13
Por la tarde, Amber la había telefoneado. Se mostraba muy entusiasmada con la fiesta, y Adriel se alegraba de lo bien que marchaba la vida de su amiga; compartía su felicidad y se complacía por el buen momento amoroso que estaba teniendo con Richard. Esa noche, la joven abogada tenía pensado presentarlo a su familia; por tal motivo, estaba muy emocionada. Increíblemente, lo que había empezado entre ellos como una relación sin importancia, poco a poco, y día a día, iba cobrando más fuerza. Parecía que al fin Amber había encontrado la horma de su zapato.
—¿Te pasa algo, Adriel? Noto tu voz apagada.
—Acabo de despertarme, debe de ser por eso que me oyes rara. Es que aproveché todo el día para recuperar fuerzas durmiendo; lo cierto es que estaba agotada, creo que necesito vacaciones con urgencia. Cuéntame, ¿así que tus padres están impacientes por conocer a Richard?
—Sí; tú sabes bien que yo no soy de presentar a ninguna de mis conquistas, por eso están tan asombrados.
—Richard se ve un buen hombre; a pesar de lo poco que lo he tratado, me ha dado esa impresión. La última vez que lo vi, en el hospital, así me lo pareció.
—Cierto, os visteis cuando se accidentó el indeseable. No me lo recuerdes, que sólo recordar su nombre se me crispa la piel. ¡Qué pena que no haya sido algo más grave lo que le ocurrió! Pero está visto que la mala hierba nunca muere.
—Amber, no seas tan mala. No creo que nadie merezca pensamientos tan crueles.
—Te aseguro que Lake sí los merece.
—No lo creo. No entiendo por qué te cae tan mal; deberías hacer un esfuerzo por Richard, ya que es su mejor amigo. Me pongo en su lugar y no debe ser agradable saber que con ninguno puede hablar del otro.
—Lo intento, pero te juro que no puedo.
—Has el esfuerzo, Amber. Sé un poco más compasiva; si Richard de verdad te importa, hazlo por él.
—Voy a intentarlo. Ahora te dejo, cariño, porque acaban de llegar mis papis.
—Está bien, Amber, atiéndelos. Saluda a Lorna y a David de mi parte; diles que nos veremos esta noche.
Estaba lista para irse al cumpleaños de su amiga; había pasado gran parte del día tumbada en la cama y sólo se había levantado cuando ya contaba con el tiempo justo para arreglarse. Se desconocía; ella, por lo general, demostraba cansancio físico por su trabajo, pero jamás había sufrido tal desgana como la que experimentaba, y mucho menos a causa de un hombre. Sentía que no tenía deseos de nada.
Llegó a la casa de Amber, ya que la abogada había decidido dar una fiesta más comedida en comparación con las que acostumbraba a organizar para su natalicio. Era bastante obvio pensar que la presencia de Richard MacQuoid en su vida estaba templando, finalmente, su talante errante.
Adriel fue de las primeras en llegar. En la gran sala la recibieron los padres de Amber, quienes la envolvieron en cálidos abrazos y la llenaron de besos y halagos. Sentían gran aprecio por ella, a quien habían visto crecer y hacerse mujer junto a su hija. Interrumpido por el sonido del teléfono, el señor Kipling se retiró, dejando a ambas mujeres solas, para atender una llamada; no era extraño, él dirigía casi todas sus empresas por teléfono.
—Estás preciosa, Adriel; este vestido rojo te queda extraordinariamente bien. Además, te ves más madura; a veces os miro a ti y a mi pequeña Amber y sencillamente no puedo creer cómo ha pasado el tiempo... ambas realizadas en vuestras profesiones, mujeres íntegras; ¡me siento tan orgullosa!
—Gracias, Lorna, siempre eres tan amable... Sabes que, tanto a ti como a David, os quiero como si fuerais de mi propia familia.
—Y nosotros a ti. Déjame mirarte una vez más; estás guapísima, Adriel.
—Tú también estás muy guapa, Lorna, no sé cómo haces para mantenerte tan bien; te ves como siempre, juro que el tiempo no ha pasado para ti, tienes una figura envidiable para muchas mujeres.
—Mi vida: llegada cierta edad, o te cierras la boca y dejas de comer o te vuelves una ballena y, como soy muy exigente con mi aspecto, me la he cosido literalmente. —Se sonrieron sin tapujos—. Dime, ¿qué sabes de la pareja de Amber? —preguntó en un tono cómplice—. Cuéntame algo, porque voy a morir de la intriga.
—Te encantará, Lorna. Richard es un hombre increíble, muy centrado, un gran profesional, y muy buen mozo.
—Debo confesar que, desde que Amber me dijo que lo conoceríamos, no paro de imaginar cómo será el hombre que ha atrapado a mi hija. Es la primera vez que mi pequeña Amber nos presenta a alguien. Cambiando de tema, dime, tu madre, ¿cómo está? Hace tanto que no la veo...
—Viene esporádicamente a Nueva York. La clínica, en Barcelona, ocupa todo su tiempo, además de los múltiples congresos a los que asiste para dar conferencias; a eso súmale los programas de estudios de su fundación. Te juro que no sé cómo se las arregla con todo, no para. En agosto iré a verla; la verdad es que no sé si antes tiene pensado venir ella, pero, si lo hace, te avisaré y almorzamos juntas.
—Me encantaría, no dejes de hacerlo.
