Capítulo 2

Aunque los asaltos a granjas habían tenido lugar intermitentemente a lo largo de la frontera entre Misuri y Kansas desde 1855, la quema de la cabaña de Josey Wales fue el primer asalto de polainas rojas[3] de Kansas en el condado de Cass. Los nombres de Jim Lane, Doc Jennison y James Montgomery ya habían ganado triste fama cuando dirigieron hordas saqueadoras de ladrones a Misuri. Bajo la falsa bandera de una débil «causa», incendiaron la Frontera.

Josey Wales se había «echado al campo», y allí encontró a otros. Esos jóvenes granjeros ya eran guerrilleros veteranos cuando la Guerra entre los Estados se inició. Las formalidades de los gobiernos en conflicto solo supusieron la llegada de un ejército de ocupación que los obligó a adentrarse aún más profundamente en la maleza. Ellos ya tenían su Guerra. No era un conflicto formal con reglas y cortesías, no eran batallas que empezaban y acababan… ni había descanso tras las líneas de fuego. No había líneas. No había reglas. La suya era una guerra a cuchillo, de graneros incendiados y zonas rurales asaltadas, de hogares saqueados y mujeres ultrajadas. Era una enemistad entre clanes. La Bandera Negra se convirtió en una bandera de honorable advertencia: «No pedimos clemencia, ni la ofrecemos». Y, ciertamente, no la ofrecían.

Cuando el General Ewing de la Unión dictó la Orden General Undécima que permitía arrestar a mujeres, quemar hogares y despoblar los condados de Misuri a lo largo de la Frontera de Kansas, las filas de los guerrilleros se llenaron de nuevos jinetes. Quantrill, Bill Anderson el Sanguinario, cuya hermana fue asesinada en una prisión de la Unión, George Todd, Dave Pool, Fletcher Taylor, Josey Wales; los nombres adquirieron mala fama en Kansas y en el Territorio de la Unión, pero para las gentes de Misuri eran los «chicos».

Los asaltantes unionistas que perpetraron la infame «Noche Sangrienta» en el condado de Clay bombardearon una granja. La explosión arrancó de cuajo un brazo de la madre, mataron a su hijo pequeño y enviaron a dos hijos más a las filas de los guerrilleros. Estos dos hijos eran Frank y Jesse James.

Los revólveres eran sus armas. Fueron los primeros en perfeccionar el uso de la pistola. Con las riendas entre los dientes y un Colt en cada mano, sus cargas eran una furia de obsesión suicida. Los lugares donde atacaron se convirtieron en nombres de la historia sangrienta. Lawrence, Centralia, Fayette y Pea Ridge. En 1862, el General Halleck de la Unión dictó la Orden General Segunda: «Exterminad a las guerrillas de Misuri; abatidles como animales, ahorcad a todos los prisioneros». Y en eso fue en lo que se convirtieron, en animales acosados que se revolvían violentamente para golpear a sus adversarios cuando les resultaba ventajoso. Los polainas rojas de Jennison saquearon y quemaron Dayton, Misuri, y los «chicos» se vengaron quemando Aubry, Kansas, hasta los cimientos, y repeliendo a las patrullas unionistas hasta las montañas de Misuri. Dormían en sus sillas de montar o inclinados sobre ellas bajo matorrales con las riendas en las manos. Con los cascos de los caballos amortiguados, se deslizaban a través de las líneas de la Unión para cruzar las Naciones Indias de camino a Texas, lamerse las heridas y reagruparse. Pero siempre regresaban.

A medida que la Confederación se precipitaba hacia la derrota, los uniformes azules se multiplicaban a lo largo de la Frontera. Y las filas de los «chicos» comenzaron a menguar. El 26 de octubre de 1864, Bill el Sanguinario murió con dos revólveres humeantes en las manos. Hop Wood, George Todd, Noah Webster, Frank Shepard, Bill Quantrill… la lista iba creciendo… las filas iban diezmándose. La paz se firmó en Appomattox y empezó a filtrarse la noticia entre los rebeldes de que se estaba concediendo la amnistía a las guerrillas. Fue el joven Dave Pool quien informó del hecho a ochenta y dos de los jinetes curtidos en el combate. Alrededor de la hoguera en una hondonada de los Montes Ozark se lo explicó aquella noche de primavera.

