PARTE 2

Capítulo 8

El aire frío trajo consigo una densa niebla a la cuenca del Neosho. El amanecer era una pálida luz que merodeaba fantasmagóricamente por las extrañas formas de árboles y maleza, y parecía un resplandor sobrenatural entre la gris frondosidad. No llegaba el sol.

Lone Watie podía oír el susurrante discurrir del río a su paso cerca de la parte trasera de su cabaña. Los sonidos del río por la mañana eran lo habitual, y por lo tanto eran buenos… los martines pescadores y los arrendajos azules que renegaban incesantemente… los tempranos graznidos de un cuervo explorador… una vez… todo eso estaba bien. Lone Watie, más que pensar, sentía esas cosas mientras se freía su desayuno de pescado sobre una diminuta llama en la hoguera.

Como muchos de los cheroquis, era alto, más de un metro ochenta erguido, y llevaba las botas mocasín y los pantalones de ante metidos por dentro. A primera vista parecía consumido, tan enjuta era su constitución… la chaqueta de ante se sacudía holgada alrededor de su cuerpo, su rostro era huesudo y delgado, de manera que las mejillas hundidas añadían prominencia a los huesos y la nariz aguileña separaba unos ojos negros intensos capaces de arrojar una mirada cruel. Estaba cómodamente agachado ante el fuego, dando la vuelta al pescado empanado en la sartén con un movimiento ágil mientras se echaba ocasionalmente hacia atrás una de las trenzas negras de pelo que le colgaban por los hombros.

La nítida llamada de un chotacabras hizo que el indio se pusiera inmediatamente en movimiento. Los chotacabras no llaman a plena luz del día. Se movió con silencioso sigilo; tomó el rifle y se deslizó hacia la puerta trasera de la cabaña de una sola habitación… se tumbó boca abajo y se arrastró hacia la maleza. De nuevo oyó la llamada, alta y clara.

Como saben todos los hombres de montaña, un añapero jamás trina cuando se escucha un chotacabras… y, por ello, desde la maleza, Lone respondió con el trino machacón de un añapero.

Entonces se hizo el silencio. Desde su posición en la maleza Lone prestó atención a quien se acercaba. Aunque solo estaba a unos pocos pasos de la cabaña, apenas podía verla. Zumaque y parras muertas de madreselva habían escalado por la chimenea y cubrían el tejado. Matorrales y maleza habían invadido casi totalmente las paredes. Lo que en el pasado fue un sendero hacía ya mucho tiempo que había quedado cubierto por la maleza. Sin duda, uno debía conocer bien aquel escondite inaccesible para silbar su llegada.

El caballo irrumpió a través de la maleza sin previo aviso. Lone se asustó por la repentina aparición del enorme ruano. Parecía medio salvaje, con belfos palpitantes, y clavó con fuerza las patas en el suelo cuando el jinete tiró de las riendas para frenar frente a la puerta de la cabaña. Lone observó mientras el jinete desmontaba y daba despreocupadamente la espalda a la cabaña mientras desataba la silla y la retiraba del caballo.

Lone recorrió al hombre con la mirada; las enormes pistolas enfundadas, el cuchillo en la bota, tampoco se le escapó el ligero bulto bajo el brazo izquierdo. Cuando el hombre se dio la vuelta vio la cicatriz blanca que destacaba entre la negra barba sin afeitar, y también advirtió el sombrero gris de caballería inclinado sobre los ojos. Lone gruñó con satisfacción; un guerrillero que se comportaba como debía comportarse un guerrero, con audacia y sin miedo.

La chaqueta abierta de ante revelaba algo más que hizo a Lone salir confiado de la maleza y acercarse. Era la camisa; hecha de lino con ribete de algodón y cuello en V rematado en el pecho con una escarapela. Era la «camisa del guerrillero», descrita en los partes de guerra del Ejército de los Estados Unidos como la única forma posible de identificar a un guerrillero de Misuri. Confeccionada por sus esposas, novias y mujeres en las granjas, se había convertido en el uniforme de la guerrilla. Él siempre la llevaba… en ocasiones escondida… pero siempre puesta. Muchos de ellos lucían bordados decorativos y brillantes colores… Esta era de color avellana liso y ribeteada en gris.

El hombre continuó cepillando al ruano, incluso mientras Lone se aproximaba a él… y solo se dio la vuelta cuando el indio se paró en silencio, a una yarda de distancia.

—Buenas —dijo en voz baja, y alargó la mano—, soy Josey Wales.