—¿Por qué no te coges unos días y te vas a visitarla? Te aseguro que le encantaría tenerte allí. Su casa es muy amplia, y el clima de Barcelona es buenísimo en cualquier época del año.
—La verdad es que suena muy bien; tal vez tiente a David y, si no puede acompañarme, quizá me anime y vaya sola.
—¡Ya has llegado! —se oyó el grito de Amber cuando bajaba la escalera y descubría a Adriel hablando con su madre.
Ellas se conocían desde que tenían cinco años; por ese entonces ambas vivían en Water Mill y asistían a la misma escuela. La vida había hecho que esa amistad que comenzó de niñas fuera una fuente inacabable de buenos momentos vividos juntas. El único tiempo en que estuvieron separadas fue durante la universidad, ya que habían asistido a lugares diferentes.
Adriel fue a su encuentro y se abrazaron; de muy buen talante, le dio sus felicitaciones y luego le entregó el regalo que había comprado para ella. Tan pronto como advirtió de qué se trataba, la abogada pegó un grito de júbilo que estremeció a todos los presentes.
—La conjura de los necios.[21] Dios, ¿dónde lo has conseguido? «¡Las chicas Gilmore!» Rory[22] lo leyó y nunca lo habíamos podido conseguir; recuerdo que nos movimos por todos los sitios donde nos era permitido, pero no pudimos encontrarlo. También recuerdo que incluso planeamos coger el Jitney[23] y venirnos a Manhattan para conseguirlo, pero luego tú no te animaste.
—Nada más verlo, me acordé. Lo encontré de pura casualidad: había ido directamente a comprarte una prenda de vestir de tu marca favorita —Adriel rio de forma escandalosa—, pero, cuando lo vi, de manera automática pensé que te encantaría tenerlo.
—No te has equivocado; lo adoro y te adoro a ti, amiga.
—Aún recuerdo cómo creció nuestra biblioteca gracias a Rory Gilmore; queríamos ser tan cultas como ella. ¿De verdad te gusta?
—Es fabuloso. Tenemos que leerlo juntas.
—Te tomo la palabra.
No pasó mucho rato hasta que Richard llegó, y los padres de Amber cayeron de inmediato a los pies del joven y exitoso abogado que mantenía una relación con su hija. Hechas las presentaciones, se dispusieron a disfrutar de la fiesta. Adriel fue su gran cómplice y eso hizo que no se sintiera desplazado. Aunque entre los invitados había varios colegas a los que él conocía de los pasillos de los juzgados de Nueva York, la médica era el rostro más familiar entre todos, así que, cuando Amber se alejaba de su lado para atender a sus invitados, MacQuoid se pegaba a ella y no paraban de charlar.
—Pero ¿qué hace él aquí?
Sin poder contener su estupor, Adriel habló en voz alta cuando lo vio entrando en la sala. En aquel momento en que permanecían conversando animadamente, Amber se les unió; la pregunta había resultado un tanto obvia, así que giró la cara y fulminó a su amiga con la mirada; por supuesto que Amber hizo caso omiso a su ira y se encargó de sonreír, presuntuosa. Sin duda, lo que ocurriría el resto de la noche, generaría una gran cantidad de desbarajustes.
—Sabía que no lo ibas a traer, por eso me atreví a invitarlo.
—Al menos podrías haberme preguntado; déjame ponerte en antecedentes: ayer decidí no seguir avanzando con él. No tienes remedio, Kipling, siempre estás metiéndote donde no te llaman.
Adriel, por su parte, acababa de proclamar sin tapujos lo fastidiada que se sentía ante la forma de proceder de su amiga.
—¿Qué?
—Lo que oyes. ¿Por qué, después de tantos años, aguanto aún tus metidas de pata? No es la primera vez, Amber, que me haces algo así. Pero, aun así, no escarmiento contigo y sigo confiándote mis cosas.
—Lo siento, cariño, ¿cómo podía saberlo, si tú eres a veces una tumba con paredes escritas con jeroglíficos aún por descifrar?
—Es un poco tarde para que lo sientas, ya metiste la pata. Ten en cuenta que, si a veces escatimo información, es simplemente por esto. Y él, tiene la cara más dura que una piedra.
—Sólo pretendía ayudar.
Adriel se contuvo; no quería seguir ventilando sus intimidades frente a Richard, que en un intento por calmar las aguas le dijo:
—Evidentemente está interesado en ti, Adriel. Cuando los hombres estamos verdaderamente interesados en una mujer, no nos detiene nada —acotó el abogado.
El doctor Greg Baker, de inmediato, la divisó en la sala y fue a su encuentro. Estaba muy atractivo esa noche; llevaba puesto un pantalón oscuro con una camisa entallada y una chaqueta informal de color negro. Su pelo rubio se veía casual; se lo había arreglado o, en realidad, tal vez no lo había hecho y lo llevaba alborotado.
—Hola, Adriel —la saludó mientras le depositaba un suave beso en la mejilla.
—Hola, Greg. ¡Qué sorpresa tú aquí! —La médica no tenía intenciones de abandonar su actitud seria y esquiva.
—Hola, soy Amber, la anfitriona. Es un placer que finalmente te hayas decidido a venir.
—Gracias por la invitación, Amber. Toma, esto es para ti.
Greg le entregó una pequeña bolsa de regalo.
—Gracias, bonito detalle, luego lo abro. —Él asintió con la cabeza—. No tenías por qué molestarte.
—Ha sido un placer que la mejor amiga de Adriel me tuviera en cuenta; eso significa que ella te ha hablado de mí.
