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Adriel Alcázar, médica de Urgencias de uno de los hospitales más reconocidos de Nueva York, jamás faltaba a su palabra; no obstante, ese día estaba más que tentada de hacerlo.

Eran pasadas las seis de la tarde y por fin había terminado su turno en el trabajo; su cuerpo demandaba a gritos descanso, porque realmente había sido una semana muy intensa, con guardias que parecían inacabables y días eternos en los que no paraban de presentarse urgencias; pero, a pesar de desear infinitamente llegar a su casa, derrumbarse en su cama y sólo dormir y dormir, sabía que, de momento, eso no era posible.

Caminaba con desgana y bastante malhumorada; tenía claro que no podía eludir el compromiso que su mejor amiga le había impuesto. No le apetecía asistir a esa fiesta, pero Amber le había hecho prometer que la acompañaría. Su amiga, de profesión abogada, se encontraba en una etapa de entusiasmo evidente con su nueva conquista, y estaba empeñada en que conociera a quien por esos días le quitaba el sueño y la tenía como abeja revoloteando en torno al panal. Hacía exactamente dos semanas que la joven, de forma insistente, se encargaba de recordárselo a diario; la última vez había sido ese mediodía, a través de una llamada telefónica durante la hora del almuerzo, por si acaso se le ocurría echarse atrás.

Adriel marcó su salida en la ficha de empleada y se dispuso a alzar el vuelo.

—Adiós, Margaret, nos vemos el lunes —se despidió de la joven recepcionista del hospital, mientras buscaba en su bolso las llaves del coche.

—Trate de descansar; el lunes no la quiero ver con esas ojeras que deslucen el aguamarina ahumado de sus cristalinos ojos.

—¿Tan mal me veo?

—Ay, doctora, es que su piel es tan blanca y transparente, que se nota a simple vista que necesita dormir al menos ocho horas seguidas.

—Te prometo que lo haré, pero tutéame, Marge, por favor; te lo he pedido muchas veces ya.

Le contestó mientras se estiraba sobre el mostrador, al tiempo que le daba un beso en la mejilla a la chica afroamericana, que llevaba sus carnosos labios pintados con brillo y su renegrido pelo, alisado y cortado en capas al estilo edgy.[1]

—El lunes le traeré un trozo de ese pastel de arándanos que tanto le gusta.

—Humm, estaré deseando que sea lunes, entonces; pero, si no dejas de tratarme de usted, te prometo que ni lo probaré.

—Está bien, Adriel, prometo que lo intentaré.

—Que tengas un buen fin de semana, Margaret; disfruta de la familia, saludos a tu pequeño y a tu esposo.

Cruzó la puerta de salida y dejó atrás el bullicio de la sala de espera del Presbyterian Lower Manhattan, desembarazándose por completo de todo cuanto allí acontecía; necesitaba imperiosamente hallar un poco de paz. Margaret tenía razón, estaba agotada.

El hospital estaba ubicado en un punto estratégico de la ciudad, cercano al ayuntamiento; exactamente en el 170 de la calle William, a pocos metros del puente de Brooklyn.

Ese día, en particular, había sido uno de los más ajetreados, cosa que no se diferenciaba demasiado de otros, ya que el hospital era receptor del 911[2] y centro de traumas. Mientras caminaba atravesando la entrada, se contentaba con el hecho de saber que le esperaban dos días de descanso; sólo tenía que asistir esa noche, en compañía de su amiga, a esa fiesta, y luego le quedaría el fin de semana entero para descansar, cosa que no era muy frecuente.

Por lo general, el característico olor a hospital no la incomodaba, porque formaba parte de su vida diaria, y era así desde que tenía uso de razón; pero ese día, nada más salir a la calle, anheló colmar sus pulmones de oxígeno y lo disfrutó. Era imperioso para ella dejar atrás el aroma a povidona y alcohol del que se sentía impregnada, aunque, por supuesto, le resultó imposible, porque ese olor formaba parte de sí misma.

Tras el encierro de las últimas horas en la guardia del hospital, entornó los ojos, que le escocían, y se sintió visiblemente cegada al salir a la luz del día. Se colocó unas gafas oscuras para protegerse del sol y detuvo su marcha, parándose con los pies juntos, mientras echaba la cabeza hacia atrás para poder apreciar el cielo de Nueva York; éste lucía despejado, así que todo hacía pensar que sería una magnífica noche estival.

