14

 

 

 

 

Durante todo el camino, sin tregua alguna, sus pensamientos transitaron de manera incesante por su cabeza.

Repasó uno a uno los sucesos de la noche y la madrugada, y memorizó también cada palabra que Damien le había dicho, precisamente para comprender mejor todo lo ocurrido. No podía explicar bien por qué, pero había algo que le decía que anduviera con cuidado; su olfato de perro cazador recordaba muy bien que, tras todas esas bellas frases y promesas, se encontraba un hombre que era de poco fiar. Pero incluso sabiéndolo, era inevitable no ilusionarse. Anhelaba sobremanera haber despertado sentimientos desconocidos para él. Tal vez, después de todo, debía darle una oportunidad para que le demostrara cuánto de cierto tenían sus palabras. El problema era si, en el trayecto, descubría que sólo se trataban de simples monosílabos unidos de forma elaborada y adornada, para pasar el rato con ella. Entonces, inevitablemente, terminaría sufriendo, porque, en su caso, él sí había despertado sentimientos nuevos que ella antes jamás había sentido. Aún no podía llamar amor a lo que abrigaba en su pecho, pero sabía que se trataba de una sensación muy diferente a lo que había experimentado con otros hombres; Damien incluso era el primero que, en la cama, le había originado un estallido en las entrañas, algo que antes nunca había conocido. Jamás con los otros que ella había estado, aunque en verdad no habían sido tantos, había podido marcar un antes y un después; con Damien, lo había hecho. Ahora sabía que no estaba incompleta, que ella también podía sentir como muchas de sus amigas cuando le contaban de sus experiencias con hombres. Una vaga inquietud se apoderó de Adriel, y de pronto se sintió asaltada por el miedo. ¿Qué ocurriría si él no hubiera sentido lo mismo?

«Damien es un hombre que está acostumbrado a intimar con muchas mujeres; tal vez no he sido todo lo experimentada que él esperaba que fuera, quizá no he logrado proporcionarle todo el placer necesario.»

Afligida, se vio enredada en una perífrasis y se encontró de golpe aguzando todos los sentidos. Intentaba recordar su rostro y visualizarlo cuando la miraba por momentos con entrañable afecto; se dijo que sí, que lo había visto y sentido, que había sido capaz de percibir gestos en él sin la menor sombra de lujuria, y que éstos iban más allá de la atracción corporal. No podía ser tan necia como para confundir esos signos.

Llegó al hospital, aparcó su coche y se preparó para enfrentar su día. Se moría de ganas de contarle a Margaret todo lo ocurrido, pero ese día su amiga no trabajaba, así que pensó, mientras se ponía el pijama sanitario, que, en cuanto tuviera un instante libre, la llamaría para ponerla al corriente. Fichó su entrada y, dispuesta a desembarazarse de todas sus dudas, se hizo cargo de la sala de Urgencias, empapándose de inmediato de los pacientes que debería tratar ese día.

 

 

Damien había llegado a su casa. Se sentía tan extraño por todo lo que había vivido junto a Adriel que le pareció, de pronto, estar en el cuerpo de otro hombre que acababa de conocer; se veía como protagonizando una película que él había visto pero que nunca había interiorizado.

Costance lo encontró en la sala. Ella regresaba en ese instante de su despacho, ya que acababa de dejarle unos documentos que le había traído uno de los abogados júnior de su firma.

—Buenos días, señor, acaba de irse la abogada Regina... —Rebuscaba en su memoria, dándose golpecitos en la frente, pero no recordaba el apellido.

—Rodin —le indicó Damien, y ella aseveró.

—Así es; le ha dejado unos documentos para que pueda revisarlos, porque mañana hay audiencia y, como el viernes usted no estuvo en el despacho, lo consultó con...

—Nagler —dijo Damien ayudando a la mujer, que no estaba familiarizada con los nombres de todos sus empleados.

—Sí, y éste le indicó que se los trajera aquí y dejara dicho esto que acabo de decirle, para que sepa que necesita revisarlos con apremio. Ah, y anoche lo llamó su secretaria, lo estaba buscando; dijo que no podía comunicarse con usted en el móvil.

