28
Los días del verano llegaban a su fin; estaba bastante oscuro, sobre todo por las nubes que colgaban del cielo, Nueva York lucía gris, y nubarrones amenazadores vestían el firmamento, haciendo suponer que no tardaría mucho en empezar a llover.
Adriel llegó al 140 de la calle Broadway, donde se encontraba Lake & Associates. Buscó un lugar para estacionar y luego fue hacia la entrada, donde había quedado en encontrarse con Amber. Sentía frío, un poco por los nervios y otro poco porque la temperatura ya estaba bastante baja en esa época del año. Cerró su abrigo de lanilla, se lo ajustó al cuello y caminó apresurada. La abogada la estaba esperando.
—Estás temblando.
—Sí, no puedo hacer que dejen de castañearme los dientes.
—Tienes que tranquilizarte, no es bueno que subas mostrándote indefensa.
—Intentaré sosegarme. ¿Cómo me veo? —Abrió su abrigo antes de entrar en el edificio.
—De infarto, como lo planeamos. Estoy segura de que, cuando te vea así, perderá la concentración.
—No lo creo; es un gran insolente y sabe disimular muy bien sus emociones.
—Pues, por más que las sepa esconder, se desestabilizará.
—Si fuera tan así, si yo le provocara todo eso que dices, ahora mismo no estaría patrocinando esta demanda en mi contra; esto es estúpido.
—No lo es, que vea que no te has derrumbado, que se dé cuenta de cuán entera estás y lo bien que te ves sin él.
Adriel caminaba sobre unos zapatos negros clásicos de tacón de aguja, altísimos. Usaba un atuendo recto de crepé negro de seda, con mangas en organza que trasparentaban su piel en los brazos y en el escote. Llevaba el pelo suelto y había marcado ondas en él.
—Ánimo, te estaré esperando aquí. Buena suerte. Recuerda mostrarte segura y no expongas tus puntos débiles. No lo mires demasiado tiempo a los ojos, y no lo anheles más de lo que lo odias.
—Dicho así, suena muy fácil.
La médica llenó sus pulmones de aire, realizó una súplica muda implorándole ayuda a su padre que estaba en el cielo, y entró empujando la pesada puerta giratoria.
Después de anunciarse en la recepción, el conserje del edificio le indicó de inmediato hacia dónde debía dirigirse.
Llegó a la planta treinta y nueve y, cuando la puerta se abrió, se halló en un pasillo con paredes revestidas en piedra de tonalidades claras, y un letrero en negro con letras en relieve que indicaba que se encontraba en Lake & Associates. En otras circunstancias, conocer ese lugar la habría llenado de emoción y orgullo, pero hoy todo era diferente. Cerró los ojos mientras salía del ascensor y, haciendo un enorme esfuerzo, se encaminó hacia el bufete. Inspiró con dificultad; no se había dado cuenta, pero en algún momento había dejado de hacerlo. Cuando sus pulmones quemaron, lo advirtió, y entonces realizó una profunda respiración y se desplazó, erguida, hacia una puerta de cristal que le fue abierta desde dentro. La recepción de inmediato apareció frente a ella; era muy lujosa y amplia y, tras la mesa de la recepcionista, una pared acristalada con persianas estilo americano dejaba ver otro amplio recinto.
—Buenas tardes. Tengo cita con el señor Lake, mi nombre es Adriel Alcázar.
—Adelante, señorita. Por favor, sea tan amable de entrar por esa puerta y subir la escalera que está al final del pasillo.
—Muchas gracias.
Adriel desabotonó su abrigo mientras subía. Un fuego había asaltado su cuerpo, producto de los nervios, que la estaban devorando.
Mientras avanzaba, se daba ánimos, convenciéndose a sí misma de que estaba lista para enfrentarlo, pero en el fondo de su corazón sabía que no era así, que, en cuanto lo viera, se convertiría en un manojo de indecisiones.
Llegó a la entreplanta, donde se encontró con otra recepción. Allí había una mesa semicircular que copiaba la hechura del despacho curvilíneo que despuntaba majestuoso por detrás. La gran oficina ocupaba casi toda la planta. Intuyó al instante que ésa era la de Damien; no podía ser de otra forma, su despacho era a su imagen y semejanza, imponente, jactancioso, extremadamente lujoso.