Retomando su camino, se dirigió hasta donde había quedado aparcado su coche. El calor del verano en los primeros días de julio se empezaba a sentir; ese día en concreto era muy húmedo y, en consecuencia, sofocante.

Llevaba a cuestas una pesada mochila atestada con ropa que había sacado de su casillero del hospital, porque éste estaba realmente atiborrado de sus pertenencias; simplemente, al abrirlo y mirar dentro, se había dado cuenta de que era imperioso poner orden en él.

Abrió su Bentley Continental GT Speed, gris antracita, un regalo de graduación que le había hecho su madre cinco años atrás, cuando había conseguido su título de Medicina. Aunque el automóvil ya tenía algunos años, pues era de segunda mano, y últimamente su progenitora insistía en que debía renovarlo, pero ella se negaba a hacerlo. Adriel estaba encariñada con él y no consideraba necesario cambiarlo. Lo cierto era que a la doctora Alcázar siempre le costaba mucho aceptar los presentes de su madre, como cuando le compró el piso donde ahora vivía en el barrio de TriBeCa. En aquella ocasión, Hilarie lo había hecho para facilitarle las cosas, proporcionándole una vivienda más próxima al lugar de sus estudios, en la Universidad de Nueva York, NYU; sin embargo, lograr que Adriel aceptara le había costado semanas de infructuosa persistencia, ya que, pese a su insistencia, no parecía haber manera de hacerla cambiar de opinión; por tal motivo, al no poder doblegar la terquedad y el orgullo de su hija, finalmente Hilarie lo había adquirido sin su aprobación y a ella no le había quedado más remedio que quedárselo y mudarse a él. Por supuesto, su oposición le había salido cara, ya que su madre había terminado comprando una propiedad mucho más costosa de la que ella hubiera elegido.

La madre de la doctora Alcázar también era médica, pero, a diferencia de ella, que siempre había soñado con serlo de Urgencias, Hilarie Dampsey era una eminencia en cirugía vascular, reconocida a nivel mundial.

La doctora echó la mochila en el asiento de atrás, dejó su bolso en el del acompañante y, a continuación, se montó en el Bentley con la intención de marcharse hacia su casa lo antes posible.

 

 

Se había hecho la hora de salir, y realmente le había costado mucho escoger qué ropa ponerse; hacía tanto que no salía de fiesta que, al buscar algo acorde con el sitio al que iba, se dio cuenta de que su vestuario se veía bastante pasado de moda, y que, por el contrario, estaba atestado de uniformes médicos.

—Hola, Adriel, ¿estás lista? Paso a recogerte en quince minutos.

—Sí, Amber, hace media hora que estoy preparada, esperándote. Se suponía que vendrías a por mí a las diez; son las diez y media y me dices que llegas en quince minutos. Odio la impuntualidad y, encima de que no tenía ningunas ganas de acudir a esta fiesta y lo hago por ti, me haces esperarte eternamente.

—Adriel, ¿eres tú?, porque a veces tengo la impresión de estar hablando con mi madre en vez de contigo... Creo que ni siquiera ella está tan amargada como tú —le dijo con sarcasmo—. Ese trabajo tuyo cada día te agria más el carácter. Abandona esa sala de Urgencias, por favor, porque la gente que acude ahí te está desquiciando.

—Deja de decir estupideces, cuelga el teléfono y ven de una vez por todas.

—Eres insufrible, amiga. Si no fuera porque te adoro, ya te habría dejado de hablar. Sigue mis consejos, así nunca conseguirás pretendiente, los espantas con ese humor tuyo.

—¿Y quién te ha dicho que ando en busca de un pretendiente?

—Pues déjame decirte que al menos, ya que no buscas novio, te busques a alguien que te folle, nena, porque de verdad creo que eso calmaría considerablemente tus nervios. ¿Cuánto hace que no te acuestas con alguien, mi vida?

—Ven a buscarme de una puñetera vez, o te prometo que me quito la ropa y me meto en la cama.

—Ya estoy en el coche. Ni se te ocurra acostarte, porque te saco de los pelos.

—Entonces, date prisa.

