5
Era media mañana. Por lo general ella no estaba acostumbrada a dormir tanto, pero últimamente se sentía muy cansada y mantenerse despierta parecía casi una utopía. No veía la hora de coger sus vacaciones, visitar a su madre y descansar esas dos semanas que tenía previsto tomarse.
El timbre de la puerta sonaba incesante.
Tardando en reaccionar, saltó de la cama para dirigirse al telefonillo con el fin de saber quién era el que tocaba de forma tan desquiciada.
—Soy Amber, he traído cosas para que desayunemos juntas.
Adriel puso los ojos en blanco mientras le daba paso; era obvio que tendría que soportar el interrogatorio de tercer grado que se le avecinaba. Dejó la puerta de entrada entreabierta, al tiempo que se dirigía al baño a ponerse presentable.
—¿Dónde estás?
—En el baño, ya voy —gritó desde allí.
Mientras tanto, la abogada, con rapidez, se encargó de prepararlo todo sobre la mesa del comedor. Había pasado por The Cupping Room Cafe, donde había adquirido dos expresos con leche, humeantes y espumosos, y también unos muffins de mantequilla de cacahuete y plátano, además de unos panqueques de arándanos y bayas.
—¡Cuánta comida!
—Supuse que, después de la noche con Greg, necesitarías reponer energía. ¿Has visto cómo me ocupo de ti?
—Lo que en verdad quieres es saberlo todo, el desayuno es una burda excusa.
Amber estaba con la puerta del refrigerador abierta, sacando unas naranjas para exprimirlas y servir zumo natural.
—Déjame ayudarte o se enfriará el café —se ofreció Adriel.
Se sentaron finalmente en torno a la mesa del comedor y ambas amigas comenzaron a desayunar.
—Bueno, hazme el cuento completo. ¿Cómo folla? Es muy bueno, bueno, regular o simplón.
—No lo sé.
—¿Cómo? —Amber elevó ambas cejas mientras dejaba sobre el plato el muffin que estaba a punto de mordisquear—. Acaso me estás queriendo decir que... ¿no ha pasado nada?
—Tanto como nada, no. Besos, caricias, pero no nos acostamos.
—No me digas que resultó ser un lento, tu doctorcito.
—La culpa de que no ocurriera nada más fue totalmente mía.
—¿Por qué?, ¿no te gustó?, ¿acaso hizo algo que te sentó mal?
—No, Greg es divino; soy yo. Quiero estar segura antes de avanzar.
—Adriel, por Dios, que estamos en el siglo XXI; si no funciona, a otra cosa y listo.
—No es tan fácil... es mi compañero en el trabajo; además, durante mucho tiempo he estado centrada en mis estudios y en mi profesión, y la verdad es que me he olvidado un poco de cómo relacionarme; por eso quiero ir despacio, no deseo estar en boca de todos en el hospital.
—No me vengas con esos cuentos. Te conozco muy bien y sé que, si creyeses que no es un caballero capaz de mantener el pico cerrado, ni siquiera hubieras salido con él, estoy ciento por ciento segura de eso. Así que... me parece una excusa tonta. Dime la verdad, ¿por qué no te acostaste con él?, ¿por qué eres tan indecisa?
«Si le digo que porque vi a Lake y no me lo pude quitar de la cabeza, me mata, pero en lo más profundo de mi corazón sé que eso es lo único cierto; de todas formas, tengo claro que con Amber lo mejor es seguir por el lado de mis inseguridades», calculó la médica, sumida en sus discernimientos, mientras oía a su amiga hablar a lo lejos.
—No te pongas en ese plan conmigo, aquí no hay nada que descubrir. Te digo que deseo estar segura y eso es todo; no le busques tres pies al gato, y sí, soy indecisa, me conoces bien.
—No me jodas, Adriel, no puedo creer lo que estoy escuchando... pero si me has dicho que es un bombón de ojos color avellana que está para chuparse los dedos y que, además, lo conoces desde hace tiempo. Open mind,[4] mi vida; el tren paró en tu estación, no lo dejes partir hacia la próxima parada, porque otra puede subirse y ocupar tu asiento.
—Cuando Greg se marchó, creo que me arrepentí un poco.
—¡Ves!, eres una tonta; te privas de vivir el momento, no te entiendo. Vamos, coge tu móvil y llámalo para quedar para hoy. Basta de negativas. Lo haces, Adriel Alcázar, lo haces ya mismo; estoy cansada de verte encerrada... antes era porque estabas estudiando, ahora porque te pasas todo el tiempo trabajando... ¿Cuándo te dedicarás a tu vida privada? ¿Cuándo vas a vivir? Adriel, amiga, la vida pasa; no quiero verte sola, necesitas diversión.
—Amber, está claro que tu diversión no es la misma que la mía; no me voy a poner a discutir eso contigo, pero debo admitir que en algún punto tienes razón. Estoy harta de ver sólo la cara de mis pacientes; disfruto con lo que hago, pero a veces me siento bastante sola. Lo que pasa es que, en el fondo, me cuesta relacionarme de otra forma que no sea profesionalmente. Contigo no tengo secretos, lo sabes todo acerca de mí... sabes de mis inseguridades, de mis miedos, de mis tormentos, y sabes también que abocarme al estudio hizo que venciera muchos de ellos.
—Pero ahora es tiempo de dejar atrás otras aprensiones; te sumiste tanto en superar las cosas que te acechaban que te olvidaste de sentir. ¿Cuánto hace que no estás con alguien?
—Mucho. Mucho tiempo. Está bien, creo que tienes razón, lo llamaré.
La médica se levantó y fue en busca de su móvil; luego se sentó frente a Amber de nuevo y llamó a Greg. Cuando lo estaba haciendo, se planteó seriamente la posibilidad de colgar y no seguir adelante; en ese instante hubiese querido decirle a Amber que se buscase otro plan de salvamento, porque ella no era el conejillo de Indias de un laboratorio, pero justo en ese momento Baker contestó.
—¡Adriel, qué sorpresa!
—Hola, Greg, espero no ser inoportuna.
—Jamás. ¿Todo va bien?
—Sí, sólo que, como hasta la noche no entras a la guardia, se me ha ocurrido que podríamos almorzar juntos.
—Me parece estupendo.
—Genial; entonces te espero. ¿Qué te gustaría comer?
