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El viernes por la mañana, el abogado Damien Lake llegó al edificio 140 Broadway, en concreto al área del distrito financiero de Nueva York, donde se ubicaba su prestigioso bufete de abogados, Lake & Associates.
Después de aparcar su BMW 5-Series, salió del automóvil y se colocó la chaqueta del traje marrón que lucía esa mañana, que se había quitado para conducir más cómodamente. Luego cogió su maletín y, con andar seguro, entró en la zona de ascensores para dirigirse a la planta treinta y nueve, donde estaba el despacho que dirigía.
No se sentía del todo bien; durante la noche había tenido algunas décimas de fiebre, y al parecer estaba por coger una gripe; no obstante, con un juicio en puertas, no podía pensar en tomarse el día libre, puesto que había muchas cosas por concretar. Frente a esto, sabía que le esperaba, verdaderamente, una jornada agotadora, con varias reuniones por delante con su equipo de apoyo en las investigaciones del caso Douglas versus Borthwick. Además, debía examinar minuciosamente toda la documentación recopilada, para poder probar la premeditación del asesinato en primer grado, llevado a cabo por la pareja del occiso. Sobre todo, debía hacerlo para elaborar, en el transcurso de ese día, junto a su secretaria, los informes pertinentes de lo reunido. Además, si bien este caso era el que estaba más próximo a resolverse, no era el único que Damien tenía a su cargo, eso sin contar con que el bufete estaba inmerso en numerosos procesos judiciales que él mismo se encargaba de supervisar, aunque no fuera el abogado litigante titular. Así mismo, y como si sus actividades fueran pocas, tenía citas concertadas con nuevos clientes que no aceptaban una derivación con un pasante de su equipo.
Damien, en su lugar de trabajo, era una persona muy distante y para nada cordial; algo así como un grano en el trasero de sus empleados. Su obsesión por la perfección lo llevaba a mostrarse de esa forma, ya que, al entrar en el despacho, se desembarazaba de toda sociabilidad y se centraba en su profesión de manera pertinaz, transformándose en el arrogante y despiadado abogado que era.
Desde pequeño, las normas que rigen nuestra conducta social le habían atraído, y, desde que tuvo uso de razón, supo que sería un colaborador directo en la asistencia del cumplimiento de las leyes de su país, representando a terceros para garantizarles un debido ejercicio del derecho a la defensa, durante un proceso judicial.
Pasó su tarjeta por la cerradura electrónica, entró en la planta, en la zona de recepción, y saludó a su empleada con un gesto adusto.
—Buenos días, señor Lake.
—Buenos días, Somerville. —Ni siquiera se molestó en dirigir su mirada hacia ella cuando pasó a su lado.
De camino se cruzó con varios colegas y otros empleados, que también lo saludaron a su paso. Subió la escalera de formas simples, que combinaba cromo con cristal flotante y que lo llevaba directo al entrepiso donde se ubicaba su despacho. El lugar destacaba portentoso en medio de la entreplanta, debido al formato circular de las paredes acristaladas que lo conformaban. En la antesala de su despacho estaba instalado un escritorio en madera de haya y castaño, donde ya estaba sentada su secretaria, esperándolo para comenzar la jornada laboral.
—Buenos días, Karina. Por favor, tráeme un vaso con agua y un antitérmico o analgésico, creo que estoy a punto de pescar una gripe.
Con ella tenía un trato más campechano. Karina Bellia era su mano derecha, y a veces hasta su confidente; estaba junto a él desde que había trabajado como abogado júnior en la firma donde se había iniciado. Desde luego, Damien tenía un gran carisma para atraer a las personas, así que, cuando abrió su propio bufete, ella no dudó en seguirlo; él era su predilecto. La mujer, de unos cuarenta años, estaba con el impío abogado desde sus comienzos, y no pensaba alejarse de su lado por nada; la que tenían era una relación de confianza que muchas veces superaba las barreras del trabajo, irrumpiendo en el plano de la amistad desinteresada.
—En seguida te lo alcanzo, Damien. Permíteme advertirte de que te están esperando. —Señaló hacia la gran puerta chapada en castaño, mientras enarcaba una ceja—. Como siempre, llegó creyéndose la reina de Nueva York, pero no se ha dado cuenta de que perdió la corona en la alcantarilla... No la sopoooooorto; cada día estoy más tentada de ponerle laxante en el café, para que aprenda a no mirarme por encima del hombro.
—Shhh... Kariiii.
Damien entrecerró los ojos; sabía de quién se trataba, porque era la única persona que Karina tenía autorización para hacer pasar a su despacho en su ausencia.
—¿Cuánto hace que ha llegado? —preguntó en un susurro cómplice.
—Quince minutos. No entiendo cómo la soportas.
—Conmigo tiene sus atenciones. —Le guiñó un ojo.
—No, si ya la he visto: contigo es pura sonrisas y devaneos. Pero es desagradable igualmente. ¿Te llevo de todas formas el analgésico?
—Sí, por favor —bufó estentóreo—. Luego me dejas solo con ella, pero regresas tras cinco minutos y me informas de que la reunión se está retrasando por mi culpa; invéntate algo como que han avisado de que me están esperando.
—Ok, así lo haré. Veo que la diferencia no es suficiente como para soportarla más de cinco minutos.
—Haz lo que te he pedido, Kari.
—Perfecto, Lake, pero... digo yo, ¿no sería más fácil cortar toda relación que buscarte una excusa infantil como ésa?
Damien arqueó las cejas.
—Sabes que con ella no es tan fácil. Haz lo que te pido, por favor. Gracias, recuérdame que te compre un frasco de tu perfume favorito.
—No es necesario que me hagas ningún obsequio. Damien, tú eres muy capaz de llegar adonde te propongas sin la ayuda de nadie, piénsalo.
Lake entró en el despacho sin prestar atención al último comentario de su secretaria. En el interior, se encontró con una mujer de pelo castaño muy claro, casi rubio, piel color marfil sedoso, pómulos altos y perfecta estructura ósea que hacía pensar, con sólo mirarla, en alguien sumamente arrogante. Ella lo estaba aguardando mientras revisaba su móvil; permanecía sentada en el sofá de cuero de formato semicircular y tonalidades claras, que estaba ubicado en el amplio espacio.
—Jane, ¿tan temprano tú por aquí?
—Pasé antes de ir a los tribunales porque quería informarte de que tenemos una gala mañana por la noche, y tanto mi padre como yo queremos que nos acompañes —le comentó clara y sin rodeos, en un tono que a Damien le crispaba la sangre; no estaba acostumbrado a recibir órdenes, y a Jane Hart le gustaba impartirlas.
La abogada trabajaba en la Corte Suprema de Nueva York, como secretaria judicial, asistiendo directamente a su padre, el juez Trevor Hart.
—Gracias por avisarme con tanta anticipación para que me organice —expresó sin ocultar su contrariedad.
La despampanante mujer se puso en pie y caminó exultante para salir a su encuentro, se aferró del cuello de Damien y, sin dejarlo reaccionar, le encajó un beso en los labios que él recibió mientras la asía por la cintura.
