Capítulo 4

Pablo les contó toda la historia. Vaciló al hablar sobre lo que les sucedió a Rose y Melina.

—Cuéntalo todo.

Era la voz suave y cortante como el acero de Josey Wales. Y Pablo lo contó todo. Nadie dijo nada cuando acabó.

El bebé indio gimoteó en medio del silencio al soltarse del pecho e instintivamente Rayo de Luna lo abrazó más fuerte.

El silencio esperaba a Josey Wales, a que el calor, la negra ira, se desvaneciera y muriera en sus ojos. Lentamente, estos se inundaron con la sobria luz de la calmada deliberación. Fue algo casi físico.

—Maldita sea —susurró la abuela.

Josey señaló a Pablo.

—Miguel, llévalo al arroyo y dale algo de ropa que ponerse.

Miguel se levantó en silencio y se apresuró a salir con Pablo de la habitación. Los hombres se levantaron, separando las sillas al mismo tiempo que Josey Wales. Le siguieron al patio.

Bajo los álamos, se sentaron en cuclillas formando un círculo compacto, encogidos de hombros para protegerse del viento que aullaba en el cañón: Chato Olivares, Lone Watie, Travis Cobb y Josey Wales.

Con un palo, Chato dibujó el mapa de México en la tierra.

—Estamos aquí —dijo marcando el suelo—. Debajo de nosotros, al otro lado del Río Grande, está el estado de Chihuahua; al oeste, Sonora; al sur, Durango. El capitán Escobedo probablemente esté en Chihuahua. Es un lugar… grande, Josey.

Josey Wales desenvainó un largo cuchillo de su bota de caballería, cortó un trozo de tabaco y se lo metió en la mejilla. Lo masticó despacio y no habló.

—No lo entiendo —dijo Travis Cobb arrastrando las palabras—, le volaron los sesos a Kelly y ensillaron a Ten Spot… ¿Por qué no mataron a Ten Spot?

La sonrisa de Chato brilló bajo su bigote.

Comprende al capitán Escobedo. Se divierte un poco por la frontera; solo putas. Mata a los testigos y se lleva a un criminal a quien, según él, estaba persiguiendo. Esto lo justifica en caso de que se hagan preguntas. Además, Ten Spot les servirá a los rurales… como ejemplo para asustar a los peones. El capitán Escobedo no solo es soldado, también es político. Está uno bueno —Chato acabó y se encogió de hombros por la simpleza de todo aquello.

Los hombres se levantaron y observaron a Miguel, que regresaba con Pablo. El peón llevaba chaparreras acampanadas sobre botas de tacón alto de vaquero, una chaqueta ajustada con una manga enganchada de su hombro y un sombrero de cuero.

Miguel sonrió.

—¡Vaya! ¡El vaquero!

Se percibía una cierta condescendencia en su risa. Pablo arrastró los pies, avergonzado.

Josey Wales le clavó una mirada contemplativa y escupió con destreza en el mapa de Chihuahua.

—¿A qué te dedicas, hijo? ¿Cuál es tu profesión? —farfulló.

Pablo levantó la mirada.

—Soy… mendigo, señor.

—¿Y antes de ser mendigo?

—Luchaba por el general Benito Juárez hasta que… —levantó el muñón—. Antes… fui granjero, señor.

Una luz parpadeó, y murió, en los ojos de Josey Wales.

—Yo fui granjero… hace tiempo —dijo; se quedó abstraído durante unos segundos, escuchando el aullido del viento. Los hombres se movieron incómodos y, de repente, volvió a dirigirse a Pablo—. ¿Cuánto dinero te prometió Rose por venir aquí? —al ver la mirada sorprendida de Pablo, dejó escapar una risa corta—. Conozco a Rose.

—Doscientos pesos de oro, señor —dijo Pablo—, pero no los cogeré.

—¿Por qué no? —el tono de Josey era seco.

—Porque… no los cogeré —repitió Pablo.

Josey observó el testarudo rictus en la mandíbula de Pablo.

—Entonces, ¿por qué has venido? —y su voz sonó más suave.

Pablo movió los pies intranquilo. Se sentía como si estuviera en un juicio. ¿Mataba el bandido a todos aquellos que no respondían a sus preguntas?

Se encogió de hombros desesperadamente.

—Porque la Señorita Rose fue… buena conmigo.

Esperando risas, miró disimuladamente a los hombres. No escuchó ninguna.

—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Tienes familia?

—No tengo familia, señor. No lo sé.

Lone Watie vio en los ojos de Josey cómo tomaba la decisión. Había estado al lado del fuera de la ley en tiroteos, había huido junto a él de partidas perseguidoras, había dormido con él en la ruta. Conocía a Josey Wales bajo toda aquella dureza. Ahora se acercó a Josey y apoyó una mano en su hombro.