Una mujer muy elegante, con un traje sastre en color nude y el cabello recogido en una impecable cola de caballo, la recibió muy amablemente.
—Buenas tardes, señorita Alcázar. El señor Lake la está esperando en su despacho; por favor, permítame su abrigo.
Adriel se despojó de la prenda y se la entregó a la empleada que sospechaba que era su secretaria. Era una mujer muy bonita. Costance no le había mentido. Por alguna razón, su sonrisa no le pareció ficticia, y aquella dama le inspiró confianza.
—Pase —le indicó la mujer con un ademán de la mano, señalando la puerta.
Volvió a coger aire y se alisó la falda; luego caminó hacia donde la empleada le había indicado.
Abrió la gran puerta, y creyó que su corazón iba a detenerse dentro de su pecho cuando lo encontró sentado en su sillón presidencial, tras su escritorio. Se lo veía muy concentrado en la pantalla de su ordenador, o al menos eso parecía; lo cierto era que él estaba tan expectante como ella por el encuentro. Damien levantó la vista, cerró la pantalla y clavó su mirada en Adriel.
«¡Es tan masculinamente perfecto!», pensó la médica mientras entraba en el sorprendente despacho.
Intentó no intimidarse con su mirada ni con su belleza; él llevaba puesto un traje de tres piezas en azul claro, camisa blanca y corbata de entramado plateado. Desviando su atención, hizo un rápido escrutinio del lugar y fijó la vista sobre una enorme estantería que contenía una colección suntuosa de textos de leyes. Entre los que pudo advertir, una edición de lujo de la Constitución de los Estados Unidos. La decoración era de líneas opulentas y de boato extremo, y una gran lámpara central, ubicada sobre un enorme rosetón, resaltaba estratégicamente, acompañando el ambiente ordenado y con detalles muy cuidados para no desentonar; la pared lateral estaba conformada por enormes ventanales que revelaban un fabuloso panorama de la ciudad.
Lake, por su parte, no apartaba la vista de su figura y, sintiéndose arrasado de inmediato por su belleza, creyó que podría derretirse en su asiento con tan sólo admirarla. El corto vestido que llevaba puesto le hacía claramente justicia a su agraciada figura. La visión le aceleró el pecho, creando un agujero asesino en él, y entonces vagó sus ojos con disimulo, advirtiendo cómo la prenda resaltaba sus perfectos senos, le marcaba una diminuta cintura, acariciaba sus caderas y, finalmente, terminaba deteniéndose de manera perfecta un poco más abajo de la mitad de sus muslos.
—Adelante —le indicó sin manifestar ningún signo de debilidad, mientras que, con la mano, la instaba para que tomara asiento frente a él.
Había modulado la voz de forma tal que ella no pudiese notar cuánto lo conmovía su presencia. No quería que descubriera que verla, y en particular verla vestida de esa forma, había despertado sus ansias y en lo único que podía pensar era en levantarle el vestido, apartar sus bragas, comprobar su humedad y follarla sobre el escritorio hasta obtener lo que tanto añoraba de ese cuerpo.
Adriel se sentó en silencio, y en verdad temía realmente que no sería capaz de articular siquiera una palabra. Necesitaba pensar y focalizar lo que quería decirle, porque no esperaba ponerse a tartamudear frente a él, eso no podía pasarle. De todas formas, era cierto que verlo le había quitado todo el dominio, hasta el punto de que se encontraba luchando para que las lágrimas en sus ojos no se derramaran. Odiaba comprobar que la vida sin su presencia no tenía sentido. Bajó la vista para estabilizar sus emociones, se aferró a la carpeta que Amber le había entregado y la apretó con tanta fuerza que la acción provocó que sus nudillos perdieran la tonalidad rosada. Luego volvió a levantar la vista, encontrándose con la oscura y devastadora mirada de Damien. Se acomodó la falda mientras se recolocaba en su asiento, provocando que los ojos del abogado cayeran sobre la longitud de sus kilométricas piernas; advirtiéndolo, intentó tomar ventaja y las cruzó, poniendo de manifiesto toda su sensualidad, motivo por el cual se sintió un poco más aliviada y segura de sí misma. Estaba claro que había conseguido el resultado deseado; él, aunque intentaba disimularlo, estaba afectado.