—¿Vas a cocinar tú?
—Si no me pides algo muy difícil.
—Sorpréndeme.
—Perfecto, lo intentaré... pero desde ya te advierto de que no esperes nada fabuloso, no soy muy buena cocinera.
Amber le hizo un gesto con los dos pulgares en alto.
Después de que se despidieran y cortaran, Adriel dijo:
—No sé por qué te hago caso, ya me he arrepentido.
Su amiga desestimó el comentario y, a continuación, preguntó:
—¿Qué prepararás?
—No sé; sabes que la cocina, en realidad, no es mi fuerte.
—Pues déjame ayudarte, entonces.
Se levantó de la silla y se dirigió al refrigerador. Juntas prepararon una refrescante ensalada, mezcla de col verde y morada con zanahoria, en la que el fino corte de las verduras era la clave. Como aderezo, elaboraron una salsa a base de mayonesa, vinagre, jugo de limón, ajo y yogur natural. La ensalada ideal para acompañar unos solomillos, que ya estaban en el horno.
—Bien, me voy o me encontrará aquí. ¿Te apañarás con lo que resta?
—Sí, no te preocupes. Me arreglo bien con la carne; mientras termina de asarse, me daré una ducha y me cambiaré.
—De acuerdo, mucha suerte. Recuerda, open mind, Adriel, disfruta.
—Lo haré.
Se abrazaron con fuerza y Amber se marchó.
Era casi el mediodía. Damien despertó y notó que estaba solo en la enorme cama de su dormitorio. Se refregó los ojos y se desperezó; acto seguido cogió su móvil, que descansaba en su mesita de noche, para ver la hora. Estaba bastante asombrado de cuánto había dormido. Lo desbloqueó con su huella digital y vio que tenía un mensaje entrante en el WhatsApp; era de Jane. Lo leyó rápidamente; en él se despedía y le decía que no olvidase pasar a buscarla puntual esa noche.
Todo se le estaba escapando de las manos. Jane cada vez se sentía con más derecho a planear su vida, y eso lo estaba fastidiando sobremanera, pero necesitaba acceder al círculo social en el que ella podía introducirlo sin problemas; el inconveniente sería, una vez dentro, cómo quitársela de encima. Se puso de pie y accionó un mando a distancia que corría las cortinas; al instante, Nueva York se presentó espléndida ante él. Su dormitorio estaba ubicado en una esquina estratégica de la planta, y las paredes, en su totalidad paneles de vidrio, revelaban una vista óptima y despejada del río Hudson. Embrujado, miró hacia el agua, donde el sol se reflejaba centelleante, tiñéndola con sus rayos en tonalidades doradas y plateadas. Ladeó la cabeza y, desde lo alto, divisó en la calle aledaña hombres trabajando con un martillo neumático. Sintiéndose un privilegiado, pensó que, por suerte, a esa altura el bullicio era imperceptible. Cambió la dirección de su mirada y la situó en la orilla del río. Como era habitual, se encontró con gente que corría, otra que caminaba, montaba en bicicleta o en patines y algunos, simplemente, que permanecían apoyados en la barandilla mirando la quietud de las aguas y el magnífico paisaje. Aguzando un poco más la vista, pudo divisar alguna que otra embarcación a lo lejos. Estiró los brazos, los omóplatos y los músculos lumbares, e inmediatamente comenzó a caminar hacia el baño. En el trayecto fue despojándose de la ropa interior para darse una ducha; de un puntapié, tiró dentro del cesto de la ropa sucia su bóxer y rápidamente accionó los controles de la ducha vertical, metiéndose al instante bajo el agua. Activó todos los chorros para que cayesen sobre sus hombros, en la espalda y en la cintura, pulsó el panel de control y seleccionó también el programa que además combinaba la grata alternancia de lluvia y rociado frío, con el fin de que ésta activara su microcirculación; necesitaba darle energía extra a todo su cuerpo, ya que, a pesar de haber dormido varias horas, la noche había sido demasiado larga. Se refregó la cara, cerró los ojos y dejó que el agua le cayera de lleno; intentó relajarse, pero fue entonces cuando de nuevo el rostro de Adriel se presentó nítido ante él, como si fuera una realidad muy palpable. De pronto se encontró vislumbrando que su vida era una sucesión de hechos en la que simplemente lo invadía la rutina; sus pensamientos saltaban de una cosa a otra y repentinamente se halló especulando que, a pesar de que muchas noches no las pasaba solo, ya que siempre conseguía una amante para compartirlas, él no era feliz.
Abrió los ojos y, casi desquiciado por sus consideraciones, agarró el jabón para empezar a enjabonarse; lo hizo con furia y con premura. Él era muy consciente de que ésa era la vida que siempre tendría, polvos rápidos privados de sentimientos, que sólo implicaban desvestir, tocar, follar duro y conseguir el alivio; ansiar de pronto otra cosa lo enfureció, porque sabía fehacientemente que no podía aspirar a nada más.
—No puedes alejarte de tu plan, ¿qué mierda estás pensando?
Inmediatamente después de lanzar la propia advertencia, se enjuagó, cogió el champú y, de forma práctica y rápida, se lavó el cabello. Apagó los controles de la ducha y abrió la mampara acristalada, y casi como una exhalación manoteó una toalla y se secó resueltamente; luego se la enroscó en la cintura y se dirigió al espejo, buscó su máquina de afeitar para rasurarse y, como un autómata, se puso loción para después del afeitado, friccionó las manos sobre las mandíbulas y apretó los dientes ante el escozor sentido. Decidido y preso de una energía negativa, salió hacia el vestidor, donde se enfundó un bóxer negro y un pantalón de chándal.
El timbre del apartamento de Adriel sonó. Greg se caracterizaba por su puntualidad, y eso era algo que Adriel valoraba mucho. Intimidada, y algo nerviosa también, la joven se miró en el espejo del recibidor y, ensayando una mueca que escondía su estado, se preparó para abrir. Baker, sin dejarla reaccionar, la sujetó por la cintura y se adueñó de una vez de sus labios. Cuando logró apartarse de esa boca que lo traía loco, la miró y le entregó una botella de vino.
—Hola.
—Hola, Adriel, gracias por invitarme; debo reconocer que tu llamada me ha asombrado, aunque creo que lo habrás notado.