—Estoy preparando un juicio, Jane; esta semana no creo que pueda ir a ninguna fiesta —añadió esquivo, mientras se apartaba de sus labios, que estaban pintados de carmín indeleble en un rojo rabioso.
—No tienes excusa que valga; delega todo en tu personal, porque papá y yo queremos que estés allí. Además de los jueces de distrito, estarán todos los del gran jurado, incluso habrá miembros de la fiscalía de diferentes estados; mi padre dice que es una buena oportunidad para que te conozcan.
—No me acorrales, sabes que odio cuando haces eso.
—Sólo pienso en tu carrera; tendrías que alegrarte de que haya convencido a papá para que puedas ir.
—Me acabas de decir que él quiere que vaya.
—Exacto: a partir de mi sugerencia, quiere que vayas. Vamos, ¿por qué te haces el duro si te mueres por codearte con ellos?
—Me estás subestimando.
—No te pongas en plan de caballero honorable; conmigo, no.
La provocadora mujer bajó una mano y la pasó por la bragueta de Damien, donde se detuvo más de la cuenta en una caricia carnal.
—Me tienes bastante abandonada y, como ves, yo siempre estoy pensando en ti.
La entrepierna del abogado latió de inmediato ante la exultante caricia; ella, al sentir cómo su miembro se hinchaba, lo oprimió con más fuerza mientras se apoderaba nuevamente de sus labios. El sonido de unos nudillos chocando contra la puerta los llevó a detenerse. Damien caminó hacia su escritorio y se sentó tras él; necesitaba esconder su erección. Ella se acomodó, con actitud sumamente decorosa, en el asiento que estaba frente a él.
De inmediato, Lake dio paso a la persona que llamaba; él sabía muy bien que se trataba de Karina.
—Señor Lake, aquí tiene su medicación. Les he traído café, y también le dejo los periódicos del día.
—Gracias, Karina; en un rato comenzaremos con mi agenda.
Karina dejó el café delante de Jane Hart y, en actitud cómplice, miró a Damien; en aquel momento él temió que Karina hubiese cumplido su promesa de administrarle laxante.
—Cuando usted lo disponga, señor. Que disfruten del café.
—Te lo agradezco, Karina —expresó la joven de manera muy correcta.
Sin que Jane lo advirtiera, porque estaba concentrada revolviendo su café, Damien abrió los ojos y negó imperceptiblemente con la cabeza; el abogado quería constatar que en verdad su secretaria no había contaminado la bebida. Karina, por detrás, hizo un gesto simulando no recordar y de inmediato se retiró, volviendo a dejarlos solos en la intimidad del despacho.
—¿Estás enfermo?
—Anoche tuve algo de fiebre, creo que estoy a punto de coger una gripe —contestó mientras se desabrochaba la chaqueta, buscaba rápidamente su móvil y enviaba un mensaje de texto a su secretaria—. Espero no haberte contagiado; lo sentiría... pero no me has dado tiempo a decírtelo, me has besado antes de que pudiera advertirte —le dijo mientras no dejaba de teclear.
Damien: Mierda, Kari, ¿lo has hecho?
Karina: No sé de qué hablas.
Damien: No me jodas.
Damien levantó la vista para prestar atención a lo que Jane le decía, pero en ese instante llegó otro texto de Karina.
Karina: Tranquilo... hoy se ha salvado, pero la próxima... y
Damien dejó a un lado su móvil y, aliviado, se centró en escuchar a su visitante.
—Humm, no te preocupes, soy inmune a los virus, pero no a ti.
La abogada no cesaba de provocarlo; bebió un sorbo de su café y luego se puso en pie, dio la vuelta para tener acceso a aquel hombre que la privaba de toda razón, tiró hacia atrás el sillón en el que él estaba sentado y se posicionó entre sus piernas, mientras apoyaba su trasero en el filo del escritorio a fin de seguir con su persuasión. El abogado, si bien disfrutaba de la insolencia de esa mujer, no lograba distenderse; se sentía oprimido y eso hacía que se mostrara indiferente... pero la tentación era inmensa, así que por esa razón levantó las manos y se aferró a sus caderas; la dominó con fuerza mientras ella se inclinaba para apoderarse otra vez de sus labios y, olvidándose de todo, se mezclaron en un beso descomedido, insaciable. Damien, más allá de su reticencia por caer en las redes de la letrada, era un hombre sumamente receptivo y su adrenalina masculina así se lo indicaba. Por otra parte, la subyugante mujer era muy atractiva y con un apellido que, además, la hacía doblemente interesante.
A pesar de ser ella una mujer muy segura de sí misma, Jane Hart era consciente de que Lake resultaba un hueso duro de roer, por eso intentaba obnubilarlo con el poder que él podía alcanzar a su lado. Sabía que ésa era la debilidad del abogado y que, si bien presidía un encumbrado y prestigioso bufete, lo que él pretendía era llegar al poder judicial federal.
Jane se levantó la falda y se sentó a horcajadas sobre Damien; el abogado frotaba su bragueta bajo ella, mientras seguía invadiendo su boca; entre tanto, con sus eruditas manos se mantenía aferrado a las caderas de la abogada, y la dirigía para que ella también se rozara contra él.
Una llamada en la puerta volvió a interrumpirlos.
La abogada Hart se apartó bufando y con un claro gesto de irritación.
—Aquí la actividad es mucha; lo sabes, siempre es así —expresó él sin inmutarse, y ella lo miró fijamente a los ojos.
La mujer no era estúpida; sabía bien que, si él lo ordenaba, nadie se atrevía a molestarlo. Pero la atracción que sentía por Damien Lake era demencial y traspasaba absolutamente todos los límites de su cordura, así que estaba dispuesta a hacer ver que lo creía; no quería atosigarlo, pues era consciente de que, con él, eso no funcionaba y que debía ser paciente y esperar a tenerlo comiendo de su mano... entonces, sí, ella pondría las reglas.
Adriel había salido del hospital y ya se encontraba en su casa. No podía quitarse de la cabeza los sucesos de la madrugada, y los repasaba una y otra vez sin poder concebir que aquel muchacho hubiese muerto, sin que ella hubiera podido hacer nada por salvarlo. Se instaba a superarlo y recordaba, mientras bebía un vaso de leche, los momentos compartidos con su colega, el cardiólogo Greg Baker, quien había estado junto a ella en las últimas maniobras que intentaron, en vano, para reanimar al paciente. Luego, él la había reconfortado con palabras que ella sabía que eran ciertas, pero que a la doctora Alcázar no le bastaban. Cerró los ojos mientras recordaba el momento:
—Adriel, no seas tan inflexible contigo. Aunque a veces nuestra profesión nos lleve a creerlo, no somos todopoderosos; tenemos a nuestro alcance lo que la ciencia nos facilita, pero eso no es una regla exacta, y no siempre podemos salvarlos a todos. Debemos aprender a convivir con la vida, y también con la muerte; en la profesión que hemos elegido siempre será así.
