23
Habían transcurrido otras tres semanas... el tiempo había pasado de modo natural, y entre ellos, poco a poco, se iba instaurando una rutina. Si no compartían la cama, se levantaban con los pensamientos en el otro; se llamaban varias veces al día, porque escucharse oficiaba como salvoconducto para soportar la espera hasta que pudieran verse. El tiempo que pasaban juntos parecía no ser suficiente. Damien sabía que era peligroso lo que estaba sintiendo, y el cariz que estaba tomando la relación mucho más. Ella, en varias ocasiones, había intentado decirle que lo amaba y él, intuyéndolo, lo había impedido con besos que siempre lograban distraerla.
Ese día, por más que había querido llamarla, no había tenido ni un minuto libre. Ella tampoco lo había hecho; los viernes siempre eran agotadores en la sala de Urgencias, así que suponía que ése era el motivo.
—Adriel, te llaman de Administración.
—Ya subo; acabo de completar esta hoja de anamnesis y voy —informó a Margaret, mientras, abstraída, también revisaba un mensaje que había escrito para Damien apresuradamente.
Adriel: ¿Mucho trabajo? No sé nada de ti desde el saludo de esta mañana. Aquí la sala es un caos, como cada viernes; no veo la hora de terminar mi turno.
Tardó en llegarle una respuesta; finalmente la pantalla parpadeó y el sonido le indicó que había entrado un WhatsApp.
Damien: Mi día también es un caos. Estoy con un escrito que debo presentar hoy para que entre para el lunes, y aún tengo que atender varias entrevistas... Luego te llamo. Lo siento, voy a mil.
—Han vuelto a llamar. Han dicho que dejes todo lo que estés haciendo, a no ser que estés con un paciente, y subas cuanto antes —insistió Margaret mientras ella leía; entonces tecleó rápidamente una respuesta.
Adriel: No te preocupes. Ya imaginé, por tu silencio, que tenías un día complicado. Ojalá puedas resolverlo todo; no te estreses. Yo justo he tenido un respiro y he pensado que quizá tú también lo tenías, pero el mío acaba de terminar también. Grrr, luego hablamos.
Guardó su móvil en el bolsillo y miró a Margaret para interrogarla.
—¿Qué sucede?, ¿no sabes para qué me llaman?
—No tengo ni idea, Adriel, sólo me han dicho eso —contestó su amiga.
Intrigada ante la llamada, la médica acudió de inmediato, tal como se lo habían solicitado. Lo dejó todo y ascendió a la planta donde se encontraban todas las oficinas de la administración del hospital. Al salir del ascensor, se topó con Greg, que bajaba de otro de los elevadores. Se sintió incómoda con su presencia, ya que últimamente ambos hacían todo lo posible por evitarse. Ella, en realidad, más que él, porque las últimas veces había intentado volver a seducirla.
—Hola.
—Hola, Adriel. ¿Qué haces aquí?
—Me han llamado de la oficina del director.
—¿A ti también?
Ella no le contestó, pero se encogió de hombros.
Entraron en la recepción y la secretaria del directivo los anunció. Casi al instante los hicieron pasar. Greg abrió la puerta y se hizo a un lado, permitiéndole que entrara primero. Al hacerlo, se encontraron con el auditor y con los dos abogados del hospital.
—Adelante, doctora Alcázar. Doctor Baker... tomen asiento, por favor —les ofreció Hamilton, el director, en un tono muy profesional, indicándoles con un ademán que se sentaran en la mesa de reuniones que había en su oficina.
Todos se saludaron y se acomodaron en la mesa. De inmediato, se oyó un golpe en la puerta y por ella aparecieron Pili Gerona, la jefa de enfermeras, junto a Aaron Birdsall, uno de los médicos residentes.
—Adelante, por favor —los animó Hamilton, y les indicó que se sentaran también—. Bueno, ya estamos todos, al menos estamos aquí los involucrados que nos encontramos en este momento en el hospital; falta la enfermera Silvina Voigt, pero hoy no está aquí, así que pasaremos a explicarles de qué va esta reunión y luego la informaremos a ella.
Adriel y Greg se miraron; los demás citados también cruzaron miradas escuetas y nerviosas. Sabían que algo no marchaba bien, porque, de otra manera, no se justificaba allí la presencia del auditor y mucho menos la de los abogados del hospital.
—El estudio de abogados Lake & Associates nos ha hecho formalmente la petición de la historia clínica del paciente Adam Artenton, en representación de sus familiares. El señor Artenton fue atendido en este hospital y falleció en nuestra shock room. Llegó a nuestra sala de Urgencias y fue asistido, durante su guardia, por la doctora Alcázar, con el apoyo del resto de los aquí presentes, que ese día también estaban en ese turno.
Adriel, después de escuchar el nombre del bufete de Damien, no había captado nada más; el resto, habían sido voces lejanas que sólo hicieron eco en sus oídos.
Greg notó cómo ella palidecía, así que, de inmediato, le cogió la mano.
—¿Doctora, se siente bien? —preguntó Hamilton.
Le alcanzaron un vaso de agua y ella asintió levemente.