Ella le sonrió mientras cerraba la puerta.
—Pasa Greg; el almuerzo ya está listo —le dijo sin darle importancia a su comentario—. ¿Me ayudas a descorchar el vino?
—Claro, sólo beberé media copa.
—Si lo prefieres, podemos acompañar la comida con otra bebida; sé que debes ir a trabajar.
—Media copa estará bien.
—Perfecto, yo tampoco soy de beber mucho alcohol.
Adriel intentaba, por todos los medios, establecer un patrón de similitud entre ambos; lo necesitaba para convencerse de que no era en vano estar ahí con él, pues podían entenderse muy bien, ya que tenían varias cosas en común.
Se sentaron a comer. Tan pronto como Adriel sirvió los platos, Greg probó el menú y comentó lo rico que estaba todo.
—Anoche me explicabas que deseas especializarte en cirugía cardiovascular.
—Sí, siempre he querido eso. Es extraño que, siendo tu madre una de las mejores cardiocirujanas, no te hayas decantado por esa especialidad, ya que ella podría haberte trasmitido como a nadie todos sus conocimientos y sus técnicas.
—Me gusta la adrenalina de la sala de Urgencias, aunque debo reconocer que a veces se transforma en una tarea muy agotadora.
—Estoy totalmente de acuerdo; esa especialidad es muy fatigosa. De todas formas, siempre estás a tiempo de elegir otra cosa.
—Últimamente me siento muy cansada, debo admitirlo. Sé que otra especialidad me daría más aire y podría disponer de más tiempo, pero, no sé, me gusta donde estoy.
Descalzo y determinado, bajó y buscó a su empleada doméstica, que estaba en la cocina.
—Buenos días, señor Lake.
—Hola, Costance.
—¿Quiere que le prepare un buen desayuno o prefiere un almuerzo ligero?
—Que sea un almuerzo ligero, ya ha pasado la hora del desayuno. Avísame cuando esté listo, mientras tanto estaré trabajando en mi despacho.
—De acuerdo, señor.
—Dame una aspirina y un vaso de agua, por favor, creo que finalmente estoy venciendo este resfriado.
—Tome, señor. —La empleada le alcanzó lo que le había solicitado y continuó diciendo—: En su escritorio le he dejado un sobre que ha traído el señor Bertrand para usted.
—Perfecto.
Casi dejándola con la palabra en la boca, se marchó de allí para dirigirse a su estudio, donde, como un poseso, manoteó el sobre al que se había referido Costance. Se dejó caer en su cómodo sillón de cuero y leyó rápidamente todos los informes que le habían llegado; clasificó con habilidad lo que más le interesaba e inmediatamente se comunicó con Bertrand, el mejor investigador de su equipo.
—Soy Lake.
—Hola, Damien. ¿Has recibido lo que te dejé?
—Sí, para eso te llamo; gracias por conseguirme todo esto tan rápido.
—Me dijiste que lo necesitabas con urgencia; sé interpretar muy bien la palabra urgente.
—Gracias de todas formas. Teniendo en cuenta que te lo he pedido esta madrugada, debo considerar que tu efectividad es asombrosa.
—Siempre a tu servicio. Esta tarde te tendré el resto de lo que me has solicitado, pero entendí que esto era lo más apremiante. Como andaba cerca de tu casa, preferí llevártelo y no enviarte un correo electrónico; sé que te gusta clasificar la información requerida.
—Perfecto.
Se despidió, colgó el teléfono y volvió a buscar lo que necesitaba en esos informes; seguidamente tecleó un WhatsApp.
La comida avanzó en medio de una charla muy agradable. Cuando terminaron de almorzar, Adriel se encargó de recoger los platos y servir el postre. Greg se mostraba muy solícito, así que la ayudó con el resto de las cosas mientras ella sacaba del refrigerador una tarta de cerezas. Cuando el médico dejó la botella de vino sobre la encimera, le dijo:
—Creo que tienes un mensaje en tu móvil, está parpadeando.
—Ahora lo miro.
Adriel terminó de servir la tarta y, mientras Greg se ofrecía a llevar los platos a la mesa, ella cogió su teléfono para ver de quién era el mensaje.
Desbloqueó la pantalla, entró en el WhatsApp y comprobó que era de un número desconocido. Lo abrió creyendo que, sin duda, se trataba de un error, o simplemente de alguna de esas promociones inútiles que envían las compañías hoy en día.
Damien: Quiero que cenemos juntos. Lake.
Nada más leer el mensaje, el móvil se le escapó de las manos; se sintió torpe de inmediato y no hubo forma de que pudiera detenerlo para que no se estrellara contra el suelo. La tapa trasera y la batería saltaron por cualquier lado, mientras que la pantalla se astilló al instante.
—Mierda, qué torpeza; se me ha roto el teléfono.
Aún estaba temblando por lo que había leído, y encima ahora no tenía móvil. Lo había montado de inmediato, pero el aparato no respondía. El mal humor la había invadido de pronto. Quería estrellarlo una vez más contra el suelo y pisotearlo para terminar de hacerlo añicos, pero se contuvo; consideró que no podía mostrarse tan irracional frente a Greg. Mirando incrédula la pantalla rota del móvil, pensó al instante: «Es lo mejor, nada bueno puede salir de un encuentro con él. Amber me ha dicho claramente que no es hombre de fiar, y yo lo he podido comprobar por mí misma también». Mientras ella pensaba en Lake, Greg continuaba afligido por la infortunada rotura.
—Que golpe tan estúpido; es increíble que se haya roto de esa forma.
—No te preocupes. Creo que ha sido la gota que ha colmado el vaso, pues no es la primera vez que se me cae. Esta tarde iré a por otro móvil.
Terminaron de comer la tarta casi en silencio; el humor de Adriel había cambiado considerablemente, pero no tanto por la rotura del móvil, sino porque Lake de nuevo había conseguido arruinar sus planes, metiéndose una vez más sin permiso en sus pensamientos. Sin embargo, comprendió que tampoco podía continuar viéndole la cara de tonto a Greg; lo había invitado a almorzar, había coqueteado abiertamente con él durante la comida y, ahora, era imposible dar marcha atrás. Debía decidirse; entonces pensó que el hecho de que el móvil hubiera quedado inservible no era más que una clara señal; quiso convencerse de que sin duda lo era, así que, firme, se dijo que lo que tenía que hacer era ignorar ese mensaje. Cerró levemente los ojos para encontrar de nuevo su centro, y decidió continuar con sus planes; no estaba dispuesta a quedar nuevamente como una acomplejada ante Greg. Recordó las palabras de Amber y se dijo «open mind, Adriel».
