Capítulo 20
Diez Osos se despertó en su tipi al amanecer y propinó un puntapié a la joven y voluptuosa squaw que yacía desnuda bajo sus mantas. Era perezosa. Sus otras cinco mujeres ya habían encendido el fuego bajo la olla. Tres de ellas estaban preñadas. Diez Osos esperaba que las nuevas criaturas fueran varones… pero, secretamente, sabía que nacerían demasiado tarde para poder seguir y aprender de Diez Osos. Crecerían y cabalgarían y lucharían conociendo la leyenda de Diez Osos, pero Diez Osos estaría muerto… caído en la batalla. Estaba seguro de ello.
Sus dos únicos hijos habían muerto a manos de los chaquetas azules; a uno de ellos le dispararon cobardemente bajo la bandera blanca que los chaquetas azules usaban. Diez Osos pensaba en ello cada mañana. Rumiaba sobre ello y de esa manera reavivaba el odio y la venganza que la droga del sueño adormecía en su mente… y en su corazón.
La amargura ascendía por su garganta y podía saborearla en la boca. Todo lo que había amado… la tierra libre… sus hijos… sus mujeres… todo había sido profanado por el hombre blanco… especialmente por los chaquetas azules. Arrancó salvajemente la carne con sus dientes y tragó grandes trozos con furia. Incluso los búfalos: en una ocasión desde lo alto de una llanura y hasta donde le alcanzaba la vista, contempló los cuerpos putrefactos de búfalos, sacrificados por el hombre blanco, pero no por su carne, ni por sus pieles, sino por alguna clase de ceremonia salvaje que el hombre blanco llama «deporte».
Diez Osos se levantó y se limpió la grasa de las manos en los pantalones de ante. Metió dos dedos dentro de una olla y se dibujó una línea azul vertical en las mejillas y una horizontal en la frente; el rostro de muerte de los comanches.
Ahora irían a la cabaña del hombre blanco. Los quería vivos, si era posible, para quemar lentamente el color de sus ojos y hacerlos gritar cobardemente, para poder arrancar la piel de sus cuerpos y sus genitales, donde nacía la vida del macho. Las mujeres serían entregadas a los guerreros… todas ellas… para que las violaran, y si sobrevivían serían entregadas a los guerreros que las hubieran capturado. Y los niños… conocerían la ira de Diez Osos.
Se armó un griterío entre sus guerreros. Habían saltado sobre sus caballos y señalaban hacia el valle. Diez Osos hizo una señal para que le llevaran su caballo blanco y, cuando una squaw se lo acercó, saltó con agilidad sobre su lomo y lo condujo hacia el centro del valle, ante la congregación de jefes y bravos. El sol ya despuntaba por encima del borde este del cañón y Diez Osos se protegió los ojos con la mano. La figura en movimiento era un jinete a una milla de distancia.
Se acercaba lentamente y Diez Osos se adelantó para encontrarse con él. Los jefes siguieron a Diez Osos, sus grandes tocados de guerra les obligaban a cabalgar separados, y tras los jefes, en una hilera que casi cruzaba el valle, cabalgaban más de doscientos guerreros.
Diez Osos no llevaba ningún tocado… solo una pluma. Despreciaba los tocados demasiado llamativos. Pero era imposible no reconocerlo; con el torso desnudo, el rifle apoyado sobre el lomo de su gran caballo blanco, cabalgaba diez pasos por delante de sus jefes y su porte era el de alguien nacido para gobernar.
El gran número de caballos comanches producían un siseo amenazador mientras avanzaban por la hierba alta, transportando a los jinetes medio desnudos con esas señales terribles pintadas en sus rostros. A sus espaldas, desde los tipis, un tambor de guerra grave y de mal agüero inició su toque de muerte. Diez Osos examinó los bordes del cañón mientras avanzaba y vio que sus exploradores regresaban flanqueando al jinete solitario. Le hicieron señas… solo un jinete se encontraría con él.
