26

 

 

 

 

El sábado se le había hecho muy cuesta arriba y para qué hablar del domingo; parecía que toda su determinación por no dejarse aniquilar había dejado de funcionar.

Era de noche y Costance había regresado de casa de su hermano. Todo estaba muy silencioso. Como era su costumbre, recorrió la casa, constatando el orden.

En el salón se topó con una escena muy infrecuente: Damien yacía tumbado en uno de los sillones, y en el suelo descansaba una botella de vodka ruso, vacía. Se quedó mirándolo; era realmente extraño encontrarlo en ese estado. Frente a esto, decidió ir al dormitorio principal a por una manta; lo arropó y rápidamente se apresuró a recoger el envase del suelo, dirigiéndose después con él a la basura; allí se encontró con más botellas vacías de vodka.

—Espero que todo esto no se lo haya bebido él solo y en el mismo día, sino ya tendría que estar pensando en llamar al 911.

De regreso al salón, comenzó a bajar las cortinas para que por la mañana el sol no lo despertara bruscamente. Se movió sigilosa y comenzó a apagar las luces para marcharse; no obstante, en aquel momento Lake se incorporó. Su cuerpo lucía pesado y se sostenía la cabeza mientras apoyaba los codos en sus piernas; su aspecto general era deplorable y a simple vista era más que obvio que necesitaba también un aseo.

—Creí que dormía; lo siento, no ha sido mi intención despertarlo.

—¿Qué hora es? —preguntó con la voz grumosa.

—Ya casi medianoche. ¿Necesita algo?

Damien agitó lentamente la cabeza, negando, mientras se pasaba una mano por la cara.

—¿No quiere que le prepare algo de comer?

—No.

El abogado se levantó tambaleándose; como si estuviera subido en una noria, todo giraba a su alrededor. En aquel instante la empleada, apresuradamente, se movió para sostenerlo, evitando de esa forma que se diera de bruces contra el suelo. Sumido en un estado de semiinconsciencia, Damien se apoyó en ella.

—Señor, recuéstese otra vez.

—Voy a mi dormitorio.

—Entonces, déjeme ayudarlo a subir.

Él no tenía equilibrio. Damien movía los pies torpemente; ascender al otro piso resultó casi una hazaña, porque todo le daba vueltas. En el último tramo de la escalera, tropezó y, como la doblaba en peso y altura, los dos terminaron cayendo contra los escalones de la escalera.

—Por favor, levántese. Ayúdeme, hombre; no puedo hacer esto sin su ayuda.

Levantarlo fue imposible, razón por la cual Damien acabó de subir gateando. Finalmente lograron llegar a la planta superior. Él se plantó frente a uno de los dormitorios que nadie ocupaba y, aferrándose al picaporte, consiguió ponerse en pie, luego dijo:

—De ahora en adelante —siseó—, éste será mi dormitorio. Mañana cambiarás todas mis cosas aquí.

—Por supuesto, mañana lo haré, pero ahora acuéstese.

—Aaaah, y hay que quemar la cama y el colchón de la otra habitación —le indicó alargando las palabras a la vez que Costance se esforzaba por llegar con él a la cama.

—Puedo solo —se empecinó mientras dejaba caer todo el peso de su cuerpo sobre el colchón.

—Sí, claro —le contestó la empleada, irónica.

—Tú ve a buscarme una botella de vodka; hazzz lo que te di-gooo.

—Señor, sabe que siempre hago todo lo que me pide, y de muy buena gana, pero creo que ya ha bebido demasiado. Por qué mejor no lo deja así, se pondrá enfermo si sigue bebiendo.

—Shhh, te pago para que me atiendas. Haz lo que te pido.

—Métase en la cama, que ahora se la traigo.

La mujer lo acomodó como pudo; cada pierna de Damien parecía pesar una tonelada y era casi imposible intentar moverlo; finalmente lo logró. Por supuesto que desoyó el encargo de traerle otra botella de vodka; Costance no pensaba, bajo ningún concepto, darle más alcohol. Estudió el estado en el que se encontraba y consideró que muy pronto se dormiría y se olvidaría de lo que le había solicitado.

—Tráeme la botella —gritó él una vez más, persistiendo en su obstinación—. Esa perrrraaaa no me cogía el teléfono.

—¿Cómo, señor?

—Llamé a Adriel y no me contestó; cuando llegué, psss, la vi, a la muy zorra.

—¿Ha discutido con la señorita Adriel? ¿Por eso ha bebido? Pero mire cómo está, ¡como si bebiendo fuera a solucionar algo! Usted no es así, ¿por qué se hace daño de esta forma? Trate de dormir, hombre, que mañana seguro que lo atenderá.

—No, no lo entien-dessss, nadie lo entiende, no hay un mañana para nosotrrrossss, ya no, nunca lo hubo. Tráeme la botella, Costance —volvió a gritarle.

