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Su ritmo de trabajo no tenía sosiego y los días pasaban cual si fueran una estampida de caballos salvajes, imposibles de detener. Otra semana laboral había concluido casi en un abrir y cerrar de ojos, pero esa jornada parecía larga como un día sin pan y no llegaba nunca a su fin; aún le quedaban unas pocas horas para terminar su turno en la guardia y poder irse a su casa a descansar.

Sin embargo, hasta último momento las urgencias parecían estar en la cresta de la ola. Había atendido a varios politraumatizados, a causa de accidentes automovilísticos y de motocicletas. Uno de ellos había llegado con una amputación traumática a nivel de la rodilla; también trató a varios pacientes con infarto agudo de miocardio, y todos habían tenido en jaque al personal completo de Urgencias, sin contar las emergencias comunes que parecían no acabar nunca. Lo cierto era que los viernes la sala de Urgencias parecía abarrotarse de gente; era como si esperasen la llegada del fin de semana para enfermar.

Adriel Alcázar lucía exhausta; movía los pies casi por instinto, porque lo único que ansiaba era irse a su casa, dejarse caer en su cama y dormir durante todo el fin de semana. Miró su reloj y vio que, por fin, su turno de dieciséis horas de guardia había terminado; no obstante, aunque era la hora de irse, su reemplazo todavía no había llegado. Estaba sentada en el escritorio, rellenando planillas médicas, cuando la avisaron de que, quien debía incorporarse al turno en la guardia, había pillado una gripe y no podría asistir para sustituirla.

—Hemos intentado localizar al doctor Graham y al doctor Truman, pero no están en la ciudad.

Adriel suspiró, abatida; le estaban pidiendo claramente que cubriera la siguiente guardia.

En vista de la actividad que esa noche había en el hospital, era imposible siquiera pensar en dejar sin médico adscrito a la sala, por lo que la doctora de Urgencias Adriel Alcázar, sin más remedio, debía quedarse a cubrir la siguiente ronda hasta que apareciera otro reemplazo.

Al cabo de algunas horas, todo parecía haberse calmado; era de madrugada y ella se encontraba sin fuerzas.

—Vaya, Doc, acuéstese un rato; si surge cualquier cosa, yo la llamo —le ofreció Pili, la jefa de enfermeras.

—La verdad es que estoy exhausta; necesito dormir al menos una hora para encauzar nuevamente todos mis sentidos. Aceptaré tu ofrecimiento, Pili, pero que ninguno de los residentes actúe sin mi presencia.

—Por supuesto, doctora. Puede quedarse tranquila, que yo misma me encargo de llamarla. Usted aproveche, que todo parece haberse normalizado.

Sin pérdida de tiempo, se dirigió al dormitorio que habitualmente utilizan los médicos que se quedan de guardia por las noches.

No era consciente de en qué momento se había dormido, porque había tardado más en tenderse en la cama que en conciliar el sueño. Oía que la llamaban con insistencia, pero todo le parecía lejano; estaba tan profundamente dormida que los magros intentos de la enfermera por despertarla parecían infructuosos, ella no conseguía despabilarse y mucho menos abrir los ojos. Finalmente, y ante la obstinación de quien la llamaba, consiguió separar los párpados, encontrándose con Pili.

—Doctora Alcázar, la necesitamos. Doctora, vamos, despierte; le he traído un café bien cargado. Ha llegado un paciente a Urgencias que manifiesta tener un fuerte dolor en el pecho y se lo nota muy agitado.

—¡Dios, que día más interminable!

Adriel se arrastró en la cama hasta que consiguió sentarse, se restregó los ojos y se pasó la mano por la frente, al tiempo que se ponía en pie. Luego se acercó al lavabo, donde se refrescó rápidamente la cara con agua fría, intentando atizar la somnolencia que se había apoderado de ella; instantáneamente, tras secarse la cara y las manos, cogió la taza de café que la jefa de enfermeras le tendía, se colgó el estetoscopio del cuello, y juntas caminaron hacia el cubículo donde estaba ingresado el paciente.

Adriel abrió la puerta y allí se encontró con un residente que era asistido por una de las enfermeras de planta, el paciente y otro joven que lo acompañaba.