Ahora el feroz odio de Diez Osos se suavizó a causa del desconcierto. El hombre no llevaba la odiada bandera blanca, y sin embargo continuaba avanzando despreocupadamente, como si nada le turbara… pero Diez Osos advirtió que el jinete mantenía el rumbo de su enorme caballo directamente hacia su caballo blanco.
Estaban ahora a menos de cien yardas… ¡Y qué caballo! Digno de un Gran Jefe… más alto y más poderoso que su corcel blanco; casi se empinaba a cada paso alto que daba lleno de poder, con los ollares abiertos por la excitación. Ahora podía ver al hombre. No llevaba rifle, pero Diez Osos vio las culatas de muchas pistolas enfundadas sobre la silla, más tres revólveres que el hombre llevaba enfundados. Era un guerrillero.
Llevaba el sombrero de los Jinetes Grises, y cuando se acercó Diez Osos vio que lo que en un principio pensó… sorprendido… que eran pinturas de guerra, en realidad era una cicatriz en la mejilla. Casi a punto de colisionar, el jinete se acercó tanto que Diez Osos fue el primero en parar y el enorme ruano se empinó… un murmullo de admiración por el caballo recorrió las filas de los bravos comanches.
Diez Osos miró aquellos ojos negros tan duros y despiadados como los suyos. Un escalofrío de expectación atravesó el cuerpo del Jefe indio… ¡tenía la posibilidad de combatir contra un gran guerrero que igualaba su temple! El jinete sacó un cuchillo largo de su bota y los jefes detrás de Diez Osos se adelantaron con un murmullo grave. El jinete no pareció prestar atención mientras cortaba meticulosamente un enorme trozo de tabaco de una de las hojas y se lo metía en la boca. Diez Osos no había pestañeado ni una sola vez, pero brillaba un leve destello de admiración en sus ojos por la audacia de aquel guerrero atrevido.
—Tú debes de ser Diez Osos —dijo Josey arrastrando las palabras, y a continuación lanzó un chorro de jugo de tabaco entre los cascos delanteros del caballo blanco. No le había llamado «Jefe»… ni le había llamado «gran», como hacían los chaquetas azules con los que Diez Osos había hablado. Se percibía un tono levemente insultante en su voz… pero Diez Osos lo comprendió. Era la manera de hablar del guerrero, sin dos lenguas.
—Yo soy Diez Osos —respondió lentamente.
—Yo soy Josey Wales —dijo Josey.
Diez Osos rebuscó en su mente intentando recordar aquel nombre… y lo encontró.
—Eres de los Jinetes Grises, y no firmaste la paz con los chaquetas azules. Eso oí.
Diez Osos se giró sobre el caballo y movió el brazo. Los jefes y los bravos tras él se apartaron dejando un pasillo abierto.
—Puedes irte en paz —dijo.
Era un gesto muy generoso acorde con un Gran Jefe y Diez Osos se enorgullecía de la majestuosidad que le otorgaba. Pero Josey Wales no hizo señal de aceptar ese perdón.
—Creo que no —dijo lentamente—, no tengo intención de irme a ningún sitio. No tengo adonde ir.
Los caballos de los bravos comanches se acercaron al escuchar su negativa. La voz de Diez Osos resonó con ira.
—Entonces morirás.
—Supongo que sí —dijo Josey—, he venido aquí para morir contigo, o para vivir contigo. Morir no es difícil para los hombres como tú y como yo, para nosotros lo difícil es vivir —hizo una pausa para dejar que las palabras hicieran mella en Diez Osos… y luego continuó—: Lo que a ti y a mí nos importaba ha sido descuartizado… violado. Y fue hecho por esas serpientes mentirosas de dos lenguas que controlan los gobiernos. Los gobiernos mienten… prometen… dan puñaladas traperas… comen en tu cabaña y violan a tus mujeres y matan cuando te confías al creer en sus promesas. Los gobiernos no conviven… son los hombres los que conviven. No obtendrás ni una sola palabra verdadera de los gobiernos… ni una lucha justa. Yo vengo a ofreceros ambas cosas… o a aceptar vuestra elección por una u otra.