Él jamás era grosero, pero lo estaba siendo en el modo en que le pedía las cosas. De todas maneras, ella no hizo caso, sabía de sobra que su insensatez no era de forma consciente.

—Está bien, voy a buscarla, pero usted tranquilícese. Quédese recostado, que ya vuelvo.

La empleada apagó las luces y se quedó varios minutos esperando por si él volvía a llamarla, o por si se enfermaba. Incluso trajo un cubo que estaba en el baño, porque sabía que no llegaría con él hasta el retrete si se ponía a vomitar. Por suerte no lo hizo; muy pronto empezó a oír cómo respiraba pesada pero uniformemente, así que decidió marcharse, dejándolo descansar.

 

 

Por la mañana, y como la alarma de su móvil siempre estaba programada para los días laborables, ésta comenzó a sonar. No fue hasta la segunda vez que lo hizo que cayó en la cuenta; abrió los ojos y el esfuerzo que implicaba mantenerlos abiertos provocó que le escocieran. Al momento y sin darle respiro, una punzada en la sien se abrió paso, taladrándole la cabeza. Cogió el móvil para apagarlo, y con dificultad miró la hora antes de sentarse en la orilla de la cama. No recordaba nada; todo era muy confuso y no sabía de qué forma había llegado él allí. Miró sobre la mesilla de noche y vio que había una botella de vodka helada, también un vaso de zumo bien frío y un bote de analgésicos. Se rascó la cabeza, comprendiendo que Costance se lo había llevado; también llegó a la conclusión que seguramente ella lo había ayudado a llegar hasta allí.

Haciendo un gran esfuerzo, recordó que por la noche se había puesto a beber vodka directamente de la botella, así que lo más probable era que se hubiese quedado inconsciente por el alcohol, como la noche anterior, cuando también bebió para adormecerse y dejar de pensar. Su cuerpo sentía a las claras las dos noches seguidas de borrachera; se bebió el zumo y se tomó dos analgésicos.

Resoluto, agarrándose la cabeza, salió de aquel dormitorio y fue al suyo. Fue directo al baño y, de camino, fue despojándose de la camiseta, que tironeó por encima de su cabeza, y se deshizo también del chándal corto y el bóxer, dejándolos en el cesto de la ropa sucia. Después de una larga ducha, se rasuró la desalineada barba que llevaba y, envuelto en una toalla, se dirigió a su vestidor. Allí eligió sin titubeos un traje negro, que acompañó con una camisa blanca y una corbata con un patrón a cuadros en azul y blanco, y se vistió rápidamente. Intentaba centrarse en sus actividades con la profesionalidad que caracterizaba su talante, pero realmente era muy difícil dejar de pensar en ella... Adriel, constantemente, invadía sus pensamientos y se adueñaba de su naturaleza. Se perfumó con generosidad con Luna Rossa, de Prada, y se dio un vistazo en el espejo, frente al que acomodó una vez más el nudo de su corbata y, soliviantado, pasó la mano por su pelo y observó las marcadas ojeras que llevaba en su rostro. Tenaz, sacudió la cabeza y bufó, mientras elegía unos gemelos que colocó en los puños de la camisa, se puso el reloj y, finalmente, cogió su billetera y la chaqueta del traje.

Ya listo y presentable, se dirigió a la cocina.

—Buenos días, Costance.

—Buenos días, señor; ya le sirvo su desayuno.

—Sólo un café.

—Anoche no cenó.

—He superado el tiempo de necesitar niñera.

—Disculpe, sólo intento atenderlo. —Tras unos segundos de silencio, agregó—: Anoche no se veía usted muy bien; déjeme decirle que, cuando llegué, parecía que realmente necesitaba una niñera. De hecho, creo que fui algo similar a eso. Sé que no soy quién para meterme en sus cosas, pero lo aprecio y de verdad espero que todas esas botellas que encontré en la basura no las consumiera usted solo.

Él frunció la boca, aceptando en silencio el rapapolvo. Costance merecía su respeto porque era una empleada fiel.

—No me hagas caso —le contestó arrepentido—; discúlpame tú a mí, mi humor está bastante agriado hoy, pero tú no tienes la culpa.

—No se preocupe, todos tenemos alguna vez un mal día.

—Gracias por ayudarme a llegar al dormitorio anoche, y también por el zumo y los analgésicos de esta mañana.

—Me alegro de que haya elegido el zumo, porque anoche exigía el vodka, así que, por si aún seguía con esa idea, se lo llevé esta mañana. Ayer no cabía una gota más de alcohol en su cuerpo.

—Lamento que hayas tenido que lidiar conmigo.

Costance le indicó, cerrando sus ojos y encogiéndose de hombros, que no había sido nada. Sin hacerle caso, presentó frente a él un nutritivo desayuno, así como el café que le había solicitado.

