias por venir.

 

 

Por fin estaba en casa; como la tomografía del cerebro había salido bien, le habían dado el alta médica. El médico que se la había firmado le había recomendado lo mismo que Adriel: descanso durante el resto de la semana. Por suerte no tenía audiencias, pero pensaba trabajar desde su apartamento; no podía permitirse el lujo de desatender los casos que llevaba. Su teléfono no había parado de sonar desde que había llegado; ahora hablaba con Karina.

—Perfecto, tú sabes cómo manejar eso, así que lo dejo en tus manos. Agradece su interés de mi parte a los que llamen y también a los que envíen correos; prepara uno estándar y mándales a todos lo mismo. Si necesito algún archivo, me lo envías con algún mensajero; trabajaré desde aquí.

—Eso no es reposo, Damien.

—No empieces tú también; ya hago suficiente con quedarme en casa, hace un rato he tenido una discusión con mi padre.

—No eres de acero; que ese golpe no haya tenido más consecuencias ha sido un milagro. Deberías atender las indicaciones de los médicos y pensar en cuidarte.

—Karina, no me hinches las pelotas, sabes que para mí quedarme trabajando en casa es hacer reposo. No tengo que explicarte que en el bufete todo sería más estrepitoso. Espera unos minutos, tengo una llamada de mi abuela en la otra línea.

—Mándale saludos de mi parte.

Бабушка,[14] no cuelgues, por favor, ya estoy contigo.

—Karina, no olvides mandarme por correo electrónico lo que te he pedido.

—Lo estoy preparando mientras hablo contigo.

—Perfecto; gracias por ocuparte de todo, hablamos luego.

Damien colgó la llamada con su secretaria.

—Hola, abuela, ya soy todo oídos para ti.

—¿Es que acaso quieres que tu abuelo y yo nos muramos del susto?

—Tranquilízate, estoy bien.

О, Мой Бог!,[15] cuando desistirás de practicar ese deporte. Aún recuerdo cuando te dislocabas el hombro. Ahora esto, y encima tu padre, que me avisa cuando ya ha pasado todo.

—No exageres, babushka; estoy bien.

—¿Quieres que vaya a mimarte? Me ha comentado tu padre que debes hacer reposo.

—No es preciso, te juro que estoy bien. Me indicaron tranquilidad, pero me siento en óptimas condiciones físicas. No pienses que voy a estar en cama toda la semana.

—Deberías hacerlo.

—Sí, claro, y a los juicios pendientes mando a otro abogado.

Mолодой человек!![16] A que me monto en un avión ahora mismo y, al llegar, te pongo en mis rodillas y te doy unos buenos azotes en el trasero. Por supuesto que deberías hacer eso.

—Abuela, ¿has llamado sólo para regañarme? Eso también me altera, y me prescribieron reposo para el cerebro.

—Siempre le das la vuelta a todo; lo haces desde pequeño. Eres imposible, pero te adoro. Damien, prométeme que te cuidarás, eres todo lo que tenemos.

—Yo también te adoro, prometo cuidarme.

Ваш дедушка[17] te manda saludos, y también dice que te cuides. Igualmente Kristen te envía muchos besos, y agrega que estamos demasiado viejos para que nos des estos sustos, y yo añado que tiene razón.

—Mándales saludos de mi parte. He oído al abuelo hablar de fondo, ¿qué ha dicho?

—Incoherencias, qué va a decir este viejo.

Su abuelo se acercó al auricular.

—He dicho que a golpes se hacen los hombres; estas mujeres son a cuál más exagerada.

Damien sonrió al otro lado de la línea.

—Sí, pero él se ha dado un golpe que casi lo mata —aseguró Maisha a su marido—. Y, además, no te hagas el sobrado, que has sido el primero en querer volar a Nueva York.

—Bueno, no discutáis, ya ha pasado.

Charló durante un rato con cada uno y luego se despidió, dejándolos verdaderamente convencidos de que estaba bien.

Se disponía a trabajar en unos escritos, pero el endiablado teléfono parecía estar en su contra. Tuvo toda la intención de apagarlo; lo cogió con desgana y miró la pantalla. Se asombró y sonrió ampliamente mientras descolgaba.

—Hola, doctora, ¡qué sorpresa! Debo confesarte que me has dejado pasmado.

—Hola, Damien. ¿Cómo estás?

Adriel no había podido contener sus ansias; era casi estúpido lo que estaba haciendo, pero necesitaba oírlo, pues no había dejado de pensar en él durante todo el día.

—Muy bien, ya en casa.

—Me alegro mucho, eso quiere decir que todo ha salido bien. Yo ya estoy saliendo para el trabajo. Cuando llegue echaré un vistazo a tus estudios, pero, si te han dado alta, es porque todo estaba normal.

—Gracias por llamar.

—No es nada, hacer una llamada no cuesta ningún esfuerzo.

—Eso no ha sonado muy bien. Pensé que en verdad lo hacías porque tenías ganas de hablar conmigo.