 

 

Llegaron a la fiesta privada que se llevaba a cabo en The Press Lounge, un elegante bar ubicado en la planta dieciséis del hotel Ink48, en el barrio Midtown, en Nueva York. Amber Kipling facilitó apresuradamente los nombres de ambas a quien estaba a cargo de comprobar las invitaciones y, tras verificar que figuraban en la exclusiva lista, aquel hombre las dejó pasar al selecto establecimiento; atravesaron el vestíbulo y se montaron rápidamente en uno de los ascensores que las trasladó hasta la terraza, donde se festejaba el cumpleaños del prestigioso abogado Richard MacQuoid.

—¿Te parece que estoy bien con este vestido?, ¿no es muy antiguo?

—Adriel, no sé cómo lo logras, pero hasta con el mono de cirugía te ves increíble.

—Mentirosa. Acepto que este vestido es lo más moderno que he encontrado en mi vestidor, pero en verdad no quiero que pases vergüenza por mi culpa.

—Pero ¿qué dices?, Adriel, si estás preciosa —le respondió con honestidad.

—Tú estás deslumbrante, siempre eres un icono de la moda. Yo, en cambio, no sé ni cómo he conseguido dar con esta prenda en mi armario. Que conste que he venido sólo por ti, estoy casi sin dormir.

—Gracias, cariño, eres la mejor. Me hace muy feliz saber que siempre puedo contar contigo.

Llegaron a la azotea. En el espacio exterior había no menos de cien personas que pululaban por el exclusivo bar. La protagonista del lugar era una piscina iluminada en tonalidades azules, y todos los invitados se concentraban en torno a ella, al tiempo que conversaban y bebían. Nada más entrar, el cumpleañero, que se encontraba hablando muy distendido con un grupo de amigos, se apartó y salió de inmediato a su encuentro para darles la bienvenida.

—Richard, esto es muy top, me encanta —le hizo saber Amber, entusiasmada, mientras saludaba al homenajeado con un toque de labios y le deseaba felicidades. Ellos, por esos días, mantenían algo así como un acercamiento que no parecía realmente muy importante.

—Creí que no vendrías, mira la hora que es.

—¿Y perderme tu fiesta? ¿Cómo se te ocurre? Lo que pasa es que odio llegar cuando todavía no hay nadie.

Richard la cogió de una mano y la hizo girar sobre sí misma; le apetecía admirar la belleza de la mujer de piel color bronce, ojos azules grisáceos, cabello castaño y rasgos mediterráneos que, sin duda, lo tenía como loco. Amber lucía espectacular; llevaba puesto un vestido corto de color rojo muy ajustado, que delineaba sus curvas y destacaba la exquisitez de sus torneadas piernas.

—Estás preciosa, más que de costumbre. —Enredó su brazo en su cintura para depositarle un beso en el cuello.

—Tú también. Déjame presentarte a mi amiga Adriel Alcázar, la mejor médica de Nueva York; Adriel, él es Richard MacQuoid, el mejor litigante de divorcios que conozco y el más buen mozo —le indicó a su amiga mientras se mordía el labio inferior, en el momento en que él se acercó a saludarla, dándole a Amber la espalda.

«Me lo como», gesticuló por detrás de él, y Adriel intentó no reírse ante la ocurrencia de la abogada.

—Encantado, Adriel; tu amiga es un poco exagerada en cuanto a mis dotes como litigante.

—Humm, no creo que Amber exagere; la conozco muy bien y sé que, si no fuera cierto, no estaría halagándote tanto. El gusto es mío, Richard, felicidades. Toma, este obsequio es para ti.

—Muchas gracias. —Adriel sonrió mientras asentía con la cabeza. El abogado abrió el paquete y sacó de él un perfume de su marca preferida.

—Amber me pasó el nombre del que usas.

—No tendrías que haberte molestado.

—Ahora toma mi presente, Richard. Espero que te guste. No sé si ya tienes uno; si es así, podemos cambiarlo; yo tengo uno y me resulta muy útil.

El abogado quitó el envoltorio y descubrió un escáner portátil, que servía para no tener que andar sacando copias de escritos y expedientes en una fotocopiadora.

—Me encanta, nena. No tenía ninguno, es un regalo muy útil. Gracias, guapa.

—Me alegra haber dado en el clavo.

—La fiesta está muy animada —intervino Adriel, después de que el abogado y su amiga separaran sus labios tras el agradecimiento por el obsequio.

—Espero que lo paséis muy bien. Tu amiga me ha hablado mucho de ti, y debo confesar que estaba muy intrigado por conocerte —comentó Richard extendiéndole un claro cumplido.

