10

 

 

 

 

Estaba rendida por el cansancio; casi por instinto permanecía de pie. Había sido una guardia agotadora, y las urgencias no habían cesado en toda la noche. Sólo deseaba salir del hospital, llegar a su casa, tomar un merecido baño y, luego, acostarse en su confortable cama y dormir hasta que no tuviera más ganas de hacerlo.

Después de fichar su salida, pasó a saludar a Margaret, que acababa de iniciar su turno.

—Ayer casi no pudimos hablar. Casi me muero cuando vi a tu abogado; el condenado está de infarto. Ahora entiendo perfectamente por qué tanto discernimiento acerca de si te quedas con él o con el doctorcito.

—Ya lo he decidido.

—¿Quién ha ganado el pulso?

—Ninguno de los dos.

—¿Cómo?

—Sí, Margaret. Damien es la tentación y la lujuria, mientras que Greg, en contraposición, es la seguridad y el decoro, pero el corazón me dice que ninguno de los dos es lo que necesito a mi lado; ninguno me haría feliz, ni el pecado ni la santidad.

—Mi querida amiga, ya que estás tan mística, déjame decirte que cada una de las diferentes religiones vislumbra una posibilidad distinta a la razón de por qué estamos en esta vida. En lo personal me inclino a creer que hemos venido a este mundo para aprender a soportar, para liberarnos de nuestros miedos y de nuestras angustias, y para beneficiarnos de las experiencias que a diario se presentan en nuestra corta vida.

»A veces pienso en la resurrección como en un estricto método de evolución del espíritu; ni cielo, ni infierno, ni padecimientos, sólo perfeccionamiento y crecimiento. Por eso, ¿cómo saber con exactitud cuál es la verdad, si no la comprobamos por nosotros mismos? Del mismo modo me pregunto cómo discernir cuáles de nuestros actos son pecados y cuáles no. Lo que me lleva a preguntarme por qué no experimentar el deseo de la carne y de los ojos, si quizá en esa vanagloria esté la verdadera felicidad. Te mueres por Damien, no puedes negarlo por mucho que lo intentes. ¿Por qué no darle, entonces, una oportunidad al destino?

—Precisamente por eso, porque me muero por él, no sería darle una oportunidad al destino, sería darle una oportunidad a él para que amplíe su extensa lista de víctimas. Decirle que sí a Damien sería firmar mi sentencia. No quiero sufrir... Lo sé, no me mires así, soy cobarde. Por otra parte, no podría conformarme con sólo una noche, así que prefiero no tener nada; prefiero quedarme con lo que podría haber sido y no fue. Además, no voy a darle el gusto, no voy a hacerlo.

»Desde que lo conozco, creo que a diario transito en el pecado, porque mi mente me traiciona continuamente, pensando en él. Me he vuelto lujuriosa, insaciable y orgullosa. Damien ha despertado en mí sentimientos que no sabía que poseía; imaginarlo me pone avara y codiciosa. Pero mi sentido común también me dice que nada de eso puede ser bueno, porque tenerlo sólo me volvería más pertinaz. Damien es como una araña que te envuelve en sus redes y no te permite pensar. Y con Greg... —dijo con pesar—... no creo que vuelva a pasar nada más, simplemente no hay piel. —Su amiga hizo un mohín.

—Déjame decirte que te estás engañando; no estás escuchando a tu corazón, Adriel, sino a tu razón.

—Puede que sea como dices, pero mi orgullo es más fuerte que nada. Me voy, Marge; quiero llegar a casa y dormir.

—De acuerdo, cielo, que descanses.

—Gracias por escucharme.

—Tonta, no me des las gracias; me siento honrada con tu confianza y, además, me encanta conversar contigo.

Se abrazaron y se dieron un beso de despedida.

—Besitos a Jensen.

—Se los daré de tu parte.

Adriel llevaba el pelo suelto y revuelto; había sido casi imposible alisarlo después de soltarse la coleta. Se veía acorde a su estado general, calamitoso. Se puso unas gafas oscuras y se dispuso a salir del hospital; simultáneamente, rebuscaba en su bolso las llaves de su coche. Por fin las encontró, así que se aproximó a la puerta automatizada y, con resolución, hizo un paso fuera. Irguió la cabeza para dirigirse hacia donde había aparcado su coche y fue entonces cuando casi se muere por el estupor.