—¿Puede continuar, doctora? —le preguntó el abogado Sparcks.
—Sí —contestó intentando reunir compostura.
—Por su expresión, debemos entender que las reclamaciones por negligencia no tardarán.
—No recuerdo el caso, pero he comprendido de inmediato de qué se trataba cuando comenzaron a hablar. —Omitió el verdadero motivo; a decir verdad, para ellos eso no tenía mayor importancia, daba lo mismo quién fuera el representante de aquel que los pensaba demandar.
—Eso que tienen frente a ustedes —expresó otro de los abogados del hospital, el señor Tanner— es una copia de la hoja de anamnesis que ya hemos enviado a los solicitantes. Por favor, denle una hojeada para refrescar la memoria acerca del caso.
—Por lo que he podido ver —inquirió el auditor—, el desenlace se agravó porque se llevó a cabo un diagnóstico erróneo y el paciente fue medicado indebidamente.
Adriel lo había recordado perfectamente.
—Lo recuerdo bien —expresó de pronto—: el paciente ocultó que había consumido drogas.
—La doctora y yo lo interrogamos varias veces y siempre lo negó —se excusó Birdsall—. Había que tomar una decisión, porque su estado empeoraba y no podíamos esperar los resultados del laboratorio; confiamos en su palabra.
—El hospital tiene ciertos protocolos —dijo con firmeza el director— y usted, como médico adscrito, esa noche debió seguirlos. —La miró, fulminando a la doctora Alcázar—. Jamás se aplican betabloqueantes sin un resultado negativo de drogas. No entiendo, doctor Baker, cómo permitió usted ese tratamiento.
—Soy la única responsable —aseguró enfáticamente Adriel—. En cardiología estaban tratando una urgencia y no esperé a realizar la consulta con el doctor Baker. —Greg le apretó la mano—. Tomé sola la decisión.
—La doctora estaba muy cansada ese día cuando llegó ese paciente, ahora lo recuerdo —comentó la jefa de enfermeras—. Estaba cubriendo la guardia del doctor Stapleton, que había faltado porque estaba enfermo. Ella ya había terminado su turno y, como no pudimos conseguir otro reemplazo, no le quedó más remedio que quedarse.
—No es justificación —dijo el auditor—; tenemos normas protocolarias inviolables. La doctora no es una novata.
—Pero es humana —la defendió el doctor Baker—; estudiamos para sanar gente, no para matarla. Confió en el paciente y, para medicarlo, aplicó el criterio que creyó más conveniente.
La reunión continuó durante dos extensas horas; dieron vuelta, del derecho y del revés, a la hoja de anamnesis, pero todo hacía entender que la inminente demanda contra el hospital, la médica adscrita y el médico residente de esa noche estaba muy próxima.
—Sabemos que es una excelente profesional, doctora Alcázar, pero, como comprenderá, su decisión nos involucra en un claro caso de negligencia médica. Usted es personal del hospital, así que, por su forma de proceder, nos veremos inmersos en un litigio, y si su nombre se liga al de su madre... esto saltará a la primera plana en todas las noticias. La prensa nos desollará y el bufete de abogados que representa a los familiares no tendrá piedad; además, permítanme informarles de que quienes llevan este caso son los mejores de Manhattan —concluyó Sparcks.
—Yo sugerí el betabloqueante, dijo finalmente Birdsall.
—Pero la responsable del tratamiento y de guiar a nuestros residentes esa noche era ella —intervino el director—. Nada justifica que le haya permitido aplicar ese tratamiento; por esta sencilla razón, que aún es un médico inexperto, usted no actúa solo y se lo pone a trabajar bajo la tutela de un médico adscrito, precisamente para que pueda trasmitirle su experiencia y lo ayude a no tomar malas decisiones. Trabajamos con vidas humanas; administrar un medicamento erróneo no es lo mismo que elaborar una receta y equivocarse con un ingrediente; ése será el argumento que emplearán los demandantes.
—Pero no fue con premeditación, fue un error. ¿Por qué son tan duros? ¡Por Dios!
—Porque alguien murió por mi descuido, Greg —expresó, abatida, Adriel.
—Doctor Baker, no estamos en contra de nuestros profesionales, simplemente estamos incidiendo en lo que los abogados acusadores resaltarán. Nuestro trabajo no admite errores, lo sabe —expresó el director del hospital—. No digo que no los podamos tener, pero en nuestra profesión no son admitidos.
—Doctora Alcázar, nosotros somos los defensores del hospital; en consecuencia, la apoyaremos, pero debe buscar su propia defensa —le aconsejó Tanner.
Adriel asintió con la cabeza; estaba hundida, no tenía fuerzas para continuar. El mero hecho de saber que Damien sería su verdugo la había dejado sin denuedo.
Bajaban todos en el ascensor.
—Doctora, yo la apoyaré en lo que pueda, no se preocupe; todos declararemos a su favor —le hizo saber Pili mientras le acariciaba el brazo.
—Tranquila, Adriel, como dice Pili, somos un equipo y te apoyaremos; además, todavía no está dicha la última palabra.