—Lo sé, Greg, pero, aunque suene irracional, me resisto a asistir a la muerte de un paciente, y tampoco al dolor que la pérdida genera a su familia. A lo mejor es porque la he vivido muy de cerca cuando murió mi padre. Es una tormenta emocional que me invade y no me deja continuar. Sé que, con el paso de los días, lo asumiré.
Greg, en aquel momento, le cogió la mano y le acarició con la otra el brazo mientras le sonreía con dulzura. Se encontraban en la azotea del hospital tomando un poco de aire, mientras la actividad en la guardia hospitalaria se lo permitía.
—Cambiemos de tema —propuso él, regalándole una sonrisa—. Déjame intentar animarte; además, el otro día nos quedó una conversación pendiente.
Adriel sonrió mientras fijaba su mirada en sus ojos color avellana, sin poder definir si eran verdes o marrones. Debía admitir que todas las mujeres estaban colgadas de Greg en el hospital, ya que era un rubiazo de metro ochenta y dos muy atractivo; el contorno de su rostro era cuadrado y sus labios, no muy finos, pero tampoco exuberantes. Cuando sonreía, una mueca inocente se instalaba en su cara, y sus facciones masculinas se convertían en una expresión muy franca. Por otra parte, Adriel presentía desde hacía algún tiempo que él quería algo más con ella, puesto que insistentemente, cada vez que coincidían en las guardias, la buscaba, ya fuera para tomar un café o simplemente para hablar, como en esa ocasión. Varias veces habían compartido la cena en la cafetería, apartándose del resto de sus colegas. Le gustaba la calma que Greg generaba en ella.
—Hace tiempo que quiero invitarte a cenar; el otro día iba a hacerlo, pero justo se presentó una urgencia y no pude decírtelo... hoy no te me escapas.
Ella lo miró sonriente y le contestó:
—¿Me estás pidiendo una cita?
—Me gustas, Adriel, me siento muy cómodo cuando estoy contigo. Si bien al principio te vi sólo como una compañera de trabajo, es oportuno admitir que ahora me siento atraído por ti. Si necesitas ponerle nombre a mi proposición, entonces, sí, es una cita; quiero que nos conozcamos mejor, fuera de aquí.
Se quedaron mirando con contenida seriedad. El médico, poco a poco, se acercó, y ella no opuso resistencia. Greg apoyó sus labios en los suyos, depositándole suaves besos hasta que Adriel le dio entrada en su boca, y entonces la besó pausadamente, saboreando el contacto de sus lenguas.
Se separaron, y ambos suspiraron sin dejar de mirarse y sin apartarse del todo. A ninguno le pareció mal para ser el primer beso; de todas formas, lo cierto era que él hubiese querido tomarla con mayor arrebato, pero Adriel se veía tan recatada que esa actitud en ella lo hacía contener.
—Entonces... ¿aceptas salir a cenar conmigo? —Juntó los labios mientras ladeaba su cabeza—. ¿Te parece bien que esta noche pase a buscarte a las ocho? —le preguntó sin darle mucho tiempo para meditarlo.
—Te estaré esperando —asintió ella, sonriente.
Baker sacó su móvil y tomó nota de su dirección. Adriel se sintió entusiasmada, pero se mostró sosegada como era su costumbre, y habló pausadamente, indicándole dónde debía recogerla.
En aquel momento sonó el localizador de Adriel, requiriéndola en la sala de Urgencias. No obstante, sin perder oportunidad, antes de que pudiera irse, Greg la cogió con ambas manos por el rostro y volvió a besarla.
—Iremos a Daniel.
El médico estaba muy entusiasmando y creyó pertinente decirle dónde la llevaría para que supiera cómo vestirse.
Dejando atrás sus pensamientos, cayó en la cuenta de que en verdad no tenía qué ponerse para salir a cenar con Greg. Ya le había sucedido lo mismo cuando tuvo que ir a la fiesta de Richard. Entró en su vestidor, pero se encontró de pronto perdida en sus cavilaciones. Evocar aquel día hizo que, sin querer, su mente volara, recordando al abogado Lake. Agitó la cabeza al considerar sus reflexiones, sin poder creer que de nuevo estuviera pensando en él; no le encontraba sentido, pero así había sido no una, sino varias veces a lo largo de la semana. Por consiguiente, rememoró la forma en que Damien besaba a la rubia en la entrada del baño y se encontró comparando con el beso que ella se había dado con Greg. Ciertamente no se parecían en nada... el de ellos había sido calmo, prudente, casi medroso; Damien, en cambio, cuando besaba, parecía intenso como un rayo de luz. Agitó la cabeza y rememoró lo que había sentido mientras Greg la había besado. «¿Cómo serán esas mariposas que muchos dicen sentir revolotear en el vientre?»
Ella nunca las había notado con nadie; a pesar de que el beso que Greg le había dado no había estado mal, no distaba mucho de los que había recibido antes.
«¿Será acaso que así es cómo se debe sentir?»
Continuó pensando en su relación con los hombres. Ella no disfrutaba del sexo como Amber solía contarle que lo hacía; sus relaciones sexuales siempre habían sido serenas, y habían pasado sin dejar huella. Las consideraba un acto en el que, simplemente, dos personas se daban placer con el fin de intercambiar sus fluidos.
«¿Acaso tendré algún problema físico que no me deja sentir del modo en que lo hace Amber?»
—¿Qué estoy diciendo? Sólo se trata de que no ha llegado el indicado, y que a Amber le gusta más el sexo que respirar; soy médica, no puedo estar conjeturando esto.
Se reprendió en voz alta para alejar definitivamente sus pensamientos, y se dedicó entonces a prepararse para la cita con Greg. Frente a eso, razonó que debía salir de compras; hacía tanto que no lo hacía que, de pronto, se sintió ilusionada más de la cuenta.
Entendió que necesitaba ayuda; por ese motivo, sin pensarlo dos veces, llamó a su amiga Amber y le pidió que la acompañase.
—Adriel, ¿te encuentras bien? Porque debo decir que me acabas de sorprender con tu demanda.
—¿Me acompañas o no?
—Por supuesto; has dado con la persona indicada para ayudarte a renovar tu vestuario.
—Perfecto. Déjame dormir unas horas, porque he tenido guardia, te parece que... ¿nos encontremos para almorzar?
—Me parece genial. Hace tanto que no lo hacemos... Te espero en Joseph’s, el local ese que queda cerca de mi trabajo; está muy bien, y luego nos iremos de compras. ¿Estás de acuerdo?
—Muy bien, amiga, a las doce y media estaré allí.
—Ahora mismo aviso a mi secretaria para que nos haga la reserva; nos vemos.
Por fin Damien había podido deshacerse de la presencia de la abogada Hart; de todas formas, y por mucho que lo había intentado, no había podido declinar la invitación a la gala del sábado, ni mucho menos negarse a verla ese día por la noche. Sus aspiraciones le indicaban que mantener a Jane contenta significaba una muy buena oportunidad de escalada para él, ya que estar a su lado le proporcionaba los contactos necesarios. Sin embargo, debía andarse con cuidado, pues la abogada no era una muñequita tonta, y mucho menos su padre, así que debía ser muy hábil y mantenerla a una distancia prudencial.