—He oído ese nombre —dijo Lone simplemente, estrechando la mano—, yo soy Lone Watie.

Josey fijó la mirada en el indio.

—Ya recuerdo. Cabalgué contigo en una ocasión al otro lado del Osage hasta Kansas… y somos familia, General Stand Watie.

—Lo recuerdo —respondió Lone—, fue una buena batalla —luego continuó—: Meteré el caballo en el establo con el mío junto al río. Allí hay grano.

Mientras se apartaba con el ruano, Josey llevó su silla y el resto de sus cosas a la cabaña. El suelo era de tierra prensada. El único mobiliario lo formaban unos camastros de troncos de sauce arrimados a las paredes y cubiertos con mantas. Aparte de los utensilios de cocina no había nada más, a excepción del cinturón que colgaba de un gancho y del que pendían un Colt y un cuchillo largo. El inevitable sombrero gris de la caballería estaba colocado sobre uno de los camastros.

Entonces recordó aquella cabaña. Tras pasar el invierno en el 63 en Mineral Creek, Texas, cerca de Sherman, recorrió aquella ruta e hizo noche allí. Le habían informado de que era la granja de Lone Watie, pero no encontraron a ningún hombre allí… aunque había los suficientes indicios de que había sido una granja.

Sabía algo acerca de la historia de los Watie. Habían vivido en las montañas del norte de Georgia y Alabama. Stand Watie era un destacado Jefe. Lone era su primo. Desposeídos de sus tierras por el gobierno de los Estados Unidos en los años treinta, se unieron a la tribu de los cheroquis en la «Ruta de Lágrimas» hasta la nueva tierra que les fue asignada en las Naciones. Casi un tercio de los cheroquis murieron en ese largo éxodo y miles de tumbas todavía marcaban la ruta.

Josey había conocido a los cheroquis cuando aún era un niño en las montañas de Tennessee. Su padre había sido amigo de muchos de los que se escondieron tras negarse a recorrer la ruta.

El montañés no poseía el «hambre de tierras» del hombre de la meseta, que había instigado tal acción del gobierno. Prefería las montañas para continuar siendo salvaje… libre, sin las trabas de la ley y la irritante hipocresía de la sociedad civilizada. Su sentimiento de pertenencia, por lo tanto, se hallaba más cerca de los cheroquis que de sus hermanos de raza de las tierras bajas, quienes se empeñaban en colgar el yugo de la sociedad sobre sus cuellos.

De los cheroquis aprendió cómo pescar a mano, introduciendo las suyas en las pozas de los ríos de montaña y haciendo cosquillas en los costados a truchas y lubinas, que el zorro gris corre haciendo ochos y el zorro rojo corre en círculos. Aprendió cómo seguir a una abeja hasta el panal, dónde atrapaba más pájaros la trampa de codornices y lo curioso que era el ciervo macho.

Había comido con ellos en sus tipis de troncos de pino y ellos habían regalado carne a su propia familia. Su código era el de la lealtad del montañés con toda su gente y por lo tanto Lone Watie merecía su confianza. Era uno de los suyos.

Cuando la Guerra entre los Estados se extendió a toda la nación, los cheroquis naturalmente apoyaron a la Confederación contra el odiado gobierno que les había arrebatado su hogar en la montaña. Algunos se unieron al General Sam Cooper, unos pocos estuvieron en la brigada de élite de Jo Shelby, pero la mayoría siguió a su líder, el General Stand Watie, el único general indio de la Confederación.

Lone regresó a la cabaña y se agachó frente al fuego.

—Desayuno —gruñó mientras ofrecía la sartén de pescado a Josey.

Comieron con las manos mientras el indio miraba el fuego con aire taciturno.

—Se ha hablado mucho en los asentamientos. Se ve que has estado armando jaleo en Misuri, o eso dicen.

—Supongo que así es —dijo Josey.

Lone espolvoreó harina sobre la parrilla en la hoguera y de una bolsa de arpillera extrajo dos siluros limpios que enharinó y colocó sobre el fuego.

—¿Adónde te diriges? —preguntó.

—A ningún sitio… en concreto —dijo Josey, al tiempo que masticaba el pescado… y luego, a modo de explicación—: Mi compañero ha muerto.

Durante unos cuantos días angustiosos sintió la necesidad de ir a algún sitio. Se había convertido en una obsesión: sacar a Jamie de Misuri y llevarlo allí. Tras la muerte del chico, el vacío retornó. Mientras cabalgaba por la noche se sorprendió a sí mismo mirando hacia atrás… para ver a Jamie. Aquella efímera meta había desaparecido.