«No es posible que te desee tanto; voy a morir aquí mismo si continúas mirándome así», pensaba ella sin sosiego.
«¿Qué has hecho con mi hombría, Adriel? Pero, a pesar de lo que siento, hoy voy a demostrarte que aún queda algo de mi orgullo; aunque maltrecho, voy a probarte que a pesar de todo no has logrado destruirme por completo.»
Aprovechando la situación, Adriel intentó rememorar las tretas que su amiga le había indicado que pusiera en práctica para desestabilizarlo, así que, sin bajar su mirada, se lamió rápidamente el labio inferior, y acto seguido se arregló el cabello mientras descubría la delantera de su vestido. Llevó con astucia cada mechón hacia atrás y volvió luego sus manos a su regazo. Damien no fue todo lo inmune que le hubiera gustado; los ojos del abogado se centraron de pronto en cada movimiento y, sin poder evitarlo, necesitó tragar silenciosamente. Ella estaba desquiciándolo. Codició tocar la sedosidad de su pelo y hundirse en su cuello para absorber la suavidad de su aroma; como si fuera un epítome de su embriagadora presencia, fijó la vista en su boca y sintió que la suya se le hacía agua; por último, viajó con su mirada por sus senos, provocando que Adriel experimentara una respiración errática casi incontrolable.
Damien también era astuto, también sabía muy bien cómo seducirla y desencajarla, así que, producto de la lujuria de su mirada, ella no pudo evitar sentirse indefensa con el vestido que estaba usando; le pareció claramente que su mirada podía ver a través de la tela.
Empleando un rápido movimiento, él se puso en pie; necesitaba terminar con el embrujo de sus ojos, así que, con naturalidad, se acercó hasta una mesa auxiliar donde había una jarra con agua y una máquina de café, cuyo contenido estaba lleno puesto que él le había pedido a su secretaria que lo preparara para no ser interrumpidos; también descansaban allí unas tazas y vasos, y algunas bebidas un poco más espirituosas.
—¿Quieres beber algo? —preguntó dándole la espalda.
—Agua, por favor.
Sirvió dos copas de agua. Ella lo estudiaba en silencio, y es que su porte cortaba el aliento. Aun bajo la ropa, podía advertirse lo escultural de su figura; su espalda, ancha, formaba un triángulo invertido perfecto en conjunción con la estrechez de su cintura. Ella podía atestiguar que estaba hecho a la perfección; había vagado tantas veces acariciándolo con sus dedos... Damien regresó a su sitio con una máscara de aparente desinterés. La verdad era que había necesitado imperiosamente perder por unos instantes el contacto visual con Adriel, porque su presencia estaba quebrantando su integridad y no sabía cuánto tiempo más iba a ser capaz de contenerse. Mientras servía el agua, y aprovechando que estaba de espaldas a ella, cerró los ojos y apretó las mandíbulas, obligándose a encontrar el equilibrio para no lanzársele encima. Antes de sentarse, se estiró sobre su escritorio y depositó frente a ella la copa; lamentablemente no había sido la mejor decisión, ya que, al acercarse, su perfume había llegado con demasiada nitidez hasta sus fosas nasales, provocándole deseos aún más difíciles de controlar.
—¿Has acabado con la actuación? ¿Podemos comenzar ahora?
Lake se burló mientras entrecerraba los ojos y una media sonrisa tiraba de sus labios; necesitaba esconderse bajo esa postura arrogante para no sucumbir. Adriel sintió que las mejillas se le calentaban, mientras él se mostraba irónico al descubrir sus intenciones.
—¿Tanto me odi...? —Se mordió la lengua, pues recordó que Amber le había dicho que no se mostrara débil—. Mejor vayamos a lo que me trae aquí, terminemos de una vez con todo esto.
—Esperemos que podamos terminar con todo para no vernos más la cara. Di algo coherente, doctora, para que podamos hacerlo, todo depende de ti.
Las notas oscuras de su voz retumbaron en su pecho, provocándole a Adriel una sacudida. Con torpeza, desplegó la carpeta que llevaba consigo; quería leer todo lo que Amber le había apuntado, pero estaba tan nerviosa que la vista se le nublaba.
Damien la estudiaba en silencio mientras tragaba el nudo que tenía en su garganta, porque tenerla tan cerca no le resultaba nada fácil.