«¡¡Madre del amor hermoso!!», pensó.

Y es que en verdad no podía lucir más soberbio. Estaba, con el pelo húmedo, apoyado con los brazos en el techo de su coche en la acera de enfrente, mirando atento hacia la salida; seguramente se había dado una ducha antes de ir. Se quitó las gafas de sol y, con decisión, bordeó el automóvil para encaminarse hasta donde ella se había quedado estática. De pronto, Adriel recordó su estado desaliñado y deseó que la tierra la tragara. En vano se pasó una mano por el pelo, sabía que nada haría que se alisara, y se maldijo por habérselo soltado, ya que, recogido, al menos lucía más pulcro. Por supuesto que mejor sería no pensar en las ojeras que debía de tener; se atrevería a asegurar que debía de parecer un alma en pena. Él, en cambio, se veía impecable; llevaba puesto un pantalón negro con una camiseta de algodón blanca ajustadísima que tenía una abotonadura en el pecho, la cual estaba abierta. Le sonrió pletórico. Adriel no pensaba quitarse las gafas por nada del mundo.

—Buenos días, doctora.

Le dio un beso en la mejilla, y ella creyó por un momento que había aprendido a levitar.

Comprobó que olía exquisito, todo lo contrario a ella, que olía a alcohol y a antiséptico.

—Damien, ¿qué haces aquí? ¿Acaso te has sentido mal?

—No, tranquila, estoy en perfectas condiciones.

Intentando poner orden a su persona, cogió las llaves entre los dientes y, con agilidad y premura, levantó los brazos para reunir su cabello en una coleta alta que enroscó para formar con ella un improvisado moño alto con su pelo. Damien, extasiado, observó sus movimientos y admiró cómo quedaba al descubierto su largo y fino cuello; deseó mordérselo, deseó de forma casi incontenible poder sumergirse en él y pasar su lengua, recorriéndolo.

—He venido para que desayunemos juntos. Ya que no aceptas una cena conmigo, no puedes negarte a un simple café.

—Eres tozudo.

—Mucho.

Ambos sonrieron, condescendientes.

—Estoy hecha un lío, Damien; sin dormir y con unas ojeras que, si me quito las gafas, no dudo de que te espantarás.

Él levantó las manos y cogió por el puente las gafas que ella llevaba puestas; se las quitó, y luego se agachó levemente para quedar a su altura y estudiarla más de cerca.

—Eres una gran mentirosa, busca una excusa mejor. Luces espléndida incluso con pocas horas de sueño. Sé que sueno egoísta porque debería tener en cuenta que estás sin dormir, pero... —La miró profundamente y ansió besarle los ojos, que sí estaban surcados por ojeras, pero no podía apiadarse... la quería un rato para él—. Así me pones, doctora, intransigente y hambriento. No me hagas seguir hablando, porque mi lengua me traiciona y sé que pretendes que sea correcto y que no te apabulle con avalanchas de palabras obscenas; estoy intentando ser educado. —Ella lo miraba incrédula—. Pero debes saber que eres la única culpable de que no pueda contener mis pensamientos.

—Damien...

—Vayamos a por un café, ¿sí? —Estiró el brazo, le tendió la mano y se la ofreció.

Titubeante, Adriel posó su mano sobre la suya. Sentía que la garganta se le agrietaba con cada respiración que emitía. En aquel instante él se la agarró con fuerza y casi se pegó a ella; tan sólo había quedado un espacio mínimo entre ambos. Damien era un seductor irracional que la tentaba con cada movimiento y que acababa de tirar al garete todos los argumentos que había sostenido tan sólo algunos minutos antes con Margaret.

—He venido en mi coche —alcanzó a decir con un hilo de su voz que se atrevió a salir trémula de su boca.

—¿Quieres seguirme?, así tu coche no se quedará aquí.

—Sí, será lo mejor.

Damien no se apartaba; la miraba con fijeza, depositándole la frescura de su aliento sobre el rostro, provocándola aún más. Se acercó quedamente y le dejó un casto beso en la comisura de los labios.

—Vamos, sé de un lugar cercano que es muy cómodo y, según me dijeron, preparan un café expreso exquisito, el cual seguramente te vendrá muy bien. Hace tiempo que quiero ir a probarlo, pero nunca encuentro el momento.

