8

 

 

 

 

Habían pasado casi tres días desde el intercambio de mensajes entre Damien y Adriel, y ninguno más se había colado entre ellos. El martes, para Lake, se presentaba como una jornada verdaderamente de locos: por la mañana había tenido audiencia en los tribunales, pero el caso que lo ocupaba parecía ir sobre ruedas; no obstante, ahí no terminaba su día, pues por la tarde lo esperaban varias reuniones y también entrevistas con nuevos clientes.

Era mediodía y se disponía a comer con su amigo Richard MacQuoid. Se encontraron en el clásico Maxwell, ubicado en el centro neurálgico de Nueva York, donde tomaron un almuerzo rápido que consistía en una hamburguesa en pan de brioche, con mozzarella, lechuga, tomate y cebolla roja, que acompañaron con una San Pellegrino,[10] ya que ambos debían regresar al trabajo.

—Bien, me has comentado que has tomado una decisión, pero no me la has querido decir por teléfono.

—Así es, me pareció que lo más sensato era hablarlo en persona.

—¡¿Supongo que es para decirme que aceptas mi proposición?!

—No exactamente.

Damien estaba por darle un mordisco a su hamburguesa, pero se quedó a medio camino, al tiempo que su amigo lo miraba por entre sus tupidas pestañas. No sabía si en verdad había entendido bien y éste pensaba rechazar su gran oferta de trabajo.

—Tengo una propuesta que hacerte, creo que puede interesarte —añadió Richard.

Damien mordió finalmente su sándwich y, después de tragar, se limpió la boca y lo alentó a que continuara.

—Bien, suelta prenda de una vez.

—Quiero integrarme a tu equipo de trabajo, pero déjame entrar como socio.

Lake se rio de lado.

—Bastardo, eres un buen negociador. Era mi siguiente propuesta si no aceptabas ser mi empleado; te quiero a cualquier precio.

—Tú eres el bastardo. Se supone que eres mi amigo, por lo que debería ofenderme por no haberme ofrecido la sociedad desde el primer momento.

—La amistad y los negocios jamás van de la mano, y la firma es un negocio, pero sé que tú y yo sabremos separar los dos ámbitos. Estoy seguro de eso. Déjame prepararlo todo y no te enfades: no todos estaban de acuerdo con incluir a un nuevo socio, por eso ha sido otra mi propuesta inicial.

—O sea que... ¿hay integrantes de Lake & Associates que no me quieren allí?

—Todos te quieren allí, pero meterte como socio significa diversificar más sus acciones en el bufete: por eso, cuando yo propuse incluirte en la sociedad, me enviaron a intentar otra propuesta. De todas maneras, no pensaba insistir demasiado, mi conciencia, de esta forma, queda en paz con ambas partes. Como algo te conozco, ya los advertí de que, al ofrecerte cambiarte de firma por una ventaja tan paupérrima, lo más probable era que no ibas a aceptar. Descuida, no habrá problemas; después de todo, soy quien más cederá; por el contrario, serán mis acciones mejor vendidas.

Damien tendió su mano y la chocaron; luego ambos se estiraron por encima de la mesa, poniéndose de pie, y se fundieron en un abrazo mientras se palmeaban efusivamente la espalda. Brindaron con lo que tenían, así que chocaron las botellas de agua.

 

 

En el hospital, Adriel estaba fichando. Había terminado su turno y se preparaba para irse. La atractiva recepcionista afroamericana también se retiraba ese día temprano.

—¿Quieres que te acerque hasta tu casa, Margaret?

—No, doctora. Mi casa queda justo al otro lado... Tendrías que cruzar toda la ciudad.

—Para mí será un placer, de verdad.

—En ese caso, acepto, pero sólo si aceptas cenar en casa.

—Desde luego que acepto.

—¿De verdad honrarás la mesa de mi hogar con tu presencia?

—Margaret, no seas exagerada, sabes que adoro cómo cocinas. ¿Cómo podría resistirme a degustar una receta tuya? Lo mío es puro interés.

La médica le golpeó el hombro con el suyo y las dos soltaron unas risas.

Llegaron al apartamento que Margaret ocupaba con su esposo e hijo en la calle 236 de Riverdale, en el barrio del Bronx.

Si bien la casa era de dimensiones muy cómodas, estaba emplazada en un barrio modesto. Entraron en la espaciosa sala, donde su marido jugaba tendido en el suelo con el pequeño Jensen Júnior, de tan sólo año y medio, el cual, nada más ver entrar a su madre, se incorporó y, tambaleándose, salió corriendo a su encuentro.

—Hola, cariño mío. Te he extrañado mucho, ¿me has extrañado tú también?

A escasos centímetros, el niño articuló algunas palabras confusas y llenó de besos y baba la mejilla de su madre, mientras la abrazaba con ímpetu demostrándole la gran devoción que sentía por ella. De improviso, se percató de que alguien más había llegado, así que miró a la doctora con inquietud.