—Sólo deseo que no te haya contado intimidades. —La médica sonrió—. Aunque, como sabe que yo también puedo contar muchas de ella, no creo que se haya atrevido a ventilar las mías; está al corriente de que puedo ser muy vengativa.

—Adriel, eso me interesa. ¿Cuándo podríamos tomar un café? —bromeó el abogado.

—Mi amiga jamás te revelaría nada. —Adriel sonreía divertida mientras Amber aseveraba con mucha seriedad.

—¿Ah, no? Entonces eso significa que sí tienes secretos. —Richard la instigó.

—¿Quién no los tiene?

—Declaro ahora mismo que estoy verdaderamente intrigado. —Le besó la punta de la nariz—. No temas, prefiero descubrir todos tus secretos yo mismo.

—Te aseguro que no te arrepentirás de nada de lo que descubras —apostilló Adriel.

—Veo que tienes una gran defensora; perdón, tenía entendido que tú eras médica.

Los tres se carcajearon por la broma lanzada por el abogado.

—Pongo las manos en el fuego por ella. Con Amber somos amigas íntimas —aseveró la doctora sin temblarle la voz—. Richard, no sé si debería decir que ella también me ha hablado mucho de ti, y de igual forma me sentía muy intrigada por conocerte.

—Uff, qué responsabilidad, espero pasar la prueba.

Volvieron a reír.

—Has salido ileso de la primera, eres muy carismático.

Siguieron riendo.

—Acompañadme, vayamos dentro a dejar esto —mostró sus regalos— y pidamos algo para beber.

El abogado las guio hasta la barra, llevándolas a ambas por la cintura; a su conquista la pegó muy a él, demostrándoles a todos los presentes que esa mujer escultural le pertenecía. Richard y Amber pidieron champán y Adriel, un Bora Bora. La doctora casi nunca bebía alcohol y menos muerta de sueño como estaba, se dormiría de pie si lo hacía; así que, tras consultar al barman, aceptó su sugerencia y se decidió por ese cóctel a base de frutas. Mientras los tres conversaban animadamente, se acercó un joven con rasgos muy masculinos y cuerpo escultural, tal como se podía apreciar a través de la ropa que vestía.

—¡Damien!

Éste y el anfitrión se palmearon efusivamente la espalda, demostrando ambos el regocijo que les causaba encontrarse. El recién llegado era el espécimen más increíble en el que Adriel había puesto los ojos alguna vez. Medía aproximadamente un metro noventa, tenía el cabello de color castaño claro, cortado casi al ras en la nuca y con el flequillo echado hacia atrás. Era poseedor de unos intensos ojos marrones claros, con matices amarillentos y rojizos, que impactaban y hacían que uno no pudiera evitar mirarlo. Iba ataviado con un traje azul oscuro, cuyos pantalones entallados le acentuaban la musculatura de las piernas, a la altura de los femorales y los cuádriceps, y lo acompañaba con una camisa informal de una tela ajedrezada, que le daba frescura y le restaba seriedad, al igual que la descuidada barba de pocos días, que lucía muy pulcra. Se lo veía muy estético de pies a cabeza.

—Te presento a unas amigas.

—Hola, Kipling. —El atractivo hombre hizo un gesto con la cabeza, pero no se acercó a saludar a la abogada; se percibió un cierto resquemor entre ellos.

—¿Os conocéis? —preguntó Richard.

—Sí, por desgracia —soltó Amber, sin pelos en la lengua.

—Uy, uy, preciosa, creo que mi amigo no es santo de tu devoción, pero no me extraña, sé que él desata pasiones ambiguas.

—Más bien diría que soy su piedra en el zapato —acotó el recién llegado muy sarcásticamente, y con una sonrisa de superioridad que daba ganas de patearle el trasero—. ¿Cuántos juicios te llevo ganados, Kipling? Seguro que tú lo sabes mejor que yo, porque lo cierto es que hace tiempo que he perdido la cuenta.

—Maldito egocéntrico.

—Ah, ya entiendo. —Richard agitó la cabeza—. Maldición, Damien, deja por un rato tu ego de lado. Te presento a la doctora Adriel... —Hizo un gesto con la mano porque no recordaba su apellido.

—Adriel Alcázar —intervino ella, al tiempo que le tendía la mano.

—Encantado, Damien Christopher Lake, abogado. —Él esquivó su mano y le dio un apático beso en la mejilla.