—Coma, que tanto vodka no es bueno para nadie. Casi ni tocó la comida que le dejé en el refrigerador para el fin de semana. Haga un esfuerzo, hombre, no puede estar sin comer.

Damien respiró fuerte, luego cogió a desgana el tenedor y se comió los huevos revueltos que su empleada doméstica le había preparado; se bebió el café, pero el resto de los alimentos ni los tocó.

—Anoche me dijo que cambiara las cosas de su dormitorio al que ha usado esta noche. ¿Aún desea que lo haga?

—Anoche estaba ebrio y decía estupideces, no es necesario ningún cambio.

Damien se limpió la boca y se levantó del taburete. Agresivo, tiró la servilleta sobre la barra del desayuno y se dirigió hacia su despacho para recoger lo que necesitaba y marcharse al bufete.

Reunió todos los papeles que había traído de la oficina, cerró su maletín y, de pronto, algo llamó su atención: uno de los mandos a distancia del garaje se encontraba sobre el escritorio. Supo en seguida que no era uno de los suyos, porque los de él tenían un llavero de platino con su inicial. Lo cogió y salió hacia la cocina.

—Costance, ¿usted dejó este mando sobre mi escritorio?

—No, señor; además, aún no he entrado en su despacho; estoy esperando a que usted se vaya para hacer la limpieza.

—¿Ha venido alguien? —planteó ansioso.

—Mientras yo he estado aquí, no.

«Fue ella, estuvo aquí. ¿Cuándo lo hizo? —Damien cerró la mano con fuerza y salió de la cocina para terminar de prepararse—. ¿Cuándo mierda vino?»

Volvió a dejar el mando a distancia sobre el escritorio, lo dejó en el mismo sitio donde lo había encontrado, junto a los lapiceros. Lo observó un rato más y luego agitó la cabeza; necesitaba dejar a un lado las conjeturas, ya que no era sano continuar aferrado a su recuerdo. Cogió su maletín, fue a por la chaqueta y se despidió de su empleada; antes de irse, le pidió:

—Por favor, junte todas las cosas que hay en la casa de la señorita Adriel; enviaré a alguien para que las recoja y se las lleve.

—Lo siento, señor.

Damien la miró, pero no dijo nada; luego se marchó.

 

 

Lake llegó al bufete y, nada más entrar, lo hizo gruñendo.

—Ven a mi oficina, Karina.

—Buenos días. Si mal no recuerdo, he dormido con mi marido, no lo he hecho contigo, así que es de buena educación saludar, por si lo olvidaste.

—No me jodas, que no estoy de humor.

—Entonces no la pagues con quien no tiene la culpa.

—Veremos si no tienes la culpa. Tráeme la orden formal que extendimos al Presbyterian solicitando una historia clínica, que no sé ni de quién cuernos es.

—Sí, ya sé a cuál te refieres. Yo la revisé: es un nuevo cliente que entrevistaron los pasantes cuando tú estuviste ausente. Se trata de un posible caso de negligencia médica y es pro bono; como esos los supervisas tú, yo te la hice firmar cuando regresaste de tu convalecencia.

Damien golpeó el escritorio.

—Mierda, lo que firmé sin revisar.

—¿Qué ocurre? Estoy segura de que todo estaba en orden. —Lake se agarró de la mesa haciendo presión, pero de inmediato abandonó la perplejidad y se puso su máscara de abogado frío.

—Déjame solo.

—¿Hay algo mal, Damien?

—No, todo está en orden, simplemente tráeme esa solicitud. ¿No me escuchas cuando te pido algo? Haz tu trabajo de una vez y deja de retrasarme el día, para eso te pago.

—Verdaderamente, hoy estás insoportable. ¿Revisamos tu agenda?

—¿En qué jodido idioma hablo? Tráeme lo que te he pedido; cuando tenga ganas, revisaremos mi agenda. Aún dirijo este bufete y las cosas las hago cuando yo dispongo.

Karina salió de allí refunfuñando. Cuando Lake se quedó solo, se quitó el duro gesto que enmascaraba su afligido rostro y dio paso a sus tormentos.

«Fue un error, un maldito, jodido y envenenado error —chasqueó la lengua—. ¿No sé de qué me lamento? Ella me atribuyó toda la culpa y se echó en los brazos del idiota ese sin necesitar una explicación. —La ira había regresado, imponiéndose de nuevo a su blandengue corazón—. Me juzgó y me condenó de inmediato, me creyó capaz de algo como eso sin siquiera dudar; no tuvo en cuenta que la dejé entrar en mi vida como nunca antes había dejado entrar a nadie.»

—Me creyó capaz; pues bien, ahora verá de lo que soy capaz. No sabe lo que es tenerme de enemigo, pero prometo que lo sabrá: será el caso pro bono que con más gusto cogeré... y yo mismo me encargaré de él.