Cogió la planilla de anamnesis[3] y leyó lo que en ella se detallaba: nombre y edad del enfermo, tensión arterial y los síntomas que el joven mostraba.

—Bien, señor Artenton, ¿cuánto hace que está con este dolor que manifiesta?

—Más de una hora —expresó, muy agitado.

—Dígame... ¿ha tomado o toma usted algún medicamento?

—No, doctora, no tomo nada.

—¿Consume drogas?

—El doctor ya me ha preguntado eso; no consumo ningún tipo de drogas.

—Bien, ¿y es la primera vez que siente este dolor?

—Otras veces ya lo he notado, pero nunca ha sido tan fuerte ni me ha durado tanto rato.

—Silvina —se dirigió a una de las enfermeras—, acerca el equipo para hacerle un electrocardiograma.

Adriel supervisó cómo, con la ayuda de la enfermera, el residente efectuaba la prueba; ella, mientras tanto, permanecía de pie, sorbiendo café y sin poder dejar de bostezar.

—¿Se siente cansado?, ¿ha tenido mareos? —preguntó desde su posición, intentando esclarecer los síntomas.

—Sí —contestó el paciente con firmeza.

—¿Qué otra prueba solicitaría? —preguntó Alcázar al médico residente.

—Necesitamos un análisis sanguíneo y de orina completo.

—Perfecto.

La doctora asintió a lo solicitado por el residente y miró a Pili, que también estaba presente y que entendió rápidamente que le indicaba que se pusiera en eso. Mientras el médico de rotación hacía el electrocardiograma junto a Silvina, la jefa de enfermería se encargó de extraerle sangre al paciente y de facilitarle un recipiente estéril para que orinara.

—Silvina, luego colócale una vía —pidió la médica a la otra enfermera inmediatamente después de que Pili se marchara a llevar las muestras de sangre y orina al laboratorio. Mientras tanto, la doctora continuaba sorbiendo su café, apoyada contra la pared y controlando el proceder del médico que estaba allí para lograr su especialidad en Urgencias.

Cuando tuvieron el gráfico completo, en él se pudo ver con claridad una taquicardia sinusal, que podía ser ocasionada por una mutación genética o por una anomalía metabólica por el uso de fármacos.

—¿Está seguro de que no ha consumido ni consume ningún fármaco o drogas? —volvió a preguntarle el residente—, ¿cocaína, antidepresivos?

—Pero... ¿es que no entienden que no? No tomo nada —sentenció Artenton, molesto y con rotundidad, levantando el tono de voz—. He venido para que me alivien este dolor que siento, por favor.

—Está bien, señor Artenton, tranquilícese; no queremos molestarlo, pero debemos estar seguros y saber lo que ha tomado, por eso insistimos en preguntarle —le explicó la doctora Alcázar.

Al lugar habían llegado el padre y la madre del paciente, y Adriel se encargó de informarlos de lo que estaba pasando. Dispersa, continuó supervisando la evaluación del afectado. Le midieron de nuevo la tensión arterial y comprobaron que ésta era cada vez más alta; por tal motivo, Adriel tuvo en cuenta todo lo manifestado por Artenton y se dispuso a tomar una decisión inmediata. Descartó una posible hemorragia gastrointestinal, así como un embolismo pulmonar, una neumonía o una atelectasia, cuadros clínicos que también podían ser causantes de una taquicardia sinusal. El residente indagó un poco más, alentado por ella, y el joven paciente, entonces, explicó estar con exámenes en la universidad y también agobiado en su trabajo; le preguntaron por cuarta vez si consumía alguna droga o fármaco, y Artenton volvió a negar. Así que todo hacía suponer que, o era un problema congénito, o sufría de un pico de estrés. Considerando entonces que no había tiempo que perder, y que era necesario bajar su tensión arterial antes de que ésta le provocara otro cuadro más grave, decidió que no podían esperar los resultados del laboratorio.

—¿Qué cree adecuado que le suministremos, doctor Birdsall? —Adriel hablaba con apremio.

—Le aplicaría un betabloqueante.

—Dame, Silvina. Llama a cardiología y diles que vengan, que hay un paciente para ellos. —La doctora intervino para acabar de colocar la vía y acto seguido le suministró el betabloqueante.

