Capítulo 13
¡Cuántas veces la vida de un hombre se halla determinada por decisiones insignificantes!
Cuando Josey Wales rescató a Ten Spot y a la joven apache En-lo-e, empujó a Ten Spot por encima del muro de Aldamano en primer lugar antes de saltar él y, al hacerlo, salvó su propia vida.
Cuando se arrimó al muro con En-lo-e, los guerreros apaches, que le vigilaban, habían decidido matarlo y llevarse a la chica. Pero Na-ko-la tocó el brazo de su líder.
—Ese al que ha rescatado es el señor Hijo de Perra, y también va a salvar a nuestra hermana.
Así pues, retrocedieron en la oscuridad de la maleza y observaron.
Cuando los rurales salieron al galope de Coyamo, Na-ko-la lo había escuchado desde su tumba en la mazmorra. Todo estaba en silencio y levantó la cabeza. La puerta estaba abierta. Solo tenía que levantarse y escabullirse por la puerta hacia el desierto.
Desnudo, corrió trazando un semicírculo y, tras descubrir las pisadas de su banda, se encontró con ellos a mitad de camino de Aldamano. Él les habló de Hijo de Perra y cómo le había ayudado a salvarse, incluso cuando los mexicanos lo apalearon y le patearon; cómo se reía y guardó silencio acerca del escondite de Na-ko-la a sus pies.
Amigo o enemigo, el apache nunca se olvidaba. El líder hizo una seña a dos guerreros para que siguieran a Josey Wales. Una hora más tarde, regresaron con noticias: el tierno cuidado de En-lo-e a manos de Pablo, los planes de la pequeña banda liderada por Josey Wales, la dirección norte que habían tomado. El líder gruñó. No dijo nada.
Eran una partida grande, para ser apaches. Una partida de apaches, la mayoría de las veces, estaba compuesta por cinco hombres. Incluso dos guerreros apaches eran capaces de sembrar el terror por el territorio. Esa partida contaba con veintidós guerreros.
No eran una partida de asalto, ni una partida de caza. Una partida de asalto buscaba caballos, mulas, ganado y solo mataba cuando era necesario. Esta era una partida de sangre. Estos eran los esposos, padres, hijos y hermanos de las mujeres y niños asesinados, masacrados y despojados de sus cabelleras por los rurales de Escobedo. Su misión no era cazar. Sangre por sangre. Ese era el código de los apaches.
El código había sido heredado (cien, doscientos años, en un tiempo tan distante en el oscuro pasado que no lo sabían) de padre a hijo, de madre a hija.
La gran Nación Española se trasladó a las Américas con sus Conquistadores, maestros en el arte de la guerra, nacidos, criados y curtidos en doscientos años de guerra. Destruyeron el poderoso Imperio Inca en cuestión de meses. Los incas, que poseían un sistema económico y judicial comparable al de Roma, con un comercio y una economía saneada, con carreteras pavimentadas en las que podían cabalgar diez caballos juntos durante miles de millas.
Los conquistadores lo machacaron todo con su acero en pocos meses y convirtieron a los incas en peones, peones que murieron a miles, a cientos de miles.
Los soldados y sacerdotes españoles apilaron valiosísimos documentos y obras de arte en montones tan grandes como ciudades y los quemaron, convirtiendo en un misterio el nacimiento del Imperio Inca, destruyendo el conocimiento, los templos, los orígenes, todo.
Con ellos se trajeron el avanzado estado de barbarie que nuestros historiadores llaman «civilización». Forzaron a los peones a pagar un tributo al dios colgado de una cruz que representaba al dolor y la muerte, y el peón obedeció, sintiendo lástima por aquel dios, pero secretamente aferrándose a su pasado, a los dioses que no amenazaban con el fuego y la tortura eterna.
En el norte, el pie de acero llegó y destruyó a los mayas, los zapotecos y, finalmente (como irrefutable prueba definitiva de que el conquistador era inconquistable), al majestuoso Imperio Azteca.
Violaciones, pillajes para sacar oro y plata, torturas para sonsacar información de las víctimas y hacerse con el metal escondido; esclavitud, la instauración del sistema del político-sacerdote para crear una burocracia gigantesca del Estado y la Iglesia.
Y los indios murieron.
Murieron en las minas de plata, esclavizados en los campos, en las mazmorras, en los cepos. Los indios pasaban hambre con míseras raciones de comida y murieron miles de ellos cuando las enfermedades, que atacaban los cuerpos débiles como gusanos, segaron sus vidas, como la guadaña siega innumerables tallos de trigo.