Se situaron cada uno en su vehículo y él salió delante. Adriel lo seguía casi pegada a su coche. Sin dejar de prestar atención al camino, con una mano abrió su bolso y de él sacó su perfume para rociarse abundantemente; necesitaba tapar un poco el olor a hospital que traía impregnado consigo. En un alto, aprovechó la oportunidad y abrió su neceser para coger de él el corrector de ojeras, que se aplicó con premura mientras se miraba en el espejo retrovisor. En todo momento Damien la estaba mirando sonriente a través del espejo lateral para que no advirtiera que lo hacía; le gustó saber que se arreglaba para él.

El sitio que Damien había elegido no estaba muy lejos. Cuando tomaron la calle Church, Adriel no pudo creer que realmente hubiese elegido ese lugar. Pero, para su asombro, sí lo había hecho. Buscaron aparcamiento y Damien bajó antes que ella de su SP-FFX. Adriel pensó que, aunque no hubiese ido montado en ese espectacular coche, de igual forma todos se habrían dado la vuelta para mirarlo. Su mera presencia ejercía magnetismo. Lake se aproximó a su Bentley y le abrió la puerta para ayudarla a bajar.

—No puedo creer que, de entre todos los locales, hayas decidido venir a La Colombe Torrefaction; es mi lugar preferido.

—Entonces, me alegra haber hecho esta elección.

Damien la cogió de la mano y juntos comenzaron a caminar hacia la cafetería, que estaba en el 319 de la calle Church, en el barrio de TriBeCa.

—Está muy cerca de la universidad donde estudié —le explicó Adriel mientras caminaban—, y también de mi casa.

—¿Ah, sí? Qué coincidencia.

Lo cierto era que nada resultaba una coincidencia, ni estaba librado al simple azar. Damien Lake no acostumbraba a improvisar cuando de lograr sus objetivos se trataba; de igual forma, desde que la había visto ese día, calculaba cada una de sus palabras y empezaba a entender lo que funcionaba con Adriel. De lo que no se daba cuenta era de que estaba quedando atrapado en su propia telaraña, porque, aunque quería convencerse de que todo lo que hacía era para torcer la voluntad de la médica, lo único cierto era que él disfrutaba de cada momento a su lado, de manera especial.

Entraron en el simple y despejado local; por fuera, un clásico almacén del barrio que conservaba la fisonomía del entorno en que estaba emplazado; por dentro, ladrillos y el mobiliario de exclusivo diseño, realizado en la lujosísima y exótica madera de bubinga, que le daba un refinado toque de modernismo. Se aproximaron al mostrador.

—Hola, Rodney.

—¡Adriel, qué gusto verte!

El dependiente ladeó la cabeza y saludó cordialmente a Damien al advertir que iban juntos; él le contestó con la misma cordialidad.

—¿Ya te bebiste todo el café? —continuó hablando con la joven.

—No he venido por mi compra del mes. —Miró a Damien, le gustó verlo a su lado—. He venido con mi amigo a deleitarnos con un exquisito desayuno.

—En ese caso, ¿qué les puedo ofrecer?

—Para mí, un expreso triple y un cruasán de almendras; lo de siempre, Rod.

Adriel pidió casi de forma autómata.

—Yo deseo un café helado, y deme una galleta de canela y un macaroon de café, y también una porción de ese pastel de chocolate —dijo señalando la vitrina donde estaba la pastelería—. ¿No deseas algo más, Adriel?

—Con esto es suficiente, gracias.

Damien pagó la cuenta. Mientras esperaban su pedido, él apoyó la mano en su cintura y se acercó a su oído. Adriel se quedó muy quieta al sentir cómo su aliento le golpeaba en la piel, y la frecuencia de su respiración creció de forma involuntaria.

—Cuánta confianza tiene ese chico contigo.

Se quedó mirándolo, sin pestañear, directo a los ojos; la llama de su mirada ardía en él.

—Hace muchos años que trabaja aquí —se justificó tímidamente.

Se acomodaron en la última mesa de la sala, junto a la ventana.

—¿Así que siempre vienes aquí?

—Ahora sólo a surtir mi despensa. Me acostumbré a tomar el Blend de La Colombe; durante mi época de facultad, me pasaba horas aquí tomando café y estudiando, por lo general en este mismo lugar.

Damien sorbió de su bebida y dijo:

—Es exquisito.