Lone Watie no hizo ninguna pregunta sobre el compañero, pero asintió mostrando comprensión.

—Oí el año pasado que el general Jo Shelby y sus hombres se negaron a rendirse —dijo Lone—… Oí que se fueron a México, a alguna clase de batalla que hay allá abajo. No he oído nada desde entonces, pero algunos, creo, se marcharon para unirse a ellos.

El indio habló con tono neutro, pero lanzó una rápida mirada de reojo a Josey para comprobar el efecto de sus palabras.

Josey estaba sorprendido.

—No sabía que había otros que no se hubieran rendido. Nunca he estado más allá del condado de Fannin, en Texas. México está muy lejos.

Lone empujó la sartén hacia Josey.

—Es algo a tener en cuenta… nuestra profesión… no es muy querida por estos lares… o eso parece.

—Algo a tener en cuenta —repitió Josey, y sin mayor ceremonia se dirigió a un bosquecillo de sauces y se quitó las pistolas por primera vez desde hacía muchos días. Tras colocarse el sombrero sobre la cara, se estiró y se quedó profundamente dormido en pocos segundos. Lone recibió esta silenciosa muestra de confianza con implacable naturalidad.

Los días que siguieron se convirtieron en semanas. No se volvió a hablar de México… pero Josey siguió dándole vueltas a la idea. No hizo ninguna pregunta a Lone, ni el indio se ofreció a darle más información sobre sí mismo, pero era evidente que estaba escondiéndose.

Cuando los días invernales pasaron, Josey se relajó e incluso disfrutó ayudando a Lone a tejer trampas para peces, lo cual se le daba casi igual de bien que al indio. Colocaron las trampas en el río con bolas de harina como cebo. La comida abundaba; además del pescado, comían suculentas codornices de las trampas colocadas en las rutas de paso de las codornices, conejos y pavos, todos aliñados con cebollas silvestres, col de los prados, ajo y hierbas que Lone recolectaba en las zonas bajas.

Enero de 1867 trajo la nieve a las Naciones. Arrastró una gran tempestad blanca de las llanuras cimarronas, hizo acopio de furia en la meseta central y dejó caer su manto a los pies de las Ozark. Trajo la miseria a los indios de las Llanuras, los kiowas, los comanches, los arapahoes y los pottawatomie… Al escasear alimentos para el invierno se vieron obligados a dirigirse a los asentamientos. La nieve se posó en bancos de cuatro pies de espesor a lo largo del Neosho, pero había suficiente madera seca y en la cabaña se estaba muy calentito. El confinamiento hizo que Josey Wales se sintiera inquieto. Había advertido la frugalidad de las provisiones de Lone. No había munición para su pistola y faltaba grano para los caballos.

Así pues, un anochecer sombrío, mientras estaban sentados en silencio alrededor del fuego, Josey colocó un puñado de monedas de oro en la mano de Lone.

—Oro yanqui —dijo lacónicamente—, necesitaremos grano… munición y cosas así.

Lone miró las brillantes monedas a la luz de la hoguera y una sonrisa lobuna se dibujó en sus labios.

—El oro del enemigo, como su maíz, es siempre brillante. Provocará algunas preguntas en el asentamiento, pero —añadió pensativamente—, si les digo que los soldados azules se lo quitarán si hablan…

Unos días brillantes y de un azul nítido trajeron con los rayos de sol una calidez poco habitual para esa estación del año, derritió la nieve en pocos días e hizo renacer la vida en los arroyos y riachuelos. Lone acercó su castrado a la cabaña y se preparó para partir. Josey llevó la silla de Lone a la puerta, pero el indio sacudió la cabeza.

—Nada de silla… ni sombrero… ni camisa. Solo llevaré una manta y un rifle. Seré un indio palurdo con una manta, los soldados piensan que todos los indios con manta son demasiado estúpidos para ser interrogados.

Se marchó cabalgando por la cuenca del río, donde los humedales cubrirían su rastro… una triste figura encorvada bajo su manta.

Pasaron dos días y Josey se sorprendió aguzando el oído con la esperanza de escuchar la llegada de Lone. La sensación del fuera de la ley a la fuga volvió a invadirlo y la cabaña se convirtió en una trampa. Al tercer día llevó el saco de dormir y las armas fuera entre la maleza y se dedicó a vigilar alternativamente la ribera del río y la cabaña. Nunca le habrían podido convencer de que Lone fuera a traicionarle, pero podían pasar muchas cosas.