—No estarás pensando en llevarte a ese peón manco contigo. Necesitas un buen pistolero que te cubra las espaldas, Josey, un verdadero pistolero.

—He cabalgado por todo Chihuahua —comentó Travis Cobb en tono despreocupado—. Conozco esa parte de México. Yo…

¡Diantre! ¡Demonios! —aulló Miguel—. Soy yo el que conoce Chihuahua, maldito gringo. Tú no conoces nada. Es…

—Maldito frijolero —le espetó Travis—, Chato y yo hemos pisado cada montón de mierda de vaca de Chihuahua. Acarreábamos ganado…

Chato lanzó una fría mirada condescendiente a Miguel.

—¡Yo nací en Chihuahua, idiota! La conozco como la palma de mi mano… cada pueblo, cada hacienda, puedo encontrar a Escobedo tan fácilmente como mi polla. Yo…

—Cerrad la boca —dijo Josey con calma. Mascó durante unos segundos en pausada reflexión—. En primer lugar, no podemos llevarnos muchos hombres con nosotros y dejar desprotegidas a las mujeres. Y los que se queden tienen que ser buenos tiradores. Lone, tú te quedas, con Miguel y Travis.

Nadie protestó. Los hombres clavaron la mirada en el suelo… excepto Chato, que cogía su pistolera y observaba expectante el rostro de Josey.

—Me llevaré a Chato —dijo Josey, y movió la cabeza hacia Pablo—, y a este granjero. En cuanto aprenda que no es un chucho de corral, lo cual no llevará mucho tiempo, servirá —y volviéndose hacia Pablo, dijo—: Y yo no soy ningún maldito si-nor. Llámame Josey, ¿entiendes?

Sí sen… Josey —dijo Pablo apresuradamente—, y sí que iré.

Chato miró disgustado a Pablo.

—Nadie te lo ha preguntado… ¿comprendes?

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Josey—. Traed caballos para Chato y para Pablo que puedan seguir el paso del mío. Dadle una pistolera a Pablo con un revólver del 44, podrá manejarse mejor que con un rifle. ¡Vamosss!

Josey se alejó y entró en la casa.

No resultaba fácil encontrar caballos capaces de seguir el paso del enorme ruano de Josey Wales. Cada hombre entró con un ronzal de lazo rígido en el corral de los caballos e hizo su propia selección. Discutieron señalando las debilidades de las elecciones de los otros, pero finalmente se decidieron por un Morgan gris para Chato y para Pablo un tordo con pinta de violento.

Detrás de las sillas, colocaron mantas enrolladas, comida y grano para los caballos.

Josey salió de la casa con Jamie en un brazo y rodeando a Laura Lee con el otro. Cuando ella cogió al bebé, él le dio un beso largo, en los labios, y ella le susurró:

—Cuídate, Josey.

—Lo haré —dijo.

Abrazó a Rayo de Luna y ella le pasó los brazos por el cuello y le apretó con fuerza, y abrazó a la abuela cuando esta le besó la mejilla de la cicatriz.

Chato levantó a la abuela en volandas cuando le abrazó.

—Bájame, mexicano loco —protestó la anciana. Chato se rio y le dio una palmada en su pequeño trasero—. ¡Por Dios Santo! —dijo la abuela, pero en realidad estaba complacida y las lágrimas hicieron que sus ojos brillaran.

Los hombres se estrecharon las manos en silencio, sin olvidar a Pablo. Lone Watie estrechó la mano de Josey con la fuerza de hierro de un hermano.

—Si no vuelves pronto, iré a buscarte.

—Regresaré —dijo Josey, y saltó a la silla. Sobre el gigantesco ruano parecía una figura letal. Con un par de 44 enfundados y atados a los muslos; un Navy 36 bajo el brazo izquierdo oculto bajo la chaqueta de flecos; delante de él en la silla había dos revólveres del 44 enfundados y dos más iban sujetos detrás.

Era la clase de acorazado de un solo hombre del guerrillero de Misuri.

Chato y Josey estaban ya montados y sus monturas se encabritaban levemente por el viento. Pablo se volvió para montar el tordo. No pisaba bien con las botas de tacón y se resbaló del estribo. El tordo se desplazó a un lado, bufando. La abuela y Travis se acercaron para ayudarle.

—¡Dejadle! —la voz de Josey sonó dura.

Todos se pararon. Pablo cogió el caballo y lo examinó durante unos segundos. Sujetó las riendas en la mano y alargó esta hacia el cuerno de la silla. Tras apoyar el pie en el estribo, se levantó y pasó la pierna por encima, y estuvo a punto de caerse de los lomos del animal. Se sujetó, tambaleándose, mientras el tordo lomeaba y finalmente se acomodó en la silla con el sombrero ladeado.