—Es una mezcla de café tostado proveniente del África Central —le explicó ella, como avezada conocedora.

Para él no era un mero capricho haberla llevado allí. Damien lo tenía todo muy bien planeado y, con premeditada alevosía, apelaba a que se sintiera cómoda en un ambiente conocido por ella, tal vez para que se distendiera y bajase por fin la guardia.

—¿Dónde estudiaste, Adriel? —Otro dato que él conocía muy bien, ya que se había encargado de averiguar todas sus costumbres para pillarla mansa y muy tranquila.

Lo que Damien no sabía era que de mansa y tranquila, Adriel, no tenía ni un pelo.

—En la Universidad de Nueva York. ¿Y tú?

—En Yale.

—Aaah, perteneces al rebaño de excelencia.

—Soy elitista, si a eso te refieres —ladeó la cabeza mientras le contestaba—, y muy exigente en mis objetivos. Me gradué summa cum laude.[18]

—Felicidades. También soy muy exigente, y me gradué con los mismos honores. Sólo que tú has asistido a una universidad donde van los megarriquillos, y yo a una media.

—El esfuerzo es el mismo —terció él, fiel a sus creencias.

—Sí, por supuesto; el trato seguramente discrepa bastante, todo depende de las donaciones que hayan conseguido gracias a tu intermediación.

—Me he quemado las pestañas para conseguir mi título —se sonrió, incrédulo—. ¿Estás insinuando que mi padre lo ha comprado?

—Quizá no sea tu caso, pero conozco a muchas personas que, en ciertas universidades, lo han logrado de esa forma; ya sabes, las dádivas siempre son de gran ayuda.

—También has asistido a una universidad privada, joder. Y tu mejor amiga también fue a Yale. —Damien no daba crédito a lo insurrecta que Adriel era y a los ideales sociales que tenía; él sabía muy bien que ella también pertenecía a una familia adinerada.

—Sabes, en mi vida tengo metas muy marcadas, no me gusta nada fácil.

—Estás diciendo, acaso, que mi carrera lo fue por haber asistido a Yale.

—No, Damien, supongo que no, pero, aunque parezca rancia, odio las comodidades que van de la mano por pertenecer a una familia acomodada.

—No puedo creer que odies tener dinero. ¿Eres de este planeta, Adriel?

—Odio las cosas fáciles; prefiero luchar por mis propios logros desde abajo, para que sean verdaderamente míos.

—Es una utopía interesante. De todas formas, si está al alcance de ellos proporcionar cierta ayuda, no veo ningún mal en aceptarla en determinados momentos de la vida. Creo que para todo hay un tiempo considerable, lo importante es esforzarse para ser merecedor de esa ayuda. Bajo mi punto de vista, el apoyo y la ayuda de los padres influye en el progreso académico de los hijos. Creo que eres demasiado orgullosa.

Adriel asintió con la cabeza.

—Pues sí lo soy, y también muy independiente, pero es mi esencia y no puedo ir contra ella. —«De hecho, eso me ha servido para salir adelante; tú no tienes idea de nada», pensó, pero dijo—: De hecho, he recibido ayuda y guía, pero sólo la que he creído necesaria.

—Si algún día tienes hijos, ¿no querrás lo mejor para ellos?

—Supongo que sí, el instinto de protección nace en uno de manera natural...

«No siempre es así», pensó él.

—... y sólo se ve a través de éste. Pero ahora me limito a pensar como hija. No quiero nada por ser la hija de... quiero mi propia historia de vida.

—También la quiero; de hecho, tengo una profesión muy diferente de la que lleva a cabo mi padre. Para mí hubiera sido muy fácil estudiar alguna carrera económica y sumergirme en sus negocios; todo estaba organizado, sólo hubieran hecho falta buenas ideas para seguir expandiéndose. En cambio, elegí mis propias metas y preferí enaltecer mi apellido por mis propios logros.

Con discursos diferentes, con procesos diferentes, ambos se daban cuenta de que convergían en un punto y se parecían mucho; lo malo era que los dos tenían la autoestima demasiado alta en cuanto a sus ideales, y eso mostraba un punto de ruptura y ponía al descubierto el aparente cortocircuito entre ambos.

Damien estiró un brazo y tocó con la mano la punta de sus dedos; ella bajó la vista y se quedó observando la sutil caricia.

—¿Tienes hermanos?

