Capítulo 12

Josey no había visto jinetes azules en la carretera porque estos ya se encontraban en Towash. Liderados por el «Teniente» Cann Tolly, veinticuatro de ellos se habían acuartelado en dos destartaladas cabañas de madera que flanqueaban la carretera a las afueras de Towash. Eran Reguladores y ahora paseaban por la calle en grupos de cuatro o cinco, abriéndose paso a codazos con la arrogancia de la autoridad entre la muchedumbre y en el interior de los salones. Eran de la misma calaña que su líder.

Anhelando el poder sobre otros hombres, Cann Tolly intentó en una ocasión ser agente de la ley, aunque carecía de las cualidades naturales necesarias para ello. Fracasó miserablemente. Cuando fue avisado por primera vez para restaurar el orden en una pelea de salón, le embargó el miedo y adoptó una actitud tan bobalicona y de compadreo que provocó la risa de todos los tipos duros del salón.

Cuando empezó la Guerra Civil, ninguna de las facciones atrajo a Cann Tolly. Fingió una cojera, y mientras la guerra progresaba, él gorroneaba bebidas en los salones contando historias de batallas que había escuchado contar a otros. Odiaba con igual ferocidad a los veteranos confederados que regresaban y a los estirados soldados de caballería de la Unión. Pero a quien más odiaba era a los testarudos texanos curtidos que se rieron de su cobardía.

Al unirse a los Reguladores obtuvo su insignia de autoridad de manos del gobernador y rápidamente trepó puestos en el estamento militar con el sadismo que caracteriza a todos los hombres cobardes… haciéndolo pasar por la aplicación de la «ley». Siempre parapetado tras hombres y pistolas, torturaba a las víctimas que mostraban miedo ante los insultos y las amenazas, hasta que los torturados se arrastraban aún más bajo de lo que se arrastraba Cann Tolly por dentro. Cuando no veía miedo en sus ojos, los hacía matar de un disparo con fría ferocidad, y así eliminaba a otro «alborotador». La suya era una falsa autoridad, mantenida por un falso gobierno. Como carecía de la verdadera autoridad que otorga el respeto de sus semejantes, la imponía con amenazas, terror y brutalidad… y, por lo tanto… debía caer, inevitablemente.

El teniente Tolly había pasado la mañana visitando a sus conocidos despojos humanos, esos que no tomaban partido en ningún tema pero que se deleitaban en husmear y traicionar a aquellos que sí lo tomaban. Clay Allison, el pistolero tullido, había protagonizado un tiroteo en Bryan hacía tres días y se creía que se dirigía a Towash. King Fisher había pasado por la ciudad un día antes en su camino de regreso al sur… pero no se quedó para la diversión… algo extraño en un demonio como Fisher, a quien le encantaban los juegos y la acción. Pero habría suficiente para todos.

Las carreras acabaron a última hora de la tarde y la muchedumbre regresó a Towash. Los «chicos», celebrándolo, dispararon sus armas y entraron en tropel en los salones para continuar dando rienda suelta a su necesidad de apostar al «seven up» y al «five-card stud». Los reguladores comenzaron a inspeccionarlos.

Fue en medio de esta confusión cuando Josey, Lone y Pequeño Rayo de Luna pararon montados, según lo planeado, frente al cartel que anunciaba «Almacén Dyer & Jenkins». Josey cabalgó hasta el amarre de caballos frente al almacén, desmontó y entró. A un lado, una tosca barra recorría el comercio hasta el fondo, atestada de vaqueros risueños que bebían y charlaban. La sección de la tienda estaba vacía a excepción de un dependiente.

Josey solicitó su pedido y el dependiente se escabulló para reunir las provisiones. Prefería que aquel hombre se marchara lo antes posible. Un hombre con dos pistoleras en la cintura o era un maleante o un fanfarrón… y no había muchos fanfarrones en Texas. Josey miró despreocupadamente por el gran ventanal cuando unos uniformes azules pasaron por delante. Cuatro de ellos se pararon al otro lado de la calle y miraron con curiosidad al estoico Lone y luego se alejaron. Dos vaqueros rodearon al enorme caballo negro y admiraron sus cualidades, y uno de ellos dijo algo a Pequeño Rayo de Luna. Se rieron jovialmente y entraron en el salón.