Adriel cogió una bocanada de aire y dijo:
—Me gustaría aclararte algo. Aunque ya sé que no te interesa, lamenté mucho la muerte de mi paciente. Si él me hubiera informado de lo que consumía, sin duda alguna hubiese considerado otro tratamiento que le hubiera dado más posibilidades de supervivencia. Además, ese día me encontraba particularmente cansada: mi reemplazo había faltado y la jornada de trabajo había sido muy agotadora. Asumo cada una de mis responsabilidades, todas las que están señaladas en el escrito que tan sistemáticamente redactaste.
Él asintió con la cabeza, levantó una mano apoyando su codo en el escritorio y se frotó la barba de la mandíbula sin quitarle los ojos de encima.
—Quiero que lleguemos a un acuerdo —continuó diciendo Adriel mientras él seguía mudo, escuchando—; quiero que esto termine aquí. No deseo que trascienda; sabes que está en juego el buen nombre de mi madre, aunque creo que ése es el verdadero motivo que te llevó a aceptar el caso... eso, y tu ambición desmedida.
Si Amber la escuchara, sin duda la mataría; no estaba haciendo nada de lo que le había dicho, ni diciendo nada de lo que le había apuntado.
—Para empezar, déjame aclararte que no gano nada con este caso. Ésta es una de las tantas causas pro bono que mi estudio ha aceptado patrocinar, tan sólo una más entre otras que tampoco son remuneradas, más que por, digamos... el simple honor; el término adecuado es ad honorem. En efecto es una cuestión de ética y moral profesional, algo que un buen abogado no puede dejar de tener en consideración cuando llega un caso como éste. Se trata, por encima de todo, de sensibilidad, honestidad y un gran anhelo por conseguir justicia y respeto con celeridad para quienes la necesitan. —Hablaba muy tranquilo, casi como burlándose de ella—. Para continuar... —extendió un brazo, se echó hacia atrás y se cruzó de piernas mientras acomodaba los puños de su camisa y jugueteaba con sus gemelos; sus dedos larguísimos de uñas muy pulcras no se detenían—... te diré que, para pretender llegar a un acuerdo, has llegado muy altiva. Me gustaría verte más sumisa y, tal vez así —agitó la mano, demostrándole que era una posibilidad muy vaga—, podrías conseguir algún beneplácito a tu favor.
—No soy abogada, Damien —percibió el tono que ella empleó al nombrarlo, y supo que había conseguido lo que se proponía, desestabilizarla—. No soy un témpano de hielo como tú, no sé controlar mis emociones. Sabes perfectamente que estoy haciendo esto lo mejor que mis sentimientos me lo permiten. ¡Maldición! ¿¡Por qué te empeñas en destruirme!? —le gritó de forma desmesurada.
Una lágrima escapó de sus ojos y se apresuró a recogerla con sus dedos. Él estuvo a punto de coger su pañuelo y dárselo, pero se contuvo. Adriel tragó rápidamente las emociones que se le enmarañaban en la garganta y sorbió de la copa de agua; estaba temblando. Damien la observaba atento, obligándose a sí mismo a no flaquear. Había adoptado la actitud que tantas veces ejecutaba en los tribunales; era magnífico haciéndolo: simplemente se centraba en su fin y lograba desconectar del resto... pero con Adriel, por supuesto, no resultaba tan fácil, aunque no iba a dejarse vencer. De todas formas, y cogiéndolo por sorpresa, de su boca salieron palabras que no quería decir.
—Tal vez... porque tú también me destruiste a mí. —Sus grandes ojos marrones la observaron insistente.
—¿Yo te destruí a ti? —Lo miró indignada—. ¡¿Qué dices, por Dios?! Fui a tu casa la primera noche para que hablásemos, pero, cuando llegué, tú no estabas por ninguna parte; en cambio, me encontré con mi lugar en tu cama muy bien ocupado. Era obvio que no había nada de qué hablar: te habías descargado jodidamente en ella; tu ropa estaba tirada por el suelo, con un condón al lado. Hablas de destrucción, ¿cómo crees que me sentí?
Él entrecerró los ojos. La zorra de Jane había sabido mantener la boca muy bien cerrada, ¿o tal vez no la había visto?