No era común que alguien se presentara con su nombre completo, lo que demostraba que sí tenía el ego muy enaltecido.

Inmediatamente después de haber saludado, Damien entabló conversación con Richard, intentando excluir claramente a las damas, sin molestarse en disimular que ansiaba fastidiar a Amber, incluso parecía disfrutar de ello.

Cualquiera lo hubiese considerado un completo grosero, pero, a pesar de la incomodidad de la situación, el porte del abogado tenía a Adriel impactada desde que había llegado y, aunque él se había esforzado en ignorarlas, ella no había podido apartar sus ojos de él.

«Lake es uno de esos hombres que, cuando lo ves, sólo te da por pensar que quieres que sea el padre de tus bebés.»

Sacándola de sus reflexiones, su amiga le solicitó que la acompañara al baño. Tras disculparse con Richard, se alejaron y, tan pronto como se quedaron solas, Adriel la interrogó.

—¿Qué ha sido eso? ¿Por qué tanto odio?

—Porque, como dije, es un egocéntrico. No puedo creer que sea amigo de Richard. No estoy dispuesta a que arruine mi noche; quiero y sé que puedo ignorarlo, así que mejor cambiemos de tema. ¿Qué te ha parecido Richard? ¿No crees que es muy mono?

—Sí, Amber, no exageraste en nada; está de infarto, tu abogado.

—Y me tiene locaaaaa... —exclamó la mujer de cabello color azabache, y se carcajearon.

En el baño, Amber entró en el váter y Adriel se quedó arreglando su refulgente cabello, que era tan dorado como si en él llevase rayos de sol. Se lo sacudió con las manos para separar las ondas que se le marcaban, y luego se miró al espejo mientras alisaba el minivestido amarillo, de estilo ochentero, que llevaba puesto; se acomodó la falda y dejó que una de las mangas murciélago le cayera, para que un hombro le quedara al descubierto. De pronto se había sentido animada; consideraba que había hecho bien en acompañar a Amber a la fiesta, ya que hacía tiempo que no salía.

No estaban solas en el baño, pues había otras mujeres que se retocaban frente al espejo, al igual que ella. Mientras lo hacía, pensaba en el abogado y, aunque se sintió extraña haciéndolo, parecía no poder evitarlo.

«Humm, creo que podría mirar a Damien durante todo el día y no me cansaría jamás. Hace tiempo que alguien no llama de esa forma mi atención. Lástima que, al parecer, a Amber no le cae muy bien que digamos. —Se encogió de hombros—. De todas formas le preguntaré, creo que en él habrá que aplicar una redistribución de la belleza de tan bueno que está.»

Salieron del baño y, cuando la doctora Alcázar estaba a punto de indagar acerca de Lake, Richard se les acercó, interrumpiéndolas.

—Id tranquilos, yo estaré bien.

El abogado tironeó de la mano de Amber, que no quería dejar sola a Adriel, y se la llevó con él.

La médica aceptó un cóctel que una camarera le ofreció y, con el vaso en la mano, se acercó al mirador de la terraza. Abstraída de todo, se obnubiló con el paisaje nocturno de la ciudad durante largos minutos; luego giró la cabeza, porque oyó la risa de su amiga. La buscó hasta dar con ella y, al encontrarla, advirtió que se mostraba muy divertida con algo que Richard le decía al oído.

Inconscientemente miró alrededor, buscándolo, hasta que por fin halló a Damien entre la gente. Por alguna misteriosa razón, no podía apartar sus ojos de él; ese hombre parecía ejercer y tener un magnetismo que la hacía sentirse extraña. Se dedicó a admirarlo en su totalidad. Su cuerpo ofrecía una pose muy clara de quien se siente un ganador; se encontraba rodeado de cuatro mujeres que lo escuchaban con cara de atontadas, mientras que él tenía asida a una rubia despampanante por la cintura, y con la otra mano sostenía una copa de balón con un gintónic.

—Mala elección —le señaló Amber al oído, sorprendiéndola y sacándola de la ensoñación en la que estaba sumergida.

—¿Qué? —preguntó con los ojos como platos.

—Damien es una muy mala elección; además, por lo visto él ya ha elegido a su víctima de esta noche. Ya tiene sus zarpas en ella y no creo que las demás tengan ninguna oportunidad... A veces eres tan inocente, Adriel; no tienes idea de cuán depravadas pueden ser algunas personas.