El medico clavó su maravillosa mirada de color avellana en la doctora, y a Adriel no le quedó más opción que esbozar una cordial sonrisa forzada. En realidad quería comerse cruda a su amiga. Richard continuaba advirtiendo la tensión; por esa razón le tendió la mano y se presentó él mismo, para zanjar el mal momento.
—Encantado, soy Richard.
—Greg Baker, para servirte.
—Lo mismo digo. ¿A qué te dedicas, Greg?
—Soy médico, cardiólogo; actualmente me estoy especializando en cirugía cardiovascular.
—Ah, pero qué feliz coincidencia, como tu madre, Adriel; podrías proponerle a Hilarie que lo acogiera bajo su ala, y entonces todo quedaría en familia.
—Amber... —contestó secamente la joven doctora a su fresca amiga, que a pesar de todo continuaba intentando meterle por los ojos a Greg.
—Nena, vayamos un rato con tus padres.
Richard cogió a Amber de la mano y se la llevó; intentaba evitar que Adriel la asesinara allí mismo.
—¿Te incomoda que haya venido?
—Sólo espero que no te crees falsas expectativas en tu cabeza por el hecho de que Amber se haya encargado de invitarte sin que yo lo supiera.
—No te preocupes, lo sé muy bien, ella me lo ha dicho. Ya me advirtió, cuando me llamó, de que tú no sabías nada.
—Tal vez hubiese sido honesto por tu parte decirle que tú y yo no tenemos nada.
—¿Estás enfadada? —La sujetó por el mentón mientras buscaba su mirada—. Adriel, aunque no tenemos nada, creí que habíamos quedado como amigos.
—Sí, por supuesto, pero... la verdad es que estoy enojada porque no me gusta que hagan nada a mis espaldas.
—Lo siento, no he podido desaprovechar la oportunidad de verte.
—Nos seguiremos viendo en el hospital, Greg, ¿qué dices?
—Claro, pero importunados por gente que está a la expectativa para conseguir un nuevo chisme de pasillo. Creo que eso, simplemente, te aleja más de mí.
Ella no le contestó; tenía razón, el hospital era una gran barrera entre ellos para que nada más volviese a ocurrir.
—Estás muy hermosa, te ves sumamente atractiva con ese vestido rojo.
—Gracias.
Movido por esas o por otras razones, lo cierto fue que, el resto de la noche, Greg se pareció mucho a un moscardón, así que de alguna manera estaba pasando exactamente lo que Adriel había temido: la invitación de su amiga había creado en él falsas expectativas, ya que por momentos, claramente, se convertía en su sombra; por ende, ella estaba bastante molesta con las circunstancias y a punto de estallar en cualquier momento. Si algo le faltaba a la doctora para terminar de agriar su talante era lidiar con esa situación descabellada, puesto que realmente él parecía no entender que, cuanto más la agobiaba, más quería ella salir huyendo de su lado. Intentando poner remedio a esa situación, después de que cortaran el pastel, consideró conveniente acercarse a Amber.
—Discúlpame; la fiesta es fantástica, pero ya me voy. ¿Me pides un taxi? He venido sin el coche.
—¿Tan temprano, Adriel? Te he arruinado la noche, me siento tan mal... De verdad lamento haberlo invitado.
Su amiga intentó convencerla para que se quedara, pero Adriel estaba demasiado contrariada como para ceder.
—Quédate un rato más.
—Lo siento, Amber: Greg piensa que todavía tiene alguna oportunidad conmigo y no deja de insistir.
—Si me lo hubieras dicho.
—No te preocupes, disfruta y olvídate de todo.
—Luego hablamos.
—Claro.
Adriel asintió con la cabeza, la abrazó y le dio un beso; luego se despidió rápidamente de sus padres y de Richard. Por supuesto, no le quedó más remedio que hacerlo también de Greg.
—¿Ya te vas? En tal caso... yo también lo haré, no conozco a nadie aquí.
—Haberlo pensado antes de venir; si mal no recuerdo, lo has hecho por tu cuenta y riesgo.
—Eso ha sonado grosero.
—Pues, a decir verdad, lo he dicho con cierta grosería. —Adriel se había cansado de guardar las formas—. Lo siento, pero creo que no comprendes lo que significa tiempo. Ayer lo hablamos, pero pareces haberlo olvidado; estás asfixiándome, Greg.
Bajaron juntos en silencio; cuando estuvieron en la calle, y aprovechando las circunstancias, Baker se ofreció, solícito:
—Déjame llevarte a tu casa, Adriel, no te comportes de forma inmadura.
—Te lo agradezco, pero prefiero irme sola. En cuanto a lo de inmadura, creo que las cosas, en realidad, son al revés. Greg, por favor, deja de agobiarme.
—No puedo, Adriel, me desespera saber que te estoy perdiendo.
El taxi llegó. Apelando a un último ardid para convencerla, Baker sostuvo la puerta, impidiéndole que subiera, e inmediatamente consiguió cambio suficiente para que el chófer se cobrara el viaje y se fuera, pero Adriel no lo permitió. Ella forcejeó y quiso de todas maneras meterse en el vehículo.
—No, Greg, ¡no! Te he dicho que me voy en taxi, es que no te entra en la cabeza —le gritó la médica, ya bastante ofuscada—. Ayer te lo expliqué, esto no funciona así.
Él la tenía agarrada por la muñeca.