Su secretaria entró en su despacho.

—Aquí tienes la copia certificada del pedido de la hoja de anamnesis. Toma el correo, ya está clasificado; verás que acaba de llegar la historia clínica. Te dejo los periódicos del día también. Llámame cuando quieras que revisemos tu agenda, y toma tu maldita taza de café, aunque creo que en verdad deberías cambiar la cafeína por tila. —La dejó de malas maneras sobre el escritorio y se dispuso a irse.

—Muchas gracias. Me alegra saber que el sueldo que te pago merece la pena ser ingresado cada mes en tu cuenta, veo que aún sabes hacer tu trabajo.

—Idiota —protestó mientras se marchaba.

—¿Cómo? No te he oído bien.

—He dicho que eres un idiota, y ahora agrego que eres un maldito egocéntrico.

—Yo también te quiero, Karina.

Tan pronto como ella se fue, se puso a trabajar sobre la historia clínica. Leyó la hoja de anamnesis y comenzó a tomar algunas anotaciones. Su experiencia le decía claramente dónde debía buscar; levantó el teléfono y llamó a uno de los expertos médicos que trabajaban para él.

—Hola, Lake.

—Buenos días, Dejani. Necesito consultarte algo: si llega un paciente con dolor en el pecho, ¿cuál es el procedimiento?

—Lo primero, muestras de sangre y de orina para enviar al laboratorio y luego un electrocardiograma, un ECG. De acuerdo a este último, se decide de qué forma tratarlo hasta que llegan los otros resultados.

—Aquí dice que el ECG arrojó una taquicardia sinusal.

—¿Edad del paciente?

—Veinte años.

—Bueno, considerando la edad, hay que conjeturar que puede haber consumido fármacos o drogas, porque no es una patología normal a esa edad, aunque también puede deberse a una malformación congénita, así que lo primero es conversar con el paciente para ver desde cuándo manifiesta esos dolores, y también pedirle que indique si los había tenido alguna otra vez. No obstante, lo más adecuado, si aún no se tienen los resultados del laboratorio, es tratarlo por el momento con benzocaínas y vigilarlo.

Lake le dio el nombre genérico de los betabloqueantes que se le habían suministrado.

—No es el tratamiento aconsejado, eso son betabloqueantes y, si no están los resultados que corroboran que no ha consumido nada, suministrárselos puede causarle un síndrome coronario agudo. Por lo general, los hospitales tienen un procedimiento protocolario, sobre todo con pacientes jóvenes: aunque éstos manifiesten que no han consumido nada, no puede uno, como profesional, confiar en la palabra de nadie, así que lo más seguro como tratamiento inicial son las benzocaínas.

—Gracias, creo que tenemos un claro caso de negligencia. La orina dio positiva en el consumo de drogas, y se lo trató con betabloqueantes antes de poseer los resultados.

—Es una gran negligencia; los betabloqueantes desatan en ese caso una serie de episodios casi siempre irreparables.

Res ipsa loquitur,[30] la cosa habla por sí sola. Te enviaré copia de la historia clínica, y voy a necesitar este informe, como muy tarde, para este miércoles. Te pido que lo conviertas en tu prioridad; ya veré a quién recurro en el tribunal para que tu declaración sea firmada y la historia, asentada. Necesito que podamos enviar la predemanda, en lo posible, antes del fin de semana. Quiero que vean lo rápido que nos podemos mover para darles una pauta de con quiénes lidian.

—Perfecto, cuenta con ello.

—Mientras tanto, pediré otros informes al hospital y comenzaré a buscar jurisprudencia. Intentaré seleccionar la información relevante para el caso y evaluaré qué testimonios son necesarios; para cualquier cosa, te vuelvo a llamar, seguro que me surgirán muchas dudas que sólo tú podrás aclararme.

—Acabo de recordar un caso muy conocido, el caso Libby Zion. Fue muy famoso en los tribunales de Nueva York, ¿por qué no lo revisas, a ver si encaja? En ese proceso el paciente omitió informar a los médicos de lo que consumía, y se le pautó un tratamiento que fue contraproducente y desencadenante de la muerte.

—Gracias, Francis, lo tendré en cuenta.

—Creo que no será difícil conseguir un acuerdo si logras encajar este caso como precedente.

Horas más tarde, cuando se encontraba a medio camino en su día de trabajo, Karina se asomó por la puerta.

—Damien, tienes una videoconferencia en diez minutos.

—¿Con quién?

—¡Ja! Si no te hubieses negado a revisar tu agenda, lo sabrías.

—Joder, se me ha pasado la mañana revisando lo del Presbyterian; me he enfrascado en este asunto y el tiempo se me ha ido volando sin darme cuenta —dijo mientras corroboraba la hora en su reloj.