Una vez que se quedó solo, de inmediato se abocó a su apretadísima agenda del día.
Era más de media mañana y concluía una extensa reunión con su equipo de investigadores y asesores legales, en la que juntos habían revisado y debatido toda la información conseguida para el caso Borthwick; también habían dilucidado lo que servía, lo que no, y lo que aún era necesario obtener; por último, él les había estipulado los plazos con que contaban para conseguir el resto de la documentación.
Eficiente y perspicaz, ya en su despacho, se hallaba concentrado de nuevo en el trabajo. Damien tenía el don de andar con cien ojos para atender diferentes asuntos; sus responsabilidades le marcaban el ritmo a seguir, ya que llevar adelante un bufete como el que él representaba no resultaba una tarea para nada sencilla. Por otra parte, en su índole no existía ni la más remota posibilidad de consentir que algo quedara librado al azar, su elitismo así lo demandaba. Damien Lake no aceptaba fracasos fácilmente y por eso se convertía en un jefe feroz, que sólo ambicionaba veredictos a favor en su firma.
Sin tiempo que perder, llamó a su secretaria para comenzar a redactar la oratoria para el juicio. Mientras le dictaba, aprovechaba para encargarse de revisar los correos electrónicos y anotar las llamadas que debía devolver con más urgencia; su día a día siempre era un trajinar incesante de asuntos pendientes cuando no tenía audiencia.
Instalando un alto en su actividad, sonó su móvil.
—Permíteme —se disculpó con su secretaria, mientras se ponía en pie para coger la llamada, al tiempo que se acercaba a la ventana para hablar con más privacidad. En un acto relajado, se cruzó de piernas y se apoyó contra el cristal, mientras pasaba la mano por su corbata, alisándola. Cogió una bocanada de aire y atendió.
—Hola, hijo.
—Papá, ¿cómo andas?
—Yo muy bien, ¿y tú?
—Atareado, como siempre —contestó casual.
—Quiero verte, Damien; este mes no hemos compartido ni un almuerzo, ni una cena... estás desaparecido. Si yo no te llamo...
—Lo sé, papá; tienes razón, mis días son una vorágine y me dejo engullir. Pero asumo que no es justificación suficiente.
—No te eches toda la culpa, yo también vivo dentro del embudo que es mi trabajo, y acepto que muchas veces también me dejo devorar por él. Pero tenemos un vínculo de sangre, y no podemos pasar tanto tiempo sin vernos. No es un reproche, simplemente no quiero que seas como yo; los afectos están ahí, no esperemos a que sea demasiado tarde para acordarnos... la vida nos lo ha enseñado, no lo olvidemos.
—Lo sé.
—¿Has ido a visitarla?
—No me hagas sentir peor todavía; seguro que tú has ido y ya sabes que yo no lo he hecho. Soy un mal hijo, lo reconozco. —Se mordió el labio inferior y todo su cuerpo se tensó.
—No eres un mal hijo. Sé que a veces es difícil y por eso evitas ir, pero haz un esfuerzo, por favor. —Su padre cambió rápidamente de tema; sabía que a Damien hablar de eso lo desestabilizaba, así que no iba a prolongar su agonía. Además, tampoco creía poder conseguir lo que le había pedido, pero no podía dejar de intentarlo—. ¿Almorzamos el domingo?, ¿qué te parece?
—Será un placer almorzar contigo. Tu trabajo, ¿bien?
—Sí, todo tranquilo; sabes que mi empresa depende de la economía del país y de la de las filiales.
Christopher Leonard Lake era el director general y accionista mayoritario de una compañía privada con sede principal en Nueva York, la cual, a través de sus subsidiarias y afiliadas, ofrecía servicios en el mercado de valores. Lo suyo eran las inversiones bancarias, asesoría consultiva, gestión de capitales y de activos, seguros y también servicios de banca. Hacía tiempo que había cruzado las fronteras de Estados Unidos, así que operaba, además, en varios países.
—Me alegro, papá, de que todo esté en orden. Nos vemos el domingo, entonces; llevaré el vino.
Damien no tenía una mala relación con su padre; con los años se había convertido en una un poco distante, pero ambos intentaban no perder ese vínculo paternofilial, y se esforzaban, a pesar de todo, por encontrar un tiempo para compartir. A veces resultaba difícil, puesto que pensaban muy diferente, y se trataba precisamente de que la vida no había sido fácil para ninguno de ellos. De igual modo, Damien siempre intentaba hacer un esfuerzo; le debía mucho a su padre y no lo olvidaba.
Mientras Lake hablaba con su progenitor, sonó el teléfono fijo. Su eficiente secretaria lo había desviado ahí, previendo que estaría algunas horas con él en su oficina.
—Despacho del abogado Damien Lake, habla Karina Bellia. ¿En qué puedo ayudarlo?
La mujer escuchó pacientemente la explicación que le daban desde el otro lado de la línea.
—Un momento, déjeme ver cuándo puede atenderlo el señor Lake.
De manera eficaz y rápida, la secretaria buscó un hueco en la agenda del requerido abogado, y le dio cita al nuevo cliente. Ambos se desocuparon a la vez del teléfono, pero Damien se quedó mirando a la nada, pensativo; finalmente sacó todo el aire que tenía en los pulmones y cerró los ojos con fuerza, como si con esa acción se desembarazara de todo lo que lo angustiaba. Karina lo miraba desde su sitio.
—Deja de atormentarte —le indicó ésta con voz dulce y condescendiente.
—Si fuera tan fácil... han pasado muchos años, pero todo duele como si fuera ayer.
Karina era de los pocos extraños que sabían su historia de la A a la Z, pero no había sido de forma voluntaria que por boca de Damien se enterara de todo. Un día había regresado a la oficina por la noche porque había olvidado unos escritos, y encontró entonces a Damien atormentado y sumergido en alcohol, en su despacho, en un estado realmente calamitoso y como nunca antes lo había visto. Ese día, vestido como estaba, lo metió en la ducha de su oficina para ayudarlo a aplacar los síntomas de la borrachera que tenía encima; luego buscó algo de ropa entre las prendas que Damien siempre dejaba allí, lo cambió y lo escuchó pacientemente, mientras lo recostaba en el sofá del despacho, para que, después de que se deshiciera de todos sus tormentos, durmiera ahí la mona, hasta el día siguiente. Desde esa vez, ella se había transformado en algo más que su secretaria; era algo así como su confesora, la que conocía todos sus martirios y la que lo había contenido y acunado contra su pecho mientras acariciaba la base de su cabeza con la misma paciencia con la que lo hace una madre o una hermana. Esa tarea siempre había sido realizada por su abuela, pero, ahora, Damien había dejado de buscarla, considerando que ella ya estaba mayor para seguir angustiándola siempre con lo mismo. Pensaba que, siendo él un adulto responsable, ella no tenía por qué continuar lidiando con sus angustias y sus temores; por eso prefería que creyera que todo estaba superado.
