Capítulo 19

Los exploradores le informaron de que solo dos de los caballos llevaban jinete y Diez Osos captó el significado de los carromatos… squaws blancas. Ordenó que se montara el campamento en terreno abierto a los pies del valle. Diez Osos se enorgullecía del cuidado orden de los círculos perfectos y apiñados de tipis que marcaban las costumbres estrictas y disciplinadas de los comanches. No eran descuidados como lo fueron los tonkaways, y los tonkaways ya no existían; los comanches los mataron a todos.

Diez Osos odiaba y sentía asco por los tonkaways. Se había rumoreado por toda la Nación Comanche, así como por la Kiowa y la Apache, que los tonkaways eran caníbales. Diez Osos tenía la certeza de que lo eran. Cuando era un joven guerrero, tras pasar su rito de madurez y todavía inexperto en las artes del rastreo, fue capturado por ellos; él y Caballo Moteado, otro joven guerrero.

Los ataron, y esa noche, cuando los tonkaways estaban sentados alrededor del fuego, uno de ellos se levantó y se acercó a los jóvenes. Llevaba un largo cuchillo en la mano, rebanó una tajada de carne del muslo de Caballo Moteado y se lo llevó y lo asó sobre las llamas. Otros se acercaron y cortaron más carne de Caballo Moteado, de las piernas y la entrepierna, y con tono amistoso le felicitaron personalmente por lo bien que sabía su carne.

Cuando abrían algún flujo de sangre, lo marcaban con un hierro candente para detener el flujo… y así mantener a Caballo Moteado vivo durante más tiempo. Diez Osos y Caballo Moteado los maldijeron… pero Caballo Moteado no lloró por miedo o por el dolor, y cuando empezó a sentirse débil se puso a entonar su canción de muerte.

Cuando los tonkaways dormían, Diez Osos se soltó las ataduras, pero en lugar de salir corriendo, usó las armas de los propios tonkaways para matarlos. Con los caballos capturados cargados con el esqueleto amputado de Caballo Moteado y una docena de cabelleras, cabalgó cubierto de la sangre de sus enemigos de regreso con los comanches. No se lavó la sangre del cuerpo durante una semana y la balada sobre la historia de Caballo Moteado y el coraje de Diez Osos se cantaba en todas las tiendas de los comanches. Fue el comienzo de la ascensión de Diez Osos al poder y el inicio del fin de los tonkaways.

Ahora, en la espesa oscuridad del anochecer, los jefes habían ordenado a sus squaws que encendieran hogueras separadas a lo largo del frío arroyo. Sus tipis bloqueaban la entrada… o la salida… al valle.

Diez Osos conocía la cabaña del hombre blanco al fondo del valle, donde las paredes del cañón se juntaban. Se asentó allí durante el periodo de paz, después de uno de los encuentros entre los comanches y los chaquetas azules, y tras promesas que jamás se cumplirían. En una ocasión, Diez Osos fue a matar al hombre blanco y a sus braceros mexicanos… pero cuando él y sus guerreros cabalgaron hasta la casa, no encontraron a nadie.

Todo seguía en orden en la cabaña del hombre blanco; las hojas duras sobre las que comía el hombre blanco todavía estaban sobre su mesa ceremonial; había comida en la cabaña, así como mantas. Es cierto que los caballos del hombre y de sus jinetes mexicanos habían desaparecido, pero los comanches sabían que ningún hombre abandonaría su casa sin coger sus mantas y sus alimentos… y por ello supieron con total certeza que el hombre y sus jinetes habían sido borrados de la tierra porque no eran del agrado de Diez Osos. Los comanches no tocaron nada de la cabaña… temían que les trajera mala medicina.

Más tarde, en los asentamientos, Diez Osos supo que el hombre blanco se había marchado para unirse a los Jinetes Grises, que luchaban contra los Chaquetas Azules… pero no se lo dijo a sus guerreros; le habrían escuchado y aceptado sus palabras… pero ellos mismos habían visto con sus propios ojos las pruebas de aquella misteriosa desaparición. Además… la historia aportaba una mayor estatura a la leyenda de Diez Osos. Mejor dejar que creyeran lo que quisieran.