—¿Qué hago, señorita, me voy o me quedo? No tengo toda la noche para presenciar la pelea de dos enamorados, debo trabajar —señaló el taxista con tono duro.
—Váyase —le contestó al hombre una categórica voz que de pronto irrumpió en escena.
Imponente, con la misma resolución con que se había expresado, se dirigió al taxista a través de la ventanilla y se ocupó de abastecerlo con cien dólares para que éste partiera; luego cerró la puerta del coche y el taxi se fue.
—Creo que Adriel te ha dicho claramente que no quiere irse contigo. ¡Suéltala ahora mismo!
—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el médico, muy bien plantado.
Adriel no daba crédito al bochornoso momento por el que estaba pasando. Si en ese momento hubiera tenido frente a sí a Amber, sin duda que se hubiese desquitado con ella por ser la causante de todo ese embrollo. Aunque, por supuesto, su amiga nada tenía que ver con la presencia de Damien en el lugar. Los dos hombres allí presentes se estaban comportando como verdaderos energúmenos, hasta pensó por un instante en darle a cada uno una patada en sus partes. No obstante, se sintió desorientada al ver a Lake, y en una ráfaga de segundos se preguntó, anhelante, qué lo había llevado hasta allí.
—Vamos, Adriel —le dijo Damien mientras la cogía por la mano, arrancándola del agarre de Baker.
—Déjame, Damien, no me voy ni contigo ni con él. Pero ¿qué os pasa a los dos? ¿Dónde habéis dejado vuestros buenos modales?
En aquel instante, otro taxi pasaba oportunamente por la calle y la doctora Alcázar lo detuvo; mientras tanto, esos dos hombres se medían mirándose a los ojos. Greg le dio un empujón a Damien y éste no dudó en descargarle un puñetazo en medio de la mandíbula y otro en el costado, haciéndolo bramar mientras trastabillaba. Aprovechando el enajenamiento de ambos, ella se montó rápidamente en el coche, alejándose de allí.
En cuanto el abogado se percató de que ella se había marchado, se dirigió en tono burlón al médico.
—Fuera de mi camino. —Lo empujó mientras éste se acariciaba la cara y empezó a caminar hacia su coche; antes de subir, se detuvo y se volvió para continuar diciéndole a Baker—: ¿Antes has preguntado quién soy? Te diré quién soy: soy el que te hizo a un lado en su corazón.
Así fue cómo Lake se metió en el coche y condujo, trastornado, por la ciudad; no iba a permitir que el taxi se le escapara. Mientras lo hacía, pensó que en verdad estaba volviéndose loco, pero le importó muy poco. Todo el día había estado enfrascado en pensamientos que ponían en jaque su razón y, aunque se había resistido miles de veces a ellos, era evidente que renacían en él, como una verdad oculta que necesitaba descubrir; así que no se preocupó en detenerlos más, había decidido que dejaría de luchar contra ellos. No obstante, le resultaba casi increíble cómo se habían anidado en él cada uno de los momentos compartidos la noche anterior junto a Adriel; aún podía oírla reír, disfrutar junto a él sin preocupación durante la cena, sacudirse de placer en sus brazos mientras gemía sin fingidas emociones. Increíblemente, parecía llevar grabadas a fuego cada una de sus caricias, y deseaba con locura volver a saborear una vez más cada uno de sus besos. Por tal motivo, había resuelto que escucharía, por una vez en su vida, a ese músculo adormecido que tenía en el pecho y que, al parecer, Adriel se había encargado de despertar.
Damien llegó justo detrás del taxi. Sin importarle nada, dejó su coche en un lugar en el que no estaba permitido aparcar y bajó de él como un bólido, ya que su cometido era alcanzarla antes de que se perdiera tras la puerta de su edificio. Adriel pagó el viaje rápidamente y se preparaba a meterse dentro del portal cuando él la atrajo de un brazo.
—No huyas de mí.
—¿Te has vuelto loco?
—Puede que sí.
—Déjame, Damien, quiero irme.
—Necesito que hablemos.
—No creo que, en verdad, tú y yo tengamos nada de qué hablar. Anoche pasó todo lo que debía pasar, y ahora, simplemente, cada uno debe seguir con su vida; es mejor así.
Adriel había levantado un blindaje para protegerse, no quería permitir que él osara romperla.
—¿Eso es lo que quieres en realidad?
Ella se quedó mirándolo; no iba a descubrir frente a ese cínico sus verdaderos sentimientos. La noche anterior había tomado una decisión y ahora pretendía sostenerla. Pero lo cierto era que ella parecía estar anclada al suelo, y con la vista clavada en él intentando asimilar cada una de sus palabras y darle sentido. Entonces fue cuando Damien advirtió el momento en que entre ellos aparecieron esos signos de lenguaje mudo, pero elocuente; la soltó para desfilar su mano del revés por la extensión de su brazo, depositó una caricia que a ella por poco le afloja las piernas y continuó recorriéndola hasta que, finalmente, se quedó con su mano en la de él.
—Yo no lo deseo, Adriel —le dijo mientras la miraba fijamente a los ojos.
—¿Qué es lo que pretendes?
—No lo sé. —Levantó su otra mano y le acarició el rostro mientras le apartaba un mechón de pelo de la cara; le hablaba sin rastros de engreimiento—. Me encantaría que me ayudaras a descubrirlo. No sé lo que quiero, pero sé que quiero continuar viéndote.
—¿Quieres convertirme en tu nuevo experimento?