Josey gruñó; con gesto felino giró el ruano sobre sus poderosas ancas y los condujo a toda prisa fuera del patio, hacia el valle.

Echó la vista atrás y los vio apiñados bajo los álamos: Laura Lee y Rayo de Luna, la abuela Sarah y Miguel, Travis Cobb y Lone Watie. Ellos eran su vida, encontrada tras su muerte en Misuri.

Los vio agitando las manos, como un código de señales, hacia delante y hacia atrás, lentamente, y él levantó el sombrero gris para despedirse antes de desaparecer tras un cerro prominente.

Tras él, Chato ondeó su sombrero antes de que también él desapareciera. Pablo miró atrás. Ellos seguían agitando las manos. Tímidamente, levantó su sombrero y luego, con un amplio arco en el aire, se lo colocó en la cabeza. Pablo nunca se había despedido de nadie.

La pregunta jamás se planteó: ¿deberían arriesgar sus vidas por un jugador fanfarrón llamado Ten Spot? Todos ellos estaban imbuidos del código de lealtad de Josey Wales. El Código de la Montaña.

El Código era necesario para sobrevivir en las quebradizas tierras de las montañas, como lo fue en las tierras rocosas de Escocia y Gales. Eran gentes cerradas. Fuera de allí, los gobiernos erigidos por gentes de territorios más amables, de riqueza y poder, no eran indulgentes con los desheredados.

Cuando un hombre no tenía dinero, su dinero eran sus palabras. Y su vínculo, la lealtad. Nacido en este entorno, era un rebelde de los poderes establecidos. Dañar a alguien con el que se tenía una obligación de lealtad era una afrenta personal; mucho más, era una blasfemia. Era el Código: una religión sin catecismo y sin cronista que explicara u ofreciera una apología.

El resultado eran enemistades enconadas hasta la médula. Guerra a cuchillo. Raras veces era por tierras, o dinero o posesiones. Pero quebrar el Código significaba… ¡LA GUERRA!

Grabado en los huesos, mezclado en la sangre, el Código fue trasladado a las montañas de Virginia y Tennessee y los montes Ozark de Misuri. El Código era capaz de transformar instantáneamente a un tímido chico de granja en un violento asesino, como un halcón al vuelo, replegando las alas en un picado mortal. Era el Código de los «Chicos», los guerrilleros de Misuri que habían sacudido a toda una nación.

Josey Wales fue concebido con el Código de las Highlands, nacido en el feudo de las montañas de Tennessee y bañado en la sangre de Misuri.

Todo ello resultaba desconcertante para aquellos que vivían bajo un gobierno hecho a medida y a su propia conveniencia. Solo aquellos expulsados del palio podían entenderlo. Los indios… los cheroquis, los comanches, los apaches. Los judíos.

La naturaleza silenciosa de Josey Wales era la del código del clan. Ni negocios en común, ni política, ni tierra o beneficios le unían a su gente. Era algo invisible y por ello mismo más fuerte que cualquiera de esas cosas. Algo enraizado en el instinto más poderoso del ser humano: la supervivencia. El lazo de unión implacable era la lealtad. El detonante era el compromiso.

Kelly el barman, instruido en la naturaleza humana que el whisky desvela tras la barra, reconocía el Código, y así murió satisfecho y seguro de la promesa que le había hecho al capitán Jesús Escobedo.

Cabalgaron. Josey encabezaba la marcha avanzando con su poderoso ruano por el desierto a un trote lento. No les condujo hacia el sureste, a Santo Río, sino directamente hacia el sur, al Río Grande.

El cactus y el mezquite se enmarañaban con los matorrales de artemisa. Las hojas punzantes de la yuca y el espinoso ocotillo recubrían de fiereza aquella tierra yerma. El viento rasgueaba una monótona y grave nota.

No se pararon cuando llegó el fugaz ocaso y la oscuridad tras la puesta de sol, pero Josey relajó el ritmo bajo la irregular luz de las estrellas.

A medianoche, con el agua hasta los estribos de los caballos, cruzaron el Río Grande y entraron en la herida cargada de ira que era México.

México, 1868. Sangraba. Desde Moctezuma, Cuauahtom… Cortés. La herida jamás se había cerrado. Ahora, la contraguerrilla, recién liberada de sus señores franceses, deambulaba por el campo. Ejércitos de bandidos. Rurales que arrancaban cabelleras, saqueaban y violaban en un descabellado orgasmo de torturas.

A un hombre le costaba la vida apartar los ojos del horizonte para coger una flor.