Lone podría haber sido descubierto o rastreado por una patrulla… muchos de ellos tenían rastreadores osage. Josey había sacado al ruano del establo y lo había atado entre la maleza cuando a la tarde del cuarto día escuchó la clara llamada de un chotacabras. Respondió y permaneció atento hasta que Lone se deslizó silenciosamente por la ribera del río conduciendo al gris castrado. El indio parecía aún más demacrado. Josey de repente se preguntó qué edad podría tener mientras observaba las arrugas que colgaban de aquel rostro huesudo. Se le veía más viejo… en un estado de abatimiento que había extinguido la savia de su cuerpo físico. Mientras descargaban el grano y los suministros de la grupa del caballo el indio no dijo nada… y Josey tampoco formuló ninguna pregunta.

Comieron en silencio alrededor del fuego mientras ambos miraban fijamente las llamas, y luego Lone habló en voz baja.

—Se habla mucho de ti. Algunos dicen que has matado a treinta y cinco hombres, otros dicen que a cuarenta. Los soldados afirman que no vivirás mucho tiempo porque han subido el precio de tu cabeza. Ofrecen cinco mil en oro. Muchos te buscan y yo mismo he visto cinco patrullas diferentes. Me pararon dos veces mientras regresaba. Escondí la munición dentro del grano.

Había una ligera amargura en la risa de Lone.

—Querían robarme el grano, pero les dije que lo había sacado de las sobras del puesto militar… que lo habían tirado porque ponía enfermos a los hombres blancos… y que se lo llevaba a mi mujer. Ellos se rieron… y dijeron que un maldito indio podía comer cualquier cosa. Pensaron que era grano envenenado.

Lone se quedó callado mientras observaba las llamas bailando sobre los troncos. Josey escupió hacia los troncos un largo chorro de jugo de tabaco y pasado un rato Lone continuó.

—Están patrullando las rutas… mucho… cuando el tiempo mejore comenzarán a hacer batidas por el campo. Saben que estás en las Naciones… y te encontrarán.

Josey cortó un trozo de tabaco.

—Eso parece —dijo tranquilamente, de la forma despreocupada de alguien que ha vivido durante años en el punto de mira de patrullas enemigas. Observó la luz de la hoguera bailando en el rostro del indio. Parecía viejo y mostraba una expresión altiva y de abandono que le recordaba a algún dios caído en desgracia sentado en sufrida dignidad y desilusión.

—Tengo sesenta años —dijo Lone—. Yo era un hombre joven con una bella mujer y dos hijos. Murieron en la Ruta de las Lágrimas cuando abandonamos Alabama. Antes de ser forzados a irnos, el hombre blanco habló de los indios malos… se golpeó el pecho y dijo por qué los indios debíamos irnos. Ahora está pasando otra vez. Ya se comenta por todas partes. Los golpes en el pecho para justificar las desgracias que caerán sobre los indios. No tengo mujer… no tengo hijos. Jamás firmaría un indulto. No voy a quedarme a ver cómo pasa otra vez. Me iré contigo… si estás de acuerdo.

Lo dijo de manera muy simple, sin rencor y sin emociones. Pero Josey sabía de qué estaba hablando el indio. Sabía del dolor que sentía en el corazón por su mujer y sus hijos perdidos… por su hogar, que ya no lo era. Y comprendió que Lone Watie, el cheroqui, al decir simplemente que iba a ir con él… estaba diciendo mucho más… que había elegido a Josey como uno de los suyos… como un compañero guerrero con una causa común, un voto unido… y mostraba respeto por su coraje. Y como siempre ocurría con hombres como Josey Wales, este no pudo mostrar esas cosas que sentía. En lugar de eso, dijo:

—Pagan por verme muerto. Te iría mucho mejor si bajaras al sur tú solo.

Ahora supo por qué Lone se había negado a firmar el indulto… por qué se había convertido deliberadamente en un paria, con la esperanza de que la culpa recayera en hombres como él mismo… y no en su gente. En este último viaje se había convencido de que no había nada que pudiera salvar a la Nación de los cheroquis.

Lone apartó la mirada del fuego y la dirigió por encima de la hoguera a los ojos de Josey. Habló lentamente.

—Es bueno que los enemigos de uno quieran verle muerto, porque prueba que ha vivido una vida digna. Soy viejo, pero cabalgaré libre hasta que muera. Yo de ti cabalgaría con un hombre así.

Josey metió la mano en una bolsa de papel que contenía las provisiones y sacó una bola roja de caramelo duro. Lo arrimó a la luz.

—Típico de un maldito indio —dijo—, siempre comprando cosas rojas para hacer el tonto.