Josey eligió una silla ligera para el pinto. Tomó los dos sacos de provisiones de manos del dependiente y pagó con águilas dobles. Entonces se movió lentamente hacia la puerta y se detuvo. Sujetaba la silla de montar con una mano y arrastraba los dos sacos con la otra. Con el gesto relajado de un hombre que comprueba el tiempo, miró a un lado y luego al otro… no había uniformes azules a la vista.

Se dirigió a la calle y vio que Lone se aproximaba al negro… Pequeño Rayo de Luna le siguió… para cargar parte de las provisiones. Josey avanzó dos pasos en dirección a su caballo y se encontró cara a cara con Cann Tolly… flanqueado por tres reguladores. En el mismo instante en el que salió de la tienda, ellos salieron del salón Iron Man. Tan solo les separaban quince pasos de Josey.

Los reguladores se quedaron petrificados y Josey, sin apenas perder tiempo, hundió la cabeza y dio otro paso.

—¡Josey Wales! —gritó Cann Tolly para dar la voz de alarma a todos los reguladores en Towash.

Josey Wales dejó caer la silla de montar y los sacos y clavó una mirada sombría en el hombre que había gritado. La calle adquirió una clara nitidez ante sus ojos. De reojo vio que Lone detenía el caballo. Algunos hombres comenzaron a salir de los salones y luego se quedaron apoyados contra las paredes de los edificios. La pasarela de tablones se vació, los vaqueros se escondieron tras los abrevaderos y algunos se tiraron al suelo boca abajo.

Josey vio a una mujer joven con unos ojos de un color azul sorprendente que le miraban desorbitados… tenía un pie apoyado en el cubo de una rueda de carro. Estaba a punto de montarse en su asiento y una anciana le sujetaba una de las manos. Ambas se quedaron inmóviles, como figuras de cera. El cabello trigueño de la joven reflejaba los rayos del sol. La calle se quedó sumida en un silencio sepulcral durante unos segundos.

Los reguladores volvieron a mirar a Josey… En sus rostros se dibujaba una mezcla de sorpresa y horror. En un minuto los reguladores de toda la ciudad se recuperarían del shock inicial y le rodearían.

Josey Wales se agachó lentamente. Su voz sonó fuerte e inexpresiva en el silencio… y se percibía un desdén insultante.

—¿Vais a sacar esas pistolas o vais a poneros a silbar «Dixie»?

El regulador a su izquierda fue el primero en moverse; bajó la mano rápidamente; Cann Tolly fue el siguiente. Solo se movió la mano derecha de Josey. La enorme 44 comenzó a escupir balas en cuanto salió de la funda de cuero con el movimiento fluido de relámpagos encadenados al tiempo que golpeaba repetidas veces el percutor con la palma izquierda.

El primer hombre que desenfundó saltó hacia atrás cuando el proyectil le penetró el pecho. Cann Tolly giró de lado y dibujó un pequeño círculo, como un perro buscándose la cola, y después se desplomó con media cabeza reventada. El tercero recibió el balazo en la parte baja, el proyectil le lanzó hacia delante y se derrumbó boca abajo. El cuarto hombre ya estaba muerto al ser alcanzado por la pistola humeante que sostenía Lone Watie en la mano.

Fue un estruendo sincopado ensordecedor… tan rápido que fue imposible distinguir un tiro de otro. Los reguladores jamás llegaron a desenfundar. La asombrosa velocidad del letal forajido se expandió por la multitud como las ondas expansivas de un terremoto. Se desató el caos absoluto. Figuras ataviadas de azul corrían de un lado a otro de la calle; la gente saltaba y corría… de acá para allá… como pollos escapando de un lobo al acecho.