—La videoconferencia es con Connecticut; el caso de malversación de fondos de la cuenta mancomunada Gallagher.

—Mierda, no tengo nada aquí.

Karina entró de mala gana con unos expedientes en la mano, que tiró sobre su escritorio.

—Toma, he salvado tu culo de nuevo. Ahí tienes, adjunto, el informe que pediste la semana pasada; comprueba los puntos oscuros que te detallé en la primera hoja.

—Gracias, prometo darte un bono doble a final de año.

—Te lo recordaré, pero creo que tendrás que triplicarlo, pues el doble ya me lo has ofrecido varias veces.

—Sabes que el ritmo en este despacho es vertiginoso, por eso no tenemos un horario de salida, todo depende de las necesidades de nuestro trabajo, así que deja de aprovecharte, que tampoco es para tanto; ve y sigue con tus quehaceres, que tu sueldo es muy bueno y lo sabes.

Karina salió, pero previamente le enseñó su dedo corazón.

Antes de que pudiera darse cuenta, Damien ya estaba perdido en los expedientes Gallagher y poniéndose los auriculares para comenzar la videoconferencia. La siguiente hora pasó volando. Cuando terminó la comunicación, llamó a su secretaria.

—Te necesito. Revisemos mi agenda y luego quiero dictarte una predemanda; pide comida, pues almorzaremos en mi despacho mientras adelantamos este asunto que tiene toda mi atención y es mi prioridad por encima de todo.

Su secretaria se trasladó a su oficina; para ella era normal ese ritmo de trabajo junto a él, y también su apasionamiento. Aunque se llevaban como el perro y el gato, ambos se complementaban a la perfección, y se entendían muy bien en el plano profesional.

Damien estaba muy ocupado en darle un escarmiento a Adriel; lo cierto era que no estaba prestando demasiada atención a las programaciones del día, que Karina se encargaba de recordarle.

—¿Qué pasa, Damien? Estás muy distraído hoy.

—Lo siento, algunos problemas personales.

—¿Lo mismo de siempre?, ¿otra crisis?

—No, no tiene nada que ver con eso.

—Bueno, entonces, sin duda se puede solucionar.

Él agitó la cabeza.

—Esto tiene menos solución aún.

—¿Quieres contármelo? Tal vez así te sentirías mejor.

—La verdad es que en este momento prefiero guardármelo para mí. Disculpa, necesito que salga de mi cabeza, cuanto antes.

—Cuando esté preparado para sacarlo, recuerda que puedes contar conmigo.

—Lo sé, gracias. Sigamos trabajando, prefiero que el ritmo bloquee mi mente y así pueda dejar de pensar.

Pero lo cierto era que nada podía alejar de sus pensamientos a Adriel, y menos teniendo en cuenta que lo que investigaba giraba en torno a ella.

 

 

Habían pasado otras tantas horas; ya casi no quedaba nadie en el despacho y Karina se había ido hacía rato. Extendió su cuerpo en su sillón, estirando cada músculo; luego miró a través de los cristales de las ventanas, donde la línea del horizonte, en Manhattan, mostraba claramente el caer del sol en la ciudad. No había parado en todo el día; había tratado varios casos, sumergiéndose por completo en el trabajo, pero en el que más empeño había puesto era, sin duda, en el de negligencia médica contra el hospital Presbyterian Lower Manhattan y la médica de Urgencias Adriel Alcázar. Poniéndose en pie, apoyó su frente en el cristal; estaba agotado, se sentía hundido en sus propios infiernos y, aunque sabía que no podía perder esa demanda, la venganza planeada no parecía hacerlo feliz. Intentó deshacerse de la inseguridad que lo había invadido y se convenció en silencio de que lo hecho era lo correcto. Le haría entender a Adriel que nadie se burlaba de él.

Al terminar el día, tenía cumplimentadas todas las órdenes que enviarían para notificar la predemanda, y también las que emitirían para conseguir los testimonios necesarios, con lo que podría evaluar el informe que le enviaría como muy tarde el miércoles Francis Dejani, el experto médico que trabajaba para él. Damien necesitaba preparar el caso cuanto antes, para dictaminar las pretensiones de la defensa en representación de la familia del paciente, y así poder darle curso a la Notificación de Intención. Ese mismo día había legalizado la copia de la hoja de anamnesis enviada por el hospital, para evitar que la información fuera adulterada.

Pertinaz, recogió sus cosas, apagó las luces de su despacho y cogió su maletín para marcharse del bufete.

Esperaba el ascensor mientras revisaba su móvil, cuando alguien se paró a su lado. Levantó la vista y se encontró con Richard, que hacía caso omiso a su presencia. Al parecer aún seguía enojado con él. Ambos fijaron la mirada en las puertas del elevador, resolviendo ignorarse. La misma actitud ensayaron dentro de éste. Al llegar al aparcamiento, cada uno se dirigió a su automóvil y partieron sin haberse dirigido la palabra.