—No, soy hija única.

—Yo también.

—Eso explica que seas tan caprichoso.

Él le dedicó una media sonrisa.

—Eso explica que seas tan tozuda.

Volvieron a sonreírse y se quedaron mirando.

—¿No has tenido dolores de cabeza? —preguntó ella para romper el hechizo. Pero Damien no contestó, tan sólo negó con un movimiento mudo sin dejar de mirarla.

—Quiero que me conozcas, Adriel; no soy solamente un hombre frívolo como crees.

—¿Ah, no? ¿Y cómo eres, Damien Lake? Soy todo oídos para escuchar los pormenores.

—Sería muy jactancioso si yo te lo dijera, preferiría que lo descubrieras tú misma.

Damien le dio un sorbo a su café y mordió el macaroon.

«En realidad no sé cómo soy, nena. Nunca me he detenido a pensar si tengo corazón; hace tiempo que dejé adormecido ese órgano en mi pecho, pero creo que puedo ponerlo a andar si me ayudas.»

—Eso quiere decir que... ¿hay mucho por descubrir?

—Tal vez.

—Las referencias que tengo de ti no son muy buenas; no sé si quiero descubrir más de lo que ya he visto.

Levantó su dedo índice y luego habló mientras se acercaba por encima de la mesa.

—Una cena sin forzar nada, doctora; sólo te pido eso.

—¿Eres noctámbulo acaso? ¿Por qué no puedo descubrirlo aquí mientras desayunamos? Me tienes frente a ti, me has convencido para que viniera contigo.

—La noche es más íntima, invita a otras cosas... —Cerró los ojos y frunció la boca, luego los volvió a abrir mientras se expresaba—: No quiero sonar vulgar; sé que contigo las cosas funcionan diferente, no me refiero a lo que estás pensando.

—¿Y qué estoy pensando? Pareces leer muy bien mi mente.

—No me refiero a la cama; ahora también podríamos irnos a la cama y darnos un buen meneo, para eso no hay un horario estipulado.

«¿Que estoy diciendo? Estoy proponiéndole una salida sin que termine en la cama... Suerte que nadie me oye, o pensarían que el golpe me ha afectado una zona del cerebro.»

—Te gusta esconderte en la oscuridad de la noche, ¿de eso se trata? Ya sé, por la noche es menos probable que nos crucemos con algunas de tus amantes. Aaah, nooo, creo que el problema en verdad es tu prometida. ¿Me equivoco?

Damien entornó los ojos.

—No estoy prometido con nadie, no tengo compromisos con ninguna mujer; mis aman... no tengo amantes —corrigió la frase sobre la marcha—. Con las amantes siempre se repite, no es mi caso; yo sólo tengo sexo consensuado, sin ataduras.

—Eso no ha sonado muy bien; no te hace alguien muy de fiar y deja mal paradas a las mujeres que acceden a irse a tu cama simplemente por un poco de placer.

—No soy un célibe, necesito mis desahogos. Es la naturaleza humana. ¿Tú no los tienes? ¿O apelas a la autocomplacencia?

—Es mi intimidad, no voy a responderte. Si a ti no te importa que la tuya sea de dominio público, a mí, sí.

Damien estaba perdiendo los estribos, no podía ser que esa mujer fuera tan obstinada.

—¿Qué diría tu novia si se enterase de la propuesta que me estás haciendo?

—Te he dicho que no tengo novia.

—¿¡Ah, no!? La mujer que te fue a ver al hospital se parecía mucho a eso. Aún recuerdo cómo te encargaste de aclararle que yo era tu médica. Sabes, pude reconocerla, era la misma que te acompañaba en Daniel; te contradices: según tú, no tienes amantes. Además, ella te saludó con un beso en la boca cuando llegó.

Adriel tenía razón, pero él no podía explicarle que a Jane lo unían otros intereses; de hacerlo, sin duda que lo hubiera despreciado aún más. De pronto sintió una clara necesidad de agradarle, de que lo viera diferente, de cambiar sus pensamientos por él, pero también tuvo la necesidad de ocultar sus sentimientos porque lo hacían sentir imberbe y débil. De todas formas, lo que dijo no fue muy avispado, sino más bien una clara muestra de lo que se empeñaba en ocultar.

—¿Y el médico que entró a buscarte? ¿Qué tienes con él? También lo reconocí como tu acompañante en Daniel.