«Resulta obvio que me moría por hablar contigo», pensó ella mientras se mordía uno de los labios.

—Me pareció un buen gesto hacerlo. Sé que no era necesario, porque, cuando llegara al hospital, de todas formas me enteraría, pero, en realidad, ha sido por cortesía, ya que eres el amigo de Richard, la pareja de mi mejor amiga.

—¡Qué pena! Me había ilusionado pensando que era por mí.

«Mentirosa, conozco muy bien esas excusas; todas ponen las mismas. A veces las mujeres demuestran que no tienen inventiva cuando de ligar se trata.»

—Deja de hacerte el galán conmigo, soy tu médica.

—Eso me gusta. ¿Cuándo podemos jugar a los doctores? Obviamente, yo me ofrezco como paciente para que hagas una exploración de mi cuerpo.

—Damien, hablemos en serio, no quiero arrepentirme de haber llamado.

—Está bien, doctora. ¿De qué quieres hablar?

—No es que quiera hablar; llamaba para interesarme por tu estado y cerciorarme de que no has tenido ningún síntoma extraño.

—Estoy muy bien, de verdad; gracias.

—¿Estás haciendo reposo?

—Estoy en casa.

—Eso no tiene nada que ver... en el hospital, esta mañana, estabas trabajando.

—Por lo visto, vas a regañarme tú también.

—¿Yo también?

—Sí, mi padre, mi secretaria, mis abuelos, mi nana... me han llamado para eso.

—Ya veo, estás trabajando en tu casa.

—Ehh...

—Descansa hoy al menos. Dale reposo a tu cerebro; intenta dormir, relajarte. Créeme que será beneficioso para tu recuperación.

—Está bien, te prometo que lo haré, lo que pasa es que, en la soledad de mi apartamento, voy a aburrirme demasiado.

—Seguramente que tendrás a algún buen amigo dispuesto a hacerte compañía. Ni se te ocurra llamar a una amiga, sé que no descansarías.

Ambos se carcajearon.

—Qué pena que estás de guardia, doctora, si no podrías venir tú a cuidarme.

—Damien...

—¿Qué? No he dicho nada. —Un brevísimo silencio se instaló en la línea—. ¿A qué hora termina tu turno?

—A las ocho de la mañana, como hoy, ¿por qué?

—Por nada, que tengas una noche tranquila.

—Gracias. Descansa, acuéstate temprano y duerme varias horas.

—Lo haré, te lo he prometido.

Colgaron el teléfono y ambos se quedaron con el corazón palpitando. Damien no daba crédito a lo estúpido que se sentía con sólo oírla; su pecho parecía inflarse de emoción. Se quedó mirando la pantalla del móvil y luego buscó una carpeta que contenía fotos, hasta dar con una que le había sacado a escondidas mientras Adriel hablaba con una de las enfermeras. Estaba a los pies de su cama en el hospital, ella ni siquiera se había dado cuenta.

La fotografía la mostraba de medio perfil, y en ella se podía apreciar que era bastante alta; recordó cuando se apoyó en su hombro y le calculó un metro ochenta. Era delgada y esbelta; no era una mujer exuberante, aunque sus formas eran perfectas y armoniosas. Bajo el pijama sanitario, Damien podía imaginar la sinuosidad de sus curvas... sus senos se percibían turgentes y redondos bajo la fina tela, y recordó que en aquella oportunidad había notado que debajo sólo llevaba el sujetador. Tenía una cintura muy estrecha y sus caderas se ensanchaban dando la sensación de estar frente a una sirena. Llevaba el pelo recogido y su cuello se presentaba largo y muy fino; incluso, cuando Damien la había sujetado por la nuca, había podido advertir que con una mano casi lograba rodearla por completo. Su rostro era pequeño y delicado; su boca, sensual, formaba un perfecto medio corazón y, cuando sonreía, se le marcaba un hoyuelo en cada extremo; los labios ligeramente abiertos en la fotografía le daban un aspecto relajado y sexy a su rostro. Su piel se apreciaba de un rosado que la hacía verse muy tersa y transparente. Además, Adriel tenía una mirada serena y honesta. Sus enormes ojos, de un color especial, que iba del celeste al verde, estaban bastante separados y le procuraban una imagen de ingenuidad y frescura.

De pronto comprendió que había pasado muchos minutos embobado, admirando su fotografía. El estupor, una vez más, lo abrumó; se sabía admirador de la belleza femenina, pero no de esa forma. Él era práctico: usaba los atributos femeninos para su propio placer, pero con Adriel todo se presentaba diferente y el desconcierto era tal que no lograba comprender su insistencia. Nunca le rogaba a ninguna mujer por nada; por el contrario, las mujeres le rogaban a él para que las tuviera en cuenta. Sin embargo, a la doctora le había pedido infinidad de veces que aceptara una cena con él; su negativa hacía que su empecinamiento cobrara más fuerza.

—Sí, eso es, sólo estoy empecinado en que me diga que sí.