Estudió su actitud. Primero consideró que se encontraba dolida; luego desestimó las palabras de Adriel, entendiendo que sólo estaba manipulándolo. Se deshizo de nuevo de sus inseguridades y enalteció su orgullo por encima de todo, recordando la tierna escena que había presenciado en el aparcamiento del hospital, cuando Greg la abrazaba y le daba tiernos besos que ella aceptaba gustosa. No iba a alejarse de su objetivo; por fin acababa de desentrañar el momento en el que ella había dejado el mando a distancia del garaje en su despacho. Consideró que, en parte, recuperaba su orgullo, pues ahora sentía que estaban en igualdad de condiciones.
—Eres mi mayor error, Damien, eso lo tengo muy claro. Amber siempre tuvo razón, maldigo no haberla escuchado.
—Creo que estás mezclando las cosas. Sería bueno que supieras que, en un acuerdo como al que pretendemos llegar, hay ciertas reglas de comportamiento.
—¿Yo estoy mezclando las cosas? Creí que ése eras tú. ¿Te olvidas de que exigiste que viniera sola? ¿Acaso has olvidado también que no quisiste hablar con mi abogada? No exijas reglas de comportamiento cuando el primero en ignorarlas has sido tú.
Ella se había anotado un muy buen tanto; tenía razón, pero no iba a reconocérselo, porque hacerlo significaba aceptar que estaba loco de celos por ella, que haber visto cómo se dejaba besar por Baker lo había trastornado, que su falta de confianza lo había destruido. Se dijo que no admitiría jamás que ella lo había humillado; al principio de la conversación casi lo había hecho, pero había logrado contenerse, así que, arrepentido de lo que había insinuado, intentó borrar lo dicho y encauzar la conversación por el lado que más le convenía.
—Te equivocas. Te di una cita para discutir la negligencia que se cometió cuando una concatenación de sucesos, y la inoperancia del médico adscrito, en conjunto con la del médico residente, y por supuesto también la del hospital, oficiaron de forma tal que la vida del hijo de mis clientes fue arrebatada de este mundo. —El rostro de Adriel estaba enrojecido de rabia—. Tu inoperancia en este caso, porque eras la médica a cargo de la sala de Urgencias esa noche —remarcó y recalcó cada sílaba, utilizando un tono muy despectivo—, se llevó la vida de Adam Artenton, truncándole un futuro prometedor, puesto que era un estudiante con unas calificaciones muy altas. Además, desmembraste a una familia, dejaste a dos padres sin su hijo y a una niña sin su hermano.
—No soy abogado, pero tampoco soy estúpida. Hablas de ética profesional... pues creo que la estás olvidando muy a menudo. No creo que sea muy ético usar expresiones descomedidas, irrespetuosas, insolentes, desproporcionadas y agraviantes como las que estás utilizando.
—No estamos en un tribunal, aquí nos podemos desenvolver con más soltura; además, la verdad no debería resultarte una ofensa. Dura lex, sed lex: la ley es dura, pero es la ley.
—No niego mi responsabilidad, tampoco pretendo que no se aplique la ley, te lo he dicho de entrada; sólo quiero que los hechos se evalúen de manera justa. Entiende que fue un error, un maldito error; sabes lo que siento con la muerte de cualquier ser humano, ¡¿por qué haces como si no me conocieras?!
—No intentes sacar ventaja de lo que una vez tuvimos. Aquí eres la incriminada responsable y yo, el abogado de la parte damnificada.
—Estaba muy cansada, sin dormir, había hecho dos turnos de dieciséis horas —intentó seguir justificándose; pugnaba por no llorar, su voz era temblorosa—. Lo siento, lo lamento profundamente, pesará eternamente sobre mi conciencia lo que ocurrió...
—Déjame decirte que, si te sentías tan cansada —utilizó un tono desdeñoso—, ¿no te parece que debiste informarlo y exigir un reemplazo? Como profesional eres muy imprudente; trabajas con vidas humanas, doctora Alcázar. Los errores, a veces, pueden ser irreparables, como en este caso.
—No voy a permitir que juzgues mi integridad como profesional; siempre soy muy responsable con todos mis pacientes, te consta.
—Lo único que me consta es que con el señor Artenton no lo fuiste; no me gustaría ponerme en tus manos y que me atendieras.