—Greg y yo sólo somos compañeros de trabajo.

—Ella es una colega.

—Con derecho a besarte.

—¿Es eso una queja? ¿Estás celosa?

—¿De qué podría estar celosa? Tú y yo no tenemos nada, y no lo tendremos nunca. —Sus miradas destilaban seriedad—. Creo que mejor me voy.

Él la sujetó de la muñeca y la miró drástico; luego intentó calmarse.

—No te vayas. —Aflojó su agarre y ella se quedó mirándolo—. He tenido una vida durante todo este tiempo, y presumo que tú también. Terminemos de tomar el café, Adriel —le propuso mientras apaciguaba su gesto e intentaba transformar el tono de su voz en uno más calmo—. Por favor.

Aún la tenía cogida de la muñeca; deslizó su mano, quedándose con la de ella en la suya, y se inclinó para besársela. Al mismo tiempo levantó la otra mano y se la acarició.

—Es asombroso que en una mano tan frágil se encuentre el poder de la vida y la muerte.

Lentamente, ella volvió a su sitio.

—No es así, no creo ser tan poderosa, no siempre está en mis manos el poder para salvar a todas las personas que atiendo, y cuando eso sucede... es verdaderamente terrible para mí. Aún no me he acostumbrado a perder a un paciente; lo peor de todo es comunicarles la noticia a sus familiares; siempre termino involucrándome en su dolor. Muchos de mis compañeros dicen que la muerte es simplemente un ciclo, el último en la vida de una persona, y como tal lo viven; yo, en cambio, no puedo. Quisiera no tener que lidiar nunca con esos momentos.

—Tienes una profesión admirable.

—Gracias, pero es como muchas otras; la tuya es también muy loable. ¿Has defendido a muchos asesinos?

—La abogacía es una lucha de pasiones, y el secreto profesional es una obligación en mi profesión; aun así, estoy obligado, por mi juramento y por la justicia que intento impartir, a no usar procedimientos vedados por la ley y la moral, todos mis actos son con absoluta buena fe.

—¿Cuáles son tus principios para aceptar o rechazar un caso?

«Me lo estás poniendo muy difícil, Adriel. Hay cosas que presumo que no entenderías.»

—Me baso en las posibilidades de ganarlo o no.

—¿Sólo aceptas casos que puedes ganar?

—Llevo adelante un despacho de renombre, Adriel; el resto de mis socios no invirtieron en Lake & Associates para perder dinero.

—O sea, que la justicia, para ti, es solamente un negocio.

—En mi firma aceptamos muchos casos pro bono, más de los que estamos obligados por ley. Como ves, no todos son lucrativos y llenan nuestras arcas. Somos un equipo de elite y, por lo general, intentamos garantizarles a nuestros clientes que el dinero que están invirtiendo en nuestros servicios será recompensado con un litigio a su favor. Pero hay casos que a veces parece que son imposibles de perder y, sin embargo, se pierden.

Ella frunció la boca y asintió con la cabeza.

«Baja la guardia, Adriel, por favor. Siento que a tu lado he cruzado la propia línea de mi vida y que estoy en el banquillo de los acusados. Quiero agradarte, pequeña, ¡no sé por qué! Realmente jamás me había pasado esto de tener que justificar cada uno de mis actos con tanta necesidad; preciso que me des tu aprobación, necesito que me dejes entrar en tu corazón.»

Damien emitió una súplica muda y de pronto se sintió incrédulo por lo que ansiaba y parecía inevitable. De todas formas, no reprimió ninguno de sus anhelos, aunque le resultara extraño que él, siendo un cínico absoluto, estuviese preocupado por gustarle a esa mujer, a quien había llevado a ese sitio con la absoluta premeditación de que cayese en sus dominios.

«Después de todo, no es nada malo haber averiguado su sitio favorito para que se sintiera cómoda; se trata sólo de una pequeña artimaña.»

Intentó justificar sus pensamientos mientras se llevaba a sus labios la mano de ella, que aún permanecía entre la suya.

—¿Te gusta mucho tu profesión?

—No me imagino haciendo otra cosa; desde muy pequeña que siempre he sabido que sería médica. ¿Tú cuándo supiste lo que querías ser?