—Lo que quiero es hacer todo lo contrario a lo que te dije que normalmente hago; quiero llamarte y poder oír tu voz, quiero que me llames y esperar ansioso a que lo hagas, quiero saber al final del día cómo ha sido el tuyo y contarte cómo ha sido el mío. Compartir una cena como la de anoche en un restaurante o donde quieras, puede que sea en tu casa o en la mía. Quiero que me dejes entrar en tu mundo, y deseo que entres en el mío. No sé si funcionará, no puedo prometerte nada porque nunca he pasado por esta situación antes y no sé si lo haré bien, pero quiero decirte que pondré todo de mi parte para que resulte. Dame una oportunidad.
Adriel sentía que el corazón iba a salírsele por la boca si la abría para contestarle algo, pero él la miraba esperando una respuesta; no obstante, la médica no sabía si en verdad estaba dispuesta a dársela. Desde luego que las palabras dichas por Damien sonaban mágicas, extraordinarias, perfectas, y ansiaba con locura creerlas, pero ella sabía perfectamente que él no era de fiar y que le era muy fácil borrar con el codo lo que había escrito con la mano, por esa razón debía ser precavida.
—¿En serio quieres que cada uno siga con su vida? —volvió a insistir él—. Porque, si es así, puedo hacer el esfuerzo y procurar olvidarme de ti, aunque, te soy sincero, no puedo garantizarte que lo consiga.
Ella tragó el nudo que tenía en la garganta; se encontraba atada a sus esperanzas y a sus certezas.
—Adriel: si me dices que, realmente, lo que pasó anoche no significó nada para ti, te prometo que no te molestaré más.
—¿Por qué estabas fuera de la casa de Amber?
—Estaba esperando a que salieras. Tuve la tentación de llamar, una y mil veces, pero no quise comportarme como un insensible y arruinarle la noche a tu amiga; sé que no me soporta. —Levantó el rostro, sujetándola por el mentón—. No me has contestado a nada de lo que te he dicho.
—Me cuesta creer que lo que me estás diciendo es cierto. ¿Cómo sé que no es sólo tu orgullo herido el que está hablando?
—Soy un hombre práctico, Adriel. —Le devolvió, junto a sus palabras, una expresión de labios tensos—. Anoche me facilitaste la retirada, no estaría aquí si fuese de otro modo.
—Pides muchas respuestas, pero no puedo darte ninguna; precisamente porque, para dártelas, se necesita confiar, y yo no...
Damien la interrumpió.
—Lo sé, pero quiero probarte que puedes confi...
Ella tampoco dejó que terminara su frase.
—Damien, no prometas cosas que no sabes si podrás cumplir. ¿Acaso estás dispuesto a dejar de lado todo lo que antes te daba satisfacción? ¿Estás dispuesto a no tener sexo efímero cuando te apetezca y con quien te apetezca?
—¿Eso quiere decir que nunca podremos tener sexo efímero? ¿Piensas encadenarme a tu cama? Mira que los polvos rápidos tienen su encanto también, al igual que las diferentes áreas de la casa... —Le ofreció una amplia sonrisa.
—Estoy hablando en serio.
—Yo también —le dijo retomando el gesto formal con el que todo el tiempo le había hablado. No dejaba de acariciarle la cara; pasaba su pulgar una y otra vez por su tersa piel—. Lo que te estoy proponiendo es que tú sacies todas mis necesidades, y yo las tuyas. ¿Deseas intentarlo?
La médica lo miró ilusionada, y él ya no era capaz de contener la necesidad de besarla; esa mirada lo abrazaba, lo cautivaba por completo, al igual que sus labios entreabiertos.
Tanto era así que se acercó, asolando la distancia entre ambos; aún sostenía la mano de ella en la suya, y la levantó para depositarla sobre su hombro en una clara invitación para que lo abrazara; luego movió los brazos para ceñirla por la cintura y apretujarla contra él.
Con la cercanía de sus cuerpos, la sintió ceder poco a poco; su respiración se acrecentó hasta volverse casi discontinua, y sus manos, gradualmente, fueron relajándose sobre sus hombros. La mirada de Damien era aguda y penetrante, y le infundía a su rostro una expresión vigilante; sin embargo, en ese momento su gesto también expresaba algo de incertidumbre y de perplejidad. Movió una de sus manos para volver a recorrerle todos los límites del rostro; al tiempo que la acariciaba, se ocupó también de dejar pequeños besos sobre el recorrido que hacían sus dedos. Subyugado, finalmente succionó su labio inferior.
—No sé por qué te deseo tanto...
—¿Sólo a mí, Damien? —le preguntó con algo de incredulidad.
—Sólo a ti —susurró sobre los labios.
Obviamente era demasiado difícil no rendirse a su encanto y, aunque lo que ella quería era apartarlo de su lado, ese hombre tiraba por tierra toda su determinación. La lógica, una vez más, le advertía de que creer en Damien era como creer en pececitos de colores, pero, aun así, su corazón traicionero se empeñaba en no escuchar a su razón.
Apropiándose sin más de todos sus sentidos, el abogado le dio un lametazo, marcando el camino que estaba a punto de emprender; su blanda y húmeda lengua era letal en contacto con los labios de Adriel. Por esa razón y en virtud del deseo desatado, Damien tomó su boca y, con apremio, incautó y enredó con urgencia su lengua, que de inmediato salió al encuentro de la suya.