Damien sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, caminó hacia su escritorio, dejó su móvil sobre el cristal y, de inmediato, se sentó en su sillón de director ejecutivo para volver a sumergirse en la tarea interrumpida.
—Pongámonos a trabajar.
Con el ritmo que imponía Lake, las horas siempre pasaban más que volando.
—Son las doce, Damien; tienes un almuerzo pactado.
—Lo recuerdo; gracias de todas formas. Vete también a almorzar, que por la tarde continuamos.
—Tienes varias citas esta tarde, y una conferencia telefónica con el abogado de la parte contraria del caso Larroquette.
—Perfecto. Déjame las carpetas en el escritorio; así, cuando regrese, me pondré a repasar eso.
Pasados unos minutos de la hora acordada, Amber estacionó su coche y caminó escasos metros hasta el restaurante Joseph’s, ubicado en el número 3 de Hanover Square, en pleno distrito financiero de Manhattan. Como en el lugar ya la conocían, porque se trataba de un local al que asistía con frecuencia, de inmediato le indicaron la mesa donde Adriel estaba aguardándola. Sonrió sin poder evitarlo; sabía de sobra que su amiga ya estaría allí, puesto que la médica jamás llegaba tarde a ningún sitio.
Se saludaron con un abrazo y un beso, y luego ambas se acomodaron en la mesa. El camarero se acercó al instante para ofrecerles algún aperitivo.
—Bebamos un Martini —sugirió Amber.
—Sabes que casi no bebo alcohol.
—Pero de vez en cuando puedes romper tus propias reglas; estamos compartiendo el almuerzo y hacía mucho que no tenías tiempo para que lo hiciéramos. Además, presiento que las compras que luego haremos son por algo especial, ¿me equivoco? —Adriel sonrió sin desvelar nada—. Así que bien vale la pena un brindis por el cambio.
—Está bien, tomemos un Martini. Después de todo, tengo el fin de semana libre; por suerte hasta el lunes no trabajo.
El camarero se retiró para preparar la comanda y les dejó la carta, así que ellas se quedaron deliberando qué pedir para almorzar. No tardaron en traerles las bebidas.
—Brindemos por esta salida, y, cuéntame, ¿a qué se debe que quieras renovar tu vestuario?
Chocaron las copas y tomaron un sorbo; luego Adriel cogió una bocanada de aire, mordió la aceituna de su vaso y le dijo:
—Tengo una cita esta noche, con un colega del hospital, pero, no te embales, tómalo con calma.
—¡Adriel Alcázar!, ya era hora de que te desempolvaras un poco. Cuéntame, ¿cómo es?
—Es guapo, amable, buen médico, su especialidad es la cardiología, muy buen compañero...
—Adriel, con esa descripción que me has dado, la verdad es que creo que estás a punto de salir con mi tío el decano de la facultad de Medicina. —Ambas se carcajearon—. Ponle un poco más de entusiasmo; necesitas divertirte, pasarlo bien y olvidarte de las gasas y la povidona.
La médica exhaló con fuerza y puso los ojos en blanco.
—Tienes razón, es lo que pienso hacer: darle diversión a mi vida.
—Perfecto. En ese caso, reformularé la pregunta: ¿qué tan guapo es?
—Mucho; todas se mueren por él en el hospital. Cuando lo conocí tenía pareja, pero ahora hace algún tiempo que está solo.
—Sabes bastante de él.
—Siempre hablamos, a veces compartimos algún rato en la cafetería; nos llevamos bien.
—No necesitas un amigo, necesitas a alguien que te active por dentro y por fuera... así que cambia la actitud. Dime lo que te provoca.
—¡Pero mirad qué sorpresa, a quiénes me encuentro aquí!
Richard estaba de pie junto a la mesa, acababa de llegar a Joseph’s.
—Hola, Rich —saludó Amber mientras recibía gustosa el beso que su conquista le regalaba.
—Adriel, qué placer volver a verte.
—Hola, Richard.
—No sabía que almorzarías aquí.
—Yo tampoco sabía que te encontraría, Amber, la sorpresa es mutua, aunque no me extraña: Joseph’s se está convirtiendo en un clásico para ambos —acotó MacQuoid.
—Siéntate con nosotras.
—Espero a alguien, bonita. Estoy aquí por un almuerzo de trabajo, pero me tomaré algo con vosotras mientras espero.
El abogado se acomodó en la mesa con las damas y el camarero se acercó de inmediato. Richard tenía un atractivo rostro de facciones muy marcadas, un cuerpo esbelto y una mirada seductora y tranquila, como el azul de sus iris. Se veía siempre muy profesional y correcto.
—Señor, ¿se quedará en esta mesa? —indagó el camarero al verlo sentarse en otro sitio—, ¿aún le conservamos la otra?
—Estaré aquí hasta que llegue la persona a la que espero. Tráeme un Martini como el de las damas, por favor.
—En seguida, señor.
En medio de la conversación, Amber levantó la vista y se topó con el caminar altanero de Damien Lake, que se aproximaba hacia donde ellos se encontraban.
—Dios, ¿no me digas que esperas al indeseable de Lake?
—¿Por qué te cae tan mal? Amber, te aseguro que es una gran persona; hace muchos años que lo conozco, nos une una gran amistad.
Adriel sintió de pronto cosquillearle el estómago al oír su nombre; por esa razón, y para aplacar la sensación, sorbió un gran trago de su bebida. La necesitaba, pues aquel hombre la desequilibraba. Se preparó para escuchar su voz tan varonil, y sopesó al instante el estupor que la había invadido; su cerebro de pronto se mostraba lerdo y parecía no querer funcionar.
«Respira, Adriel, no dejes de hacerlo.»
—Vaya, pensaba que teníamos un almuerzo de trabajo; no me avisaste de que habías organizado una salida de cuatro —bromeó el recién llegado al aproximarse a la mesa.
Vestía un elegante traje de corte europeo, muy ajustado y en color tostado, corbata ambarina, zapatos de piel marrón que lucían inmaculados y camisa blanca. Damien tenía mucho estilo y exudaba personalidad; más de uno de los allí presentes había girado la cabeza al verlo entrar.
—Hola, Damien.
Richard le tendió la mano y éste, a su vez, le palmeó la espalda, acompañando el saludo. Al momento, el arrogante abogado llevó la mirada hacia su colega.
—Kipling —le ofreció una bajada de cabeza—, creo que, por nuestro amigo, tendremos que aprender a soportarnos.
—Pues debes saber que ni vacunada accedería a eso.
Lake cogió la mano de Amber y se saludaron con desgana; ninguno de los dos se tragaba y no podían disimularlo.
—Hola —clavó sus fatuos ojos de color ámbar en Adriel—; no quiero parecer descortés, pero... lo siento, no recuerdo tu nombre.
—Adriel, mi amiga se llama Adriel —lo informó Amber con desdén—. No te esmeres en mostrarte amable, sé de sobra que no lo eres.
Lake se inclinó ligeramente.
—Mi falta de amabilidad es contigo, tu amiga nada tiene que ver.
Damien se volvió para darle un beso en la mejilla a Adriel.