Se levantó decidida y, cogiéndolo por sorpresa, se inclinó, apoderándose de sus labios. Greg reaccionó al instante; asiéndola por la cintura, como un perro hambriento, apartó su silla hacia atrás y la recibió gustoso, acomodándola sobre su regazo. Con rapidez, todo comenzó a descontrolarse, por lo que Adriel se puso de pie y, cogiéndolo de la mano, lo guio hacia su dormitorio.
—¿Estás segura?
—Sí.
Por supuesto que Adriel, después de ese mensaje, no estaba segura de nada, pero tampoco estaba dispuesta a dejarse vencer por sus miedos; iba a afrontar el momento que había planeado vivir con Baker.
Desabrochó su camisa y se la quitó; luego hizo lo mismo con la propia, quedando en sujetador frente a él. Greg la miraba lujurioso, resultaba evidente cuánto la deseaba.
Se acercó a escasos centímetros de su cuerpo y la besó, probó a enredar sus manos, masajeando su espalda, y la llevó hasta la cama, donde la recostó para terminar de desvestirla; luego hizo lo propio y se tendió sobre ella mientras volvía a apoderarse de su boca.
—¿Tienes preservativo? —preguntó ella, cuidadosa.
—Sí, no te preocupes por nada, yo me ocupo.
Tuvieron sexo. No fue nada mágico ni con fuegos artificiales, un polvo más que Adriel ni siquiera sabía si recordaría.
Ella estaba de costado y Greg la tenía abrazada desde atrás, mientras le besaba el hombro y le acariciaba uno de los muslos.
—¿Estás bien?
Adriel cerró los ojos con fuerza, aguardando que el nudo formado en su garganta remitiera, le besó una de las manos a Greg y le contestó.
—Sí, muy bien.
Una tibieza le ganó los ojos y tuvo que pestañear varias veces para contener las lágrimas. Se sentía indiferente ante lo que terminaba de ocurrir; acababa de intimar con él, pero el momento había pasado casi desapercibido. Greg, claramente, pasaba a formar parte de la lista de hombres con quien había tenido sexo escueto y vacío, un encuentro que una vez más la sumía en la decepción, y al que había accedido más por obligación que por gusto. Sentirse así la situó en un desánimo elocuente; ella no disfrutaba de esos ratos insustanciales; por el contrario, los padecía. Maldijo en silencio por ser tan blanda y haberse dejado manipular por Amber; con todo, se obligó a poner lo mejor de sí para que él no lo notara.
—No quisiera tener que irme; en realidad lo único que deseo es permanecer aquí contigo, pero debo ir al hospital a hacer la guardia. Además, no he traído mis cosas y necesito pasar antes por mi casa.
Greg le había hablado dejando la cálida estela de su aliento en la nuca. Adriel se dio la vuelta y quedaron enfrentados.
—No te preocupes —con la mano le acarició el rostro mientras le hablaba—, habrá otros días con más tiempo —mintió para no desilusionarlo; el sustrato de su corazón bondadoso así se lo pedía.
Se besaron una vez más, y un silencio que no era liviano, sino más bien afligido, se apoderó del momento; luego Greg se levantó de la cama para comenzar a vestirse. Ella también lo hizo, y se encaminó hasta su vestidor, donde se puso una bata de seda. Salió a su encuentro y lo acompañó hasta la puerta, donde se despidieron con otro beso.
—Te llamo esta noche —le dijo él ilusionado.
—Mejor lo hago yo. Tengo que ir a comprarme un móvil; es un poco tarde ya, así que espero tener tiempo.
—Cierto, tienes razón, no lo recordaba. Adiós, Adriel; no quiero irme.
Ella le sonrió dulcemente.
—Chao. Ve a trabajar, luego nos vemos.
Se dieron otro corto beso y después él se marchó.
Greg no era tonto, sabía que algo no estaba bien; inmediatamente después de que terminaran de hacerlo, ella se mostró de hielo. Salió del apartamento con el humor destemplado y con el ego bastante por el suelo.
En el espacioso vestuario de su dormitorio, Damien buscaba en uno de los cajones un par de gemelos para ponerse; después de colocárselos, se paró frente al espejo y anudó con habilidad la pajarita. Lucía impecable; exudaba seguridad y elegancia. Sin embargo, su fastidio era más que evidente; la respuesta de Adriel nunca había llegado y él sabía muy bien que ella había leído el mensaje. Eso lo hacía sentirse todavía más estúpido que cuando lo rechazó en el restaurante; había hecho lo que jamás hacía con ninguna mujer, se había rebajado, y ella se había dado de nuevo el gusto de darle de plantón. Miró su móvil por enésima vez, pero nada; los minutos hacían mella en su humor mientras esperaba una respuesta que, cada vez se convencía más de ello, no llegaría.
Cabreado, depositó su teléfono en el fondo del bolsillo y caminó hasta el galán de noche. Con ímpetu y evidente mal humor, arrancó la chaqueta que estaba allí colgada y se la colocó; abrochó el botón alzando los hombros. Se veía perfecto, enfundado en ese esmoquin negro de solapas ribeteadas en seda. Estiró los brazos para acomodar los puños de la camisa y, decidido, mientras se ponía el reloj, salió de allí dando largas zancadas.
Engullendo los escalones de la escalera, cogió su móvil y buscó el número de Jane; efectuó la llamada al tiempo que entraba en la cocina a por un vaso de agua.
—Hola, Damien.
—Ya salgo a buscaros, en cinco minutos estoy en tu casa —la informó, apático.
—Perfecto, papá y yo ya estamos listos.
Damien y Jane eran prácticamente vecinos. Él vivía en el 50 de Riverside Boulevard y ella, en el 80; los separaban apenas unas manzanas. Tocó el timbre al llegar y aguardó.
—Sube, papá está al teléfono y es una llamada que no ha podido obviar; tardará algunos minutos.
—Está bien, espero aquí.
—Sube, Damien.