La conversación tomaba visos irreales; las aristas por las que ascendía no eran claras y simplemente se convertía en la pelea de dos seres que sólo intentaban hacerse daño al poner en juego los sentimientos que los involucraban.
—Hasta no hace mucho querías jugar a los doctores conmigo y te encantaba ser mi paciente, ¿lo recuerdas? —contestó ella con sorna.
—No desvíes el tema. —Él juntó ambas manos, entrelazando los dedos, y negó con la cabeza, mientras entrecerraba los ojos—. Pero, si te refieres a cómo me atendiste cuando estuve hospitalizado, eso no cuenta, ya que lo único que querías era llamar mi atención y que me metiera entre tus piernas; entiendo que por eso fuiste tan considerada y extremaste los cuidados conmigo: buscabas cualquier excusa para meterte en mi habitación, también eso recuerdo —respondió recostándose de nuevo en su sillón.
—No puedo creer lo que estás diciendo, no puedo creer que alguna vez pensé que tenías un corazón. Tú eras el que quería meterse entre mis piernas a cualquier precio.
Se quedaron mirándose en silencio; la furia destellaba en cada uno de ellos. Damien hablaba de ética, y era el primero en olvidarla con los comentarios que utilizaba.
—Estás haciéndome perder el tiempo, Adriel. —Estiró el brazo y miró la hora en su reloj de pulsera—. ¿Tienes una propuesta, además de asumir tus responsabilidades, o nos vamos a juicio? Porque estoy esperando escuchar una proposición desde que llegaste; en cambio, estoy escuchando justificaciones estúpidas que, realmente, no me interesan.
Adriel cogió una bocanada de aire y luego su copa para beber agua otra vez. Damien inspiró con fuerza, se acomodó en su asiento y, del mismo modo, cogió su copa para beber y serenarse un poco.
La joven no quería mirarlo. El sonido que Lake hacía al beber el agua ponía imágenes en su cabeza de cómo los músculos de su glotis estarían moviéndose. Se enojó al pensar de forma tan insensata, cuando él sólo estaba demostrándole que disfrutaba siendo su verdugo. ¿Tan idiota podía ser su corazón?
«El perfecto deseo de querer lo que no se puede tener.»
Tragando saliva, Adriel se obligó a continuar.
—No tengo el dinero que estás reclamando, aunque creo que ésa no es una novedad para ti, ya que supongo que tienes muy bien estudiado cuáles son mis activos.
—Pídeselo a tu madre; consíguelo, no me interesa cómo lo hagas. —Sus cejas se arquearon, enderezó su porte y le lanzó la mirada más devastadora que jamás le había visto.
—Por favor, Damien...
La médica dejó escapar un suspiro pesado y negó incrédula con la cabeza; su voz se había atenuado claramente, como si reflexionara en silencio.
—No pongas esa vocecita, ya no funciona más conmigo. No te hagas la digna y deja de lado el discurso patético que utilizas, ese de que no le pides ayuda a tu madre más de lo necesario. Guárdate el orgullo y pídele dinero a ella. Mataste a un hombre, Adriel, debes resarcir el daño causado.
—¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué me condenas de esta forma sin tener en cuenta los atenuantes de lo que sucedió? Sabes que hay muchos; has podido escuchar las declaraciones de todos los que estuvimos esa noche. Sabes perfectamente cómo sucedieron las cosas. No soy una asesina, pero, tal como tú lo presentas, así lo haces ver.
El rostro de Damien seguía imperturbable; continuaba sin evidenciar ningún tipo de emoción. Su interior, en cambio, estaba desecho.
—Vaya, por fin conozco al verdadero Damien Christopher Lake, a ese del que todos hablan.
—Soy un perro cuando quiero serlo; sí, éste soy yo.
El contacto de sus miradas provocó escalofríos en ambos, pero los dos se empeñaron en disimular.
Adriel bajó la vista, se lamió los labios y volvió a abrir la carpeta, luego la cerró y le dijo:
—Lo único que poseo a mi nombre es el apartamento del barrio de TriBeCa, cuyo valor en el mercado inmobiliario es de dos millones ochocientos setenta y cinco mil dólares; lo otro que tengo es mi automóvil, que no es muy nuevo, pero es un modelo buscado y cuesta unos ciento setenta y cinco mil dólares. Por último, en mi cuenta bancaria sólo tengo ahorros que llegan apenas a los doscientos mil dólares. No tengo más nada, el total es casi el cincuenta y seis por ciento del pago que reclamas; considéralo, es una muy buena oferta.