—Prometo que no se me olvidará más tu nombre; desde hoy lo guardaré para siempre en mi memoria —aseveró mientras la saludaba y le hablaba muy cerca.
La doctora Alcázar sintió, de repente, un temblor recorriéndole el cuerpo, y de inmediato atinó a dejar la copa que tenía en la mano para que no se notara el estremecimiento que ese hombre le ocasionaba. Intentó inspirar con fuerza para empaparse de su aroma, pero se contuvo; era ilógico que se sintiera así con alguien que ni siquiera recordaba su nombre, lo que hacía notorio que la otra vez ni tan sólo la había mirado.
—Hermoso perfume, Adriel; te hace justicia.
—Gracias —dijo ella con modestia.
—¡Ja! Déjate de cursilerías, Lake; guarda eso para tus zorras.
Amber soltó una risotada grotesca, y Damien entrecerró los ojos ante la acotación, giró el cuerpo destinándole una mirada letal y, sin temblarle la voz, le hizo saber:
—Kipling, déjame sacarte de tu error: a mis zorras les doy otra cosa que las deja más conformes y bien llenas, no les digo piropos; por el contrario, les regalo palabras sucias al oído mientras me las follo muy duro.
—Bueno, ya está bien, deponed esa actitud idiota. A ver si os enteráis de que estamos en Joseph’s. Ey, ¿pero qué os pasa a vosotros dos? —dijo Richard intentado frenarlos; era más que evidente que se aborrecían—. No estamos en los tribunales, aquí no necesitáis probar nada. ¿Podríais hacer un esfuerzo y trataros con cortesía?
—Lo siento, Adriel. —Damien se disculpó con la médica—. No he querido sonar irrespetuoso; te pido disculpas si te he agraviado con mis palabras, pero tu amiga me saca de quicio.
Ella asintió con la cabeza sin decir nada; no podía articular palabra ante la avasallante personalidad de aquel hombre que claramente la tenía en un estado de estupor incesante. Tragó saliva y volvió a beber de su Martini.
—Vamos a nuestra mesa, Damien. Almorcemos y ocupémonos de nuestras cosas; debo regresar antes de las tres, ya que tengo entrevistas con clientes —le sugirió Richard, mientras se ponía en pie y miraba a Amber, reprobándola. Su amigo había intentado ser cordial y ella le había buscado las cosquillas.
—También tengo una tarde muy ocupada, no perdamos más tiempo. Toma, Adriel. —Antes de retirarse, Lake sacó una tarjeta personal de su bolsillo y se la entregó—. Si alguna vez necesitas un buen abogado, no dudes en llamarme.
—Damien, ¡basta ya!
Richard reprendió a su amigo; era obvio que, siendo Amber abogada, lo expresado sólo era una clara provocación hacia ella.
—Ok, ok, no he dicho nada, pero que conste que yo me he acercado en son de paz y ha sido tu chica la que ha presentado batalla.
Amber se mordió la lengua, pero no contestó; se guardó el orgullo por Richard, que se mostraba claramente muy incómodo.
—Luego te llamo, Amber —le dijo MacQuoid al tiempo que se inclinaba para darle un beso en los labios.
Acto seguido, el abogado se despidió de Adriel. Damien simplemente le dedicó a la médica un guiño de ojos.
—Quita esa cara de tonta.
Amber increpó a su amiga apenas se alejaron.
—¿Qué?
—Que dejes de seguirlo con la vista.
—No lo estoy mirando.
—Pues no es lo que parece.
—Podrías hacer un esfuerzo por Richard, es su amigo. ¡No comprendo por qué lo odias tanto!
—Es una hiena que sólo piensa en su beneficio; no tienes idea de lo mala persona que es.
—Al parecer, Richard no piensa igual... y parece conocerlo muy bien.
—No entiendo cómo puede ser su amigo; no quiero desilusionarme tan pronto de él, pero lo creía más inteligente.
—Tal vez tengas un concepto erróneo, sólo conoces a Damien superficialmente.
—¿Vas a defenderlo? Pero... ¿qué tiene este tipo que emboba a todas las mujeres?
—Bueno, lo que tiene está a la vista, está como quiere, pero a mí no me emboba, simplemente le doy el beneficio de la duda. Aunque...
—¿Qué?
Adriel recordó los acontecimientos del baño y cómo lo había visto claramente usar a esa mujer y luego irse con otra, pero se arrepintió de inmediato: no pensaba continuar y contárselo a Amber, ya que eso sólo restaría más puntos al concepto que al parecer su amiga tenía de él. La doctora no quería que lo de ella y Richard dejara de funcionar. El abogado MacQuoid le gustaba para su amiga; parecía un hombre muy centrado, y era la antítesis de los tipos con quienes a menudo Amber se enredaba. Éste parecía serio, al menos su aspecto así lo decía.
Mientras tanto, en la otra mesa, Damien se burlaba de su colega.
—Parece que te ha dado fuerte con la arpía de Kipling.
—¿Puedes respetar a la que es mi actual pareja? ¿No entiendo a qué viene tanta antipatía?
—Ella es la que no me tolera; una historia antigua que al parecer no olvida.
—Acaso... ¿tuviste algo con ella?
—¡No!, y lo agradezco. Es una víbora ponzoñosa, ten cuidado.
—Basta; me tenéis harto, cambiemos de tema.
El camarero se acercó con las cartas, pero ellos tenían muy claro lo que querían comer, así que hicieron su pedido sin siquiera mirarlas.
—Bueno, ¿qué es lo que querías que habláramos?
—Te quiero en mi firma.
Damien fue directo al grano, sin ningún rodeo; su voz sonó enfática, para que no le quedase a MacQuoid ninguna duda de sus pretensiones.
—Estoy bien donde estoy. Te aprecio como amigo; como jefe... temo cambiar la opinión que tengo de ti.
—Te quiero litigando para Lake & Associates. La firma no quiere nada de todos los honorarios de tus casos, sólo se deducirán impuestos y la paga del equipo de asesores. Lo que quiero es el prestigio de tu nombre y, a cambio, te ofrezco la reputación de nuestro bufete. Eres uno de los mejores abogados de Manhattan en cuanto a divorcios contenciosos, te quiero con nosotros. Richard —le palmeó el hombro—, deseo tenerte en mi equipo, amigo. Piénsalo; quiero una respuesta cuando terminemos de almorzar.
Damien tomó su copa de vino, que el camarero había llenado momentos antes, y sorbió de ella mientras levantaba la vista; en aquel instante, su mirada ambarina se topó con la mirada aguamarina de Adriel, que se sintió atravesada por la de él. Ella quería esquivarlo y mirar hacia otro lado, pero el ángulo donde estaba sentada lo dificultaba; además, parecía amarrada a esos ojos marrones que no le quitaban la vista de encima. Se mordió el interior de la boca.
«Que el cielo me ayude.»
Esa desnuda admisión sólo la puso más nerviosa.
—Ve preparando tus bolas, porque te caparán.
Richard bromeó cuando descubrió la dirección de la mirada de su amigo.
