Capítulo 5
Era una vieja ruta. Estrecha y erosionada hasta las rojas rocas del lecho. Siglos de indios habían transitado por ella, ya que era una de las arterias principales hacia el sur.
El instinto de guerrillero de Josey Wales le dictó que convenía cabalgar manteniendo cierta distancia entre ellos. Él encabezaba, Chato le seguía a unas cincuenta yardas y Pablo cerraba la marcha. No se debe agrupar a los hombres en lugares estrechos.
Observó el filo de las montañas sobre sus cabezas. La luz se apagó. Sin la luz que se reflejaba en la pradera, el cañón quedó a oscuras y Josey silbó para que Chato y Pablo se acercaran. La seguridad ahora dependía del sentido del oído. Al distinguir los ecos resonantes de los cascos de los caballos y asignar mentalmente ese sonido a la rutina y a un segundo plano… tan solo quedaba el silencio para que los sentidos estuvieran alerta.
Fue el sonido del agua lo que hizo que Josey se detuviera. Un tenue gorgoteo en algún lugar entre rocas. Lo encontraron en una grieta que surcaba la pared del cañón, un arroyo no más ancho que el dedo de un hombre se derramaba por las rocas. Allí Pablo aprendió que los caballos iban primero.
Llenaron los sombreros, dieron de beber a los caballos, desmontaron y los frotaron con mantas. Mientras los caballos comían grano de los morrales, Josey levantó con cuidado los cascos y los palpó en busca de guijarros que pudieran lesionarlos.
Solo entonces comieron los hombres, frugalmente, algo de beicon en salazón y tasajo de ternera, y durmieron como antes, con las riendas atadas a las muñecas.
El lecho del cañón se elevaba a medida que cabalgaban a la luz previa al amanecer. Cuando el sol tintó de rojo las superficies de las rocas, se encontraban en una meseta sin árboles. Las huellas de los rurales estaban muy apiñadas, serpenteando entre chaparrales y mezquite; junto a estas, las marcas implacables de mocasines.
A pesar del calor creciente, recorrieron la meseta a un trote lento. El sudor empapaba el borde de las mantas de la silla y dejaba hilillos en el polvo acumulado sobre las patas del caballo.
Pararon en una ocasión, a mediodía, para que descansaran los caballos.
—Estamos avanzando al doble de velocidad que ellos —dijo Chato señalando las huellas—. Mira, las huellas de sus caballos son planas, no están hendidas. Van andando. Los apaches… —señaló la marca del mocasín—, siguen corriendo… los dedos de los pies están bastante hundidos en la tierra. Pueden aguantar más que un caballo… son diablos tras un rastro.
Sopesando lentamente la situación, Josey examinó el rastro.
—Me preguntó por qué esos apaches están persiguiendo a Escobedo.
Chato se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Les encanta matar.
Era media tarde cuando el rastro se adentró en la meseta y los condujo a un valle poco profundo. Lo surcaba un río que serpenteaba hacia las profundidades del valle, y junto a este había un pueblo.
No era un simple poblado indio; tenía un chapitel de catedral y estaba dispuesto en forma de plaza y rodeado de edificios de adobe. Las huellas de los apaches se apartaron del rastro.
Desmontaron y se acuclillaron en la ladera mientras examinaban el poblado. Josey señaló.
—En el corral detrás de aquel edificio hay unos quince, tal vez veinte caballos y mulas. Escobedo no está ahí, porque no veo más caballos por los alrededores.
—El pueblo se llama Saucillo —dijo Chato—. He estado allí muchas veces. El edificio es el de la policía. Debería haber unos quince rurales estacionados allí.
Josey se irguió.
—Rodearemos la ciudad, hasta situarnos en la parte trasera de un establo. Los caballos necesitan enfriarse y que los cepillemos, necesitan beber y comer grano. Nos quedaremos con los caballos hasta que se recuperen. Luego veremos lo que podemos averiguar sobre el señor Escobedo.