—Lo único que uno tiene que hacer es cabalgar hasta el puesto de la Unión, levantar la mano derecha y jurar por el demonio ser leal a los Estados Unidos. Y luego —dijo Dave— puede montarse en su caballo… y marcharse a casa.

Algunos hombres removieron la tierra del suelo con las botas, pero ninguno dijo nada. Josey Wales, con su sombrero encasquetado hasta la altura de los ojos, estaba agachado de espaldas al fuego. Seguía sujetando las riendas del caballo… como si se hubiera parado allí solo durante unos segundos. Dave Pool dio una patada a una piña y la lanzó al fuego, esta reventó y resbaló humeante.

—Creo que voy a ir, chicos —dijo en voz baja, y se dirigió a su caballo.

Todos a una, los hombres se levantaron y se dirigieron a sus caballos. Eran una tropa de apariencia salvaje. Pesadas pistolas colgaban enfundadas de las cinturas. Algunos de ellos también llevaban pistolas de hombro y, aquí y allá, los largos cuchillos en sus cinturones reflejaban algún destello de la hoguera. Habían sido acusados de muchas cosas y eran culpables de la mayoría, pero la cobardía no era una de ellas. Cuando montaron en los caballos echaron la vista atrás a la hoguera y vieron una figura solitaria todavía agachada. Los caballos pateaban impacientemente el suelo, pero los jinetes los retuvieron. Pool arrimó su caballo a la hoguera.

—¿Vas a venir, Josey? —preguntó.

Hubo un largo silencio. Josey Wales no levantó los ojos del fuego.

—Supongo que no —dijo.

Dave Pool giró su montura.

—Buena suerte, Josey —exclamó, y levantó la mano lanzando un medio saludo.

Otras manos se levantaron, y los deseos de «Suerte» se dispersaron… y todos los jinetes desaparecieron.

Todos excepto uno. Tras un largo rato, el jinete se aproximó lentamente con el caballo al círculo de luz de la hoguera. El joven Jamie Burns desmontó y miró a Josey al otro lado del fuego.

—¿Por qué, Josey? ¿Por qué no vas?

Josey miró al chico. Dieciocho años de edad, flaco como un palo, con las mejillas hundidas y el pelo rubio que se derramaba sobre sus hombros bajo el sombrero inclinado.

—Será mejor que te des prisa y alcances al resto, chico —dijo Josey, casi con ternura—. Un jinete solitario jamás lo lograría.

El chico arrastró la punta de su pesada bota por la tierra.

—Llevo cabalgando contigo casi dos años, Josey… —hizo una pausa—, me… me preguntaba por qué.

Josey se levantó y se acercó a la hoguera guiando a su caballo. Miró las llamas fijamente.

—Bueno —dijo en voz baja—. Simplemente no puedo… de todas formas, no hay ningún lugar adonde ir.

Si Josey Wales hubiera entendido todas las razones, lo cual no era el caso, aun así no hubiera sido capaz de explicárselas al chico. En realidad no había ningún lugar al que Josey Wales pudiera ir. El fiero código del clan de montaña hubiera considerado un pecado comenzar una nueva vida. Su lealtad estaba allí, en la tumba de su esposa y su bebé. Se debía a la venganza. Y a pesar de la fría astucia que había adquirido, la rapidez animal y el arte madurado de asesinar con pistola y cuchillo, bajo todo aquello todavía palpitaba la negra ira del hombre de montaña. Su familia había sido destruida. Su esposa y su hijo asesinados. Ninguna persona, ningún gobierno ni ningún rey podrían compensarle jamás. En realidad no tenía estos pensamientos. Tan solo se dejaba llevar por el sentimiento de generaciones hacia el código heredado de los clanes galeses y escoceses, grabado a fuego en su ser. Si no había adonde ir, eso no significaba un vacío en la vida de Josey Wales. Ese vacío fue llenado por un frío odio y una amargura que se mostraba cuando sus ojos negros se volvían mezquinos.

Jamie Burns se sentó en un tronco.

—Yo tampoco tengo adonde ir —dijo.

De repente, un sinsonte comenzó a trinar en una parra de madreselva. Un zorzal cloqueó preparándose para anidar y pasar la noche.

—¿Tienes una mascada de tabaco? —preguntó Jamie.

Josey sacó una hebra negra verdosa del bolsillo y se la pasó por encima de la hoguera. El hombre y el chico eran compañeros.