—Gracias, Costance, luego los reviso. En cuanto a Karina, ya me he comunicado con ella. Lamento cargarte con todo esto también, como si no tuvieras bastante con la casa.

—No se preocupe, me alegra serle útil. La casa es tan grande que jamás parece desordenada, así que casi se mantiene sola. Ahora permítame decirle que creo que realmente no ha hecho reposo como le recomendaron, porque se ha pasado el tiempo trabajando aquí.

—¿Acaso te has convertido en la cómplice de mi abuela? Suenas igual que ella. Si supieras cómo es mi ritmo de trabajo en el bufete, te aseguro que no dirías lo mismo. Pero... ¿hoy no es domingo? ¿Qué haces en casa? Creí que ayer te habías ido.

—No quise importunarlo con mi presencia, por eso me quedé en mi lugar de la casa.

Costance había pasado los cincuenta hacía tiempo; de todas formas, era una mujer bastante atractiva, y una persona sumamente interesante. Damien la consideraba también muy culta; hacía varios años que trabajaba para él y lo entristecía que, incomprensiblemente, nunca se hubiese casado. Por lo general, los fines de semana se iba a casa de su hermano, en Nueva Jersey, y allí se quedaba, disfrutando de sus sobrinos.

—He preferido quedarme; mi hermano, con su esposa y los niños, se iban a pasar el fin de semana a Pittsburgh, a casa de unos amigos. Me invitaron, pero me pareció mejor comprar un libro y quedarme leyendo. No me apetecía viajar tan lejos por tan pocos días; además, usted está aquí en la casa y no era justo dejarlo solo.

—Tendrías que haberlo hecho, podrías haber conocido a alguien. Yo puedo arreglarme bien; si me dejas el congelador surtido como lo haces siempre que son tus días de descanso, caliento la comida en el microondas y listo.

—A veces usted me mata de risa; no ando en busca de conocer a nadie.

—Pues deberías; aún estás en buena forma, Costance. Voy a cambiarme para ir un rato al gimnasio. ¿Me preparas una bebida isotónica, por favor?

—Por supuesto. Disculpe que me meta, pero... ¿puede hacer entrenamiento físico?

—Supongo que sí, me siento perfecto.

«Anoche me ejercité bastante en la cama de mi médica personal, y no dijo que podía ser contraproducente; por el contrario, exigía que me ejercitara más.»

Recapacitó en silencio mientras se daba la vuelta para subir a su dormitorio; una sonrisa maliciosa se formó en sus labios recordando todo lo que había experimentado con Adriel.

Se había puesto ropa deportiva y había decidido que haría un poco de Kinesis, tal vez combinaba con un poco de cardio; realizaría un entrenamiento versátil, porque consideraba que se trataba de una buena rutina de ejercicios. Ya en el gimnasio, no pudo resistirse y tampoco quiso hacerlo; de pronto le pareció bien no detener sus emociones y sentirse libre de disfrutar tanto como quisiera.

—¡Hola, Damien!

Adriel justo se había quitado los guantes de látex cuando sonó su teléfono. Salía de hacer un lavado de estómago a un joven que había llegado intoxicado por fármacos.

—¿Estás ocupada, doctora?

—No, está bien, en este momento puedo atenderte.

—Llamo como paciente. —Cualquier excusa parecía buena, de repente, para escuchar su voz.

—¿¡Te encuentras mal!? ¿Qué has sentido, te has mareado? —Le fue imposible disimular su angustia.

—Nooo, no, tranquila, no me siento mal en absoluto; todo lo contrario, me siento tan fuerte como un roble. —Ella respiró aliviada y continuó escuchándolo. A Damien le encantó saberla preocupada por él, y esbozó una sonrisa muda—. Te llamaba porque quería consultarte si puedo hacer mi rutina habitual de ejercicios.

—Ah, era por eso... —comentó aliviada.

—Te contaré una confidencia: anoche me ejercité bastante con mi doctora favorita y... no me indicó en ningún momento que no lo hiciera; por el contrario, me pedía que continuara. ¿Crees que fue un poco imprudente tanto desgaste físico? ¿Te parece que puede ser contraproducente?