Diez Osos estaba de pie frente a sus tipis mientras sus mujeres preparaban la comida. El hombre miraba con desprecio a los hombres medicina cuando comenzaron sus cantos. Él había dejado de hacer las danzas medicina cuando descubrió que los hombres medicina aceptaban sobornos en forma de caballos de los bravos que no querían danzar la agotadora rutina, la prueba de resistencia que determinaba si la medicina era buena o mala. Como los líderes religiosos de todas partes, buscaban poder y riquezas, y por ello hablaban con dos lenguas, como los políticos. Diez Osos los miraba con el desprecio innato del guerrero. Les permitía sus cantos y sus chácharas sobre los augurios y las señales, la pompa y la ceremonia… pero no prestaba ninguna atención a sus consejos ni a sus supersticiones.

Entonces, con unas pocas palabras y un movimiento del brazo, envió a algunos jinetes al borde del cañón para posicionarse y vigilar la cabaña de los blancos. No tendrían por dónde escapar por la mañana.

Josey dormía con sueño ligero en su dormitorio frente al de Laura Lee. No se acababa de acostumbrar a las paredes ni al tejado… ni a aquel silencio alejado de los sonidos nocturnos de las caravanas. Todas las noches Laura Lee le oía levantarse varias veces y andar sigilosamente por el pasillo de adoquines de piedra y luego regresar.

Sabía que ya era tarde cuando un silbido grave la despertó. Provenía de la estrecha ventana con una rendija para el rifle de la habitación de Josey y le escuchó andar, rápidamente y con sigilo, por el pasillo. Laura le siguió descalza con una manta echada sobre el camisón y permaneció escondida en las sombras y evitando el cuadrado de luz lunar que brillaba sobre el suelo de la cocina. Fue Lone el que se encontró con Josey en el porche trasero… y Laura los escuchó.

—Comanches —dijo Lone—, por los bordes del cañón.

Lone tenía la ropa mojada y goteaba formando pequeños charcos sobre los tablones del suelo.

—¿Dónde has estado? —preguntó Josey en voz baja.

—En el arroyo, me fui hasta allí. Hay un ejército de comanches allá abajo… quizás doscientos o trescientos guerreros… y muchas squaws. Desde luego, no es una partida de guerra pequeña. Están haciendo medicina… así que me quedé en el arroyo y me acerqué para leer las señales. Y escuché esto… —Lone hizo una pausa para darle mayor énfasis a su información—: ¿Conoces la señal del tipi del Jefe?… ¡Es la de Diez Osos! ¡Diez Osos, por Dios! El más malvado demente vivo al sur de los territorios de Nube Roja.

Laura Lee tembló en la oscuridad y escuchó a Josey hablar.

—¿Por qué no nos han atacado aún?

—Bueno —dijo Lone—, esa luna es una luna comanche, sin duda… lo que quiere decir que hay suficiente luz para una incursión… suficiente luz para encontrar la Feliz Tierra de los Espíritus si uno de ellos muere… pero estaban haciendo medicina para algo grande, probablemente cabalgarán hacia el norte. Nos atacarán por la mañana… y eso será todo. Son demasiados.

Se hizo un largo silencio antes de que Josey preguntara.

—¿No hay ninguna salida?

—Ninguna —respondió Lone—, supongamos que pudiéramos escabullirnos entre los que están en el borde… aún tendríamos que escalar a pie esas paredes y nos rastrearían por la mañana, en campo abierto y sin caballos.

De nuevo, se hizo una larga pausa. Laura Lee creyó que se habían alejado del porche y, cuando estaba a punto de echar un vistazo por la puerta, escuchó a Josey.

—Ni hablar —dijo, y luego le ordenó con dureza—: Trae a Pequeño Rayo de Luna.

Josey entró de nuevo en la cocina. Se tropezó de lleno con Laura Lee, que estaba allí de pie, e impulsivamente le lanzó los brazos alrededor del cuello.

Lentamente, él la abrazó y sintió el deseo del cuerpo de la mujer contra el suyo. Ella temblaba y, sin pensarlo, de forma natural, sus labios se juntaron. Lone y Pequeño Rayo de Luna los encontraron de esa guisa cuando regresaron, de pie y alumbrados por suaves rayos de luna que se filtraban por la puerta de la cocina. El sombrero de Josey había caído al suelo y fue Pequeño Rayo de Luna quien lo recogió y se lo dio.

—Trae a la abuela —dijo Josey a Laura Lee.

En la tenue luz de la cocina, Josey habló con el frío tono neutro del jefe guerrillero. El rostro de la abuela Sarah se puso lívido cuando fue consciente de la situación en la que se encontraban, pero apretó los labios y permaneció en silencio. Pequeño Rayo de Luna, con el rifle en una mano y un cuchillo en la otra, ya se encontraba junto a la puerta de la cocina, mirando hacia el borde del cañón.