—Por lo visto pareces conocerlo muy bien.

—Tú lo has dicho, lo conozco muy bien, pero no como estás pensando. Y, como soy tu amiga, me parece que debo advertirte: si él te viera mirándolo así, no tendría piedad de ti. Mi dulce amiga de espíritu confiado...

—Tu descripción me estremece; parece que estés describiendo a un asesino en serie.

—Créeme si te digo que ese tipo aniquila en todos los sentidos. Para empezar, es muy famoso en los tribunales de Nueva York. ¿Sabes?, es muy buen abogado, de los mejores de la ciudad. Como mencionó cuando llegó, nos hemos cruzado varias veces en los juzgados y siempre ha salido triunfador; tan sólo una vez le he podido ganar un caso. Damien es muy obsesivo en su trabajo y muy elitista, también perfeccionista... pero, además, no sólo lo conozco de eso, sino que hemos estudiado juntos en Yale.

»Lake estaba en un curso superior al mío y sé de muy buena tinta de sus andanzas. Puedo asegurarte que es un mujeriego insensible. De todas formas, amiguita, no te culpo por mirarlo con cara de tonta, como esas que están ahí rodeándolo; reconozco que el condenado tiene lo suyo, aunque no es mi tipo. Damien es de esos hombres que se te acercan y huelen a peligro.

—Me has quitado las ganas de todo, ya ni siquiera quiero mirarlo.

—Y bien que haces; las mujeres, para él, son sinónimo de desecho. Conozco a unas cuantas que se prestan a menudo a hacerle el favor. Ese hombre es tóxico.

 

 

Entrada la madrugada, la fiesta estaba en todo su apogeo. Algunos continuaban bebiendo mientras conversaban bajo el cielo de Manhattan; otros, en cambio, preferían la calidez del salón interior, y los más alocados se habían entregado a la música y bailaban. Tras cortar el pastel, la doctora Alcázar, junto a Richard y a Amber, integraban un grupo cuyos miembros charlaban animados. No era de extrañar que, siendo la abogacía la profesión del homenajeado, entre los invitados hubiese varios colegas suyos que parlotearan elocuentes y distendidos.

El grupito en cuestión reía animadamente mientras contaban anécdotas de los pasillos de los juzgados de Nueva York. Pero, aun con todas esas historias despertando su interés, había algo en aquel lugar que captaba toda la atención de Adriel. Intentaba, en vano, concentrarse en la narración que un colega de Richard estaba refiriendo en aquel momento, y en la que todos manifestaban gran curiosidad; a ella, en cambio, le resultaba inevitable no distraerse. Lanzó una rápida mirada hacia uno de los extremos de la terraza, donde Damien se encontraba con la rubia que no se había despegado de su lado; la tenía aprehendida contra su cuerpo y arrinconada contra la barandilla del mirador, mientras le hablaba muy cerca; tan cerca, que la médica en aquel instante fantaseó con la calidez de su aliento.

Las risas y comentarios, de improviso, hicieron que regresara a la realidad, indicándole que la historia allí narrada había llegado a su fin.

—Un momento —dijo Richard entonces—: estas anécdotas las conocemos de memoria; qué tal si aquí, la doctora Adriel, nos cuenta algunas de la sala de Urgencias del Presbyterian. Apuesto, Adriel, a que debes tener algunas muy interesantes.

—Uff, las hay para dar y tomar, y algunas son imposibles de creer.

Se concentró de nuevo en la tertulia y comenzó a explicar historias de la sala de Urgencias. Todos reían sin parar con las cosas que la médica contaba, algunas tan inverosímiles que parecían bromas y no hechos reales, porque a veces la realidad supera la ficción.

—Cuéntales aquella del tatuado.

—Pero ésa no es de las más graciosas.

—Pues para mí sí —aseveró Amber.

—Vale, la contaré porque tú insistes. Resulta que llegó a Urgencias un chico al que prácticamente no le quedaba sitio en el cuerpo por tatuar; estaba deshidratado porque llevaba varios días con descomposición, así que lo más urgente era ponerle una vía para comenzar a rehidratarlo. Le indiqué a la enfermera que se la colocara, y vi que el paciente empezaba a temblar y a sudar frío; le tomé las pulsaciones, le hice otras revisiones y me di cuenta de que el pobre estaba sufriendo un ataque de pánico. Cuando le pregunté por qué estaba tan nervioso, me dijo que era por la aguja con la que lo tendrían que pinchar. Con la enfermera, nos miramos; yo no sabía si se estaba burlando de mí, pero lo cierto fue que decidí preguntarle cómo era posible que tuviera miedo a las agujas con la cantidad de tatuajes que tenía hechos, y él, sin dejar de temblar, me contestó «doctora, ¿no puede dormirme? Es que, para hacerme cada uno de los tatuajes, me han anestesiado».