Josey montó al ruano saltando por detrás y en un segundo el caballo se alejó al galope, con la panza pegada al suelo, y a la altura de su silla de montar corría también el negro con Lone tumbado sobre su cuello.

Marcharon hacia el oeste por la calle y luego giraron hacia el norte, en dirección opuesta al Brazos. Debían ganar distancia y no tenían tiempo para cruzar el río.

Los reguladores corrieron a desatar los caballos del poste de amarre donde esperaban todos juntos frente a unos cuantos salones. Mientras montaban, una squaw, probablemente borracha, perdió el control de su caballo pinto y se lanzó hacia ellos, dispersando a los hombres a derecha e izquierda y ahuyentando a los caballos que se desbocaron y salieron corriendo por la calle con las riendas colgando. Finalmente, un regulador le golpeó en la cabeza con la culata de un rifle y la tiró al suelo. Los jinetes montaron, reunieron los caballos escapados y persiguieron a los asesinos a la fuga.

A sus espaldas, Pequeño Rayo de Luna permaneció inmóvil en tierra con un corte en la frente por el que caía un hilo de sangre, pero con una mano todavía sujetaba las riendas de un pinto cabizbajo… un redbone flacucho aulló y lamió las gotas de sangre que caían de su cara. Cerca de ella, los cuatro reguladores quedaron olvidados, tirados tras sufrir una muerte violenta mientras su sangre iba expandiéndose en un círculo cada vez más grande… y de color negro al empapar la tierra gris de Texas.

Los vaqueros montaron para regresar a los lejanos ranchos de donde venían. Los jugadores se marcharon en sus caballos de zancada alta para regresar a los salones de ciudades y pueblos más frecuentados. Con ellos se llevaban el relato de lo sucedido. Un relato que olía a leyenda. El pistolero sin igual en velocidad y temple… aquella fría manera de enfrentarse a cuatro reguladores armados avivaba la imaginación por su audacia y temeridad. El guerrillero de Misuri, Josey Wales, había entrado en Texas.

Cuando las noticias llegaron a Austin, el gobernador añadió dos mil quinientos dólares a los cinco mil dólares federales por la muerte de Josey Wales, y mil quinientos dólares por el anónimo indio rebelde «renegado» que se había cargado a un regulador en Towash. Los políticos sintieron la amenaza cuando las ondas expansivas de la historia se extendieron por todo el estado. Los duros rebeldes texanos se sonreían con regocijo. Texas tenía otro hijo; lo suficientemente duro para vencer… lo suficientemente malvado… ¡Suficiente para acabar con ellos, por Dios bendito!

Dos carromatos cubiertos partieron de Towash esa tarde, cruzaron el Brazos en el ferry y se dirigieron al suroeste en dirección al territorio escasamente poblado de los comanches. El abuelo Samuel Turner manejaba las riendas de las mulas de Arkansas que tiraban del carromato a la cabeza, y la abuela Sarah estaba sentada junto a él. Detrás de ellos, su nieta Laura Lee iba en el segundo carromato con Daniel Turner, hermano del abuelo. Dos viejos, una vieja y una joven, que no dejaban nada atrás en Arkansas y solo contaban con la promesa de un rancho aislado heredado del hermano de la abuela, muerto durante la Guerra. Habían sido advertidos sobre los peligros del territorio y los comanches… pero se sentían afortunados… tenían adónde ir.

Era Laura Lee a quien Josey había visto, de pelo trigueño y delgada, vestido de cuello alto, congelada a mitad de su subida al carromato. Ahora la joven se estremeció al recordar los ardientes ojos negros del fuera de la ley… el mortífero desdén en su voz… las pistolas disparando y tronando… y la sangre. ¡Josey Wales! Jamás olvidaría su nombre o su imagen. ¡Maldito Texas sangriento! Nunca volvería a hacer burla de las historias que se contaban. Laura Lee Turner se convertiría en una texana… pero solo tras su bautismo con la sangre de otra de las turbulentas fronteras de Texas… ¡la tierra de los comanches!