Levantó la vista de nuevo. Él estaba sentado, jactancioso; se había echado hacia atrás y, con el codo apoyado en el reposabrazos de su sillón, con un pulgar se reseguía sus labios.
—Sabes perfectamente que un juicio podría alargarse, y el tribunal, debido a los atenuantes, podría dictaminar un pago menor. Terminemos con todo esto de una buena vez, Damien. Continuemos con nuestras vidas sin hacernos más daño, porque, por lo visto y por lo conversado hoy aquí, sé que para ti tampoco es una situación agradable continuar viéndome.
—Te equivocas; a mí me tiene totalmente sin cuidado continuar con esta situación. Soy un profesional de primera línea, creí que eso lo sabías muy bien.
Adriel sentía que ya no le quedaban más fuerzas, finalmente él le dijo:
—Lo discutiré con mis clientes, a ver si aceptan; informaré a tu abogada de lo que decidan.
—Puedes informármelo a mí, creí que querías tratar conmigo.
—De acuerdo. Te informaré.
La puerta se abrió y por ella entró Jane Hart girando uno de sus mechones rubios alrededor de su dedo, mientras aleteaba las pestañas hacia Damien.
—Lo siento, en la recepción me dijeron que aún estabas en tu despacho, pero tu secretaria no estaba para informarme de que estabas reunido; no ha sido mi intención interrumpir. —La joven médica se giró y ambas se encontraron frente a frente—. Buenas noches —saludó educadamente la abogada sin mostrar ninguna emoción.
Adriel no contestó, pero de inmediato se puso en pie para recoger sus pertenencias. Miraba hacia el suelo, pues no quería mirar a ninguno de los dos a los ojos, no podía considerarse más humillada.
—No te preocupes, la señorita Alcázar y yo ya hemos terminado; en seguida cierro el despacho y nos vamos a cenar. —Damien se había puesto de pie y sus palabras le habían sentado como una patada en el estómago a Adriel.
—Perfecto, querido, suena como un muy buen plan; en realidad venía a invitarte a eso —susurró Hart eliminando la distancia entre ellos, mientras que con una mano perfectamente cuidada se aferraba de su brazo.
—Necesito mi abrigo; acabo de oír que tu secretaria no está, se lo entregué a ella. —A Adriel no le quedó más remedio que mirarlo para hacerle esta petición.
—Ya te lo traigo.
Pasó por su lado, dejando una fuerte estela de su perfume Luna Rossa que la hizo tambalear. Al segundo que él salió por la puerta, la abogada sacó sus afiladas garras.
—Va siendo hora de que dejes de perseguirlo. No deseo volver a encontrarte cerca de Damien, él ahora está conmigo —le comunicó Jane a modo de advertencia.
—Si estuvieras tan segura de que está contigo, no tendrías necesidad de hacérmelo saber. Pero... no te preocupes, él ya no me interesa.
—Te quiero bien lejos de nosotros, o la prensa podría enterarse de que la hija de la eminencia Hilarie Dampsey ha sido denunciada por mala praxis. ¿Te preguntas cómo me he enterado? Trabajo en los juzgados, ¿quién crees que le consiguió tan rápido los sellados a D? ¡Qué desprestigio eres para tu pobre madre!... Los periodistas se darían un festín con la noticia, deberías ser más cuidadosa.
Los ojos de la médica ardían de ira.
—No te lo aconsejo, pues en ese caso tendrías que saber que tengo una lengua muy suelta también, y que la prensa podría enterarse de que tu padre le hace favores a Damien a cambio de que se folle a su hija.
Lake entró y sostuvo el abrigo para que Adriel se lo pusiera, pero ella se lo arrancó de las manos.
—Estaré esperando tu llamada. Te jactas de llevar a cabo un trabajo con honra y ética; sería bueno que lo pusieras en práctica en tu vida privada también. Somos lo que hacemos, dicen... ¡qué gran verdad!, eres una gran desilusión.
No lo dejó contestar; salió de su despacho hecha una furia, completamente determinada a alejarse de allí.