—Si estuviera buscando un fortín que defender en una lucha —dijo—, elegiría este lugar. Las paredes y el techo tienen más de dos pies de espesor, todo adobe, y no hay nada que quemar. Solo dos puertas, la de delante y la de atrás, y a la vista una de la otra. Estas cruces estrechas que llamamos aspilleras son para disparar con rifle… arriba y abajo… a un lado y a otro, y nadie puede atravesarlos. El tipo… Tom… que construyó esta casa, como verás, puso estas aspilleras por todas partes y no dejó ningún punto ciego; tenemos aspilleras junto a cada puerta. Pequeño Rayo de Luna disparará a través de esa… —y señaló hacia la pesada puerta que se abría en la parte delantera de la casa—, y Laura Lee disparará a través de esta, junto a la puerta trasera.

Josey dio un paso largo y permaneció erguido en el amplio espacio que separaba la cocina del salón.

—La abuela se colocará aquí —dijo—, con los cubos de pólvora, fulminante y balas, y se ocupará de cargar las armas… ¿puede apañárselas, abuela?

—Puedo apañármelas —dijo lacónicamente la abuela Sarah.

—Veamos, Lone —continuó Josey—, él servirá de apoyo por donde venga el ataque y hacia el final se colocará vigilando el pasillo y correrá por las habitaciones disparando en esa dirección.

—¿Por qué? —preguntó Laura Lee rápidamente—, ¿por qué tiene que disparar Lone por el pasillo?

—Porque —respondió Josey— el único punto ciego es el techo. Al final, lograrán atravesarlo. No podemos disparar a través del techo. Demasiado ancho. Ellos cavarán una docena de agujeros para meterse por los dormitorios. Y por eso vamos a apilar postes de madera aquí en la puerta que da al pasillo. Lo único que defenderemos serán estas dos puertas y el espacio entre ellas. Cuando lleguemos a esa parte —añadió con voz lúgubre—, la lucha ya casi habrá acabado, de una u otra manera. Será la última arremetida que hagan. Recordad esto… cuando las cosas se pongan mucho peor… cuando parezca que no podéis lograrlo… eso significará que el fin está cerca… no puede durar mucho. Entonces no debéis tener piedad… ninguna… quiero decir que tenéis que poneros furiosos… como demonios… y saldréis adelante. Si perdéis la cabeza y os rendís… estaréis acabados y no mereceréis ganar ni vivir. Así son las cosas.

Ahora se dirigió a Lone, que estaba apoyado en la pared de la cocina.

—Dispara a corta distancia… menos carga y más potencia en el disparo. Encenderemos un fuego en la chimenea al amanecer y pondremos hierros allí… mantendremos los hierros candentes. Si alguien recibe un disparo… que grite… Lone le pondrá un hierro en la herida… no tenemos tiempo para detener la sangre de otra manera.

Josey les miró a la cara. Estaban tensos, agotados… pero no vio ni una lágrima ni escuchó un solo quejido de ninguno de ellos. Eran fuertes, hasta la médula.

Se movieron en la oscuridad, llenando los cubos y apilando las pistolas y rifles de los comancheros sobre la mesa de la cocina. Había veintidós Colts 44 y catorce rifles. Lone comprobó las cargas de las pistolas. Colocaron un barril de pólvora, fulminante y balas en medio de la habitación y apilaron pesados postes de madera por encima de sus cabezas dejando tan solo espacio para el cañón de una pistola entre ellos, en dirección a la puerta del pasillo.

Todavía era de noche cuando se tomaron un descanso… pero los trinos tempranos de los pájaros ya habían comenzado a sonar. La abuela Sarah sacó unos panecillos fríos y algo de ternera y todos comieron en silencio. Cuando hubieron acabado, Josey se quitó la chaqueta de ante. La camisa de guerrillero de color nuez le quedaba holgada, casi como una blusa de mujer. El Colt Navy del calibre 36 sobresalía por debajo de su hombro izquierdo.

Le pasó la chaqueta a Laura Lee.

—Supongo que no voy a necesitar esto —dijo—, te agradecería que me la guardaras tú.

Ella cogió la chaqueta y asintió en silencio. Josey se dirigió a Lone y le dijo arrastrando las palabras:

—Será mejor que ensille ahora.

Lone asintió y Josey salió por la puerta y atravesó el corral antes de que Laura Lee o la abuela Sarah fueran conscientes de lo que acababa de decir.

—¿Qué…? —exclamó la abuela Sarah, asustada—. ¿Pero qué va a hacer?

Laura Lee salió corriendo hacia la puerta, pero Lone la agarró por los hombros y la sujetó con mano firme.