—Eres un tonto. Haz ejercicio de bajo impacto; no sé en qué consiste tu rutina, pero sería bueno que evitaras por unos días levantar peso. Damien, ¿cuándo tienes consulta con el neurólogo? Sé que todo está bien, pero prefiero que te vea un médico especialista.

—Mañana tengo la cita.

—Genial, ya me contarás lo que te dice.

—Sé que hace apenas unas horas que nos separamos, sin embargo... creo que te extraño. Es extraño, valga la redundancia, porque no es normal para mí decirlo, ni mucho menos sentirlo, pero quiero ser sincero contigo y también conmigo.

—Gracias por sincerarte. —Aunque su corazón trepidaba dentro de su pecho, ella prefería ser mesurada.

—¿Y tú? ¿Me extrañas, Adriel?

—Es un poco raro para mí también, pero creo que sí.

—Entonces... ¿no crees que debemos poner remedio a eso? Quiero que cenemos juntos. Te pasaré a buscar esta tarde por tu casa, a las siete.

—Siete y media; dame tiempo a llegar y ponerme decente.

—Perfecto. Cenaremos en mi casa, así de paso la conoces.

—Me encanta la idea. Ahora te dejo, porque debo seguir trabajando. La sala está a rebosar de gente.

—Humm, ¿muchos pacientes del sexo masculino? —De repente no le gustó pensar que sus manos se posaran sobre otra piel que no fuera la suya.

—Pues, de todo un poco. —Como adivinando su pensamiento, añadió—: Con mis pacientes uso guantes de látex, Damien.

Ambos rieron escandalosos.

—Me parece perfecto, me consta que eres muy profesional.

—Siempre.

Después de que se despidieran, Lake se quedó con el teléfono en la mano, pensando en esa sensación desconocida de posesión que Adriel despertaba de improviso en él. Antes nunca había experimentado algo así con ninguna otra fémina.

 

 

Era la tercera vez que intentaba llamarlo durante el día, pero él parecía no estar dispuesto a atenderla; eso agriaba profundamente su talante. Hacía varios días que intentaba comunicarse con Damien, pero él no se había dignado siquiera a devolverle ninguna de las llamadas, y ella no estaba acostumbrada a que le hicieran semejante desplante; aunque Damien siempre había dejado claro su desapego a una relación normal, ella no se resignaba.

Aprovechando que su padre estaba en la biblioteca leyendo un libro del pensador Henry David Thoreau, Jane se presentó junto a él con la excusa perfecta: llevaba en una mano un té helado, que le entregó con marrullería.

—Gracias, hija; sabe exquisito.

—De nada, papi.

Mientras su padre bebía, ella se sentó en la mesa baja y le dio conversación con el fin de desviar su atención; entretanto, disimuladamente, cogió el móvil que estaba allí encima y lo metió en el bolsillo trasero de su pantalón.

—¿Qué raro tú en casa un domingo? ¿No has hecho ningún plan con tus amigas?

—No he querido salir a ninguna parte. Krista me invitó a ir a su piscina, ya que se juntaban allí, pero rechacé la oferta. Tal vez vaya esta noche a cenar con otros amigos. Continúa con la lectura, papá, no te interrumpo más.

Jane salió de la biblioteca y se dirigió de inmediato a su habitación; entonces hizo lo que sabía que no fallaría.

—Hola.

—Desvergonzado, eres un mísero interesado. Has pensado que era mi padre y por eso has atendido.

—¿Qué quieres, Jane? —Lake le contestó con un deje de hastío.

—¿Cómo que qué quiero? Hace tres días que te llamo y no me contestas; hoy lo he hecho unas cuantas veces y todas y cada una de ellas has dejado que saltara el contestador. Es fin de semana, Damien; no me apetece quedarme encerrada todo el día en este apartamento.

—Llama a alguna amiga y sal. No tienes por qué quedarte encerrada si no es de tu agrado hacerlo. ¿Qué quieres que haga yo?