—Hola, Jensen. Personalmente eres mucho más guapo que en las fotos que me ha enseñado tu mamá.

El pequeño al instante se sintió obnubilado, al igual que la doctora, y sin pensárselo le estiró los brazos mientras le sonreía. Cuando ella lo aupó, él le tocó el cabello y luego le acarició la sedosa piel. El contraste de la piel de Adriel con la del pequeño era como el chocolate blanco y el negro, y al parecer el pequeñín estaba asombrado por eso.

—Creo que le llama la atención el color de tu piel.

—Sí, también lo creo, Margaret. Eres muy guapo. Jensen, me encantan tus rizos. —Adriel pasó una mano por su cabeza, acariciando el cabello encrespado del niño.

En ese instante, el esposo de Margaret se aproximó para saludar y presentarse.

—Mi amor, ella es la doctora Adriel, la que muere por mi pastel de arándanos.

—Mucho gusto, doctora. —El joven le tendió la mano para saludarla, pero ella se aproximó y le dio un beso, derribando barreras.

—Llámame Adriel. Jensen, perdona por invadir tu hogar, pero Margaret me ha invitado a cenar y no he podido resistirme.

—Es un placer tenerla en nuestra casa.

—Tutéame, por favor. Tenemos casi la misma edad, me hacéis sentir muy vieja; si mal no recuerdo, Margaret me dijo que sólo os llevo tres años.

—Así es, Adriel —corroboró la joven afroamericana, mientras se ponía de puntillas para alcanzar la boca de su marido y saludarlo con un toque de labios.

—Júnior, eres guapísimo, y te pareces mucho a tu mami; tus ojos verdes son tan bonitos como los de ella. Lamento decirte que no sacó nada de ti, Jensen.

—No te preocupes, lo sé, pero enteraos ambas de que ha heredado las habilidades de conquista de su padre. Cuando sea mayor, romperá corazones como hice yo. ¿No es cierto, hijo? Las tendremos haciendo cola.

Todos se carcajearon; el pequeño también, aunque sin duda no entendía muy bien de qué había que reírse.

—Sí, cuídate de hablar en pasado —lo empujó con la cadera—; que yo me entere de que andas por ahí haciéndote el galán.

—Mi vida, sólo tengo ojos para ti, lo sabes. —Se besaron y Júnior, que estaba muy cerca de ellos, los apartó.

Margaret Benson y Jensen Fenty eran un matrimonio joven, ambos tenían veinticinco años. Se habían casado cuando ella quedó embarazada de Jensen Jr.; Jey, como ellos lo llamaban. A pesar de que todo había sido muy apresurado y que las cosas económicamente no les iban del todo bien, se las arreglaban con el pequeño, con la convivencia y con las tareas de la casa, que combinaban muy bien con los trabajos de ambos, para no tener que pagar una niñera.

Jensen trabajaba como vigilante en una fábrica de electrónica de Nueva Jersey, por lo que sus horarios no interferían con los de Margaret. De esa forma, se turnaban para cuidar del crío.

—Ha sido un placer conocerte, Adriel. Os dejo, ya me voy al trabajo.

—Adiós, Jensen. Para mí también ha sido un placer conocerte, otro día comemos todos juntos.

—Por supuesto, será un placer.

A diferencia de otros días, al pequeño no le dio un berrinche al ver que su papá se marchaba, porque toda su atención estaba centrada en Adriel, que aún lo tenía en brazos.

—Adiós, cariño —le dijo a su mujer después de darle un beso. Luego añadió, antes de irse y mientras besaba la cabeza de su hijo—: Jensen ya está bañado.

—Perfecto.

Se quedaron solas con el niño, que no se despegaba de la médica.

Margaret fue a ponerse ropa más cómoda y luego regresó a la sala; de inmediato liberó a Adriel del peso que suponía tener al crío en brazos.

—Siéntete como en tu casa.

El niño era muy tranquilo y al parecer estaban haciendo un gran trabajo con él, puesto que se notaba que estaba muy bien educado. Marge lo metió en la cuna que estaba en un extremo de la sala, y lo dejó rodeado de juguetes para ir a por unos refrescos y poder sentarse así un rato a conversar.

—El apartamento es muy espacioso.

—Sí, lástima que no es nuestro, y al paso que vamos cada día se hace más difícil pensar que tendremos una vivienda propia. Jensen es muy trabajador; sin embargo, no consigue un empleo mejor remunerado, así que, por el momento, no tenemos otra opción. Por otra parte, mi trabajo no ayuda demasiado: son pocas horas en el hospital, pero no puedo hacer más, porque, si no, Jensen no podría descansar para luego quedarse cuidando de nuestro bebé, y no podemos darnos el lujo de contratar a una niñera. Imagina, si con ambos sueldos hacemos malabares para llegar a fin de mes, sería imposible si tuviésemos que pagarle a otra persona para que se quedase con Jey.

—Te prometo que, si sé de algún trabajo, te avisaré.