Cuando las risas menguaron, y el grupo se disolvió para curiosear la banda de música pop que había comenzado a tocar en vivo, Adriel se apartó para atender sus necesidades fisiológicas. Entró por el pasillo distribuidor desde la sala para ir hacia el baño; al final de éste, se topó con el abogado Lake, que tenía contra la pared a la rubia que había mantenido toda la noche pegada a él. La besaba de forma desvergonzada y tenía sus manos aferradas a las nalgas de la chica, mientras claramente le refregaba su bragueta.

Sin que la escandalosa pareja lo notase, ella pasó casi junto a ellos para acceder al baño de señoras; transcurridos algunos minutos, oyó la puerta y luego un murmullo de dos voces.

—Damien, aquí no, podría entrar alguien.

—No vendrá nadie. ¿Acaso desaprovecharás la oportunidad de que te proporcione una buena follada?

Adriel sentía que su corazón le latía a millones de segundos por minuto, incluso por instinto llevó la mano a su carótida para controlar sus palpitaciones mientras continuaba aguzando el oído.

—¿Dime que no deseas esto dentro de ti? Ven, toca lo duro que estoy, nena.

—Sí, pero no aquí; creí que tal vez podríamos irnos juntos.

—Perfecto, como tú elijas: si no quieres, buscaré a otra que me ayude con esta dolorosa erección.

«Infeliz... ese presuntuoso la está arrinconando para que acceda», caviló Adriel, mientras permanecía sentada en el retrete lo más sigilosa posible.

—No te vayas, D.

Se oyó cómo la rubia le rogaba y, seguidamente, cómo se metían en uno de los compartimentos del baño. La mujer intentaba no hacer demasiado ruido; él, en cambio, se preocupaba poco por disimular. Se oyó el rasgado del envoltorio de un condón, y casi sin preámbulos comenzó a percibirse con claridad el chasquido que hacían los cuerpos al estrellarse uno contra el otro. Frente a esto, la doctora Alcázar no entendía por qué razón no se largaba de allí, aprovechando que ellos estaban demasiado ocupados como para advertir su presencia. Cerró los ojos y se mantuvo en completo silencio; increíblemente, parecía anclada a aquel retrete, mientras oía cómo Lake se estrellaba en la rubia, que había accedido con gran facilidad a su capricho de bajarse las bragas en un sitio que no era del todo decoroso. Oía los jadeos, los roces de las ropas, y podía imaginar sin dificultad los empellones que el abogado prorrumpía contra el sexo de aquella chica por quien no demostraba un ápice de respeto, ya que no le importaba ponerla en evidencia ante quien pudiera entrar en aquel lugar público. A Adriel le faltaba el aire; una imagen de Damien sin camisa sacudía su cabeza, mientras los imaginaba follando contra la pared. Se sentía notoriamente acalorada, pero, aun así, no quería reconocer que incluso estaba excitada por la situación. Se conminó a retomar la cordura; se dijo que era indispensable salir de allí en ese mismo instante, porque era de locos quedarse escuchando la lujuria de aquel andromaníaco.

Inspiró hondo y, con extremo cuidado, abrió la puerta de la zona de los váteres; caminó de puntillas, escurriéndose del lugar, y pasó frente a la puerta donde el encuentro sexual no tenía disimulo. De igual modo, y con total sigilo, cogió el pomo de la otra puerta, la que conducía al pasillo, para escapar al fin de la voluptuosidad del momento que allí acontecía; sin embargo, cuando creyó conseguirlo sin que aquellos dos insolentes se percataran, el gozne le jugó una mala pasada y chirrió, poniéndola en clara evidencia. De todas formas, era de suponer que ni siquiera lo habían advertido, ya que estaban evidentemente concentrados en apagar el fuego que los había invadido.