Damien cerró los ojos y maldijo bajito. La situación lo situaba en una postura muy incómoda; una cosa era asistir a una gala, juntos, y otra muy distinta entrar en la casa de su padre... ¿a título de qué?
No le gustó imaginar la respuesta; no estaba dispuesto a pagar ese precio por acceder al poder que ansiaba, pero Jane, hábilmente, cada vez complicaba más la situación. Él sospechaba sus intenciones y cada día le gustaba menos la encerrona que ella le preparaba; si Jane estaba pensando que él se convertiría en algo más que en su amante, estaba totalmente equivocada.
Sin más remedio, ascendió al último piso del edificio. Cuando la puerta del ascensor se abrió, Damien se encontró con Jane, que estaba esperándolo en el hall privado del ático. Se quedó de pie en la salida del elevador y le sonrió de lado mientras elevaba una de las cejas. Admiró de pies a cabeza a la abogada de rostro peculiar y ojos verdes llameantes, mientras comprobaba lo elegante que se veía con ese vestido negro de fiesta que llevaba puesto. Damien sabía muy bien que, aunque con ese atuendo parecía muy delgada, bajo la prenda había a qué aferrarse.
—Te ves muy bien —le dijo con una voz muy oscura, pero que sólo demostraba lo que quería señalar: un halago cargado de lujuria, pero desligado de todo sentimiento.
Salió del ascensor y se aproximó a ella, que lo esperaba envuelta en una clara actitud sugerente y decidida, y hasta se podría decir que un tanto agresiva también. Lake la agarró por la cintura y se aproximó hasta casi rozarle los labios con los suyos.
Sin importar arruinar su maquillaje, ella lo cogió por la nuca y, con poderío, se abalanzó sobre su boca; parecía ansiosa por conseguir un beso de aquel hombre que la tenía alucinada.
Se apartó después de saciarse del contacto de su lengua y le dijo:
—Tú también estás espléndido.
Aquella felina mujer entrecerró sus ojos aceitunados, intensificando más los rasgos almendrados de éstos.
—No me has enviado ni un solo mensaje en todo el día; ni siquiera has sido capaz de contestar el que te dejé de despedida.
—Jane, no empieces: sabes que mis tiempos para asuntos sociales son mínimos.
Ella negó con la cabeza.
—No te costaba nada hacerlo; sólo te hubiese tomado unos minutos, eres un desconsiderado.
Damien abandonó su agarre y la cogió de la mano; parecía que de pronto la abogada se sentía con derecho a hacerle reproches. Elevó el dedo índice en alto y lo movió de un lado al otro, acompañando la acción con un chasquido de lengua.
—No te pongas en el papel de amante histérica; te expliqué perfectamente cuando nos conocimos que... —dijo casi despectivamente con un movimiento fútil de su mano y de manera desaprensiva—... me gusta mantener relaciones sin ataduras. Por lo tanto, eso incluye ningún tipo de reproches. Todo se resume a que lo pasemos bien cuando tengamos ganas, y nada más; tu vida es tuya y la mía es absolutamente mía, como así mis actos y mis decisiones. No tenemos obligación de llamarnos a diario, ni nada de lo que la gente que se enreda hace, ¿entendido? —Ella intentó hablar—. Déjame terminar. Recuerdo muy bien cuando te lo planteé, y también recuerdo que aceptaste cada punto expuesto por mí. Por mi parte nada ha cambiado; si a ti ya no te satisface esto que tenemos, lo siento. Me encanta follarte, pero... hasta aquí hemos llegado. Es lo que puedo y quiero darte, Jane; lo tomas o lo dejas, tú decides.
—Maldito, te aprovechas de mi debilidad. —La abogada llevó la mano que tenía libre a su bragueta y apretó con ella su bulto—. Sabes que me encanta cómo me follas. —Damien sonrió malicioso, mientras su miembro palpitaba en la mano de Jane—. Entremos, no creo que papá se demore mucho más.
Entraron en una galería y luego se dirigieron a la zona del salón. En el apartamento de los Hart la decoración era clásica, y estaba conformaba por el lujo extremo. Se hallaban en un ambiente recargado, de colores cálidos y dorados, con muebles de patas talladas y ornamentadas, y donde abundaba por doquier la pomposidad y la suntuosidad, tanto en las paredes como en los frisos del techo, así como en las antigüedades.
—¿Quieres beber algo?
—No, muchas gracias; luego, en el banquete, seguro que beberemos. Además, no quiero mezclar, debo conducir.
—Por cierto, mi padre se ha empecinado en ir con su chófer, espero que no lo tomes a mal, sé que has venido con tu coche. ¿Qué te parece si nos sigues? Así, si nos aburrimos, tendremos en qué marcharnos.
—Me parece perfecto, iba a sugerírtelo.
Damien no podía creer su buena suerte. En verdad no quería llegar con ellos y salir retratado junto a la hija del excelentísimo juez Trevor Hart; eso era lo que más le hubiese fastidiado, pues las revistas de cotilleo de inmediato se hubiesen encargado de involucrarlos sentimentalmente, pero ahora parecía que podría evitarlo. En aquel instante, el juez apareció en el salón.
—Buenas noches, Lake.
—Llámalo Damien, papá, no seas tan formal. —Jane lo amonestó y su padre puso los ojos en blanco mientras le tendía la mano al abogado.
—No se preocupe, no me molesta que me llame por mi apellido. Buenas noches, juez.
—Jane tiene razón, dejemos los formalismos para los tribunales; llámame Trevor, por favor, Damien.
Aquel hombre vivía simplemente para complacer a la niña de sus ojos.
—Muchas gracias por la invitación, Trevor.
—Más allá de que mi hija me lo haya sugerido, al instante me pareció una excelente idea. Quiero decirte que admiro mucho tu audacia, muchacho; creo que eres un claro exponente para sustituir a alguno de los dinosaurios que ocupamos la Corte Suprema de Nueva York; será bueno que te vayas entrenando y codeando con nosotros para cuando sea tu turno.
—Realmente es un gran halago por su parte; lo que me dice suena extraordinario, pero, modestamente, y usted sabe bien que no lo soy, sé que no estoy a la altura de un puesto en la Corte de Nueva York.