Confundidos en un beso hambriento y olvidándose de todo cuanto los rodeaba, permanecieron en la calle enredados. Adriel mantenía su mano acariciándole el cuero cabelludo, y él parecía que iba a devorarle la boca.
En un momento de reflexión, se apartó de ella y le dijo:
—Déjame subir, por favor; déjame tenerte de nuevo.
—Y después, ¿qué?
—No sé, Adriel, no lo sé; descubramos juntos lo que sigue después.
Lo que siguió en el cuarto piso fue una sucesión de libidinosos momentos. La ropa de ambos comenzó a volar nada más traspasar la puerta, y un reguero de prendas dibujó un sendero hasta el dormitorio.
Besos, abrazos, caricias, gemidos, deseo y una excitación extrema; eso fue lo que anegó el ambiente, convirtiéndose en una melodía rítmica que custodiaba el fragor de esos cuerpos desnudos que parecían no tener forma de saciarse. Damien se movía infatigable con una agilidad que asombraba; se enterraba en ella una y otra vez sin descanso, y, con gula, Adriel lo recibía sin respiro, pronunciando con dificultad su nombre, ya que él estaba empeñado en no liberar su boca.
—Damien... Damien... —protestaba, abrumada de placer.
—Dime lo que quieres, estoy para complacerte.
—No pares, sigue así, no te detengas.
—No tengo la menor intención de hacerlo; me quedaría eternamente entre tus piernas.
Damien bombeó más fuerte, más profundo, más rápido; ella salió a su encuentro y lo golpeó con la pelvis una y otra vez. Los brazos de Lake se manifestaban tensos a su lado y resaltaban cada uno de sus músculos, confiriéndole solidez y vigor.
Adriel no ahogó sus gritos cuando llegó su desahogo, y él gruñó y gimió profundo. Finalmente cayeron agotados; el orgasmo había estallado entre ellos y los había extinguido como si se tratase de una fuerza nuclear.
Con el rostro aún sumergido entre el cuello y el pelo de ella, le pasó la lengua por la piel y luego le dio un pequeño mordisco. Adriel permanecía asida a su espalda; sintió un estremecimiento con el contacto de su lengua y lo aferró con más fuerza mientras cerraba los ojos, rebosante de gozo.
Lake levantó la cabeza y la miró.
—¿Estás bien?
—Muy bien.
—Espero que no se te ocurra pedirme que me vaya, porque no pienso hacerlo.
—No quiero que te vayas.
Damien le acarició el rostro, le sonrió con los labios conmovidos y luego salió de ella porque debía hacerlo, se quitó el condón, anudándolo con destreza, se levantó de la cama y la invitó a que lo siguiera.
—Vamos a refrescarnos juntos.
Adriel se incorporó grácil y él simplemente volvió a ansiar ese cuerpo; al admirarla supo que sería casi imposible arrancarla de su piel.
—Eres la mujer más hermosa que conozco.
A él nunca le había dado por decirle palabras dulces a una fémina, pero con ella le brotaban sin mayor esfuerzo.
La cogió en volandas y caminó soportando el peso de ambos; mientras avanzaba por la inmensa habitación, iba dejándole besos sonoros en la mejilla. Adriel permanecía aferrada a su cuello y se reía despreocupada por el cosquilleo que cada beso depositado le producía.
—Noooo, eso es el vestidor —gritó, deteniéndolo—. El baño es la otra puerta, ¿lo has olvidado?
—A decir verdad, me fui tan rápido anoche que sí, lo había olvidado.
Entraron en el baño y se introdujeron en la ducha. Adriel se recogió el cabello para que no se le mojara; era tarde para pensar en secarlo, así que estaba visto que lo mejor sería protegerlo. Damien, en cambio, se metió bajo el chorro y cerró los ojos mientras el agua le caía en la base de la cabeza y por la cara. La joven médica se sintió subyugada por la masculinidad de su rostro; cuando él echó su cabeza hacia atrás y le mostró el cuello, éste se veía tan vigoroso que las ansias la invadieron, así que, sin titubear, se aproximó a besarle la nuez sin importarle que su cabello, finalmente, se mojara. Damien abrió los ojos y levantó los brazos para asirla contra su pecho y tirar de ella.
—Se te ha mojado el pelo.
—No me importa, he obtenido lo que realmente quería.
—¿Trabajas mañana?
—Me temo que sí; mis horarios no son normales. Aunque sea domingo, debo trabajar; no tengo todos los fines de semana libres.
—No te preocupes por eso; mis horarios a veces tampoco lo son. Aunque no vaya al despacho, trabajo mucho desde casa, y si tengo algún juicio muy cercano, a veces amanecemos con mi equipo en el bufete, para tenerlo todo a punto.
En las primeras horas del día, despertaron abrazados. La alarma del móvil de Adriel sonaba incesante, pero ella parecía estar entumecida; sentía cada uno de los músculos de su cuerpo apaleados. Estaba recostada sobre el pecho de él y se sentía demasiado bien, motivo por el cual lamentó demasiado tener que apartarse. Intentó moverse para apagar la alarma, pero él se lo impidió.
—Humm, déjala que siga sonando, no te muevas, me gusta tenerte así. —Olfateó su cabello, maravillado.
—Lamento haberte despertado. —Ambos hablaban con la voz pesada—. Debo moverme, Damien; tengo que ir al hospital.
—Lo sé, creo que debí dejarte dormir después de la ducha; definitivamente debimos dormirnos más temprano. No es justo que te vayas a trabajar casi sin haber pegado ojo por todo el sexo que tuvimos.