Aprendieron la lección. Para sobrevivir, aprendieron a recluirse en sí mismos, a tocarse la frente para mostrar obediencia a sus amos, a doblar la rodilla en humilde sumisión, a convertirse en un peón silencioso y «estúpido». Fueron cristianizados, conquistados. Su herencia y su cultura, su historia y religión, sus logros y creatividad, habían quedado destruidos para siempre, aplastados hasta el punto de no poder ser resucitados.
Los señores de la guerra y la barbarie civilizada avanzaron al norte. Ni el Imperio Azteca, ni el Inca, ni ninguna otra civilización les paró los pies. Incluso conquistaron la jungla, y aquí no había jungla. Pero sus planes quedaron tan solo en el papel. El pie de acero tropezó, y luego se paró. Los señores de la guerra encontraron a los apaches. Ya no podían avanzar más por el norte.
Los apaches inventaron una nueva forma de guerra, una guerra que convertía en torpes y frustrados novatos a los grandes conquistadores y sus descendientes. La guerrilla.
Al principio, los apaches acogieron a los españoles con los brazos abiertos, como habían hecho todos los indios de México. Iban a las pequeñas poblaciones que se estaban formando por el norte. Comerciaban. Los sacerdotes les hablaban de su dios, y de que debían pagar un tributo. Los políticos les dieron mescal, y mientras estaban borrachos, los masacraron a ellos, a sus mujeres y a sus niños. Los capturados fueron torturados y esclavizados. Los apaches retrocedieron.
Dejaron de atender sus campos de maíz. Regresar a ellos para cosecharlos significaba acabar emboscados por los soldados españoles. Se alejaron aún más encerrándose en la mística de sus padres, en Usen y la Madre Tierra, y alejaron a sus gentes, llevándolas de regreso a las Montañas Madre, la Sierra Madre.
Esta extendía su cordillera adentrándose profundamente en Nuevo México y Arizona. Se hundía en México unas dos mil millas, con cien millas de anchura y miles de millas de Sus hijos. Las rutas de los apaches transitaban por pasajes secretos por los que no podían pasar caballos. Se decía que en lo alto y más profundo de Su seno albergaba unos bellos y fértiles valles secretos con agua y hierba, pero ningún español los había visto. Entrar en la Sierra Madre del oeste era la muerte. Nadie la había atravesado jamás. Solo los apaches.
Los historiadores blancos intentaron clasificar las tribus apaches: los chiricahuas, los mescaleros, los tontos, los membrenos. Pero se confundían, porque los apaches eran los creadores de la primera regla de la guerra de guerrilla, más tarde estudiada en las escuelas militares «civilizadas» sin otorgar ningún mérito a los apaches. Se dividían en pequeñas bandas dentro de las tribus principales: los apaches nedni, los bedonkohes, los warm springs… tantos. La confusión pervive hoy en día.
Pequeñas bandas se unían para guerrear y cazar y luego se separaban tras la operación y se reagrupaban en pequeñas rancherías o poblados indios.
Si eran atacados por una fuerza superior, huían en todas direcciones, confundiendo así al atacante, pero siempre sabían el lugar designado para reagruparse, así como un segundo punto de encuentro, o incluso un tercero.
Jamás acometían un asalto frontal. Nunca empleaban los heroicos gestos de enfrentarse a la muerte; huye… corre… escóndete. Piensa como el atacante; paciencia, espera, golpea cuando esté adormecido, en desventaja. Golpea sus flancos, la retaguardia… corre.
El doble pensamiento: primero tus pensamientos, luego los pensamientos del enemigo: lo que está pensando, sus hábitos, su manera de vivir, sus traiciones; luego regresa a tus propios planes teniendo en cuenta la mentalidad y los planes del enemigo.
Muévete. Cambia siempre la ubicación de las rancherías. Es difícil planear campañas contra un blanco en constante movimiento, y casi imposible de atrapar.
Seguían recolectando las bayas de enebro en las cimas de las montañas, las machacaban y amasaban rollos dulces; recolectaban bellotas, las pelaban y las preparaban en guisos. Pero ahora la comida principal provenía de los asaltos. Ya no podían cultivar. Un campo de cultivo era algo estable, que no podía ser movido. Era una trampa mortal.
Solo los apaches obtuvieron tributos de los españoles, que habían forzado a millones de indios a exprimir sus vidas para pagar los tributos a la burocracia española y la Iglesia. Solo los apaches.
Y así las generaciones fueron criadas desde el primer paso de cada niño; la forma de vida era la guerrilla.