—Exactamente, la modestia no va con tu carácter. —Le palmeó el hombro—. Te conozco muy bien y no es ésa la actitud para alguien como tú. Sé que ahora te falta entrenamiento y años, por supuesto, pero estoy seguro de que llegarás. Ahora... ¿qué tal si nos marchamos de una buena vez? Soy de los primeros oradores esta noche y no quiero llegar tarde; la llamada ya me ha retrasado lo suficiente.
—Damien nos seguirá en su coche, papá.
—Perfecto, muchacho, aunque permíteme decirte que, si gustas, puedes venir con nosotros en el nuestro.
—Se lo agradezco, pero he traído el mío, así que los seguiré muy de cerca, no se preocupe.
La gala anual donde cada año se reconocía y se honraba a los miembros destacados de la Corte Suprema de Nueva York era organizada por la American Bar Association, y se llevaba a cabo en el icónico hotel JW Marriott Essex House, de estilo art decó; un sitio donde la arquitectura y la escultura estaban compuestas por una jerarquía de espacios entremezclados.
Llegaron al hotel, emplazado frente al legendario Central Park, y, una vez allí, hábilmente, Damien dejó que lo rebasaran algunos coches para quedar claramente rezagado, maniobra que obviamente le daba tiempo para salir de escena y que padre e hija bajaran y fueran fotografiados solos.
Mientras él entregaba al aparcacoches las llaves de su Cadillac CTS, otro de sus coches, el juez Hart y su hija se vieron obligados a moverse de la entrada para dar paso a otras personalidades que acababan de llegar.
—¿Su nombre, señor?
—Damien Lake, vengo con el juez Trevor Hart.
Aquel hombre buscó en la lista y de inmediato le facilitó la entrada.
—Adelante, abogado Lake; que disfrute de la gala.
Damien asintió con la cabeza y se alejó caminando algunos pasos; miró a su alrededor, buscándolos en el hall de entrada, y fue entonces cuando Jane le hizo señas para que se les uniera.
—¿Qué ha ocurrido?
—Me adelantó un automóvil y me quedé en la cola.
Jane se aferró a su brazo y el juez Trevor Hart, rápidamente, lo presentó a las personalidades con quien conversaba. Se trataba de dos jueces asociados de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, que habían viajado desde Washington D. C. para asistir a la velada donde cada año el poder judicial de Nueva York se reunía para agasajar a sus miembros.
Después de las presentaciones, el juez Hart se encargó de dar bombo al eximio abogado, quien al instante subyugó a sus colegas con su prosa y con su actitud soberbia y resuelta. Jane miraba a Damien extasiada; se sentía jactanciosa de estar esa noche a su lado y poder presenciar cómo se los metía a todos en el bolsillo. Sin duda, Damien era un hombre sumamente carismático y no era para nada extraño que estuviera loca por él, capaz de hacer lo que fuera para encumbrarlo hasta las más altas instancias del poder judicial; sabía que eso era lo que Lake más ansiaba, y ella estaba dispuesta a hacer sus sueños realidad con la ayuda de su padre, que nada le negaba.
Jane Hart estaba obsesionada con el hombre con el que compartía cama desde hacía algunos meses.
Pasados unos minutos y, con mucha solemnidad, los encargados de la logística del evento los invitaron a entrar en el gran salón. Atravesaron la fastuosa puerta de arco y frontón, y se encontraron dentro de un recinto cuyo ornamento dorado era exquisito; en él destacaban sorprendentes murales pintados a mano, magníficos candelabros de cristal y detalles arquitectónicos en las balaustradas y pilastras. En fin, se trataba de un espacio que, en su conjunto visual, era de exuberante categoría.
El juez Hart enseñó su tarjeta, donde se indicaba la ubicación que debían tomar, y la asistente que los recibió cálidamente les indicó el sitio donde estaba emplazada la mesa que debían ocupar, uno de los mejores sitios del gran banquete que allí se llevaría a cabo. En realidad, no podía ser de otra forma, ya que era uno de los magistrados más destacados dentro de la Corte Suprema de Nueva York.
Durante toda la noche, el caviar y el champán fueron las grandes figuras, amenizando los intervalos entre cada discurso y premio otorgado. Infinidad de personalidades desfilaron por la mesa del juez Trevor para saludarlos, y Damien aprovechó cada oportunidad para hacerse conocer; no podía permitir que su nombre quedase en el olvido de las presentaciones, así que tenía el arduo trabajo de bregar para que eso no ocurriese.
Inmediatamente después de que Greg se marchara, Adriel había luchado con la tentación de salir corriendo desbocada a la tienda de Apple, pero todos sus esfuerzos habían sido en vano.
Ahora se encontraba en su apartamento, cruzada de piernas en el sofá de su salón, mientras desembalaba el móvil que a última hora había ido a comprar.
El vendedor le recomendó que cargara la batería durante al menos unas dos o tres horas, para que tuviera un mejor rendimiento. Sin embargo, apenas entró en su casa se vio sobrecogida por la ansiedad de comprobar si Damien le había enviado más mensajes, así que decidió no esperar, convenciéndose a sí misma de que bastante había aguantado con no ponerse a encenderlo en el trayecto de la tienda a su casa.
Exhaló de súbito, y frunció el ceño muy concentrada; era tal el grado de ansiedad que experimentaba que verdaderamente le importaba muy poco si dañaba la vida útil de la batería.
Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, pero no le importó; no tenía que disimular con nadie, salvo con su conciencia. Su razón y su atracción por aquel hombre, al parecer, no iban de la mano; por el contrario, parecía que su sensatez se había extraviado cuando se percataba de que una y otra vez se sumía pensando en él.
Tras ensamblar la tarjeta de memoria y su microchip de Verizon,[5] encendió el aparato y, con la batería con la carga al mínimo, se metió como una posesa en el WhatsApp, donde sólo encontró aquel escueto mensaje que había llegado durante la hora del almuerzo.
Damien: Quiero que cenemos juntos. Lake.
Breve, presuntuoso, sonaba más a una orden que a una petición o una invitación. No le solicitaba que se encontraran, ni le preguntaba cuándo podía ser posible verse... tan sólo decía lo que él ansiaba.
Releyó una vez más el texto.
—¡Y yo no quiero! —contestó ofuscada a la pantalla del móvil—. No deberías ni estar considerando la posibilidad. Estás loca, Adriel, ese hombre es peligroso —se sermoneó mientras masajeaba su frente—; está acostumbrado a hacer lo que le place y su mensaje te lo demuestra. Serías tan sólo un objeto que manejar a su antojo; simplemente serías eso para él, no te dejes usar.