El gachupín, nacido en España, miraba celosamente y por encima del hombro al criollo, de sangre española, pero nacido en México. Estos eran los hacendados, los hidalgos, que conspiraban unos contra otros, y contra los peones, y que retenían sus baronías con las maliciosas garras de tributos y muerte.

El criollo miraba por encima del hombro al mestizo, de sangre mezclada india y española, pero le contrataba para que le acarreara el ganado. En el escalón más bajo, el peón indio recolectaba su maíz.

Y ahora. ¡Por Dios! ¡Un peón indio en la silla del Presidente! El inescrutable zapoteco, Benito Juárez. La sospecha se extendió como una sombra inquietante sobre México. El estamento eclesiástico hizo más oscuras las sombras.

Juárez tenía intención de confiscar los millones de acres propiedad de la Iglesia para repartirlos entre los peones. Juárez era pagano. Los obispos sobornaban a generales para lanzar acusaciones contra Juárez.

Los hacendados compraban cabelleras, como también lo hacían los gobernadores del estado, a los rurales y a los bandidos. Cualquier cabellera. Siempre que no fuera la suya propia. La muerte acallaba el malestar. La gente no piensa en la tierra cuando siente terror.

Los comanches atacaban en incursiones de estación en estación como torbellinos. Luego estaba el sigiloso y continuo terror de los apaches. México sangraba.

Desmontaron en una estrecha quebrada. Ocultos a los ojos de la pradera, cepillaron a los cansados caballos y les dieron grano. Pablo, torpemente, retiró la silla y se ocupó del tordo. Nadie le ayudó.

Se estiraron y se envolvieron en las mantas sobre la tierra con las riendas atadas a las muñecas. No comieron. Una partida de guerra… venganza, rescate, a la manera de los guerrilleros.

Hacía frío con los primeros albores del día. Josey sacó a Pablo de debajo de sus mantas con un suave puntapié. Chato ya estaba ensillando. En esta ocasión, fue Chato quien encabezó la marcha; giró al sureste describiendo un semicírculo con la intención de interceptar un rastro de hacía unos cuatro días, un rastro de cincuenta caballos. Comían tasajo de ternera y panecillos fríos mientras cabalgaban.

Cortés describió México al rey de España arrugando una hoja de papel y lanzándosela a sus pies. Era una buena descripción. Un terreno irregular. Las rocas se alzaban desnudas. Cañones profundos surcaban abruptamente las extensiones de praderas. Cerros recortados. Grandes rocas entremezcladas, más grandes que casas, colgadas en las paredes inclinadas de las quebradas.

La mañana pasó y el calor se desprendía en oleadas de las rocas, aumentando así la temperatura del viento incesante que soplaba como ráfagas procedentes de un horno. No se detuvieron a mediodía.

En ocasiones Chato se veía forzado a desviarse del rumbo al sureste, entrando y saliendo de cañones y bordeando paredes inexpugnables de cerros desnudos.

Ya anochecía cuando se detuvieron al borde de un cañón que se hundía en la pradera a unos trescientos pies de profundidad. Chato señaló el estrecho paso en la distancia a sus pies.

—Un rastro, Josey —dijo—, se dirige hacia el sur.

Josey apoyó una pierna sobre el cuerno de la silla y cortó un trozo de tabaco. Mascó lentamente mientras examinaba la pradera. No había nada. Ningún sonido a esas horas de la tarde. Incluso el viento había amainado a un silbido persistente. Escupió por el borde del cañón.

—Bajemos y veamos.

Giraron al sur, una milla o dos, y encontraron una ladera en la pared del cañón. Hacía calor en el asfixiante cañón mientras conducían con cautela los caballos ladera abajo. Descansaron a la sombra cuando llegaron al fondo.

Chato fue el primero en desmontar; retrocedió primero por el rastro y luego hacia delante.

—Está aquí, Josey —dijo—, las marcas. Cuarenta, tal vez cincuenta caballos, todos con herraduras. Estas huellas tienen unos tres… o tal vez cinco días. Mirad ese excremento; se deshace.

Josey no desmontó, alzó la mirada hacia el borde del cañón sobre sus cabezas.

—Supongo que es Escobedo —dijo en voz baja—, y se dirige al sur.

Chato estaba arrodillado, examinando las huellas. Luego regresó y no se veía ni una pizca de su habitual humor despreocupado en el rostro. Miró con expresión seria a Josey.

—Hay otras huellas, que siguen a Escobedo. Tal vez a un día de camino de aquí.

—¿De qué clase? —preguntó Josey.

—No son huellas de caballos. Son mocasines. Muchos —dijo Chato—. Son huellas de apaches.