—El hospital no me apoyará, Greg. Eso lo han dicho ahora, pero ellos también están en falta: yo estaba haciendo un doble turno que no me correspondía. Hablan de normas y ellos también se las saltaron. No está permitido hacer más de dieciséis horas de guardia consecutivas. El hospital sabe que mi defensor lo intentará por ese lado; estoy sola en esto, no voy a engañarme, ésta es mi propia lucha. No puedo creerlo, me sentí tan mal esa noche cuando aquel muchacho murió, lloré toda la madrugada...
—Lo recuerdo, Adriel; tuve que sacarte a tomar aire a la terraza para que te calmaras —le dijo Baker.
—Me siento muy mal, doctora Alcázar, esto es culpa mía; yo sugerí ese tratamiento.
—Pero yo no debí aceptarlo.
Había terminado su turno. Estaba junto a su casillero cambiándose para salir; era un completo despojo humano. Se sentía abatida pero, sobre todo, traicionada y humillada por la persona que amaba.
Cogió su móvil y tecleó un mensaje.
Adriel: Qué golpe tan bajo y ruin, ¿por qué?
Acabas de destrozarme el alma, me has aniquilado. ¿Ha resultado un litigio demasiado atrayente para tu despacho como para rechazarlo, verdad? Te regodeaste de antemano viendo el nombre de tu firma en las noticias, en un juicio contra la hija de la eminencia Hilarie Dampsey, ¿es eso, no? ¡Tu codicia apesta!
Lamento haber creído que tenías un corazón, lamento haber pensado que tenías sentimientos, lamento haber caído en el embrujo de tus caricias. Eres bueno follando y lo haces tu valía. Amber tenía razón, sólo tomas lo que te favorece. Ya no tenían bastante con mi apellido, se te presentó la oportunidad y no te importó nada más que tu imperio, por eso ahora vas en busca de tu gloria personal.
Damien oyó el sonido de su móvil y la melodía identificó de inmediato que era un WhatsApp de Adriel. Dejando de lado todo lo que estaba haciendo, se ocupó de leer; no obstante, no entendió absolutamente nada de lo que ella decía.
Pulsó el botón de llamada, pero ella lo envió al contestador.
—¿Qué mierda te pasa? Joder, no entiendo de qué estás hablando.
Intentó varias veces más comunicarse con la médica, pero no obtuvo respuesta. Algo le decía que no era una equivocación y que la cosa era grave. Recogió sus cosas e informó a su secretaria por el intercomunicador de que se iba.
—Damien, tienes dos entrevistas más, ya están aquí esperando.
—Pásalas para la semana que viene, ocúpate. Debo irme, es una emergencia.
Salió por la puerta trasera de su despacho, bajó al aparcamiento y se montó en su coche. Durante el trayecto continuó intentando comunicarse con Adriel, pero ésta no respondía. Condujo como un loco, maldiciendo a todos los que se le atravesaban en el camino. Dejó el coche en el aparcamiento más próximo y caminó con prisa hacia el Presbyterian; estaba en la esquina cuando vio salir a Adriel acompañada de Greg. Él la llevaba asida por el hombro y ella se dejaba guiar mansamente, apoyada en él. Continuó su marcha al acecho mientras intentaba sosegar la ira que sentía; tenía ganas de correr y patearle el culo al matasanos ese por poner sus asquerosas manos sobre su mujer, pero ella lo dejaba y eso hizo que se contuviera y observara. Se pararon junto al Bentley de Adriel; el médico ahora tiraba de ella contra su cuerpo y ella levantaba las manos y lo aferraba por la cintura mientras recostaba su rostro en su pecho; él le acariciaba la espalda.
Damien permanecía bastante alejado para que no lo vieran, pero desde su escondite podía advertir bien cada movimiento. Agitó la cabeza sin poder creerlo, su boca formaba una perfecta O por el estupor que sentía. Se mesó el pelo y luego sostuvo su nuca; tenía las piernas ligeramente abiertas, esperando encontrar con esa pose el equilibrio que parecía perder. Fue entonces cuando advirtió claramente cómo Baker se apartaba y le besaba la nariz, y también las manos que sostenía en las suyas; luego le apartó el pelo, poniéndole un mechón tras su oreja, y le besó la mejilla. Lake aflojó su corbata, sintió que el estómago se le revolvía y decidió que era suficiente espectáculo para sus ojos, no quiso continuar viendo lo amorosos que estaban y el oprobio que significaba para él.
Dio media vuelta y caminó de regreso.
—No, Greg, no —le dijo Adriel, deteniéndolo cuando Baker quiso besarla en la boca—. Me siento vulnerable; por favor, no lo hagas.
—Quiero cuidarte, quiero hacerte sentir bien, que no estés sola en esto. ¿Estás segura de que puedes conducir?
—Sí, no te preocupes; sólo necesito llegar a casa y descansar.
—Todo se solucionará. Recuerda que estoy contigo, me tienes para lo que necesites.
Ella asintió con la cabeza. Lo cierto era que él no tenía ni idea de la verdadera causa de su malestar; seguramente creía que era por la inminente demanda, pero eso no era lo único. Su dolor tenía otro nombre y apellido, Damien Lake.