Bajaron al paso con los caballos en dirección a la ciudad, y Pablo acababa de escuchar de nuevo al guerrillero, que siempre busca la mayor ventaja: lo primero son los caballos.
El amplio pasillo del establo estaba fresco y en penumbra, y enfriaba tanto a hombres como a bestias. El viejo vaquero se deshizo en gracias y esmeradas reverencias al aceptar la doble águila de oro que le ofreció Josey. Ordenó a los ayudantes del establo que se ocuparan de los caballos y luego, nervioso, se unió a ellos.
¡Qué caballos! ¡El ruano era magnífico! Caballos como esos solo podían pertenecer a patrones, o a políticos, o a bandidos. Esos hombres no eran ni políticos ni patrones.
Uno, vestido elegantemente de negro con una pistola de culata de marfil, esperaba en cuclillas junto a la puerta de la calle, fumando un cigarrillo. Vigilaba la calle y al vaquero con sospechosos ojos de felino.
En la otra puerta, el indio de un solo brazo, moreno —probablemente un zapoteco, o un yaqui, de los violentos— le seguía con una mirada inexpresiva que no revelaba nada.
Y el anglo, con el sombrero de los gringos rebeldes y la cruel cara cortada paseaba por el pasillo, unas pistolas grandes colgaban de sus piernas y revoloteaba alrededor de los caballos, ordenando a los chicos que humedecieran las mantas y frotaran las patas, los pechos y los lomos de los caballos. ¡Cuánto cuidado y cuánta preparación!
El vaquero estaba llenando sacos de grano mientras acariciaba la moneda de oro en el bolsillo, cuando la idea de repente se iluminó en su mediocre mente. Se persignó. Luego la avaricia comenzó a corroerle.
Josey no le vio hacer señas al harapiento chico del establo para que se acercara ni que le susurraba; tampoco vio al chico escabullirse por la ventana.
Así pues, esperaron, perdiendo unos minutos preciosos y dejando que los caballos se refrescaran y descansaran. Por fin los condujeron al empedrado de la plaza caminando los tres juntos.
Ya era avanzada la tarde y las señoritas salieron a pasear por la plaza bajo los vigilantes ojos de las dueñas, que cotilleaban en los bancos.
Atravesaron la plaza, andando, y los cascos de los caballos resonaban en las piedras. Bajaron por una calle de comercios y cantinas. Las cantinas empezaban a animarse en la suave penumbra del anochecer.
No los esperaban y por ello no vieron los carteles clavados en las esquinas de la plaza: la cara cortada por una cicatriz de Josey Wales. $7.500 DE RECOMPENSA. MUERTO. Ni tampoco tenían manera de saber que el capitán Jesús Escobedo había dejado atrás a diez de sus rurales de Santo Río, llevándose a los diez militares de Saucillo con él.
Buscaron información sobre Escobedo, y unos acordes fluidos y embelesadores de guitarra que flotaban a través de las puertas batientes les hicieron atar sus caballos y entrar en la Cantina de Música sin echar apenas una mirada a sus espaldas.
Una sola ventana daba a la calle y proporcionaba un poco de luz a la estancia de techo bajo. Una entrada en un lateral quedaba oculta tras unas cortinas de cuentas de colores. Había otra entrada en la parte trasera, tras la que se podía ver una mula paciendo en la hierba. Los únicos sonidos eran el zumbido de las moscas sobre una docena de mesas pringosas de pulque y las notas de la guitarra.
El cantinero se acercó a la barra arrastrando las sandalias para recibirles. De rostro grueso y huraño, limpiaba la barra con el saludo universal de todos los bármanes.
No levantó la mirada.
—¡Tequila, mi amigo! —gritó Chato de buen humor y pegó una palmada en la barra mientras se echaba el sombrero hacia atrás y lo dejaba colgando de la correa alrededor del cuello.
Tres botellas y tres vasos aparecieron frente a ellos. El cantinero no levantó la mirada y el instinto de forajido de Josey Wales hizo que se le pusieran de punta los pelillos de la nuca. Miró fijamente el rostro regordete mientras lanzaba un águila doble sobre la barra.