—¿Arrepentido, abogado?
—Absolutamente de nada. Las palabras que definen mi estado de ánimo son somnoliento y apenado, por mi falta de consideración hacia ti.
Adriel le besó el pecho y sonrió reconfortada. Se sentó en la cama, dándole la espalda, y manoteó el teléfono para que cesara la alarma que había comenzado a sonar de nuevo. Damien se movió, estirándose hasta poder darle besos en la cintura y en el nacimiento de sus nalgas. La atracción de su cuerpo hacía que no pudiera mantener sus manos quietas; pasó sus dedos por unas marcas que se advertían en su cadera y ella miró también.
—No te preocupes, mi piel se marca por nada.
—Lo siento, Adriel; no he querido ser tan bruto.
—No lo has sido. Además, me gusta verlas ahí, me recuerda que tus manos estuvieron sobre mi piel.
—Eso ha sonado muy sexy; no te aconsejo que continúes diciendo eso o llegarás tarde a tu trabajo.
Él la tumbó en la cama y comenzó a darle besos en el vientre.
—No, por favor, odio llegar tarde a ninguna parte. No es justo lo que haces, sabes que no te detendré.
—Tu belleza no es justa.
Se apoyó en uno de sus codos y le acarició el rostro. La miraba extasiado. Luego cayó sobre su boca, sabiendo que no iba a poder detenerse una vez que la probara. Ella, por su parte, sentía que no le importaba nada más que disfrutar de sus caricias.
—Te enseñaré lo buenos que son también los polvos rápidos; prometo no retrasarte demasiado, pero no me pidas que me detenga, porque te deseo demasiado.
—Deja de hablar y no pierdas más tiempo, entonces.
Tal como le había prometido, la penetró inmediatamente después de haberse puesto un condón; casi sin ningún esfuerzo y con unas pocas fricciones, llegaron al orgasmo. Sus cuerpos estallaron sin sentido en escasos minutos.
Aún agitados, se tomaron tan sólo unos pocos segundos para volver a la realidad. En verdad ella debía apresurarse para irse a cumplir con sus obligaciones; por esa razón, Damien le plantó un último beso en los labios y la dejó levantarse. No había tiempo para una ducha, así que ambos decidieron vestirse. Adriel se dirigió hacia el baño y él la siguió; después de lavarse, ella salió hacia el vestidor mientras que él fue a por su bóxer, que aún permanecía tirado en el suelo del dormitorio. La joven y bella doctora salió abrochándose un sugerente sujetador de puntilla, en color rosa añejo y negro, que hacía juego con las pequeñas braguitas que llevaba puestas. Su abdomen plano y sus caderas anchas lucían perfectas, y para qué hablar de sus redondos y llenos senos, que asomaban tentadores bajo el borde de la copa del sostén. Lake, simplemente, no podía apartar su vista de ella, y se dio cuenta de que otra vez se encontraba deseándola. Vestida tan sólo con esas diminutas prendas, hizo su camino contoneándose frente a él; ambos se miraron y se sonrieron, y él le guiñó un ojo. Adriel se dirigió luego hacia la cocina para poner una cafetera sobre el fuego y ocuparse de preparar café. De regreso, fue recogiendo toda la ropa que estaba tirada por el suelo y en el trayecto se encontró con Damien, que salía estirándose.
—He usado tu cepillo de dientes; espero que no te moleste, pero es que no soporto despertarme y no asearme.
—No hay problema; discúlpame, no pensé en dejarte uno nuevo sobre el lavabo.
—Por mí no hay problema en compartir el tuyo. —Le dio un toque de labios.
—Por mí, tampoco. Toma tu ropa, terminaré de vestirme.
Al cabo de unos minutos, la cafetera comenzó a pitar.
—¿Puedes apagar el fuego? —gritó ella desde el dormitorio.
Minutos más tarde, se encontró con Damien ya vestido, de pie contra una de las encimeras de la cocina, revisando su teléfono. Sin poder siquiera evitarlo, una punzada de intriga y desconfianza la corroyó por dentro, y no le gustó en absoluto sentirse así de insegura; un escalofrío le recorrió el cuerpo y le recordó los primeros días en que su padre había muerto. Ese sentimiento de inseguridad no era nada nuevo para ella, así que apeló entonces a lo que su gallarda madre le había enseñado en esos días de su niñez, cuando los confines de la realidad eran sólo un simple bosquejo de su vida; ella la animaba a cerrar los ojos y así entrar en sus sueños, en esos donde su padre la esperaba al final del camino y la levantaba en brazos para cogerla en el aire y dar vueltas junto a ella, mientras ambos reían felices. Utilizando la tan empleada técnica, cerró los ojos y regresó a los momentos compartidos con Damien durante la noche, una realidad que convergía a medias con las ilusiones que ya su alma había fabricado; entonces, se obligó a regresar con cautela para no destruir los sutiles anhelos contra la voz de su propia consciencia.
Decidió seguir metida en el juego y vivir el momento.
—¿Tomas café?
—¿No quieres que te lleve a desayunar a La Colombe?
—Me encantaría, Damien, pero me temo que no hay tiempo suficiente; despilfarramos minutos con tu idea del polvo rápido. —Atrapó sus labios con dos dedos y plantó un beso en ellos—. Tenías razón, tienen su encanto también.