—Lo sé —asintió Damien sin apartar la mirada de la doctora—; si tu chica ve lo que estoy intentando, seguro que me corta las pelotas aquí mismo y las deja encima de la mesa, para que todos vean lo que ha hecho conmigo. Le encantaría conseguirlas como trofeo de guerra. —Seguía mirando a Adriel mientras le contestaba a su amigo—. Es muy bonita, una belleza candorosa, angelical como su nombre, aunque, créeme, ésas son las peores.
—Ya, olvídate de ella. Como dijo Amber, no se parece en nada a tus zorras.
—Tal vez no tenga nada de mis zorras, pero siempre se pueden convertir... sabes, esto es como un evangelio: sólo basta tentarlas y todas terminan, en la intimidad, siendo como uno quiere que sean. Amigo, la calentura alecciona hasta a la más santa, créeme.
—Déjala en paz. Oye, jugamos a fútbol americano la semana próxima —le informó su amigo—. ¿Contamos contigo, verdad?
Damien se obligó a apartar la vista y dejar de lado la provocación que había iniciado. Se sonrió, malévolo, antes de desistir y concentrarse en lo que Richard le decía.
—Tengo un juicio en puertas, pero intentaré hacerme un hueco. Me vendrá bien distraerme.
Siguieron conversando animadamente. Para cuando la comida concluyó, MacQuoid había conseguido que Lake le diera unos cuantos días más para pensar su propuesta. Por su parte, Amber y Adriel ya se habían marchado del restaurante, pero antes de hacerlo se habían despedido de Damien y de Richard muy furtivamente, con una simple seña desde lejos.
Después de pasar toda la tarde de compras, Adriel llegó a su apartamento cargada con bolsas de las mejores tiendas de Nueva York. Si pensaba dos segundos en la brecha que había sufrido su metódica economía, sin duda opinaría que no había sido una buena idea pedirle a Amber que la acompañara, puesto que ella era pura y exclusivamente marquista. Lo cierto era que, para lamentaciones, era demasiado tarde; el gasto ya estaba hecho y, además, hacía demasiado tiempo que no hacía algo por su persona. De todos modos, era innegable que había disfrutado eligiendo su nuevo vestuario.
Puntualmente y a la hora acordada, Greg Baker pasó a por ella. Adriel ya estaba lista cuando sonó el timbre de su apartamento, así que, tras coger su bolso, bajó de inmediato para no hacer esperar a su cita.
—¡Estás muy guapa!
Greg saludó a la médica con un breve contacto de labios. Nada más apartarse, sin disimulo, admiró lo bien que le quedaba el vestido que llevaba puesto. Estaba acostumbrado a verla con el mono de Urgencias o vestida de manera muy sencilla, así que, al advertir las formas de su cuerpo, que aquella prenda descubría ante sus ojos, se sintió un hombre muy afortunado por disfrutar esa noche de su compañía. La cogió por la cintura y Adriel se dejó guiar hasta el coche; caballerosamente, Greg le abrió la puerta, esperó paciente a que se acomodara y luego, muy diligente, se acomodó a su lado y partieron de allí.
Llegaron al barrio Upper East Side de Nueva York, donde estaba ubicado el restaurante Daniel; allí los aguardaba una mesa reservada especialmente para ellos. Adriel ya conocía el local, pues, cuando su madre estaba en la ciudad, habitualmente comían allí, así que no se impresionó por el sofisticado bar ni el salón de majestuosa arquitectura neoclásica.
—Buenas noches, señorita Alcázar, bienvenida.
El relaciones públicas la reconoció al instante; todos allí sabían que ella era la hija de la eminencia en cirugía cardiovascular que el país había exportado a España, más concretamente a Barcelona. Greg, que quería sorprenderla, se sintió desmoralizado, pero intentó ocultar su decepción.
—Hola, Peter —Adriel saludó al empleado por su nombre de pila y le tendió la mano; se notaba que lo conocía muy bien.
Al instante, después de estrechársela, aquel hombre se dirigió a su acompañante.
—Señor, buenas noches. ¿A nombre de quién está hecha la reserva?
—Buenas noches. Está a nombre de Baker, Greg Baker —añadió el médico.
Tras ubicar su nombre en la lista, él mismo los acompañó, después de hacerle una seña a uno de los empleados para que custodiase la entrada.
—¿Desean pasar al bar o prefieren ir directos al salón?
Greg miró de forma inquisitiva a Adriel, dejando que ella decidiera.
—Prefiero que pasemos directamente a la mesa, Greg.
Nada más acomodarse, llegó un camarero con dos copas de champán, cortesía de la casa por ser Adriel una comensal considerada como distinguida.
—Espero que disfruten de la velada; aquí les dejo la carta —les anunció el relaciones públicas, que aún permanecía con ellos, adulándolos.
—Muchas gracias, Peter.
El empleado se retiró y finalmente se quedaron solos.
—Vaya, creía que te traía a un sitio donde te sorprendería, pero el sorprendido he sido yo. Te conocen muy bien.
—Son los beneficios de ser la hija de Hilarie Dampsey, ya sabes; aunque preferiría obviar todo esto, no puedo pasar por descortés. Sin embargo, ya sabes que soy una persona muy discreta, y este trato preferencial, más que halagarme, me incomoda.
—Pues no deberías sentirte así... no tiene nada de malo que nos regalen una copa de champán. —La levantó para chocarla con la de Adriel, que respondió al brindis al instante—. Brindemos por la primera de muchas noches juntos.
Adriel sonrió tímidamente y luego bebió de la burbujeante bebida.
—¿He dicho algo que te ha incomodado?
—No, todo está bien; lo siento si te ha dado esa impresión, no ha sido mi intención.
—Adriel, me gustas mucho; quiero que nos conozcamos más allá del plano laboral. Hace tiempo que trabajamos juntos, que nos conocemos, y no creo que hagan falta demasiados rodeos para decirte a lo que aspiro; sólo espero que tú también quieras lo mismo que yo.
—Sí, quiero conocerte, Greg. De hecho, por eso he aceptado esta invitación; ten por seguro que hubiera encontrado una excusa perfecta de no ser así.
Baker cogió su mano y se la besó; en contraste, la miró con su calma mirada avellanada, insinuándole con ella que la cena era el comienzo de la velada que tenía planeada para ellos.
La noche fue avanzando y, mientras degustaban una magnífica comida, la conversación entre ellos fue fluyendo; hablaron de temas diversos, pero el eje de la charla, más que nada, se focalizó en el trabajo que ambos compartían.
Hacía rato que habían terminado el postre; bebían un aperitivo sin alcohol cuando Greg estiró un brazo y entrelazó una mano con la de Adriel; luego la miró a los ojos y le preguntó:
—¿Quieres que nos vayamos?
—Bueno. —La médica se sintió un tanto tímida, pero quería hacer el esfuerzo de seguir conociendo a Greg; le caía bien, pero de todas formas había algo que la frenaba, una sensación extraña la hacía desear que el doctor no continuara avanzando—. Iré al baño y luego, si te parece bien, nos vamos.
—Perfecto; pediré la cuenta mientras tanto.