El guerrero apache podía correr setenta millas al día y aguantar cinco días sin comer. Cuando bebía de un pozo y saciaba su sed, se llenaba la boca con agua y tras horas de correr, la tragaba.
Y así podía aguantar otras cincuenta millas más sin que se le hinchara la lengua.
Nunca acampaba junto a un pozo, lo hacía alejado de ellos; los enemigos siempre se acercaban a los pozos. Nunca buscaba la sombra de un árbol en las llanuras, o un arbusto lo suficientemente grande para ocultar a un hombre. Elige el arbusto que sea solo lo suficientemente grande para un conejo, habla con el arbusto, ama al arbusto; forma parte del arbusto, y él formará parte de ti. Los mexicanos y los ojos azules entonces no te verán. Y así era.
Cuando divisaban soldados patrullando las llanuras, enviaban guerreros de avanzadilla. En una hora, un apache asustado saltaba y corría trescientas yardas por delante de los soldados; y ellos, a caballo, le daban alcance, zigzagueando, en la llanura abierta donde no podía haber ninguna emboscada. Pero cuando casi le habían dado alcance con sus lanzas, los apaches se levantaban de sus tumbas vivientes en la tierra, tiraban a los soldados de sus caballos y los mataban. Emboscaban donde no podía haber una emboscada.
Así pues, las vastas tierras del norte permanecían desocupadas: Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada. En California solo pudieron establecerse asentamientos por la costa, donde los barcos podían evitar a los apaches. Y ese vasto territorio caería como fruta madura en manos de los Estados Unidos, los ojos azules que se trasladaron allí.
A los apaches no se les atribuye ningún mérito en los libros de historia de los Estados Unidos por detener el avance de los españoles hacia el norte. No se le da ninguna relevancia al escribir sobre ello.
Recibieron a los ojos azules con amistad. Estos los invitaron a una fiesta y envenenaron la comida con estricnina, ocasionando la muerte agónica de los apaches. El viejo Mangas Coloradas, Jefe de la banda de Warm Springs, buscaba la paz y fue capturado bajo la bandera blanca, torturado con hierros candentes por soldados de los Estados Unidos y asesinado con las manos atadas en la espalda. El oficial al mando recibió un ascenso.
Ahora los apaches luchaban en dos frentes. Los gobiernos de los Estados Unidos y México se pusieron de acuerdo: «eliminar» al apache, ya fuera hombre, mujer o niño, como postulaban los Sheridan y los Sherman. Pero ahora, uno de esos frentes avanzaba sobre los apaches. El ejército de los Estados Unidos.
El ejército de los Estados Unidos, tan traicionero como los oficiales ambiciosos sedientos de victorias y ascensos, o los políticos ávidos por embellecer sus historiales ayudando al avance de la «civilización». Tan traicionero como los editores de periódicos que clamaban por más tropas a instancias de hombres ávidos por el oro amarillo. Tan traicionero como los hombres que vendían munición y suministros al ejército, y por ello necesitaban perpetuar la «guerra». Los apaches habían experimentado todo ese tipo de traiciones antes.
Aunque resonaban las palabras de oradores en las salas civilizadas de sus parlamentos esgrimiendo la sagrada causa de la «libertad»; aunque los plumillas, con frases profundas y emotivas, escribían acerca de esta causa de toda la humanidad… eran los apaches, durante generaciones, los que habían vivido en la fina línea de la muerte, corriendo, escondiéndose, luchando, asaltando, moviéndose; los que habían luchado solo, tan solo, por «libertad». ¡La libertad de no estar sometido al gobierno! La libertad de no pagar tributos, ni impuestos, ni estar sometido a regulaciones, a los burócratas parásitos… la burocracia inevitable que vaciaba al hombre de su yo espiritual y lo ataba, pudriendo su alma con la ambición por el dinero, el prestigio, el poder; todas las corrientes turbulentas e infiernos que el hombre mueve por encima de la Madre Tierra.
Los apaches, años después, no merecerían ni un solo pie de página en los libros de historia por esta causa. Quedarían marcados como los «renegados asesinos». Los apaches no tendrían voz en las páginas de la historia.
Ahora la banda de apaches que estaba en las afueras de Aldamano se acercó a su líder. No le preguntaron nada. Simplemente esperaron a que él tomara una decisión. Su esposa e hijo habían escapado de la carnicería, pero aun así había decidido ser el líder.
