18
Habían transcurrido dos semanas. Era la primera vez que estaban tanto tiempo sin hablarse. Amber se sentía horrible por haberse peleado con Adriel; aún le dolía mucho todo lo que ella le había dicho, pero lo que más le dolía era saber que había sido a causa de ese zángano al cual ella despreciaba como nunca había despreciado a nadie.
—Te estoy hablando, Amber.
—Lo siento, Richard, me había quedado con la mente en blanco.
—¿Te interesa estar aquí conmigo? Porque, si no, me voy.
—¿Qué dices? Claro que me interesa, ¿cómo me haces una pregunta así? Estoy mal porque aún sigo sin hablarme con Adriel, me duele mucho su silencio.
—Pues, si tanto la quieres, deberías llamarla y pedirle disculpas. Tanto Adriel como Damien son personas adultas y, si entre ellos nació un sentimiento, por mucho que él no te caiga bien, no podrás hacer nada. De todas formas, sigo sin entender por qué tanto rencor hacia él.
—Porque lo conozco y él no es el indicado para Adriel. La hará sufrir, estoy intentando evitar su sufrimiento. ¿Tanto te cuesta entenderlo?, ¿acaso no conoces a tu amigo?
—Tal vez se ha enamorado y está dispuesto a cambiar por ella.
—¿Eso te ha contado?
—Damien no me ha dicho nada, tampoco se lo he preguntado, ni pienso hacerlo. Somos amigos, pero ninguno se mete en la vida personal del otro; él es muy reservado y yo tampoco voy ventilando la mía. —Richard no iba a decir nada de lo que había hablado con Damien; ellos tenían códigos y él los respetaba. Además, sabía que Amber no lo soportaba; entonces, ¿para qué probar de convencerla si ya tenía una idea hecha sobre él?
—Patrañas, reservado ése, si ni se preocupa en ocultar con cuántas mujeres se acuesta.
—Me refiero a sus sentimientos, no a sus pasatiempos.
—¿Tú sabías que ellos estaban saliendo?
—¿Otra vez vas a empezar con eso? No lo sabía, me enteré junto contigo y no le veo el problema, ya te lo he dicho hasta el cansancio. Me tienes aburrido con lo mismo desde hace dos semanas.
—Lo siento, tienes razón, no dejemos que esto interfiera entre nosotros.
Se besaron con ansias, intentando centrarse en lo bien que lo pasaban cuando estaban juntos. Se encontraban en casa de Amber, y el beso transcendió fronteras, atravesó valles, lagos y montañas, llevándolos a amarse con una locura desmaterializada.
Era muy temprano; justo salía de su turno en el hospital y estaba sentada en el coche. Los días, las horas, los minutos, se hacían interminables; lo extrañaba de una forma indescriptible y demencial y, aunque se animaba cada día para coger el siguiente con más fuerza y tesón, se le estaba haciendo cada vez más difícil no flaquear y buscarlo. Hacía una semana que Margaret la animaba para que diera el paso y se dejara llevar por sus sentimientos... esos que ella había querido erradicar, sin éxito.
Adriel sabía que él se levantaba muy temprano, así que, arrasada por sus ansias, se mordió el labio y, envalentonada, buscó su móvil. Debía hacer algo para traerlo de regreso a su vida. Estaba a punto de escribirle un WhatsApp, ya que había considerado que sería más fácil si le enviaba un texto que si lo llamaba, y es que, cobarde, comprendió que no podría soportar que él la rechazase y se diera el gusto de decírselo de viva voz. En aquel momento, en su mano comenzó a sonar su móvil y la pantalla le indicó que era él quien la llamaba. Con el corazón pugnando por salírsele por la boca, atendió perpleja.
—Hola, Damien —respondió de inmediato, haciéndole saber que su número aún estaba registrado en su teléfono.
La tortura había llegado a su fin; finalmente él podía escuchar de nuevo pronunciar su nombre con su voz; dicho por ella sonaba diferente, mágico. Sin tiempo que perder, le lanzó la propuesta.
—Hola. He pensado que tal vez podríamos desayunar juntos. Voy justo de tiempo, pero... podríamos tomar un café.
El corazón de Adriel latía tan endemoniadamente fuerte que tuvo miedo de que retumbara en su voz. De todas formas, contestó rápido, pues no quería que él pensara que ella dudaba.