Aunque no lo estaba pasando mal, tampoco era que esa noche junto a él le estuviera marcando alguna diferencia. Mientras caminaba hacia el tocador de mujeres, sus pensamientos eran una continua vorágine, ya que en aquel momento estaba considerando seriamente la mejor manera de despedirse de Greg, que fueran despacio.
Al salir del baño, irguió su cuerpo, alisó la falda de su ceñido vestido color rosa pálido y se aventuró a caminar con decisión de regreso al salón donde Greg Baker la estaba esperando.
—¡Adriel, qué sorpresa encontrarte aquí! —Damien la escaneó de pies a cabeza y le gustó lo escultural que lucía la doctora dentro de ese vestido de líneas rectas y simples, que se le ajustaba al cuerpo como si fuera la prolongación de su piel. Ella, descolocada, tuvo que mirar dos veces al hombre que se le acercaba.
—Abogado Lake.
—¡Cuánta formalidad!
Adriel lo había saludado con indiferencia; necesitaba que su cuerpo trasmitiera todo lo contrario a lo que le producía verlo. Parecía, de pronto, como si el destino, de buenas a primeras, lo pusiera en los lugares donde a ella se le ocurriera ir y fuera inevitable encontrárselo.
Le tendió la mano, pero él no se la estrechó; le dio un beso en la mejilla, deteniéndose más de la cuenta en su faena.
—Nombre interesante y poco común; te he dicho que no lo olvidaría. ¿Has visto? Lo he recordado muy bien, tienes nombre de ángel. Si no me equivoco... —entrecerró los ojos mientras le hablaba muy cerca—, en algún pasaje de la erudición rabínica es el nombre que se le da a uno de los catorce ángeles de la muerte.
—Lo eligió mi padre, lo sacó de ahí mismo. Buenas noches, Damien, me están esperando.
Adriel intentó irse y escaparse del claro dominio de aquellos ojos marrones llameantes; él tenía una voz sexy y sombría, como si un halo de oscuridad lo envolviese. Sin embargo, el irrefrenable seductor que era Damien Christopher Lake no se lo permitió; cruzó simplemente el pequeño espacio que los separaba y se aproximó peligrosamente a ella aspirando su aroma, mientras apoyaba una mano contra el muro para arrinconarla de forma arbitraria contra su cuerpo y la pared. Obviamente él tampoco era tan inmune como parecía. Aunque intentaba mostrarse seguro de sí mismo, acorde con su temperamento, en su interior se había desatado una lucha de poder irrefrenable. Damien se sentía confundido por la belleza sin igual de Adriel; ella tenía cara de ángel, haciéndole honor a su nombre. La tentación por dominarla parecía descomunal y, en consecuencia, se sintió manipulado por ella con la misma facilidad con la que llevaba a cabo sus funciones vitales.
De tan cerca, la médica advirtió en él algo magnético e irresistible, que iba más allá de su belleza física; su voz profunda pareció palpitar a través suyo, mientras que su sonrisa le otorgó a su rostro un aire constante de malicia.
Damien recorrió con la vista el largo de su cuello, y admiró la textura de porcelana de su piel; luego depositó la mirada en sus labios y, finalmente, se tomó todo el tiempo para enfrentar con determinación sus ojos.
De inmediato, la mente de Adriel voló, recordando el episodio en el baño en la fiesta de Richard; por supuesto que no estaba dispuesta a convertirse en una de las que le hacían el favor a Lake, no iba a regalarle alivio con un polvo rápido. Si él creía que podía evangelizarla como a una de sus zorras, estaba lisa y llanamente equivocado. Levantó una pierna, rozando con la rodilla sus partes íntimas, y él pensó que su acercamiento había tenido el efecto deseado. La doctora, entonces, le susurró al oído, dejando la cálida estela de su aliento sobre su piel.
—Para su seguridad le diré que no se fíe de una mujer con nombre de ángel; tranquilamente lo podría haber dejado doblado en medio del pasillo con sólo levantar mi pierna con un poco de ímpetu.
Mientras le decía esto de forma muy pausada, Damien no apartaba su mirada de aquella boca perfecta pintada de rojo, en la que claramente asomaban los incisivos superiores, que se apoyaban levemente en el labio inferior cuando hablaba.
—Los testículos son una de las zonas más sensibles y débiles de un hombre. Tanto cuando se quiere dar placer extremo durante el sexo... como cuando se quiere infligir un gran daño.
Lo empujó y se fue de allí hecha un lío, temblando... pero obviamente eso él no lo había notado, porque ella se había mostrado segura de sí misma. Sus pulmones parecían haberse atestado de hormigón y sólo podía respirar en pequeñas dosis; necesitaba calmarse, pues podía oír la sangre borboteando por sus venas y la fuerza con la que el corazón le latía dentro del pecho.
Regresó a la mesa, donde Greg la esperaba. A simple vista el médico percibió que ella lucía acalorada. Adriel se sentó, intentando concentrarse de nuevo en la velada, pero le resultaba difícil después de lo ocurrido; aún podía oler la cercanía de Damien, aún podía sentir su respiración sobre su rostro.
«Dios, si el demonio existe, sin duda se asemeja a Lake, porque es un pecado mortal que siembra lujuria a su paso; tan sólo rezuma sexo», se dijo mentalmente.
—¿Estás bien?
—Sí, perfectamente bien. En el baño había mucha gente y me sentí agobiada.
—Bebe un poco de agua.
Greg le acercó la copa y ella la sujetó entre sus dedos; tenía la garganta seca, así que se bebió todo el contenido de un tirón.
—¿Mejor?
—Sí. Vámonos ya.
Greg se puso de pie y retiró la silla de Adriel, luego le alcanzó su bolso de mano y se prepararon para salir del local.
Mientras esperaban a que les trajeran el vehículo, advirtió con claridad que alguien se aproximaba a ellos; no tardó en advertir por el rabillo del ojo de quién se trataba. Adriel quería mantener la seguridad con que se había plantado frente a Lake en el pasillo que llevaba a los baños, pero lo cierto era que sus modos seguros y su media sonrisa jactanciosa refutaban una fuerza que apenas dominaba en su interior. No era cuerdo estar sintiendo eso cuando a su lado tenía a Greg; se suponía que estaba ahí con él porque ese hombre la atraía.
Al abogado se lo veía muy bien acompañado: a su lado se encontraba una escultural dama que se veía altísima y muy elegante, enfundada en un vestido de color rojo, de encaje y con algunas transparencias. Damien, indiscutiblemente, había recuperado su distintiva arrogancia y la ignoró por completo, afianzando a su acompañante por la cintura. Se mofó en silencio cuando notó que primero le trajeron a él su coche, lo que le hizo saber que el hombre que acompañaba a Adriel no era nadie.
—Buenas noches —saludó burlón, y la comisura de su boca se elevó hasta formar una media sonrisa.
Greg respondió al saludo del abogado por cortesía, pero ella se abstuvo.
«Si será petulante», pensó.
—¿Lo conoces?
—¿A quién?
—Al hombre que nos acaba de saludar.
—No.