La sonrisa de Lone se abrió en una risotada gutural de alivio. Entonces supo que cabalgaría con Josey Wales.

La crudeza de febrero se deslizó a marzo mientras hacían los preparativos para el viaje. La hierba estaría reverdeciendo en el sur y las manadas de cuernilargos, que subían desde Texas por la Ruta de los Shawnee hacia Sedalia, les servirían para ocultar su propio avance hacia el sur.

¡México! La idea había estado rondando la mente de Josey. En una ocasión, mientras pasaba el invierno en Mineral Creek, un viejo soldado de caballería confederado del General McCulloch había visitado sus hogueras y les contó historias de su servicio a las órdenes del general Zachary Taylor en Monterrey en 1847. Les contó historias de fiestas y templadas noches fragantes, de bailes y señoritas[6] españolas. También hizo un emocionante recuento de cuando el emisario del general Santa Anna se presentó para informar a Taylor de que estaba rodeado por veinte mil hombres y que debía rendirse. Cómo la banda militar mexicana con las primeras luces de la mañana tocó «A degüello», el toque de no dar cuartel al enemigo, mientras los miles de pendones ondeaban en la brisa de las colinas que rodeaban a los hombres de Taylor. Y el Viejo Zack recorrió la formación montado en «Blanquito», aullando: «Doble carga de pólvora en vuestras armas y que sufran, malditos sean».

Las historias cautivaron a los guerrilleros armados, chicos de granja que no habían encontrado nada romántico en la sucia Guerra de Fronteras. Josey recordó aquel paréntesis alrededor de aquella hoguera en Texas. Si un tipo no tiene ningún lugar concreto adonde cabalgar… bueno, ¡por qué no México!

Ensillaron las monturas una cruda mañana de marzo. Un viento helado sacudía ráfagas de escarcha de las ramas de los árboles y la tierra seguía helada antes del amanecer. Los caballos, rumiando e impacientes, tragaron los granos que tenían en la boca y corvetearon al notar las sillas. Josey dejó que Lone encabezara la marcha y el indio se alejó de la cabaña siguiendo la ribera del Neosho. Ninguno de ellos echó la mirada atrás.

Lone se había deshecho de la manta. El sombrero gris de caballería ensombrecía sus ojos. Sujeto a la cintura llevaba el revólver Colt, que colgaba bajo. Si iba a cabalgar con Josey Wales… entonces lo haría mostrando con orgullo lo que realmente era… un compañero rebelde. El rostro de halcón de bronce, el pelo recogido en trenzas que colgaban hasta los hombros… las botas mocasín… le identificaban como indio.

Avanzaban lentamente. Por sendas desdibujadas, a menudo por donde no se distinguía senda alguna, siguieron los meandros y revueltas del río en dirección sur a través de la Nación Cheroqui. El tercer día se encontraron al norte de Fort Gibson y se vieron obligados a desviarse del río para bordear aquel puesto del ejército. Lo hicieron de noche, tomaron la Ruta Shawnee y vadearon el Arkansas. Al amanecer llegaron a una pradera ondulante y a la Nación India de los creek.

Ya era casi mediodía cuando el castrado comenzó a cojear. Lone desmontó y palpó la pata hasta la pezuña. El caballo saltó cuando presionó un tendón.

—Un esguince —dijo—, ha pasado demasiado tiempo en el maldito establo.

Josey examinó el horizonte a su alrededor… no se veían jinetes, pero estaban demasiado expuestos con un solo caballo, y los montículos de la pradera revelaban repentinamente lo que no había estado en aquel lugar unos segundos antes. Josey pasó una pierna por encima del cuerno de la silla y miró pensativamente al castrado.

—Ese caballo no podrá cabalgar hasta dentro de una semana.

Lone asintió apesadumbrado. Su rostro era impenetrable, pero su corazón se encogió. Lo correcto era que él se quedara atrás… no podía poner en peligro a Josey Wales.

Josey cortó un trozo de tabaco.

—¿A cuánto estamos de ese puesto comercial en el Canadian?

Lone se irguió.

—A cuatro millas… quizás seis. Es el puesto de Zukie Limmer… pero hay patrullas que van de un lado a otro y también policía india de los creek.

Josey volvió a colocar el pie en el estribo.

—Todos van a caballo, y un caballo es lo que necesitamos. Espera aquí.

Espoleó al ruano al galope. Cuando coronó una elevación echó la mirada atrás. Lone avanzaba a pie, corriendo detrás de él y tirando del castrado cojo.