—¿Escobedo? —preguntó en voz baja.
El cantinero le miró inexpresivamente y no hizo ningún esfuerzo por contestarle.
Chato dio un buen trago de la botella.
—Capitán de rurales, Escobedo… ¿sabes?
—No… sé… de Escobedo.
El cantinero estaba colocando el cambio en monedas de plata sobre la barra y no miró a Chato. Los acordes de la guitarra murieron.
Una mujer salió de detrás de la cortina de cuentas y apoyó una guitarra sobre la barra, junto a Chato. Era toda una mujer. Los pechos, morenos y maduros, colgaban pesadamente. El pelo negro azabache le rozaba los hombros desnudos y unas marcas de viruela en la cara le otorgaban una sugerente sensualidad.
Conocía bien su oficio y se arrimó a Chato sin dudarlo. Josey se estaba sirviendo tequila en un vaso. La mujer deslizó una mano por debajo de la camisa de Chato y le acarició la espalda.
—¿Tequila? —le ofreció Chato educadamente, empujando la botella hacia ella.
—¡Sí, caballero, sí!
Cogió la botella por el cuello, la volcó en su boca y luego se limpió los labios, húmedos y carnosos, sobre la mejilla de Chato.
La raja de la falda revelaba un muslo fuerte y unas caderas color aceituna. Chato deslizó una mano por debajo de la raja y la acarició para apreciar las curvas. Firme y musculosa. Ella se rio. Chato se volvió hacia Josey con estudiada seriedad.
—¿Lo comprendes, Josey? Los rurales podrían haber estado aquí. Si es así, podrían haberle dicho a esta mujer adonde se dirigían. Tal vez, si le preguntara, a solas, durante un rato, podría descubrir…
Josey se bebió de un trago la copa y chasqueó la lengua al sentir el fiero líquido.
—Sí —dijo pausadamente—, estoy seguro de que podrías. Pero no te quites las espuelas… no tenemos tiempo.
Pablo se sonrojó profundamente y miró el tequila que se había servido en el vaso.
Chato dio otro tiento a la botella y pareció filosofar.
—Es difícil razonar —dijo—. He estado siguiendo vacas tanto tiempo… uno siempre las sigue, y las de trasero flaco son las de descarte… no bueno. Las vacas de trasero grande y pesado son las buenas… quizás sea eso lo que me ha hecho ser lo que soy, definitivamente, un hombre de traseros.
—Sí —dijo Josey secamente mientras observaba al cantinero alejarse hacia el final de la barra—. Ya os lo he notado, a ti y a Travis, además también oléis un poco a vaca. Yo te guardo este tequila. Adelante con tu interrogatorio.
Pablo apuró la bebida, como Josey, de un solo trago. Silbó, escupió, tosió y se dobló hacia delante. Josey le dio unas palmadas en la espalda.
—Vamos, querida —Chato apoyó el brazo en los hombros de la mujer y tambaleándose solo un poco atravesaron los dos la cortina de cuentas.
Pablo estaba jadeando. Apoyó un codo tembloroso en la barra y las lágrimas corrían por su rostro.
—Lo… lo siento, Josey —dijo, y Josey entonces observó el ligero respingo del cantinero al escuchar el nombre.
—No pasa nada, hijo —rezongó—. Beber es la última cosa que debes aprender.
No mostró la alarma que le invadía la mente. El barman lo conocía… ¡conocía el nombre de Josey Wales!
Un chirrido constante de muelles de colchón se oyó a través de la cortina de cuentas y a continuación cortos gemidos de mujer.
—Dios mío —dijo Josey—, me alegro de que la abuela no esté aquí.
—Yo también —susurró Pablo. Y lo decía en serio.
Entraron sin previo aviso. Cuatro hombres por la puerta principal y tres por la de atrás. Grandes pistolas colgaban de sus caderas. Algunos de ellos aún no habían vendido las cabelleras y el pelo todavía colgaba de sus cinturones y chalecos. Rurales.
—Apártate de mí —susurró Josey con vehemencia a Pablo—. Coge la botella. Siéntate en la mesa ahí al lado.