—No le conviene ahora que le hable una mujer —dijo Lone.

—¿Adónde va…? ¿Qué ocurre? —preguntó Laura desesperada.

Lone la empujó alejándola de la puerta y miró a las mujeres.

—Él sabe que lo mejor que puede hacer ahora lo debe hacer montado a caballo. Es un guerrillero… y los guerrilleros siempre intentan llevar la lucha al enemigo, y ahora se va para hacerlo otra vez —Lone hablaba lentamente y con cautela—. Va al valle a matar a Diez Osos y a muchos de sus jefes y guerreros. Cuando los comanches vengan a nosotros… la cabeza de los comanches estará destruida… y su espalda destrozada. Josey Wales lo logrará, y si hacemos lo que ha dicho que hagamos… viviremos.

—¡Dios Todopoderoso! —susurró la abuela Sarah.

—Va al valle… para morir —susurró Laura Lee.

Los dientes de Lone brillaron en una débil sonrisa.

—Va al valle para luchar. La muerte ha estado cerca de él durante muchos años. Él no piensa en ella —la voz firme de Lone se rompió y vibró con emoción—, Diez Osos es un gran guerrero. Pero hoy conocerá a otro gran guerrero, un privilegio solo al alcance de pocos. Ambos lo sabrán… cuando estén cara a cara, Diez Osos y Josey Wales… y entenderán sus odios y sus amores… pero también sabrán de su hermandad en el coraje, algo que un hombre insignificante jamás comprenderá.

La voz de Lone se había alzado con una emoción exultante que resultaba primitiva y salvaje a pesar de sus palabras cuidadosamente seleccionadas.

Un fino rayo de luz asomó por el borde este del cañón y recortó las figuras de los guerreros comanches, apoltronados en sus monturas y ensombreciendo el haz de luz sobre el rancho. Fue con esa luz cuando Josey Wales llevó el gran ruano, trotando y brincando, a la parte trasera de la casa.

Un gemido escapó de la garganta de Laura Lee y la joven se apresuró a ir hacia la puerta. Lone la sujetó unos segundos.

—No le gustará que llores —le susurró.

Laura se secó los ojos y solo se tropezó una vez cuando avanzó hacia el caballo. Colocó la mano en la pierna de Josey, sin atreverse a hablar, y levantó la mirada hacia él.

Lentamente, Josey colocó su mano sobre la de ella y un atisbo de sonrisa suavizó la dura negrura de sus ojos.

—Eres la chica más bonita de todo Texas, Laura Lee —dijo suavemente—. Si Texas tiene una reina, esa serás tú… porque estás hecha para este territorio… tanto como una buena culata en una mano… o un caballo que ha sido bien criado. Recuerda lo que te digo ahora y tenlo en cuenta… porque es verdad.

Las lágrimas brotaron en los ojos de Laura y enmudeció, así que bajó la cabeza y volvió tambaleándose al porche. Lone se acercó a la silla y alargó la mano para estrechar la de Josey. Se las estrecharon con fuerza… como hermanos. El viejo indio iba con el torso desnudo y en el rostro arrugado y de bronce dos líneas de barro blanco atravesaban las mejillas y otra la frente. Era el rostro de la muerte de los cheroquis… ni dan ni piden tregua al enemigo.

—Lo lograremos —le dijo Lone a Josey—, pero si no es así… ninguna mujer quedará viva.

Josey asintió pero no habló. Giró el caballo y se alejó hacia la ruta. Cuando pasó a su lado, Pequeño Rayo de Luna tocó su bota con el cuchillo de rasurar cabelleras… el tributo que la squaw cheyene solo rendía a los guerreros más poderosos que se dirigen a la muerte.

Cuando Josey se alejaba del patio, la abuela Sarah gritó… y su voz sonó clara y sonora.

—¡El Señor cabalgará contigo, Josey Wales!

Pero si la oyó, no dio muestras de ello… porque ni volvió la cabeza ni alzó la mano a modo de despedida. Las lágrimas caían inadvertidas por las mejillas ajadas de la abuela Sarah.

—Me da igual lo que digan sobre él… para mí ese hombre tiene una estatura de más de doce pies.

La anciana se cubrió la cara con el delantal y se volvió hacia la cocina.

Laura Lee corrió hasta el borde del patio y lo miró mientras se alejaba… El ruano, contenido, avanzaba con paso alto y nervioso mientras Josey lo conducía lentamente por el valle hacia el arroyo hasta que desapareció tras la hendidura de un cerro prominente.