Diez Osos se irguió en el caballo. El profundo odio en Josey Wales igualaba al suyo propio… odio por aquellos que habían matado a los que amaban. Esperó en silencio a que el fuera de la ley continuara.
—Allá en la cabaña —prosiguió Josey, y señaló con el pulgar por encima del hombro— está mi hermano, un indio que cabalgó con los Jinetes Grises, y una squaw cheyene, que también es familia. Hay una vieja squaw y una joven squaw que me pertenecen. Eso es todo… pero aprecio a esas personas… y si vale la pena luchar por ello, también vale la pena morir por ello… o no luchar. Ellos lucharán y morirán. No vine aquí bajo ninguna falsa bandera blanca para evitar que me mates. Vine aquí de esta manera, para que sepas que mi palabra de muerte es verdadera, y que mi palabra de vida… entonces, es verdadera.
Josey movió la mano lentamente hacia el valle.
—El oso vive aquí… con los comanches; el lobo, los pájaros, el berrendo… el coyote. Y así queremos vivir nosotros. El palo de hierro no surcará la tierra… te doy mi palabra. No mataremos animales por deporte… solo lo que podamos comer… como hacen los comanches. Cada primavera, cuando crezca la hierba y los comanches cabalguen al norte, pueden descansar aquí en paz, y coger todo el ganado y el tasajo de ternera que quieran para viajar al norte… y cuando la hierba del norte se vuelva marrón, los comanches pueden hacer lo mismo de camino a la tierra de los mexicanos. La señal de los comanches —Josey movió la mano en el aire, haciendo la sinuosa señal de la serpiente— será marcada en todo el ganado. También la pondré en mi cabaña y marcaré con ella los árboles y los caballos. Esa es mi palabra de vida.
—¿Y tu palabra de muerte? —preguntó Diez Osos con voz baja y amenazadora.
—Está en mis pistolas —respondió Josey—, y en tus rifles… yo estoy aquí para una u otra cosa —y encogió los hombros.
—Esas cosas que dices que tendremos —dijo Diez Osos—, ya las tenemos.
—Tienes razón —dijo Josey—, no te estoy prometiendo ningún extra… solo te estoy dando vida y tú me estás dando vida. Estoy diciendo que los hombres pueden vivir sin matarse los unos a los otros y sin tomar más de lo necesario para vivir… dar y recibir de igual manera. Supongo que no es mucho… pero no soy hombre de grandes palabras… ni de hacer grandes promesas.
Diez Osos miró fijamente los ardientes ojos de Josey Wales. Los caballos pateaban y resoplaban impacientes, y por las filas de guerreros una oleada de expectación marcaba sus movimientos al sentir el final del parlamento.
Josey levantó lentamente las riendas del caballo y se las colocó en los dientes. Diez Osos observó el gesto con expresión impenetrable, pero la admiración inundó su corazón. Era la costumbre de un guerrero comanche… verdadero y firme. Josey Wales no iba a hablar más.
—Es una pena que los gobiernos estén liderados por los de dos lenguas —dijo Diez Osos—. Hay un hierro en tu palabra de muerte que todos los comanches pueden ver… y también hay hierro en tu palabra de vida. Ningún papel firmado puede ofrecer hierro, este debe venir de los hombres. La palabra de Diez Osos, como todos saben, lleva el mismo hierro de muerte… y de vida. Es bueno que guerreros como nosotros se encuentren en la lucha de la muerte… o de la vida. Y será vida.
Diez Osos sacó un cuchillo de arrancar cabelleras del cinto y se cortó la palma de la mano derecha. La sostuvo en alto para que la vieran todos los jefes y guerreros mientras la sangre se derramaba por su brazo desnudo. Josey se sacó el cuchillo de la bota y se cortó la mano. Se acercaron y con las manos extendidas juntaron las palmas y las sostuvieron en alto.
—Pues así será —dijo Diez Osos.
—Entonces, supongo que somos familia —dijo Josey Wales.
Diez Osos dio media vuelta y atravesó la hilera de bravos y estos le siguieron por el valle en dirección a los tipis. Y los tambores de muerte cesaron, y del silencio que siguió brotó por el valle la reverberante llamada de vida de un tordo macho.