Se encontró de pronto hablando sola y se sintió tan tonta que su proceder despertó su lado irascible. Comprendió que Lake la ahogaba con su recuerdo, y la transportaba a un estado de imbecilidad indudable... pero ella sabía muy bien que no era imbecilidad, era atracción, una atracción que hacía mucho que no experimentaba por nadie.
Al instante se dio cuenta de que, cuando lo imaginaba, un hormigueo incesante se instalaba en su estómago y que el corazón se le estrujaba y le latía estrepitoso, casi rezumándosele por la boca.
—¿Serán ésas las mariposas? —se preguntó con pasmo—. Puede ser, parece como un aleteo.
«Dios, ¿qué estoy pensando? Hace poco más de dos horas estuve en mi cama con Greg. Indudablemente Lake va a quitarme la razón, no puedo permitirlo.»
Probó a borrar el mensaje, pero antes guardó el número; cuando estaba a punto de eliminarlo, se arrepintió, y se dijo que, con no contestarle, era más que suficiente.
—¡Que le den por culo! Que aprenda a pedir las cosas. A mí nadie me exige nada.
Apagó el móvil y lo puso a cargar. Mientras tanto, aunque estaba desganada, decidió prepararse una ensalada de patata que acompañó con gambas a la plancha, era hora de cenar. Se sentó en la mesa del comedor y se limitó, durante largo rato, a mirar el plato de comida; dio vueltas con el tenedor, revolviendo el contenido, hasta que finalmente, haciendo un esfuerzo, comió las gambas y tragó algunos pocos bocados de la ensalada. Como Adriel vivía muy austeramente, no tenía empleada doméstica, así que se dispuso a poner orden en la cocina; guardó las sobras en un recipiente apto para congelador y lo rotuló; luego lavó los platos sucios y, cuando terminó de ordenarlo todo, con la cabeza hecha una coctelera de pensamientos absurdos, se dirigió al salón, donde fue saltando de un canal a otro de la televisión con la ayuda del mando de la tele. Al cabo de algunos minutos, terminó desistiendo; no había nada que le llamase la atención. Necesitaba desahogarse con alguien, pero no tenía con quién.
—Amber no lo entendería; odia a Damien y me encantaría saber por qué lo aborrece tanto.
Entrada la madrugada, la fiesta se había tornado tediosa, pero el juez Trevor aún debía permanecer allí.
—Papá, quiero irme, esto está aburridísimo. ¿Me llevas a mi casa, D? —Jane tentó a Damien, que en realidad no quería pasar otra noche más con ella durmiendo a su lado.
—No me parece correcto que te vean marcharte sola con un hombre.
—Papá, tengo veintiséis años.
—Pero llevas mi apellido, y hoy estamos en el punto de mira más que cualquier otro día.
—Creo que tu padre tiene razón: no es buena idea que nos vean salir juntos. Nos pondremos en boca de todas las revistas sin necesidad, ya que ni siquiera nos han visto llegar juntos. ¿Para qué darles material a esos carroñeros?
—Necesito que te quedes conmigo, Jane; sólo te pido este esfuerzo una vez al año.
—Está bien; no juegues más con mi conciencia, que ya sabes que siempre cumplo contigo.
—De la misma forma que yo lo hago contigo, hija.
Damien levantó la vista y se encontró con la jueza Mac Niall, que se acercaba hacia la mesa.
—Buenas noches, Hart.
Saludó a su colega, y éste se levantó, ofreciéndole su asiento muy caballerosamente.
—Gracias, Trevor, tan sólo he pasado a saludar. He visto desde lejos que has venido en buena compañía. Jane, estás hermosa.
La cincuentona mujer, que a simple vista se notaba que estaba aún en muy buena forma, clavó la vista de pronto en Lake.
—Hola, Damien, ¡qué sorpresa encontrarte aquí!
—¿Qué tal, Sara?
—Damien y mi hijo estudiaron juntos —aclaró la magistrada, que no le quitaba los ojos de encima.
Aquella dama era un claro exponente de la mujer que no le teme al paso del tiempo; a pesar de sus años, mantenía en alto su sex-appeal y belleza, perpetuándolos de manera envidiable. Rompía, además, con la idea que afirmaba que, después de los cincuenta, la mujer pierde el encanto, la hermosura y el atractivo.
—¿Ah, sí? —preguntó el juez sin entender demasiado—. Pero... ¿tu hijo no es publicista?
—En la secundaria, Trevor —acotó la jueza.
—Así es. Timothy y yo fuimos juntos a Trinity; ambos pertenecíamos al equipo de fútbol americano de la escuela. Él era muy buen jugador y tenía una carrera prometedora como mariscal de campo.
—Cierto, pero luego sufrió una rotura de ligamento cruzado anterior que lo obligó a retirarse prematuramente —añadió ella, emitiendo un hondo suspiro—. El fútbol americano es un negocio feroz, en el que tan pronto estás arriba como abajo, y donde las oportunidades son pocas, como también el tiempo para demostrar lo bueno que eres; por eso, a veces los adolescentes se sobreexigen y termina ocurriendo lo que le sucedió a Timothy. Si él hubiera hecho caso a tiempo a su lesión, no le habría pasado lo que le ocurrió —concluyó la jueza—. ¿Sigues jugando a fútbol, Damien?
—En mis tiempos libres; es una gran terapia para desestresarse de todo.
Jane lo miró de pronto; no sabía que él jugase a ese deporte que ella consideraba tan brutal.
—No le veo la gracia a correr tras un balón ovalado y terminar todos sudados y golpeados —intervino la joven mientras lo miraba con gesto espeluznante.
—El fútbol es pasión. Nunca lo entenderás, mi querida hija; sólo quien ha jugado sabe lo que se siente por las venas cuando la adrenalina se dispara en el cuerpo.
—Es una sensación electrizante, indescriptible —agregó Damien.
—Pues yo no he jugado, pero también me encanta —dijo la jueza.
Charlaron durante un rato de diversos temas; una de las cuestiones fue sobre los premios otorgados esa noche, hasta que finalmente la elegante mujer se despidió de todos. Cuando fue el turno de Damien, fingió darle un beso en la mejilla y le habló de forma imperceptible.