Pablo cogió la botella y se quitó rápidamente de en medio.
Los hombres se apoyaron en la barra a ambos lados de Josey. El cantinero, sin hablar, colocó unas botellas delante de ellos. Un hedor invadió la cantina, un olor acre en las fosas de Josey: sangre seca, cuerpos hediondos, sudor de caballo.
Sin aspavientos, casi perezosamente, cogió una botella con una mano y el vaso con la otra, y con gesto despreocupado se apartó de la barra y avanzó a zancadas al centro de la habitación.
Los rurales bebieron con gusto, relamiéndose los labios, y observaban a Josey con astutas miradas de triunfo, limpiándose los bigotes y barbas con los dorsos de las manos.
No advirtieron que estaban colocándose a la luz de ambas entradas mientras el bandido con la cicatriz en la cara se situaba en medio de las sombras; una ventaja muy pequeña, pero una ventaja al fin y al cabo, para un pistolero profesional.
Los chirridos de muelles cesaron. Pablo se sentó a su mesa.
Los hombres se giraron, todos al unísono, y miraron a Josey. Sonrientes. Unas sonrisas taimadas con doble significado, intentando en todo momento amedrentar a sus víctimas y convertirlos en temblorosos cobardes. El líder, de pie en medio de sus hombres, se quitó el sombrero con un gesto de falsa amabilidad y lo sostuvo frente a él. Su sonrisa se ensanchó y unos dientes blancos sobresalieron por encima de su labio inferior.
—¡Señor! Le damos la bienvenida a nuestro país. Nosotros…
Josey Wales les devolvió las sonrisas con una sonrisa… o eso pretendía ser. No podían ver sus ojos, ocultos bajo el ala ancha del sombrero; pero la sonrisa marcó aún más la cicatriz, profunda y lívida, dándole una apariencia felina de endiablada crueldad. Los rurales se tensaron ante la visión de aquel hombre.
Josey estiró los brazos aún con la botella y el vaso en las manos.
—Sii-nors… —su voz sonó con el inconfundible gimoteo de la víctima asustada, los rurales se relajaron—. No busco problemas. Solo estaba…
La botella y el vaso cayeron de sus manos. Mucho antes de que tocaran el suelo, un enorme Colt apareció como por arte de magia. Josey Wales comenzó a escupir balas.
Disparó al líder atravesando el sombrero, en todo el centro, y el proyectil del calibre 44 lo derrumbó de espaldas hacia la barra. El bronco revólver disparaba a un ritmo entrecortado, tan rápidamente que producía un sonido casi compacto. La cara de un rural reventó y comenzó a sangrar a chorro. Otro se retorció, boca abajo, dándose dementes cabezazos contra el suelo.
Josey se movió rápido hacia la izquierda, dio una patada contra la pared de adobe, como un bailarín de ballet, y saltó de nuevo hacia el centro de la habitación, escupiendo balas del cañón de una segunda Colt en la mano izquierda al tiempo que se movía.
Un rural logró desenfundar, pero cayó hacia delante mientras lo hacía, abatido por un tiro bajo.
Desde detrás de la cortina de cuentas, otro revólver comenzó a disparar, un fuego rápido. La habitación retumbaba con el estruendo. El humo nubló el aire. Pablo había desenfundado el revólver de su pistolera y estaba disparando.
Su primer tiro mató a la poco sospechosa mula que pacía al otro lado de la puerta trasera; esta se derrumbó y comenzó a agitar las patas sobre la hierba. Su segundo tiro hizo añicos unas botellas tras la barra. Después de comprobar la trayectoria de la bala, su tercer disparo impactó en la pierna de uno de los rurales.
Durante todo ese tiempo se escuchó un grito salvaje cada vez más agudo, hasta llegar a tonos más allá del rango de la voz humana, que luego cayó en gritos rotos de un gozo inhumano. Era el grito rebelde de Josey Wales.