—Estás más arisco que nunca. ¿Qué te pasa, Damien? ¿Quieres decir adiós a tus sueños de entrar por la puerta grande en la Corte Suprema de Nueva York?

—¿Y qué te hace suponer que sólo con tu ayuda puedo lograrlo? Hace tiempo que te jactas de poder hacer que suceda; sin embargo, no he recibido ninguna propuesta de esa índole.

»Jane, si tienes ganas de salir a pasear, cómprate un perro y llévalo a dar una vuelta. Yo no estoy para tal cosa. Creo que te estás confundiendo. Adiós.

Si hubiera sido su móvil en vez del de su padre, no hubiese reprimido las ganas que le dieron de estrellarlo contra la pared al ver que Lake cortaba la comunicación, dejándola con la palabra en la boca. Ofuscada, borró la llamada para suprimir la prueba de que ella había cogido el teléfono y luego fue y lo dejó abandonado sobre la mesa del comedor.

—No sabes con quién te has metido, Damien; no tienes idea de lo que soy capaz cuando me empecino en algo. Me convertiré en tu pesadilla; por más que me muera por tus huesos, no vas a jugar conmigo.

Lanzó la advertencia y cogió su bolso para salir de su casa, donde se sentía agobiada.

—Papá, finalmente me voy a casa de Krista.

—Que te diviertas, cielo. —Estaba saliendo de la biblioteca cuando su padre añadió—. ¿Has acabado de usar mi móvil? ¿Dónde lo has dejado?

Era imposible mentirle a ese viejo lobo que tenía como progenitor; él siempre estaba al caso de todo y ella, por muy astuta que se creyera, no podía con él.

—Ya te lo traigo —le contestó, pillada, y sintió mucho más la humillación de saberse rechazada por Damien.

Cuando regresó con el aparato, su padre le habló con calma mirándola fijamente a los ojos.

—Nadie merece más atención de la que nos brinda. Recuérdalo siempre, hija, para que no sufras nunca.

Ella asintió con la cabeza, pero no le contestó; no podía hacerlo, porque, aun sabiendo que él tenía razón, ella no podía evitarlo.

 

 

El día había pasado volando; la mayor parte había transcurrido mientras revisaba algunos casos de mayor importancia que el bufete tenía a cargo. Hacía un rato que había comenzado a prepararse; olía exquisito, a menta aromática con un guiño marino. Estaba recién duchado y se había vestido informal, con un vaquero negro y una camiseta ajustada del mismo color. Tenía la habilidad de lucir tan guapo con ropa de calle como con un suntuoso traje de corte a medida. Se pasó la mano por el pelo, que aún llevaba húmedo, para acomodar su flequillo, mientras bajaba las escaleras.

En el momento en que estaba dispuesto a partir, se oyeron unas estridentes voces, procedentes de la puerta de servicio del apartamento, que llamaron su atención. De inmediato, Jane apareció en el centro de su salón como un torbellino.

—Señorita, le digo que el señor Lake no está.

Pero resultaba imposible seguir negándolo: ahí estaba él, mirando cómo su empleada intentaba, en vano, detener a esa mujer, que había irrumpido en su casa hecha una verdadera furia.

—¿Todavía va a seguir diciéndome que no está?

—Está bien, Costance; yo me ocupo —dijo él en tono neutro, mientras jugaba con las llaves de su coche haciéndolas girar en su dedo índice. Miró fijamente a Jane, estudiándola. Estaba muy contrariado y sus ojos no hacían más que demostrar que, si las miradas matasen, ya estaría fulminada.

La empleada se retiró y ellos se quedaron solos.

—¿Qué necesitas? No tengo mucho tiempo; como ves, ya me iba.

Damien miró la hora. Tenía el tiempo justo para salir a buscar a Adriel; una llamada lo había retrasado y ahora... esto.

Jane hizo oídos sordos, dejó apoyado su bolso en el sofá y acto seguido caminó hacia la barra, donde, sin invitación alguna, se sirvió un bourbon. Con el vaso en la mano, mientras escanciaba la bebida en su boca, caminó casi sin equilibrio rodeando la estancia en silencio, pasó por detrás de la chimenea que dividía el salón del comedor y, allí, se encontró con la extensa mesa preparada para dos personas. Damien permaneció quieto en su sitio, sin inmutarse.