Fue Lone quien le vio regresar cuando dobló el cerro y avanzó al paso sobre el ruano por la senda a casi una milla de distancia. Pero fue Laura Lee la que no pudo contenerse. Corrió por el patio hacia el camino, con el cabello ondeando al viento. La abuela Sarah, Pequeño Rayo de Luna y Lone permanecieron bajo el álamo y los miraron mientras Josey abría los brazos y levantaba a Laura Lee sobre su silla frente a él. Cuando se acercaron, la abuela Sarah pudo ver, a través de unos ojos llorosos, que Josey sostenía a Laura Lee en sus brazos y que ambos brazos de Laura rodeaban el cuello del hombre y tenía la cabeza recostada sobre su pecho.
La emoción de la abuela Sarah se desbordó y entonces se volvió hacia Lone y le espetó:
—Ahora ya puedes lavarte esas pinturas paganas de la cara.
Recogiéndola con los brazos, Lone levantó a la abuela Sarah del suelo y la lanzó al aire… y se rio y gritó mientras Pequeño Rayo de Luna bailaba alrededor de ellos y chillaba. La abuela Sarah gritaba y armaba un verdadero revuelo… pero estaba contenta, porque cuando Lone la bajó por fin, ella le propinó un bofetón de broma, se estiró la falda y se puso a trastear en la cocina. Cuando Josey y Laura Lee cabalgaron hasta el patio, todos podían oírla por la ventana de la cocina; la abuela Sarah estaba preparando la comida… y con voz rota, cantaba: «En el dulce porvenir…».
Alrededor de la mesa hablaron sobre lo ocurrido. La marca sería la Marca del Río Torcido; Lone haría los hierros con la forma de la señal comanche.
—Te costará unas cien cabezas de terneros cada primavera —dijo Josey a la abuela Sarah—, y otros cien cada otoño, para los comanches de Diez Osos… y así cumpliremos nuestra palabra. Pero calculo que debe de haber unas tres mil o cuatro mil cabezas en el valle… puedes incluso enviar un par de miles de cabezas por la ruta cada año, para mantener el pasto en buenas condiciones.
—Me parecería justo —dijo la abuela Sarah—, incluso si fueran quinientos al año… lo que es justo, es justo. Una promesa de compartir es una promesa de cuidarse.
—Tendré que contratar vaqueros para el marcado —dijo Josey.
Lone examinó el viejo mapa.
—Santo Río, al sur, es la ciudad más cercana.
—Entonces marcharé hacia allí por la mañana —dijo Josey.
Laura Lee acudió al dormitorio de Josey aquella noche, pálida a la luz de la luna que arrojaba cruces de luz sobre el suelo a través de las ventanas. Lo contempló allí echado durante un buen rato y al verle despierto, le susurró:
—¿Decías… decías en serio lo que dijiste?… acerca de que yo era… ¿cómo dijiste?
—Lo dije en serio, Laura Lee —respondió Josey.
Ella volvió a su cama y al cabo de un rato se durmió… Pero Josey Wales no se durmió. En lo más profundo de su ser se había encendido una débil esperanza. Persistía con una promesa de vida… un renacimiento que Josey jamás creyó que pudiera ser posible. La fría luz del amanecer le devolvió a la realidad de su situación, pero aun así, el vínculo era real… y antes de partir a Santo Río besó a Laura Lee, un beso furtivo y largo.
Cabalgó por el valle; los comanches ya se habían marchado, pero clavada en la entrada del valle había una lanza y de ella colgaban las tres plumas de la paz… la palabra de hierro de Diez Osos. Mientras salía del valle y se dirigía al sur, pensó que si finalmente fuera posible la vida en ese valle con Laura Lee… con Lone… con su familia… sería la sanguinaria mano de Diez Osos quien lo habría hecho posible; el brutal y salvaje Diez Osos. Pero ¿quién sabía con certeza qué era un salvaje?… Después de todo, tal vez fueran los hombres de dos lenguas, con sus suaves gestos y taimadas maneras, los verdaderos salvajes.