—496.
Pasaron unos minutos antes de que Damien se excusara alegando que iba al baño. Había entendido perfectamente que Sara Mac Niall le había pasado el número de su habitación; era lógico pensar que, previendo que la gala terminaría tarde, ella había decidido pasar la noche en el hotel.
Lake tocó a la puerta y la jueza, de inmediato, le dio paso.
—Entra.
—Tengo que irme en seguida.
—¿Crees que al lado de una mocosa de veintitantos años conseguirás lo que tanto anhelas? Hart es difícil de convencer; si quieres un puesto en la Corte Suprema y su hija se encapricha contigo, no lo tendrás hasta que te cases con ella. ¿Estás dispuesto a sacrificar tu codiciada soltería, Damien Christopher Lake? —La jueza le habló muy de cerca, lanzándole su aliento afrutado por el champán bebido—. Te dije que podía ayudarte, ¿por qué no confías en mí?
—Será porque... quien me ha traído hoy a esta gala ha sido ella.
—Damien, no es fácil, ¿cómo justifico postularte para un puesto? Todos sospecharían, eres injusto; además, ¿crees que podríamos haber llegado juntos?
—Soy amigo de tu hijo, no tendrían por qué sospechar nada. Igualmente, lo que necesitan saber son mis condiciones como abogado, no lo feliz que te hago en la cama. ¿Crees que no me lo merezco?
—Lo mereces por muchas razones. Bésame.
—Sara... hay mucha gente hoy en el hotel, ¿no crees que estamos arriesgando demasiado?
—Te deseo, Damien, no hago otra cosa que pensar en ti. Me estás volviendo loca con tu indiferencia. Te he llamado y no me has devuelto ni una sola de mis llamadas, tampoco los mensajes, y encima hoy te encuentro aquí, al lado de esa niña consentida. ¡Te la estás follando! —aseguró contrariada.
—Jane es sólo una buena amiga, no hagas un show de esto.
—A otro con ese cuento. No me hagas reír, que no soy ninguna estúpida. No me subestimes, no soy de esas tontas que se acuestan contigo sólo para decir «me follé a Lake». Tú no tienes amigas, tú sólo te acercas a las mujeres para follártelas, o para sacar partido, y para eso también te las follas.
Sin dilación, y para aplacar su ira, Damien le dio lo que tanto ansiaba: atrapó su boca mientras la agarraba por la nuca. Fue un beso enloquecedor; él sabía muy bien cómo calmarla. Hundió su lengua en la boca de la jueza y, despojado de toda consideración, hurgó en ella con vehemencia, mientras que con la otra mano le acariciaba uno de los pechos. Ella gemía espontáneamente en su boca, y se aferraba con fuerza de su espalda, clavándole las uñas. Tras dejarla con la miel en los labios y tambaleando, él se apartó.
—Damien, te has convertido en el objeto de mis fantasías más pecaminosas —le confesó acariciando su bragueta—; no me avergüenzo de decirlo. Sé que estoy loca por desear a un hombre de la edad de mi hijo, pero, si en el infierno estoy contigo, nada me importa.
—Sara, debo regresar.
Ella lo agarró por la solapa y lo miró amenazante.
—Si te vas, te arrepentirás; tengo disponible esta habitación durante toda la noche para nosotros.
—¡Sara, por Dios! Sé coherente.
—Eres un pecador, Damien. No invoques a Dios, porque seguramente él no aprobaría nada de lo que haces; además, sé que no crees en él.
—No me agravies, querida Sara, también tengo mi corazoncito. —Damien se apartó de ella mostrándose mosqueado y digno—. Poseo, además, el talento suficiente como para llegar adonde me lo proponga. —Recordó de pronto las palabras que su secretaria le había dicho.
—Puede que sí, querido, y no lo dudo, pero te resultaría mucho más fácil si te allano el camino.
—Por supuesto que sería más fácil, pero no es la única posibilidad, y lo sabes.
—Damien, sé perfectamente por lo que estás aquí, así que deja de hacerte el digno; sé que sólo has venido a mi habitación por si te falla la niñata.
Una sonrisa tiró de sus labios, pero la contuvo.
—Mañana te llamo y quedamos para vernos.
—Más te vale que me llames.
—Lo haré.
Lake volvió a besarla y luego se apartó para marcharse. Antes de salir, hizo que ella se asegurara de que no hubiese nadie que pudiera verlo.
—Esperaré tu llamada.
—Te he dicho que lo haré, siempre cumplo mi palabra.
Ya en el ascensor, inspiró hondo y luego sacó el aire bufando. Se miró al espejo, sacó un pañuelo del interior de su chaqueta y se limpió los restos de carmín rojo de los labios. Suspiró agobiado; la jueza Mac Niall se estaba poniendo muy pesada, y él no volvería a follársela porque ella había demostrado tener pocas agallas. Si quería volver a tenerlo, tendría que demostrarle que estaba dispuesta a jugársela por él. Damien tenía un objetivo en mente y no pararía hasta conseguirlo; siempre sostenía que no tendría remordimientos por la forma en que llegaría a él. Era un gran jugador dentro del libre juego de la oferta y la demanda, y se consideraba algo así como un bien escaso que monopolizaba su compañía... de modo que, como buen competidor, esto le permitía colocar su propio precio en un intercambio que, en definitiva, era justo, ya que todos terminaban obteniendo lo que deseaban.
De vuelta a la mesa, se centró en su plan; para él la noche no era más que una gala para hacer negocios, por lo que el tiempo se le pasó volando. En un determinado momento, el juez anunció que era hora de marcharse.
—Puedes quedarte, Damien, no es necesario que te vayas ahora mismo.
—También estoy cansado, Trevor; considero que la noche ha finalizado para mí también. Muchas gracias por la invitación; en verdad ha sido una gran oportunidad para mí asistir a esta gala como su invitado.
—Aprovéchala, hijo, no suelo ser muy dadivoso, pero debo reconocer que eres alguien con mucho talento.
Damien y Jane se despidieron en el hall de entrada y ella salió a la calle del brazo de su padre, tal como había entrado. Estaba contrariada por no haberse podido ir con Lake; en las antípodas de esa sensación, el abogado estaba agradecido de que no hubiese sido así.