Damien no había encendido el aire acondicionado, necesitaba sentir que el viento cálido le golpeaba en el rostro. Apoyó el codo en el filo de la ventanilla y condujo sosteniéndose la cabeza, sumido una vez más en sus pensamientos. Enfiló hacia su casa; sin embargo, no se detuvo en ella, pues pasó de largo y, cuando quiso darse cuenta, se encontró estacionado frente a la casa de Adriel, mirando la luz encendida que se vislumbraba en su ventana. El dolor que le aguijoneaba en el pecho era la razón exacta por la cual nunca se había permitido conocer a ninguna mujer más allá de los placeres que encontraba en la cama, follándolas. Pero, aunque lo había intentado todo, había desoído a su razón y le había permitido a Adriel abrirse paso en sus sentimientos. Aun sabiendo que ése era el principio de un final anunciado, lo había hecho.

Un coche aparcó en la acera de enfrente, apartándolo de pronto de sus reflexiones. Cuando vio descender al ocupante, sintió un impacto en mitad de la nuca. Era Greg Baker. Se rio ridículamente, y se amonestó de inmediato por haber flaqueado y haber terminado aparcado frente a la casa de ella. Esperó a que él entrara en el edificio del apartamento, ya que no quería despertar sospechas y que lo viera; luego se marchó. Las imágenes no tardaron en aparecer en su cabeza: de inmediato la imaginó abrazada al médico, recibiéndolo cálidamente; no quería sentir dolor, sino odio, pero la verdad era que Adriel lo había dañado, lo había roto; le había confiado su corazón a esa mujer y ella se había encargado de destrozarlo. Juzgándolo incorrectamente, se había entregado a los brazos del médico de nuevo.

Ver a Baker ahí había alejado sus titubeos. En varias ocasiones se había preguntado si estaba haciendo bien dándole curso a la demanda o bien si debía detenerlo todo, rechazando el caso; incluso había pensado que tal vez, si él se explicaba, las cosas podrían solucionarse. Ahora entendía que no valía la pena, que no se había equivocado, que había visto bien, y que Adriel y Baker otra vez tenían algo.

 

 

—Hola, Greg. Adelante.

—Gracias por aceptar que cenemos juntos. He traído pollo, ensalada y sopa de champiñones.

—Te agradezco que te hayas ocupado de la cena, no tenía ganas de cocinar.

—También he traído un Chardonnay dulce —dijo mientras lo llevaban todo a la cocina—, y de postre, unas frutas maceradas.

—Demasiada comida. Agradezco tu intención de alimentarme, pero ando inapetente. De todas formas, lo mejor es tu compañía.

Juntos prepararon la mesa y se sentaron a cenar. Adriel comió la sopa, pero ya no le entraba más nada. Greg cogió un bocado y se lo dio para que comiera de lo que le ofrecía.

—Vamos, come, que está muy rico. No has probado nada.

A regañadientes, y por no rechazarlo, la médica abrió la boca.

—Esto es un tropezón en tu carrera, no es tan grave. Además, no dejaste que ese chico muriera a propósito. Deja de sentirte tan culpable, él omitió decirte lo que consumía. Fue un momento de debilidad mental en el que tomaste una mala decisión, nos puede pasar a cualquiera, somos humanos, Adriel, no somos máquinas programadas.

—Eso no es lo único que me tiene mal.

—Lo sé; que no lo haya mencionado no quiere decir que no me haya dado cuenta. —Él estiró un brazo y le pasó el pulgar por su mejilla—. Advertí su firma en la solicitud. Él no te merece, Adriel, yo jamás te haría sufrir.

—Quisiera que mi corazón se enterase, pero se niega a darse por aludido.

—Haces mal, eres una gran mujer. No mereces este trato. Déjame ayudarte a olvidarlo, déjame atravesar las capas de tu corazón y demostrarte cómo se trata a una mujer.

—No me pidas eso ahora.

—Quiero cuidarte, Adriel, quiero demostrarte lo que es el amor sincero, quiero ayudarte a que lo olvides.

—Lo único que puedo permitirme en este momento es que te acerques como amigo. Si te parece que puedes, te lo agradeceré, pero si dices que no, lo entenderé también.

Sonó el teléfono de Adriel, interrumpiendo la contestación de Greg. Miró la pantalla y se disculpó antes de contestar la llamada.

—Disculpa, es mi madre, debo cogerlo.

Se puso de pie y caminó hacia el salón.

—Hola, mamá. —Impostó la voz para parecer alegre.

—Hola, hija. ¿Ya tienes los pasajes? ¿Cuándo llegas? ¿La semana que viene ya estarás aquí, verdad? No veo la hora de verte, Adriel.