—De muy pequeño también. Mi padre siempre decía que era imposible refutar mis argumentos. «Serás un buen abogado, Damien», me decía constantemente. Creo que, a la hora de decidirme por una carrera, no he tenido siquiera que pensarlo.

—¿Puedo hacerte una pregunta íntima?

—Adelante.

—¿Y tu madre? Porque en el hospital sólo hablaste de tu padre.

—Mi madre murió; yo tenía cuatro años cuando ocurrió.

—Yo perdí a mi padre a la misma edad; mi papá tenía un tumor cerebral. No sé tú, pero a veces creo que tengo tan escasos recuerdos de él que me aferro a esos pocos y los repaso una y otra vez para no olvidarlos... los buenos, claro, hay otros que preferiría que nunca hubieran ocurrido.

—Yo tengo muchos, y los recuerdo muy bien todos.

—Tal vez se deba a que mi padre viajaba continuamente y no estaba demasiado tiempo en casa. Él también era médico; daba muchas conferencias y, además, estaba construyendo su clínica en Barcelona, su tierra. Tenía pensado que regresáramos a vivir allí.

—Ahora entiendo el origen de tu apellido.

—Mi padre era barcelonés de pura cepa. ¿Hablas algún otro idioma, Damien? Yo hablo español; mi madre me hizo estudiarlo, porque mi padre no tuvo el suficiente tiempo para enseñármelo bien, aunque él me hablaba mucho en español y yo lo utilizaba bastante.

—Hablo ruso; lo aprendí de mi abuela. Sus padres y su hermano eran rusos, pero mi abuela nació en Bielorrusia, un pueblo que pertenecía a la antigua Unión Soviética. Ella era hija de kuláks; no sé si alguna vez has oído este término: así se denominaba a las familias poseedoras de tierras.

—Algo he leído. Sé que en Rusia hubo campos de concentración, como los hubo en Alemania.

—El pueblo ruso fue muy castigado durante el régimen de Stalin. A los kuláks, durante esa época, se los consideraba enemigos del pueblo, y tras la guerra civil rusa el Estado expropió todas las tierras a los dueños y las estatalizaron. Mis bisabuelos, entonces, tuvieron que huir, desterrados, hacia ese lugar para evitar terminar presos en algún gulag, campos de concentración soviéticos correctivos, lo que se conoce como campos de trabajos forzados, que comenzaron a levantarse en Rusia después de la primera guerra mundial, en 1918.

»Me conozco la historia de memoria, de tantas veces que se la he escuchado contar a mi abuela.

—¿No me digas que ella pasó por esos horrores?

Él asintió con la cabeza y comenzó con el relato.

—Ella, por suerte, no estuvo en los campos de trabajos forzosos, pero pasó muchísimas penas. Mi abuela nació durante el destierro; para esa época mis bisabuelos ya tenían un hijo de cuatro años. Era un momento en el que las cosas parecían estar mejorando económicamente para la población, y ellos habían conseguido asentarse de nuevo; obviamente las condiciones de vida no eran las que tenían antes de que les expropiasen las posesiones, pero vivían tranquilos. No obstante, fue entonces cuando estalló la segunda guerra mundial, y el territorio de Bielorrusia fue desbastado durante el avance de la Alemania nazi.

»En un ataque feroz contra la población civil, perdió la vida su padre. Fueron años de guerra que dejaron a la población sumida en hambrunas que la diezmaban. Vivían en un ambiente de privaciones y desigualdades que amenazaba con seguir empeorando, y, frente a eso, mi bisabuela, mi abuela y su hermano tuvieron que huir del territorio, porque, como si todo esto fuera poco, había comenzado el holocausto nazi, que no sólo perseguía a judíos, sino también a comunistas, homosexuales, eslavos, discapacitados, gitanos, testigos de Jehová, españoles republicanos, sacerdotes católicos y ministros de otras religiones, entre otros. Entonces se trasladaron a Moscú, que parecía ser la ciudad más segura de todas; aun así, fueron durísimos años de postguerra para la población civil, porque, tras la finalización de la segunda guerra mundial, comenzó lo que se conoce como la guerra fría, y a nadie parecía importarle nada más que conseguir el poder político que tanto ansiaban. Entonces mi bisabuela comenzó a planear la migración a América para escapar del régimen soviético. Cuando finalmente lo consiguieron, durante el tan ambicionado viaje, ella murió de una peritonitis; no tuvo asistencia adecuada en el barco y nada pudo hacerse.