A pesar de que Adriel siempre se concentraba en su trabajo, lo único que esperaba ese día era estabilizar al paciente y poder ir a tenderse de nuevo en la cama; necesitaba descansar o la que terminaría con un pico de estrés sería ella.

Tras algunos minutos, el joven comenzó a estabilizarse, así que lo dejaron con su familia y ellos se retiraron; regresarían en un rato para constatar su evolución.

No había pasado más de media hora cuando el padre del muchacho los buscó con insistencia; su hijo se veía muy descompuesto. Adriel había vuelto al dormitorio, pero rápidamente había sido requerida, esta vez por Silvina.

—Doctora, el paciente con taquicardia se ha descompensado.

Adriel corrió tras la enfermera mientras le preguntaba:

—¿Y los de cardiología?

—Aún no han aparecido; están con una urgencia en su planta y como les dijimos que estaba estabilizado...

Adam Artenton manifestó sentirse muy mareado, y presentaba náuseas, vómitos y sudoración excesiva y fría. El dolor en el pecho continuaba y también se había trasladado a su mandíbula. Repitieron el electrocardiograma y la lectura mostró que el muchacho estaba teniendo un síndrome coronario agudo, por lo que continuó descompensándose con rapidez; asimismo, la medicación que le suministraban no generaba reacción alguna. La gravedad cada vez era mayor. El compañero de Artenton, que había llegado con él, terminó confesando que Adam había consumido cocaína y que también, desde hacía algún tiempo, tomaba antidepresivos. Adriel cerró los ojos y apretó sus puños al recordar que le habían suministrado betabloqueantes; se miraron con las enfermeras y con el residente, pero nadie dijo nada, simplemente se abocaron a la tarea de sacar a ese chico del cuadro en el que estaba.

Una de las enfermeras hizo salir a los padres y al amigo fuera, para así poder trabajar con mayor libertad.

—Vuelve a llamar a cardiología, Silvina. ¡¡¡Diles que vengan ya!!! —gritó la médica.

Pili, después de sacar fuera a los familiares, regresó y se unió a los cuidados del paciente crítico; intentaban estabilizar al enfermo junto con el médico residente.

—¿Qué pasa con el médico del área de coronaria? ¡¡Es urgente, por Dios!!

—Dice que ya están bajando, doctora; también estaban con una emergencia, pero ya viene alguien de camino —contestó Silvina.

Adriel Alcázar se había despabilado de golpe; luchaba por sacar a Adam Artenton del estado en que había caído, pero ningún medicamento lo hacía reaccionar. Las funciones vitales, en el monitor, eran casi nulas, y todas las maniobras de reanimación parecían insuficientes. No obstante, mientras en la sala de Urgencias todo eran carreras y caos, y a pesar de que llegaron los resultados del laboratorio tarde, a la vez, y en tromba, hizo su aparición en el lugar el cardiólogo.

—Despejen —ordenó Adriel, y aplicó la desfibrilación al tiempo que ponía al médico especialista al tanto de lo que le había suministrado al paciente. Éste se hizo cargo de la situación de inmediato, intentando una nueva maniobra de reanimación e inyectándole otros medicamentos, pero ya era demasiado tarde... nada podía hacerse, el paciente no respondía a nada y, minutos después, las maniobras cesaron.

La médica de Urgencias se veía abatida; la realidad se había estrellado contra ella como el romper de una ola. Si a algo no podía acostumbrarse, era a perder a un paciente.

Adriel fue la encargada de certificar la hora de la muerte, y las enfermeras se quedaron ordenando la sala de reanimación y arreglando al fallecido, porque seguramente sus familiares pedirían verlo. Mientras tanto, la doctora Alcázar reunía valor para comunicar la peor noticia a los familiares.

—Tranquila, no siempre podemos salvarlos a todos, somos humanos —le dijo Greg Baker, especialista en corazón, mientras con claro afecto la agarraba por los hombros.

Sin embargo, aunque eso era cierto, Adriel se sentía impotente; no podía aceptar la muerte de ningún ser humano, porque se suponía que ella había estudiado para curarlos.

Como si fuera poca la angustia, no podía quitarse de la cabeza el hecho de que, si el joven le hubiera dicho lo que había consumido, habría escogido otro tratamiento y no el que le había aplicado, que le dio muchas menos posibilidades de supervivencia.