Durante casi diez años, había sido el principal líder de guerra. Hace diez años, regresó a la ranchería de su banda y se encontró una carnicería. Allí encontró a su primera esposa, su esbelta, bella y frágil Alope, violada tantas veces que su órgano femenino estaba irreconocible; un enorme bulto que sobresalía hacia fuera. Le habían cortado sus diminutos pechos y se los habían metido en la boca. También encontró a sus tres hijos que, con las barrigas rebanadas con sables de soldados españoles, se habían arrastrado por la tierra y habían esparcido sus entrañas por las rocas. Murieron al llegar junto al cuerpo de su madre.
Él los amaba profundamente, como amaba un apache, sin reproches. Quemó todo lo que había pertenecido a ellos. Se dirigió al río y se hundió en sus aguas y el misticismo que había sentido en su niñez creció en su interior.
Vagó por el desierto y creció con los espíritus, hacia las montañas, y se dice que se le vio bailando con los «gans» de las montañas, los espíritus.
Su amor sin tacha se convirtió en un diamante sin tacha de puro odio, tan puro como el amor que lo engendró.
Se sabía que podía hablar con el lobo y el coyote. Que el mezquite le susurraba sus secretos en el viento. En más de una ocasión había salvado a partidas enteras de guerra de los soldados.
En una ocasión, atrapados en la llanura abierta, él y diez guerreros se vieron rodeados por doscientos soldados. Él se volvió hacia la ligera brisa que cantaba entre los matorrales. En voz baja, comenzó a cantar su canción de viento. La brisa aumentó a una ráfaga de viento; cuanto más cantaba, más fuerte se hacía el viento; hasta que el viento enfurecido sacudió el desierto con una ventisca, cegando a los soldados. Todos los apaches escaparon con vida. Lo hizo en más de una ocasión. Ellos lo sabían. Lo habían visto. Su palabra nunca era cuestionada en el sendero de sangre.
Ahora se apartó de sus guerreros. Sabía que sus hombres querían atacar Aldamano. Era como una baya de enebro ante ellos, lista para ser comida. Regresó a la maleza y se sentó a solas.
Primero se sentó mirando al este y cantó en voz baja, luego al sur, al oeste y al norte. Estuvo sentado durante un buen rato. Después se levantó lentamente y regresó con sus hombres.
No iban a atacar Aldamano. Había visto más allá, dos o tres días. Los llevaría a ese lugar de encuentro. Bostezó una vez, y otra y otra vez más.
Los hombres blancos siempre deletrearían mal su nombre. No serían capaces de captar la suave y fluida habla de los apaches. Algunos escribirían que se llamaba Go-Klah-ye, otros, Go-yak-la. El nombre significaba «El que Bosteza». Lo había aprendido hacía mucho tiempo: el bostezo le ayudaba a poner su mente alerta, a prepararla para las visiones.
Hizo una seña a tres guerreros para que se acercaran y les dio instrucciones. Se marcharon sigilosamente. Él se quedó agachado a solas y esperó, un hombre de baja estatura y fuerte osamenta, con ojos negros ardientes.
La historia no sabría cómo «clasificar» su estatus apache. Él no era un jefe. No detentaba ninguna posición oficial. No era un chamán medicina. Pero la historia del hombre blanco no permite ninguna distinción para lo místico, lo espiritual. Lo tacharían simplemente de renegado asesino. Se maravillarían ante su poder y se mostrarían confusos. Pero nunca errarían al deletrear el nombre que le otorgaron los mexicanos. Él era Gerónimo.
En silencio, los apaches se acuclillaron. Se les había acabado la comida y esperaron a los tres guerreros. Estos regresaron tirando de una mula.
Como fantasmas, se habían escabullido entre los rurales. Con tiras de cuero, ataron las patas de la mula dejándola avanzar a un paso corto. Con otra tira, le bajaron la cabeza.
Una mula avanzando lentamente y con la cabeza agachada está obviamente pastando. Mientras avanza torpemente, parándose aquí y allá, no atrae la atención. Pacientemente, la movieron en las sombras y la alejaron de los rurales con tanta facilidad como un tahúr de embarcación fluvial esconde una carta debajo de la baraja.
Condujeron la mula una milla hacia el norte y allí la descuartizaron. Cada uno cortó los trozos que deseaba en tiras para guardárselos en el morral. Comieron. Luego se levantaron sin mediar palabra y siguieron a su líder, Gerónimo, con la misma carrera arrastrada y rítmica, hacia el noreste, la misma dirección en la que avanzaba la pequeña banda de Josey Wales.
El suave roce de sus mocasines, el leve gruñido de sus gargantas, producían una vibración en el viento. Algunos rancheros habrían reconocido el sonido. En ocasiones se escuchaba y se le llamaba el viento de muerte.