—Lo cierto es que no sé si iré este verano a Barcelona. Han surgido unos contratiempos en mi trabajo con las vacaciones; lo más probable es que me las tome más adelante, tal vez en invierno; ya te avisaré.

—No me digas que tienes intención de posponer las vacaciones, hace tres meses que no nos vemos.

—Lo siento, mamá; me encantaría poder ir, pero...

Mientras ella hablaba, Greg se encargaba de recoger la mesa y meterlo todo en el lavavajillas.

—No entiendo por qué te empecinas en trabajar en Nueva York, cuando tienes una clínica a tu disposición aquí en Barcelona. Yo me encuentro mayor ya; me encantaría que te involucrases un poco más en esto; después de todo, tarde o temprano será tuyo.

—No es mi proyecto, mamá, siempre lo has sabido. Además, nada tiene que ver con mi especialidad.

—Pues deberías decidirte a dejar esa agotadora sala de Urgencias y dedicarte a una especialidad donde puedas conseguir verdaderos logros y reconocimientos. Hija, por Dios, ¿por qué te empeñas en trabajar tanto?, y sin descanso.

—Me gusta lo que hago. Trabajar con pacientes en Urgencias me hace sentir bien, aunque eso signifique una rotación continua en mis horarios.

—No lo creo. Sé que, cada herido de bala que llega a ti, remueve tus recuerdos. Eres tan terca, Adriel.

—Me hace feliz saber que ese herido de bala que llega a mí tiene posibilidades, en mis manos, de sobrevivir.

—Dejemos ese tema, por favor. Sé que no nos hace bien a ninguna de las dos. La verdad es que tenía planes, Adriel, y una gran ilusión. Quería que conocieras a alguien.

—¿Que conociera a alguien?

—Sí, creí que la semana que viene ya estarías en casa.

—¿Estás saliendo con alguien, mamá? ¿Eso me estás queriendo decir?

—Me hubiera encantado contártelo frente a frente, pero no me dejas otra opción. Nunca, desde que tu padre murió, volví a sentir mi corazón palpitar como él lograba que lo hiciera. Pero he conocido a alguien, y nos llevamos bien; hace un año que nos tratamos, y queremos intentarlo. Quería contártelo aquí, ya que es un sitio neutro; pronto estaré de regreso en Nueva York, él es de allí. Sabes, estoy traspasando la dirección de la clínica a subalternos míos de confianza, por lo que calculo que en dos meses estaré de vuelta. ¿Qué dices? Quisiera que estuvieras de acuerdo con mi decisión.

—Bueno, me coges por sorpresa, realmente no me esperaba esto. Mamá, no tienes que pedirme permiso. Si crees que es el indicado, yo te apoyo. Aún eres joven y atractiva. Sé que has honrado la memoria de mi padre, yo no soy quién para oponerme. Pero... aclárame una cosa: ¿dejarás la cirugía?, ¿te afincarás en Nueva York? Creo haber entendido eso.

—No la dejaré del todo; pienso realizar exclusivamente diez cirugías programadas por mes, lo que significa que sólo me tendré que alejar por unos días de Estados Unidos. Acudiré a algunos congresos, pero no aceptaré todas las invitaciones que siempre acepto, y el resto pienso dirigirlo todo desde allí; las clases con mis becados las dictaré on-line.

—Veo que lo tienes todo muy bien planeado. En ese caso, mamá, sólo me queda esperar a que me lo presentes.

—¡Qué pena, hija! Antes de que lo conocieras, me hubiese gustado contarte más cosas sobre Topher. Realmente quería que pasáramos juntas unos días aquí; él pensaba unirse a nosotras luego, pero tú siempre cambias mis planes. Tocará que lo haga cuando vuelva a Estados Unidos.

—No te aflijas, por alguna razón no me quedan dudas de que, si lo has elegido, es un hombre que merece toda tu atención y un espacio en tu vida. Sé que lo que tuviste con mi padre fue maravilloso, y que no dejarías que cualquiera ocupase el lugar que el dejó vacío en tu corazón; de hecho, has tardado veinticuatro años en dejar entrar a alguien.

—Tenía pánico a que no estuvieras de acuerdo. Hace semanas que ensayaba esto para cuando vinieras.

—Mamá, siempre eres tan dramática... Despreocúpate. De verdad que me alegra saber que has decidido ser feliz. Me tranquiliza que, aunque te has tomado tu tiempo, por fin vas a pensar en la mujer y no en la profesional que eres. Te lo he dicho muchas veces, además.

—Lo sé, pero nunca había llegado el indicado hasta ahora; es que tu padre había dejado el listón muy alto en mi corazón. El destino me cruzó con Topher, y es un hombre maravilloso. Hemos llevado vidas muy parecidas, ambos criamos a nuestros hijos solos.

—¿Cuándo vienes? Confieso que estoy intrigadísima.