Adriel se sentía cautivada por la historia, escuchándolo; le hubiese querido preguntar muchas cosas, pero no deseaba interrumpirlo. En ese momento se le escapó un suspiro y una lágrima, que se ocupó de atrapar con premura. Él estaba abriendo su corazón, razón por la cual se sintió privilegiada.

—Mi abuela Maisha, finalmente, llegó a América con su hermano en febrero del año 1956; tenía dieciocho años y él, veintidós. Estaban acostumbrados a luchar; sobrevivir a una guerra no había sido nada fácil, así que, si habían conseguido eso, estaban seguros de que nada les impediría salir adelante... ni el dolor, ni la adversidad. Ella, de inmediato, comenzó a trabajar como costurera en los talleres que mi bisabuelo paterno tenía en Boston; allí conoció a mi abuelo, Abott Lake. Se enamoraron y se casaron. Sólo tuvieron un hijo, mi padre, porque luego, de una enfermedad, Maisha quedó imposibilitada para tener más descendencia. Según mi abuela, su madre murió para que ella fuera feliz en América.

»Creo que me he ido de tema, Adriel, lo siento... todo esto para decirte que el idioma lo aprendí de ella, porque, como te imaginarás, al no estar mi madre, mi babushka tuvo gran incidencia en mi educación y crianza. Perdón, quise decir mi abuela; babushka es un término cariñoso que se utiliza en Rusia para denominar a las abuelas, de pequeño me acostumbré a llamarla así.

—Se nota que la adoras. ¡Dios, que historia tan terrible! Pero me ha encantado que te fueras del tema, me ha maravillado saber de tus ancestros. Tu abuela debe de ser una persona muy interesante de conocer.

—Todo lo que soy como persona se lo debo en gran parte a mi abuela, ella es... la luz de mis ojos. La amo con locura. Es fuerte como un peñasco, indestructible como un acorazado ruso. Ha pasado tantas penurias... y jamás se ha derrumbado, siempre se ha levantado y ha luchado contra la fatalidad de su destino, y así me enseñó a mí. Ella me moldeó el carácter para superarlo todo, de otra forma...

De pronto enmudeció. Adriel lo miró con devoción por las palabras expresadas; tras una breve pausa y un profundo suspiro, él continuó hablando.

—También hablo español, Adriel. Antes de tener mi propio bufete, trabajaba en uno situado en la comunidad latina de Nueva York. Lo aprendí a la fuerza para poder comunicarme con mis clientes, que en su mayoría eran de origen hispano.

Se quedaron mirando, no podían apartar los ojos el uno del otro.

—Después de todo, creo que empiezo a pensar que eres bastante humano —le dijo ella en español.

—Si me corto, mi sangre es de color rojo, no soy un extraterrestre —le contestó él en el mismo idioma.

Ambos se carcajearon.

—Eres un tonto.

Adriel sorbió las últimas gotas de su taza de café e involuntariamente se le escapó un bostezo.

—Te he aburrido con todo este cuento que ni te interesa.

—No, nada de eso, lo que sucede es que estoy sin dormir. Damien, ésa es la razón de mi bostezo, creo que mi cuerpo empieza a sentir el cansancio más de la cuenta. Aquí, distendida escuchándote, el sopor me ha invadido; me has traído paz y serenidad.

—Me ha encantado compartir el desayuno contigo. Será mejor que te vayas a descansar, ya no te robo más horas de sueño.

Se levantaron y salieron caminando hacia la calle.

—Gracias por este encantador desayuno.

Damien ratificó con la cabeza. Caminaba con las manos metidas en los bolsillos y la acompañó hasta donde había quedado aparcado su coche.

—Adiós. —Adriel se estiró y le dejó un beso en la mejilla mientras accionaba el cierre centralizado de su coche.

Lake la cogió por los hombros, la miró fijamente a los ojos, perdiéndose en la mirada aguamarina de ella, y le dijo:

—A las ocho y media paso a buscarte por tu casa. —Ella intentó decir algo, pero él puso su dedo índice sobre su boca—. Ocho y media —confirmó.

Pasados unos segundos, durante los cuales se comieron literalmente con la mirada, ella respondió:

—27 de la calle Leonard, cuarto piso; espero que seas puntual.

—Como un lord inglés, ya verás.