—¡Cerdo! —la oyó insultarlo desde allí y puso los ojos en blanco. A continuación, Lake percibió sus pasos de regreso; advirtiendo su intención, se agachó justo a tiempo, porque ella le arrojó el vaso de bourbon a la cabeza.

Enajenado y ya sin un ápice de paciencia, la agarró por el brazo.

—Me estás haciendo daño.

—Deja de hacerte la digna. Si no te gusta mi trato, no hubieras venido, pues nadie te ha invitado.

Tras oír el tono de voz que había empleado, Jane se dio cuenta de que su actitud era temeraria, pues lo había sacado de sus casillas.

Moviéndola como si se tratase de una pluma, la obligó a que caminara. De pasada, cogió su bolso y la arrastró consigo, dispuesto a sacarla de su casa lo más pronto posible. La metió en el ascensor sin mediar palabra y él también bajó junto a ella.

La arrogante abogada intentó asirse de su cuello para besarlo, pero él la apartó.

—Perdóname, Damien; sé que tenemos una relación sin compromiso alguno, pero ver esa mesa preparada para dos me ha roto el corazón. —Lo que parecía una disculpa, de pronto estalló en ira—. ¡Eres un bastardo! Jamás me has invitado a cenar a tu casa.

Intentó darle una bofetada, pero Lake la frenó en el aire.

—Basta, Jane. Has estado bebiendo, y no voy a seguir soportando tus impertinencias y tus arrebatos de niña consentida. —Su aliento olía repugnante, a alcohol—. ¿Imagino que no habrás conducido en este estado?

—Como si en verdad te interesara.

—Pues fíjate que sí, me importa la vida de cualquier ser humano.

—No quiero ser cualquier ser humano en tu vida. Yo te amo, Damien.

Volvió a intentar abrazarlo, pero de nuevo él la rechazó.

—No sigas, Jane, estás haciéndote daño inútilmente. Te lo expliqué sin tapujos cuando empezó nuestra relación: sólo cama y nada de sentimientos por el tiempo que durase. Creí que lo tenías claro y que estabas de acuerdo con que lo pasásemos bien, sin ataduras, ni obligaciones.

—¡Maldición, pero me enamoré! Has hecho todo lo posible para que eso ocurriera, no te hagas el desentendido ahora. No soy una maleta que se usa y luego se vacía para dejarla arrinconada en el estante más alto del vestidor hasta el próximo viaje.

Damien no iba a darle explicaciones. La condujo del brazo hasta su coche, pero ella se negaba a subir; forcejearon un poco en la calle.

—No voy a subir a tu automóvil, me voy en el mío.

—Pues, bebida como estás, no te dejaré conducir, así sean unas pocas manzanas. Además, quiero cerciorarme de que te irás directa a tu casa.

La metió en su vehículo, obligándola, luego le abrochó el cinturón y finalmente se acomodó en el asiento del conductor. Ella lloraba desconsolada y Lake estaba hasta la coronilla de sus gimoteos y de toda la situación. Atravesó las dos manzanas a toda prisa y, en la puerta del edificio de los Hart, llamó por teléfono al juez y le explicó la situación; bueno, lo hizo a medias, porque sólo le explicó que Jane había bebido y que había ido hasta su casa y él la había traído.

Trevor Hart no tardó en bajar.

—Gracias por traerla.

—No ha sido nada; no podía dejar que condujera así. Su coche ha quedado aparcado frente a mi apartamento.

—¡Estúpido! —le escupió ella en la cara—. No te hagas el decente delante de mi padre; he bebido por ti, por tu culpa, porque te empeñas en ignorarme. Ya no sé qué hacer para que te enamores de mí.

Jane estaba desencajada y muy mareada; además, arrastraba las palabras cuando hablaba. En medio del vergonzoso espectáculo que estaba dando, su padre la sostenía por la cintura, forcejando para que entrase.

—Lo siento —dijo Damien, disculpándose con el juez Hart, y se marchó.