Sonó el móvil de Adriel; miró la pantalla y, dubitativa, atendió.

—Hola, Greg.

—Hola, ¿dónde estás? Estoy en la puerta de tu casa; he comprado comida para compartir.

—Lo siento, estoy en casa de una amiga; no sabía que irías.

—No te preocupes, he debido llamarte y preguntarte antes, pensé que te encontraría.

—Lo lamento, Greg, pero ya he hecho planes con ella.

A Adriel ni siquiera se le cruzó por la cabeza decirle que la esperase. La verdad era que se sintió aliviada por no haber estado.

Cuando cortó, Margaret no pudo contener su curiosidad.

—¿Greg Baker, de cardiología?

—¿Me guardas el secreto?

—Por supuesto. Oh, Adriel, qué suerte tienes. Todas babean por él en el hospital. Bueno, en realidad no me sorprende; eres la más bonita de todas las médicas y él está para chuparse los dedos.

—Tú siempre adulándome.

—Sólo digo la verdad. Si quieres, dejamos la comida para otro día. Greg es mucho mejor plan que cenar conmigo.

—Lo cierto es que... me alegra no haber estado.

—¿Me estás diciendo que el doctorcito no te gusta?

—Greg es bonito por dentro y por fuera.

—Pero...

—Pero creo que es cuestión de piel. Tal vez, no sé, es demasiado correcto, es que... creo que estoy volviéndome loca. A decir verdad, no ha llegado en el momento adecuado. ¿Tienes tiempo para escucharme?

—Todo el tiempo del mundo. Espera, déjame poner a Jensen en el columpio y, mientras tú me cuentas, voy preparando la cena.

—Si quieres, puedo cogerlo en brazos.

—No, ¡qué dices! Este gordito está muy pesado y terminarías con la espalda maltrecha; además, mañana tienes guardia; te dolerá todo el cuerpo si cargas hoy con él.

En la cocina, Marge alentó a Adriel para que siguiera contándole.

—Hay alguien más, ¿verdad?

—Lo cierto es que no debería haberlo. Greg es el candidato perfecto. Buen mozo, atento, un excelente profesional, con metas muy claras y una carrera que promete ser sideral. Pero... he conocido a alguien y, no sé por qué, no puedo quitármelo de la cabeza; no es para nada un buen candidato. Es mujeriego, egocéntrico, insolente, y sé que lo único que busca es pasar una noche o dos, o las que le plazca, conmigo y nada más. Sin embargo, aunque me resisto, no puedo darle puerta.

—Parece que me estoy escuchando a mí misma cuando conocí a Jensen. Nadie nos daba más de dos noches juntos. Yo salía con un chico que se había aplicado mucho para estudiar en Princeton; para los de nuestro nivel, conseguir entrar en un Ivy League[11] es el sueño cumplido. Le habían concedido una beca y estaba haciendo la carrera de Ingeniería Química y Biológica. Era época de exámenes y él estaba estudiando, así que fui sola al cumpleaños de la novia de mi primo, y allí conocí a Jensen. Era el más deseado, pero también el más mujeriego. No fue ese mismo día, pero, no me preguntes cómo, terminamos enredándonos y, ya ves, nuestro hijo tiene un año y medio y hace tres que estamos juntos.

Adriel sonrió con la anécdota.

—Lo que pasa es que mi sentido común me dice que sufriré mucho si le hago caso a Damien.

—¿Te gusta mucho?

—Aunque lo niegue, aunque me resista a reconocerlo, sí, me tiene totalmente loca, y me odio por eso. No me creerás, pero hasta he tenido sueños con él. ¿Quieres leer los mensajes que me envió?

Margaret asintió con la cabeza y ella le pasó su móvil.

—Dios, pero es un demonio, le hace muy buen honor a su nombre.

—Has visto lo que te digo. Lo peor de todo es que no erró en nada de lo que dijo en sus mensajes. ¡Qué vergüenza! —Se cubrió la cara—. No sé por qué estoy contándote todo esto, ¿qué vas a pensar de mí?

—Necesitabas desahogarte. No te preocupes, me encanta que lo hagas. —Le acarició el brazo—. O sea que, con Damien, aún no ha pasado nada. —Adriel negó con la cabeza—. ¿Y con Greg? —Puso la boca formando una línea y asintió—. ¿Antes o después de conocer a Damien?

—Después. —Adriel lo expresó con pesar.

—Lo que significa que el bueno del doctor no pudo desplazarlo.

—No, ¡y lo siento tanto! Sé que él tiene muchas expectativas puestas en que lo nuestro funcione, pero creo que será mejor que deje las cosas claras con Greg; no quiero hacerle perder el tiempo.

—¿Aceptarás la invitación de Damien?

—Aunque me muera de ganas, no lo haré.

—Pero ¿y si sales a cenar? Sólo para conocerlo un poco más.

—Se me caería la cara de vergüenza al decirle ahora que sí. No, definitivamente ya no hay marcha atrás.