—Es increíble, pero... hemos tenido el mismo pensamiento: estaba escribiéndote un mensaje para invitarte a eso mismo.
—Me alegra saberlo, al menos no me siento tan tonto ahora. —Fue como si estuviera sorprendido de lo que ella le decía.
—No creo que seas un tonto, gracias por llamarme —respondió en un tono más calmado.
—Gracias por atenderme. ¿Nos encontramos en La Colombe?
—Me parece bien, ya salgo para allá.
Apenas Adriel llegó, divisó uno de los coches de Damien aparcado muy cerca de donde ella lo hizo. Se contempló en el espejo retrovisor, se arregló el pelo y repasó sus labios con brillo; volvió a rociarse con perfume, cogió su bolso del asiento del acompañante y se dispuso a salir a su encuentro.
Esperaba realmente que todo saliera bien. Se había arreglado muy especialmente, incluso antes de saber si al final él aceptaría verla. Esperó unos segundos para coger valor y luego, resuelta, se encaminó erguida y con toda la seguridad que sus nervios le permitían; estaba quedándose sin aliento. Cuando lo vio de pie junto a la entrada con las manos en los bolsillos, creyó que no llegaría ilesa hasta él, que caería al suelo enredada con sus propios pies. Estaba tan guapo o más que siempre. Vestía un traje negro que le quedaba perfecto; llevaba una camisa blanca, corbata negra, y sus ojos estaban velados por unas gafas espejadas que no permitían ver su mirada.
Por su parte, Damien, cuando la vio acercarse, comprendió que todo cuanto probara para alejarla de su lado resultaría en vano. Definitivamente, ella ya estaba metida bajo su piel. Sus ojos recorrieron su cuerpo de abajo hacia arriba hasta llegar a su rostro; era realmente difícil centrarse en otra cosa que no fueran sus formas. Adriel era hermosa. Iba vestida para nada casual, así que comprendió que no le había mentido, ella había planeado de antemano encontrarse con él, porque iba muy arreglada considerando que acababa de salir de su trabajo. Llevaba puesto un vestido en color tiza sin mangas, con un recorte a la altura del busto; la falda era sumamente ajustada y hacía más notorias cada una de sus perfectas formas; en los pies, unos zapatos con taco aguja de color rojo la hacían verse sumamente sexy y refinada. Tenía el pelo suelto y el dorado de su color refulgía al sol; también llevaba gafas oscuras.
Se saludaron con un beso en la mejilla. Damien abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar. Estuvo a punto de morir cuando vio el cierre de su vestido, que iba desde el bajo hasta el escote de la espalda, casi llegando al cuello. Una sonrisa tocó sus labios; se imaginó abriéndolo y descubriendo su tersa piel mientras la lamía. Se obligó a mantener los ojos lejos de ese cierre mientras caminaban, y se pasó las palmas sudorosas por su pantalón; parecía haberse vuelto loco de repente.
—Hola, Rodney.
—Hola, Adriel; señor, bienvenidos otra vez —los saludó el dependiente, reconociendo que Damien era el mismo de la vez anterior.
Inmediatamente les tomaron el pedido y luego se acomodaron en la misma mesa donde lo habían hecho la otra vez. Ambos removían sus cafés, pero no hablaban. Ella suspiró y, antes de que el silencio se ahondara más entre ellos, probaron a decir algo los dos a la vez.
—¿Estás bien? —Ella asintió—. Habla tú primero —le dijo él.
Ya que Adriel lo había apartado de su lado, le pareció justo que así fuera; además, aunque ella hubiera tenido toda la intención, él había sido quien la había llamado, haciendo a un lado su orgullo otra vez. Lo miró con insistencia a los ojos, recorrió con su vista cada poro de su piel y cada rasgo. Se había dejado una barba no muy espesa y la llevaba cuidadosamente recortada. Ambos respiraban desmedidos, expectantes. Damien estaba un poco ojeroso, pensó que tal vez le había costado dormir todos esos días al igual que a ella. Agradeció ir maquillada; si no, sus ojos se hubiesen visto realmente hundidos. La médica absorbió toda la fuerza de su mirada y, sin poder aguantar más la necesidad, inspiró con fuerza y tendió su mano para acariciarle el pómulo, sin decir nada.
