PARTE 1

Capítulo 1

El parte estaba fechado el 8 de diciembre, 1866:


DE: Distrito Militar de Misuri Central. Comandante Thomas Bacon del Octavo de la Caballería de Kansas.

PARA: Cuartel General, Distrito Militar de Texas, Galveston, Texas. Teniente General Charles Griffin.

Parte presentado por: General Philip Sheridan, Distrito Militar del Suroeste, Nueva Orleans, Luisiana.

ATRACO A PLENA LUZ DEL DÍA DEL BANCO MITCHELL, LEXINGTON, CONDADO DE LAFAYETTE, MISURI, A 4 DE DICIEMBRE EN ESTE MISMO INSTANTE. LOS BANDIDOS HAN ESCAPADO CON OCHO MIL DÓLARES DE LA NÓMINA DEL EJÉRCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS: MONEDAS DE ORO DE VEINTE DÓLARES RECIÉN ACUÑADAS. PERSECUCIÓN HACIA EL TERRITORIO DE LAS NACIONES INDIAS. SE CREE QUE SE DIRIGEN AL SUR DE TEXAS. UN BANDIDO ESTÁ GRAVEMENTE HERIDO. OTRO HA SIDO IDENTIFICADO. DESCRIPCIÓN:

JOSEY WALES, 32 AÑOS DE EDAD. UN METRO OCHENTA DE ALTURA. PESO, 73 KILOS. OJOS NEGROS, CABELLO CASTAÑO, BIGOTE MEDIO. CICATRIZ HORIZONTAL PROFUNDA DE BALA EN PÓMULO DERECHO, CICATRIZ PROFUNDA DE CUCHILLO EN LA COMISURA IZQUIERDA DE LA BOCA. ANTERIORMENTE EN BUSCA Y CAPTURA POR EL EJÉRCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS COMO TENIENTE GUERRILLERO A LAS ÓRDENES DEL CAPITÁN WILLIAM «BILL EL SANGUINARIO» ANDERSON. WALES RECHAZÓ LA AMNISTÍA DE 1865. ADEMÁS DE CIERTA ACTIVIDAD DELICTIVA, DEBE SER CONSIDERADO UN REBELDE INSURRECTO. ARMADO Y PELIGROSO. RECOMPENSA DE TRES MIL DÓLARES OFRECIDA POR EL GOBIERNO MILITAR DE LOS ESTADOS UNIDOS EN EL DISTRITO DE MISURI. VIVO O MUERTO.


Hacía frío. El viento azotaba los pinos húmedos produciendo un lastimero suspiro e imprimía velocidad a las gotas de lluvia que caían como balas. También hacía que las llamas de las hogueras saltaran y parpadearan y que los soldados que estaban alrededor del fuego maldijeran a los oficiales al mando y a las madres que los parieron.

Las hogueras dibujaban una curiosa media luna, formando una cadena parpadeante que se cerraba a los pies de los Montes Ozark. En la noche oscura y cubierta de nubes los puntos brillantes parecían formar parte de una red desplegada para detener el avance de las montañas hacia la cuenca del río Neosho y las Naciones Indias en la otra orilla.

Josey Wales conocía el significado de esa red. Se agachó a unas doscientas yardas en la hondonada del pinar y comenzó a vigilar… mientras masticaba en un momento de pausada reflexión una hoja de tabaco. En casi ocho años cabalgando, ¿cuántas veces había visto una red circular de Caballería Yanqui tendida a su alrededor?

Parecía que hubieran pasado cien años desde aquel día de 1858. Un joven granjero, Josey Wales, empujaba el pesado arado a orillas de un riachuelo del condado de Cass, Misuri. Ese año iba a lograr una cosecha de dos mulas, una empresa enorme para un hombre de montaña, y Josey Wales era pura montaña. Desde sus bisabuelos de los riscos azules de Virginia, pasando por los imponentes picos envueltos en bancos de niebla de Tennessee, hasta la belleza rota de los Montes Ozark: las montañas siempre habían estado presentes. Las montañas eran una forma de vida; independencia y santuario, una filosofía que aportaba ese código peculiar del hombre de montaña.

«Donde la capa de tierra es fina, la sangre es espesa», era el lema de su clan. Rectificar una injusticia comportaba la misma obligación que deber a alguien un favor. Era una religión que iba más allá del pensamiento, algo que estaba metido hasta el tuétano de sus huesos y vivía y moría con el hombre.

Josey Wales, con su joven esposa y su pequeño, habían llegado al condado de Cass. Ese primer año Josey se «comprometió» a cuarenta acres de tierra llana. Había construido la casa con sus propias manos y obtenido una buena cosecha… y ahora se había comprometido a cuarenta acres más a orillas del riachuelo. Josey Wales estaba saliendo «p’alante». Enganchaba sus mulas al arado en la oscuridad de la mañana y esperaba en los campos, apoyado en el arado, a que apareciera la primera luz tenue que le permitiera arar.

Esto fue antes de que Josey viera el humo elevándose, esa mañana de la primavera de 1858. El terreno junto al riachuelo era tierra virgen, el arado saltaba al toparse con raíces y Josey tenía que maniobrar con las mulas bordeando los tocones. No había levantado la mirada hasta que escuchó los disparos. Fue entonces cuando vio el humo. Se alzaba negro y gris por encima del risco. Solo podía ser la casa. Dejó las mulas y corrió descalzo mientras los pantalones del peto aleteaban contra sus delgadas piernas. Corrió frenéticamente, a través de zarzas y arbustos de zumaque, cruzando las quebradas rocosas. Ya quedaba muy poco en pie cuando cayó exhausto en el claro arrasado. Los tablones de la cabaña se habían desplomado. El fuego era una humareda parpadeante que ya había saciado su apetito. Corrió, cayó, volvió a correr… en círculos alrededor de las ruinas, gritando el nombre de su esposa y llamando a su pequeño, hasta que se quedó afónico y su voz se transformó en un susurro.

Los encontró en lo que había sido la cocina. Habían caído cerca de la puerta y los brazos del esqueleto ennegrecido del bebé estaban aferrados al cuello de su madre. Aturdido, Josey cogió mecánicamente dos sacos del granero y metió los cuerpos chamuscados dentro. Cavó una sola fosa bajo el gran roble de agua junto al corral, y a medida que caía la noche y la luz de luna plateaba las ruinas, intentó darles un enterramiento cristiano.

Pero su memoria de las Escrituras solo le llegaba en retazos.

—Polvo eres y en polvo te convertirás —farfulló con el rostro ennegrecido—. El Señor nos da la vida y el Señor nos la quita. O estás conmigo o contra mí, dijo Jesucristo —y, finalmente—: Ojo por ojo… y diente por diente.

Unas enormes lágrimas cayeron por el rostro ahumado de Josey Wales allí a la luz de la luna. Un temblor recorrió su cuerpo con una fiereza incontrolable que hizo que sus dientes castañetearan y su cabeza se sacudiera. Sería la última vez que Josey Wales llorara.