Dos rurales salieron corriendo hacia la puerta trasera. Uno lo logró, huyendo del estruendo y del sanguinario asesino. El segundo cayó con la espalda reventada entre los omoplatos.
Todo ocurrió en unos treinta segundos. Chato estaba de pie, desnudo de cintura para abajo, con la cortina de cuentas a sus espaldas y la pistola en la mano. La sangre corría desapercibida por uno de sus costados. Pablo, con el revólver colgado de la mano, miraba anonadado la carnicería de cuerpos.
Josey Wales saltó por encima de la barra, rápido como un gato, y tiró del cantinero hasta ponerlo de rodillas. Hundió el cañón de un Colt en su grueso cuello.
—¡Escobedo! —gruñó, y amartilló el percutor.
El obeso rostro del hombre se deshizo en sollozos.
—¡Por Dios! ¡Por favor! ¡Cabalga hacia Escalón! ¡Escalón! ¡Escalón!
—Dice la verdad —dijo Chato en voz baja, totalmente sobrio—. La mujer dijo lo mismo.
Josey golpeó la cabeza del cantinero con la culata del revólver. Este cayó inerte sobre la sangre de su propio cráneo.
Josey examinó la herida de Chato.
—No es nada —fue todo lo que dijo, y a continuación cortó un trozo de tabaco—. Supongo que será mejor que nos vayamos.
Chato se subió los pantalones y se puso las botas a toda prisa.
Josey dio la vuelta a algunos de los cuerpos de los rurales con la punta del pie.
—Pablo —dijo—, registra los bolsillos. Pon todo sobre la barra.
Pablo enfundó el revólver y se inclinó, un tanto reacio, para cumplir con las órdenes. Había seis de ellos, con los miembros extendidos, ensangrentados y reventados por los pesados proyectiles del calibre 44.
—Este de aquí —dijo Pablo señalando a un rural que yacía con los brazos extendidos y boca arriba— está vivo.
Josey se acercó y bajó la mirada. El rural estaba consciente. Había sido alcanzado en el estómago. El hedor a intestinos se mezcló con el olor dulzón de la sangre.
—¿Estuviste en Santo Río? —preguntó Josey en voz baja.
El rural sonrió débilmente.
—¡Sí! —se jactó con una voz sorprendentemente fuerte. La sonrisa se torció en una mueca de maldad. Extendió una mano hacia el bolsillo de su chaqueta de cuero y sacó un objeto brillante. Pendía de su mano, balanceándose—. ¡Sí… puta! —y se rio, tosiendo.
Era un pendiente… de Rose. Josey deslizó despacio la mano izquierda hacia el colt, amartillándolo mientras desenfundaba. Disparó al rural entre ceja y ceja y lo observó mientras se sacudía con el repentino impacto. Después escupió jugo de tabaco al rostro inexpresivo.
Pablo ya había vaciado los bolsillos de todos. Había un pequeño montón de monedas de oro y plata sobre la barra.
—Divídelo en dos partes —dijo Josey—, para ti y para Chato.
—Pero… —protestó Pablo.
—Es la ley de la pistola, hijo; la única por la que nos podemos guiar —dijo Josey sin alterarse—, y tú lo has hecho muy bien.
El vaquero y el peón se repartieron las monedas. Josey seleccionó un águila doble del montón y se la lanzó a la mujer desnuda que estaba de pie junto a la cortina de cuentas. El rostro de ella era imperturbable, estoico.
—Esto por el… el asunto —dijo—, y diles que Josey Wales y sus amigos han hecho esto… por lo de Santo Río, ¿entiendes?
—Sí, gracias —respondió ella sin sonreír.
La mujer cogió la moneda y se persignó rápidamente por el bandido que no tenía alma.
Atravesaron al galope la plaza adoquinada de Saucillo. Todas las puertas estaban cerradas y las contraventanas echadas. Dirigieron los caballos hacia el sur al galope y a un ritmo pausado.
En algún lugar delante de ellos, unos jinetes asustados espoleaban sus monturas hasta reventarlas. ¡Josey Wales! ¡El bandido sanguinario andaba suelto por México!