Damien tampoco dijo nada; esa caricia lo había desintegrado, lo había convertido en partículas como si fuera el efecto de una onda expansiva. Hambriento, apresó sus dedos y se los besó.
—Lo lamento —se animó a decir ella, muy sincera—. Estaba muy enojada, me había peleado con Amber y, ver a esa mujer acercándose a ti, me provocó... celos —no le importó confesarle—. Tal vez el mensaje no decía todo lo que sentía, pero me salió así. De todas formas, mi arrebato ha sido difícil de pasar, y, ya ves, aquí me tienes, intentando darte una explicación coherente.
—También lo siento, debí respetar tus tiempos. Sé que no soy precisamente alguien con quien una mujer como tú se sienta orgullosa de mostrarse; sé que, hasta que no te demuestre que puedes confiar en mí, no podrás creerme, ya que nunca manifesté respeto por nadie que estuvo a mi lado, y eso te hace dudar. Debí entenderte y aguantarme la frustración que me dio cuando giraste la cara para que te besara en la mejilla. Lo que pasa es que me gustas mucho, Adriel. Voy a hacer todo lo posible para que te sientas orgullosa a mi lado; no sé si resultará, te lo dije antes, no sé si podré ser todo lo que esperas.
—Tú también me gustas mucho. Fui un poco egoísta al pensar sólo en mí; debí tener en cuenta el esfuerzo que estabas haciendo para ser diferente conmigo. Lamento si te herí. No creo que seas alguien indeseable, sólo que hubiese preferido que Amber se enterase de otra manera.
—¿Por qué te importa tanto lo que diga Amber?
—Es mi amiga, crecimos juntas. Ella sabe muchas cosas que quizá algún día me atreva a contarte; yo, tal vez, no soy tan fuerte como pretendo que me veas y... ella intenta protegerme. No sé por qué te tiene tanto odio, creo entender que se debe a una competencia profesional y, además, no aprueba tu forma de vida. Ella cree que me harás sufrir y Amber siempre ha sido muy protectora conmigo.
—Voy a demostrarle a Kipling y a todos que no es así. Voy a demostrarles que puedo sentir algo importante por ti y que también puedo cuidar de este sentimiento. —Se quedaron mirándose y él pensó «espero que este sentimiento en verdad crezca mucho dentro de ti, para que, cuando te enteres, no me odies tanto como para dejarme». Haciendo a un lado lo que realmente creía, le dijo—: No puedo salir de mi asombro de lo mucho que te he extrañado.
«No es justo que te mienta, lo sé, pero no puedo no ser egoísta cuando te veo; sólo pienso que te quiero en exclusiva para mí, quiero darme golpes en el pecho y que todos sepan que eres mía, y que yo soy tuyo.»
—También te he extrañado, y mucho. —Entrelazaron sus manos y se las aferraron con fuerza—. ¿Qué hacemos?
—¿Qué quieres hacer, Adriel?
Ella sonrió pícaramente.
—En este momento lo que quiero es un beso tuyo, sólo eso deseo; quiero saber que tienes tantas ganas como yo de seguir intentándolo.
Damien se estiró para complacerla, y ella también acortó distancias por encima de la mesa; se dieron un beso medido.
—¿Te parece que nos veamos esta noche? —Miró la hora—. Tengo una condenada audiencia a primera hora en el tribunal, y debo llegar con antelación para poder pasar antes por el detector de metales, te juro que no puedo quedarme más.
—No te preocupes, te entiendo.
Se prepararon para salir de allí, y caminaron juntos de la mano hasta el coche de ella. El roce de sus manos aferradas se sentía perfecto, indisoluble; entonces, Damien la arrinconó contra la carrocería del automóvil y tomó su boca verdaderamente como ansiaba hacerlo: le recorrió con la lengua la curvatura de los labios, y luego la arrebató posesivo. Había sido un beso pasional, pero cargado de cariño y emoción, lleno de ansias, y de necesidad contenida.
—Te espero en mi casa a las siete.
—Allí estaré.
—Por cierto, estás muy guapa.
—Gracias. Me arreglé para ti; bien sabes que no uso este tipo de ropa para ir al hospital. No te mentí con lo del mensaje, me vestí así incluso sin saber si me rechazarías.
—Gracias por arreglarte para mí.