—Estoy finiquitándolo todo; calculo que, con la llegada del otoño, estaré por allá. Te prometo que, nada más llegar, organizaremos una comida para que ambas familias se conozcan.

—Bien, te estaré esperando ansiosa; quiero saber todos los detalles de cómo lo conociste. Cuéntame, ¿es buen mozo?

—Creo que sí... es muy elegante, le gusta vestir a la moda, es atento, un gentleman.

—Cuando pongas un pie en Nueva York, nos pondremos al día.

—Seguro, hija.

—Otra cosa —Greg estaba en el salón, sentado en el sofá. Había servido dos copas de vino mientras esperaba a que ella terminase de hablar, así que se dio la vuelta y habló en un tono muy bajo—. Quiero presentarte a un amigo que está haciendo la especialidad de cirugía cardiovascular; es muy buen profesional, y me gustaría que consideraras una beca en tu hospital para él. Greg no me lo ha pedido, pero sé que te admira y hacer su especialidad contigo sería, sin duda, su sueño para él.

—Adriel, ¿por qué no le has hecho bajar la solicitud por Internet y me la has mandado directamente tú? Hazlo y así sabré que se trata de él. Sé que, si me estás pidiendo esto por tu amigo, sin duda es alguien que merece la pena. Dime, ¿es sólo un amigo?

Adriel se alejó más aún.

—Greg es un gran hombre, ojalá pudiera sentir otra cosa por él.

—Humm, quién sabe, tal vez el destino os termina juntando.

«Mi corazón ya tiene dueño; aunque nunca pueda ser posible, mi amor por Damien nunca acabará», pensó ella.

—Ya tengo morriña por regresar. Quería contártelo todo cuando vinieras, ahora por fin tengo una razón para volver a casa —le hizo saber su madre cambiando de tema, se la oía pletórica.

—Gracias por la parte que me toca.

—No seas injusta, hija.

—Es una broma; sé que has vivido parte de tu vida dedicada a mí por completo, me alegra verte tan feliz.

Después de otro breve intercambio y de la despedida de rigor, Adriel colgó la comunicación con su madre. Se quedó pensativa unos instantes y caminó hacia el sofá, donde Greg la esperaba.

—¿Todo está bien?

—Sí, sólo que con todo lo que corre por mi cabeza no tengo espacio para lo que acaba de contarme mi madre. Regresa definitivamente a Estados Unidos, te la presentaré. ¿Sabes? Acabo de hablarle de ti. ¿Te gustaría una beca en su hospital para especializarte?

—¿Qué? ¿Hablas en serio?

Adriel se sentó a su lado, dejándose caer en el sofá.

—Prepárame un currículo tuyo, se lo enviaré a mi madre. Debes bajar la solicitud de su página web y rellenarla como si fueras a solicitar una beca, pero yo se la enviaré personalmente.

Greg abrió los ojos sin poder creerlo, ¿quién no podía querer? ¡Especializarse junto a la gran eminencia Hilarie Dampsey! La abrazó y la besó en el pelo.

Aunque se había involucrado sentimentalmente con Adriel, en un principio, la verdadera razón de su acercamiento a ella había sido ésa. Cuando se había enterado de quién era la madre de la médica de Urgencias, se había aproximado a ella buscando la oportunidad.

Adriel cogió la copa de vino y le ofreció un brindis que él, entusiasmado, aceptó; ella apenas se mojó los labios.

 

 

Con muy pocas horas de sueño, ya que se había pasado toda la noche dando vueltas en la cama, apareció en la cocina para desayunar. Adusto, apenas si moduló un saludo a su empleada, sorbió un café solo y no quiso comer nada. Esa mañana parecía más endemoniado que el día anterior, así que Costance respetó su silencio y se mantuvo casi silenciosa a su alrededor, mientras hacía sus quehaceres. Como cada mañana, fue a su despacho para recoger su maletín y marcharse al trabajo. En su escritorio se encontró con una caja y un sobre con una nota; la abrió y en ella estaba toda la ropa interior y la lencería que él había comprado para Adriel. Incordiado, rasgó el sobre y leyó la nota que estaba escrita de su puño y letra, en una caligrafía que, para ser la de una doctora, era muy redonda y meticulosa.

 

Gracias por enviarme mis cosas. Esto no me pertenece, jamás debí aceptarlo, ya que jamás debí permitir que me trataras como a una de tus zorras, pero de los errores se aprende y tú eres mi mayor error. Lo más importante es que todo se supera en la vida.

Vete a la mierda, Damien Christopher Lake.

Adriel

 

Hizo una bola con la nota y, con la furia de un huracán, atravesó el trayecto hasta la cocina, tiró la caja sobre la mesa haciendo que Costance se sobresaltara y, rabioso, le indicó a su empleada:

—Desecha toda esa basura.

Impartida la orden, se fue de su casa pateando todo lo que se interponía a su paso.