La doctora se percató al instante de cómo se le encendieron las mejillas y se apresuró a salir, sintiéndose avergonzada; no obstante, se reprendió por sentirse de esa forma, ya que reflexionó de inmediato que no era ella la que tenía que sentirse de ese modo, sino la rubia y el abogado que, evidentemente, sufría de problemas de satiriasis, termino médico que se le da a los síntomas que sufren las personas que son adictas al sexo.

Apresuró su paso; estaba acalorada, pero, aunque se sentía extraña por comportarse así, no salió del salón, sino que se acercó a la barra, donde pidió un cóctel de frutas con bastante hielo y se quedó sentada allí, con la mirada atenta en dirección a aquel pasillo.

El corazón le latía ensordecedor, como si en el pecho tuviese una darbuka, el clásico instrumento de percusión que usan los árabes en sus danzas, y que tiene un sonido muy particular que combina graves y agudos, algo así como un dum-tac.

El camarero le acercó su refresco mientras ella no apartaba la vista de la zona de los baños; quería ver el momento exacto en el que él saliera y estudiar su gesto. Al cabo de unos pocos minutos, que a Adriel le parecieron eternos, apareció el abogado. Caminaba acomodándose la chaqueta y el cuello de la camisa; llevaba la cabeza erguida, en clara actitud escarnecedora, y su postura evidenciaba con rotundidad que se sentía todo un macho arrollador.

Incordiada con ella misma por permanecer atenta a ese juego insultante, se levantó del taburete de la barra y salió de aquel lugar. Con premura, buscó a Amber; la encontró, animada, en brazos de Richard, mientras ambos coreaban las canciones que la banda interpretaba.

—Amber, Richard, quería avisaros de que ya me voy.

—¿Tan temprano? ¿Estás aburrida, Adriel?

—No, Richard, la fiesta es increíble, sólo que no doy para más... tuve guardia anoche y necesito imperiosamente descansar; siento que mi cuerpo ha llegado al límite de todo, estoy casi sin dormir —explicó sin mentir del todo.

—En ese caso, déjame agradecerte que hayas venido.

—¿Quieres llevarte mi coche, Adriel?

—No te preocupes, Amber. En realidad, prefiero coger un taxi y no tener que conducir; estoy demasiado cansada para hacerlo y temo provocar un accidente. Seguid disfrutando de la noche; ha sido un placer conocerte, Richard.

—El placer ha sido mío.

En el trayecto hacia el ascensor, se cruzó con la rubia que había estado intimando en el baño con Lake. Estaba sola; de él, ni rastro, pero, como quería desembarazarse de esos pensamientos, continuó su camino y le restó importancia a sus apreciaciones.

Ya en el vestíbulo, el botones del hotel se acercó servicial a ella.

—¿Le traigo su vehículo, señorita?

—Muchas gracias, eh... cogeré un taxi.

—En ese caso, permítame pedírselo.

Permaneció de pie en el vestíbulo del hotel mientras el amable empleado le conseguía transporte. A los pocos minutos, aquel hombre regresó para informarla de que su medio de locomoción la esperaba en la entrada. De pronto, en el mismo instante en que se disponía a salir, y cuando ya no esperaba volver a verlo, Lake la rebasó sin siquiera mirarla; al parecer también se iba, pero no lo hacía solo, sino en compañía de una morena a la cual llevaba afianzada de la cintura.

«No me cabe duda: el tipo es un andromaníaco», conjeturó, irritada.

Aunque se empeñaba en no hacerlo, y con un propósito que no comprendía, no podía apartar la mirada de él y continuaba prestando atención a cada movimiento que el abogado ejecutaba; estaba indignada con su forma de proceder, y le resultaba insoportable estar tan obnubilada con él.

Ya en la calle, el botones le abrió la puerta del taxi y Adriel se montó en el coche; antes de marcharse, le dio unos dólares al empleado del hotel.

Lake, por su parte, también se subió a su vehículo; dispuesto a partir, se acomodó en su modelo personalizado de Ferrari, un SP-FFX, con los mismos colores de los monoplazas de la Fórmula 1 del Cavallino, e incluso con el logo de la escudería en los laterales de la carrocería y junto a las ventanas posteriores. El modelo era alucinante, el apropiado para no pasar desapercibido.

«Hasta en el coche que conduce se manifiesta su prepotencia y su arrogancia. Qué hombre más detestable. Amber tiene razón, usa a las mujeres y las muy estúpidas se prestan, ¡ni que fuera el más irresistible!»