—Has visto, los rapiditos también son muy prodigiosos. —Se acercó a su oído y le susurró—: Te aseguro que te tendrá todo el día pensando, porque, aunque uno llega al alivio, hace que te quedes con ganas de más, de mucho más.
—No me entretengas más; hueles a peligro, Damien. —Le plantó otro beso en la boca—. Debo incorporarme a mi turno unos minutos antes de las ocho y me tienes aquí totalmente distraída.
Él le guiñó un ojo, y ella se dio la vuelta al instante y se puso a preparar rápidamente una taza de café para cada uno; anclado en la visión que tenía frente a sí, se quedó unos segundos mirando su trasero enfundado en esos pantalones blancos. Con qué ganas la hubiera tomado nuevamente allí sobre la encimera; se imaginó bajándoselos, acariciándole las nalgas y tumbándola sobre la superficie para poseerla por detrás. Sintió el inmediato tirón en su entrepierna y la elevación de sus pulsaciones, pero sabía que debía deshacerse de sus fantasías, ella tenía que irse. Se asombró por desearla tanto, cuando hacía tan sólo unos pocos minutos que la había tenido toda para él. Agitó la cabeza y se volvió a centrar en el móvil; leía los correos electrónicos, pero pensaba de forma insistente en todo lo que habían vivido. Se sentía más hombre y viril que nunca. Adriel había despertado en él una llama intensa que volvía ingobernable sus sentimientos; lo desconcertaba el deseo y la ternura que nacían en su pecho, convergiendo como una exaltación latente en él.
—Damien, ¿podrías coger dos vasos de aquel estante? El de encima del microondas, y saca también unas naranjas del refrigerador, están en la bandeja de abajo.
—Claro. —Le devolvió una expresión soslayada, pues temió que descubriera sus verdaderos pensamientos y que se diera cuenta de cuán vulnerable se sentía junto a ella.
—Si te apetece, hay yogur o leche, y en el armario de al lado de donde cogiste los vasos hay cereales. Acércame lo que desees, así te sirvo.
—Perfecto, con eso puedo.
Ella lo miró.
—Soy un maravilloso desastre en la cocina, así que no esperes jamás que te cocine algo; no sé ni preparar café, a duras penas si sé servirlo. Sé que muchas mujeres sueñan con que su hombre las sorprenda con una exquisita cena —Adriel no daba crédito a lo que él estaba diciéndole, se llamaba su hombre, y le encantó—, pero, si no quieres morir envenenada por mí, ni lo pienses siquiera.
—No creas que soy muy buena en eso, sólo me apaño con lo básico —contestó envuelta en la magia de sus palabras.
Tras prepararlo todo, se trasladaron al comedor.
—Tu apartamento es muy bonito...
—Es un poco grande para mi sola, pero mi madre se empeñó en comprar éste.
Él se sonrió sin decir más, pues en ese instante pensó en lo que ella diría al ver el suyo si consideraba grande éste. Por lo general, las mujeres que solía llevar a su casa para follárselas sólo conocían su dormitorio y ocasionalmente el baño o la sala de estar, porque debían pasar por ella obligatoriamente para subir a la habitación. Pero con ninguna se había tomado la molestia de darle un paseo por el apartamento. El mismo ocupaba dos plantas completas en el edificio donde vivía.
—¿Dónde vives, Damien?
—En Lincoln Square.
Adriel comenzó a reírse a carcajadas.
—¿Cuál es el chiste? ¿Por qué no me lo cuentas?, así me río yo también.
—Perdón. —Ella extendió el brazo y con una mano le sujetó la suya—. Es que de pronto me he dado cuenta de que lo más probable es que este sitio te parezca un monoambiente. —Lake entornó levemente los ojos, pero no aseveró lo que ella decía—. ¿Me equivoco acaso? —preguntó con su viva y depurada voz, entonada en el punto justo.
—Mi casa es un sitio bastante espacioso, pero tu apartamento me resulta muy confortable. —Levantó su mano y se la besó, mientras la miraba a través de las pestañas.
—¿En qué calle de Lincoln Square vives?
—En Riverside Boulevard; el edificio es el One Riverside Park. ¿Sabes dónde queda?
—Con vistas al Hudson.
—Así es. Cuando quieras, te llevo.
Ella asintió.
—Ahora, lo siento, pero debo moverme, Damien, o terminaré llegando tarde.
—Vámonos, pues —le indicó él mientras se terminaba el café de una vez.
—Espera que recoja la mesa, no tengo personal de servicio.
—No hay problema, te ayudo.
Bajaron en el ascensor y, antes de salir del edificio, se despidieron con un beso que cortaba el aliento y se abrazaron como si con ese abrazo retuviesen todos y cada uno de los momentos vividos. En cuanto accedieron a la calle, de inmediato Damien advirtió una multa esperando por él en el parabrisas.
—Mierda, dejé el coche mal aparcado.
—Lo siento.
—No te preocupes, luego me encargo —señaló mientras agitaba en su mano la papeleta y pensaba a quién conocía en Tráfico—. ¿Vas en tu coche al trabajo?
—Sí, lo tengo en ese estacionamiento.
Ella señaló hacia la acera de enfrente.
—Perfecto. Te llamo, Adriel. —La joven no dijo nada, tan sólo asintió con la cabeza—. ¿No confías en que lo haré?
—Está bien.
—¿A qué hora sales?
—A las cinco.
—Genial. Que tengas un día tranquilo, conduce con cuidado.
Lake volvió a estrellar su boca en la suya, dejándole un beso corto, y luego cada uno se marchó.